—¿Crees que el saqueador pudo descubrir una ciudad perdida? —preguntó Rolando.
Chel se encogió de hombros.
—Eso es lo que la gente querrá creer.
Él sonrió.
—Y todos los indígenas de Guatemala la reclamarán como propia.
Muchas aldeas mayas contaban con historias orales acerca de una increíble ciudad perdida donde sus antepasados habían vivido en otro tiempo. Durante la revolución, un primo del padre de Chel había afirmado haber encontrado la ciudad perdida de Kiaqix, de la cual habría huido en teoría el Trío Original. La realidad era menos atrayente: muchos mayas habían vivido siempre en pequeñas aldeas de los bosques, y para el pueblo de Chel, afirmar una relación con una ciudad perdida era como si un estadounidense blanco afirmara que tenía un antepasado en el Mayflower. Algo fácil (y deseable) de decir, pero más difícil de demostrar.
—No voy a preguntar otra vez de dónde demonios has sacado esto… —dijo Rolando, mientras comparaba otro fragmento—, pero basándome en la iconografía, no me parece que sea del final del clásico. Tal vez fue escrito entre los años 800 y 925. Es increíble.
—Espero que la prueba del carbono esté de acuerdo.
Rolando dejó las tenazas.
—Y ya sé que no se lo puedo decir a nadie, pero… aquí hay una sintaxis muy complicada. Podríamos utilizar a Victor con esto. Nadie conoce mejor que él la sintaxis clásica.
Desde el momento en que vio el códice, Chel había tenido ganas de llamar a Victor Granning, pero temía su posible reacción. Hacía meses que no hablaban. Desde luego ella tenía buenos motivos para evitarle.
—Los dos solitos nos bastaremos —dijo a Rolando.
—De acuerdo.
Sabía que no debía insistir. Granning era un asunto delicado. Chel quería a su antiguo mentor, pero era demasiado intransigente. Y estaba un poco chiflado.
Mientras intentaba expulsar a Granning de su mente, Chel estudió el rompecabezas de los glifos «apilados» de la primera página que Rolando había empezado a ensamblar.
Como todos los glifos mayas, eran o bien combinaciones de sílabas enlazadas con el fin de formar el sonido de la palabra (el equivalente de las letras inglesas), o, de forma similar a idiomas como el chino, una combinación de sílabas e imágenes que, tomadas en su conjunto, representaban una idea. Una vez que Chel desglosó los bloques y descifró cada componente, utilizando los catálogos establecidos de ciento cincuenta sílabas descodificadas y el catálogo de ochocientos y pico glifos «visuales» conocidos, los ordenó en frases.
Palabras como
jäb
eran muy conocidas. Era la misma palabra que el quiché moderno utilizaba para «lluvia». Algunas, como
wulij
, sólo podían ser traducidas de manera aproximada, porque no existía una palabra correspondiente en inglés: «asolar» era lo más aproximado, pero sin las implicaciones religiosas que la palabra tenía en maya. Los investigadores habían identificado unos ciento cincuenta glifos que aún no habían sido descifrados, y no sólo aparecían unos cuantos de ésos en la primera página del códice, sino que había otros que Chel no había visto nunca. Cuando todo el texto estuviera reconstruido, sospechaba que podrían analizar docenas de glifos nuevos.
Tres horas después, Chel tenía calambres en las piernas y sentía los ojos tan secos e irritados que tuvo que quitarse las lentillas y ponerse las gafas que tanto detestaba. Pero al fin contaban con una burda traducción del primer bloque de glifos:
No ha llovido, ___ de alimento, ___ medio ciclo de la estrella. Cosecha, asolar campos de Kanuataba, arrasar ___ y árboles, expulsar ciervos, aves, jaguares, guardianes de la tierra. Reutilización ___ pastos. Destruir laderas, insectos en enjambre, no hay suelos alimentados por hojas. No tienen refugio, animales, mariposas, plantas entregadas por Sagrado Portador para vidas espirituales. Sin carne, animales, guisar.
Pero, por supuesto, la traducción literal no era suficiente. Una traducción completa tenía que capturar la esencia de lo que el escriba intentaba comunicar. Los códices se escribían desde la perspectiva de un narrador omnisciente, y solían ser de tono muy ceremonioso. Por tanto, Chel se esforzó por introducir palabras desaparecidas a partir del contexto y de los típicos emparejamientos de palabras que había visto en los otros libros, hasta que obtuvieron una versión mejor del primer párrafo:
Ni una gota de lluvia ha traído alimento durante medio ciclo de la gran estrella. Los campos de Kanuataba han sido recolectados y destruidos; los árboles y las plantas, arrasados, y los ciervos, aves y jaguares, guardianes de la tierra han sido expulsados. Los campos de labranza no pueden utilizarse de nuevo. Las laderas están resecas, los insectos bullen y las hojas que caen ya no alimentan la tierra. Los animales y mariposas y plantas otorgados por el Santo Portador ya no pueden continuar sus vidas espirituales. Los animales carecen de carne para guisar.
—Está hablando de una sequía —dijo Rolando—. ¿Quién habría recibido permiso para escribir algo así?
Chel se preguntaba lo mismo. Los escritos mayas eran, en general, comunicados de prensa para el rey. Los «escribas» reales que los redactaban (mitad secretarios de prensa, mitad líderes religiosos) no osaban mencionar nada que socavara a sus gobernantes.
Nunca antes había visto Chel a un escriba que escribiera sobre las dificultades de la vida cotidiana. Las predicciones de lluvia estaban grabadas en columnas de piedra en las ruinas, así como en los códices de Madrid y Dresde, pero era inaudito que un escriba informara sobre una sequía inminente. El trabajo del rey era traer la lluvia, y tal información avergonzaría a cualquier rey que fuera incapaz de conseguirlo.
—Sólo un escriba podría poseer este tipo de destreza —dijo Rolando, al tiempo que señalaba una imagen ejecutada a la perfección del dios del maíz.
Chel volvió a estudiar las palabras. El castigo por haber escrito esto habría podido ser la muerte.
Ni una gota de lluvia ha traído alimento durante medio ciclo de la gran estrella
. La gran estrella era Venus, y medio ciclo eran casi quince meses. El escriba estaba describiendo la sequía más larga de los registros mayas conocidos.
—¿Qué pasa? —preguntó Rolando.
—No es sólo la sequía. Está hablando de que los almacenes de maíz están vacíos —explicó Chel—. Está hablando de animales en peligro, y de la disminución de la cantidad de tierra cultivable. Nadie habría recibido permiso para escribir algo así. Básicamente, es la descripción del fin de la civilización.
Rolando dibujó otra sonrisa.
—Crees…
—Está escribiendo sobre el colapso.
A lo largo de la carrera de Chel, la cuestión que la había interesado más que ninguna otra era el «colapso» de la civilización de sus antepasados a finales del primer milenio. Durante siete siglos, los mayas habían construido ciudades e innovado en arte, arquitectura, agricultura, matemáticas, astronomía y comercio. Pero después, seiscientos años antes de que llegaran los conquistadores españoles, las ciudades-estado dejaron de expandirse, la construcción se paralizó y los escribas de las tierras bajas de Guatemala y Honduras dejaron de escribir. En el espacio de tan sólo medio siglo, los centros urbanos fueron abandonados, desapareció la institución de la monarquía y la era clásica de la civilización maya llegó a su final.
Los colegas de Chel sostenían diversas teorías sobre las causas del colapso maya. Algunos sugerían imprudencia ecológica: prácticas agrícolas agresivas e indiferencia hacia la deforestación. Otros afirmaban que, debido a las guerras continuas, la excesiva religiosidad y el derramamiento de sangre producto de los sacrificios, los antiguos provocaron su propia desaparición.
Chel contemplaba con escepticismo todas estas ideas. Creía que hundían sus raíces en la inclinación europea a menospreciar a los indígenas. Las acusaciones de sacrificios humanos habían acosado a los mayas desde el desembarco de los españoles, y el colapso había sido utilizado durante siglos como prueba de que los conquistadores estaban más evolucionados que los salvajes a los que habían conquistado. Prueba de que los mayas eran incapaces de autogobernarse.
Chel creía que la causa del colapso se debía a megasequías que se prolongaron durante décadas e imposibilitaron la agricultura a sus antepasados. Los estudios llevados a cabo en los lechos de ríos de la zona sugerían que el final de la era clásica fue el más seco en siete milenios. Cuando estos prolongados períodos secos convirtieron las ciudades en inhabitables, los mayas simplemente se adaptaron. Volvieron a la agricultura de subsistencia y emigraron a pueblos pequeños como Kiaqix.
—Si fuéramos capaces de demostrar que esto es la descripción del colapso —dijo Rolando aturdido—, sería un hito.
Chel imaginaba qué más iban a descubrir en aquellas páginas. Imaginaba hasta qué punto el códice respondería a lo que, hasta el momento, había carecido de respuesta. Imaginaba que algún día podría enseñarlo al mundo.
—Si pudiéramos demostrar que el colapso de la civilización maya fue debido a megasequías —continuó Rolando—, les cortaríamos los huevos a todos esos generales, de paso.
Esta posibilidad provocó otra descarga de adrenalina en Chel. Durante los últimos tres años, las tensiones habían aflorado de nuevo entre ladinos e indígenas. Habían asesinado a activistas pro derechos civiles, crímenes perpetrados por los mismos ex generales que habían asesinado a su padre. Los políticos habían invocado el colapso en la sede del Parlamento: los mayas eran salvajes que ya habían destruido su entorno en una ocasión, adujeron, y lo harían de nuevo si les permitían conservar sus valiosas tierras.
¿Podría el libro demostrar lo contrario de una vez por todas?
Sonó el teléfono en el despacho de Chel, situado al fondo del laboratorio. Consultó el reloj. Pasaban unos minutos de las ocho de la mañana. Tenían que guardar el códice y encerrarlo en la cámara acorazada. Pronto empezaría a entrar gente en el museo, y no podían correr el riesgo de ser asaeteados a preguntas.
—Yo lo cogeré —dijo Rolando.
—No estoy —dijo Chel—. No tienes ni idea de cuándo volveré.
Un minuto después, el hombre volvió con una curiosa expresión en el rostro.
—Es un servicio de intérpretes de un hospital —dijo.
—¿Qué quieren?
—Tienen un enfermo que ingresó hace tres días, y nadie ha sido capaz de hablar con él. Por lo que sea, han llegado a la conclusión de que habla quiché.
—Diles que llamen a la iglesia por la mañana. Alguien les hará de intérprete.
—Es lo que iba a hacer. Pero entonces me dijeron que el paciente no para de repetir una palabra una y otra vez, como una especie de mantra.
—¿Qué palabra?
—
Vuj
.
Repitieron las pruebas genéticas en el Centro de Priones. La gráfica, las pruebas de laboratorio y las resonancias magnéticas de Juan Nadie estaban siendo examinadas en la sede central del CDC en Atlanta. A la mañana siguiente, después de reuniones prolongadas durante toda la noche y conferencias de emergencia, los médicos se mostraron de acuerdo con Stanton: el paciente padecía una nueva modalidad de enfermedad priónica, y tenía que proceder de carne contaminada.
Después de amanecer, Stanton revisó el caso con su ayudante, Alan Davies, un brillante médico inglés que había dedicado años a estudiar la enfermedad de las vacas locas al otro lado del Atlántico.
—Acabo de hablar con el Departamento de Agricultura —dijo Davies. Estaban en el despacho de Stanton del Centro de Priones—. No existen pruebas positivas de priones en ninguna de las industrias cárnicas importantes. Nada sospechoso en los registros de ganado o en las tablas de nutrición.
Davies vestía el chaleco y los pantalones de un terno de raya diplomática, y llevaba inmaculadamente peinado su largo pelo castaño, hasta el punto de que parecía un tupé. Era la única rata de laboratorio trajeada que conocía Stanton, una forma de demostrar a los norteamericanos lo muy civilizados que eran sus primos ingleses.
—Quiero ver personalmente los análisis —dijo Stanton, mientras se frotaba los ojos. Le costaba combatir el cansancio.
—Eso son sólo las fincas grandes —contestó Davies con una sonrisa de suficiencia—. El Departamento de Agricultura no podría abarcar todas las fincas pequeñas ni en un año. Las ovejas y los cerdos no importan. Por ahí fuera, algún hijo de puta descuidado está triturando sesos contaminados o lo que sea, y después los envía a Dios sabe dónde.
Identificar la fuente original era fundamental en cualquier intoxicación alimentaria. Era preciso descubrir las granjas donde habían cultivado verduras con
E. coli
, con el fin de clausurarlas y sacar los utensilios de sus estanterías. En los casos de salmonela, era preciso identificar el gallinero, con el fin de recuperar hasta el último huevo. Podía significar la diferencia entre una víctima y miles.
Stanton y su equipo ni siquiera sabían en qué fuente animal concentrarse. Era obvio que los priones de las vacas podían cruzar la barrera de las especies, de manera que el buey era el principal sospechoso. Pero los cerdos tenían priones muy parecidos a los de las vacas. Y una enfermedad priónica llamada tembladera había matado a cientos de miles de ovejas a lo largo y ancho de Europa. Hacía tiempo que abrigaba el temor de que, algún día, los corderos serían portadores de priones mutantes que contagiarían también a los humanos.