Una vez que descubrieran qué era lo que había enfermado a Juan Nadie, empezaría el auténtico trabajo de contención. La forma anormal en que se procesaba y envasaba la carne significaba que la carne de un solo animal podía ser distribuida en miles de productos diferentes y terminar diseminada por todo el mundo. Stanton había seguido el rastro de una sola vaca hasta una cecina de Columbus y unas hamburguesas de Dusseldorf.
—Quiero gente investigando en todos los hospitales locales —le dijo a Davies. Hasta el momento, Juan Nadie era el único caso, pero las enfermedades priónicas eran difíciles de diagnosticar, y estaba convencido de que habría más—. A ver si se han producido casos raros de insomnio u otros ingresos anormales, o si en urgencias psiquiátricas alguien ha ingresado con delirios o comportamiento extraño.
Davies sonrió compungido.
—O sea, síntomas que pueden padecer todos los habitantes de Los Ángeles.
Aparte de vestir con elegancia, burlarse de la gente del sur era su diversión principal.
—¿Hay algo más? —preguntó Stanton.
—Ha llamado Cavanagh.
Stanton llevaba a cabo investigaciones priónicas para el CDC, de modo que informaba a la subdirectora. Emily Cavanagh era famosa por su serenidad preternatural, pero también sabía lo graves que eran las enfermedades priónicas y no se tomaba nada a la ligera. Después de innumerables discusiones respecto al dinero y los protocolos de tratamiento, Stanton se había creado enemigos en Atlanta, y Cavanagh era una de los pocos aliados que le quedaban.
—¿Cómo vamos a llamar a este rollo, por cierto? —preguntó Davies.
—De momento, VIF —contestó Stanton—. Variante de insomnio fatal. Pero si descubres su procedencia, lo llamaremos enfermedad de Davies.
Stanton escuchó una docena de nuevos correos de voz relacionados con la investigación, antes de oír la voz de Nina.
«He recibido tus mensajes —decía—, y supongo que ésta es otra de tus tretas para conseguir que me haga vegetariana o algo por el estilo. No te preocupes. Casi toda la carne del congelador es vieja y, de todos modos, la iba a tirar. Sospecho que tu amigo peludo y yo sobreviviremos a base de pescado durante un tiempo. Llámame cuando puedas. Y ve con cuidado».
Stanton echó un vistazo a los miembros de su equipo, sentados ante sus microscopios. Por órdenes de la oficina central del CDC de Atlanta, no debían comentar con nadie la posibilidad de una intoxicación alimentaria. Cada vez que se producía siquiera una insinuación de vacas locas, la gente era presa del pánico, el mercado del vacuno se desplomaba y se perdían miles de millones de dólares. En consecuencia, Stanton no había hablado a Nina de Juan Nadie. Sólo había insinuado que sería una idea muy buena hacer caso de lo que llevaba años diciendo acerca de no comer carne.
—Tengo platinas, doctor Stanton.
Una de sus becarias de posdoctorado le indicó con un ademán que se acercara. Él colgó el teléfono y se encaminó a paso vivo hacia una campana de aislamiento situada al otro lado del laboratorio. Jiao Chen estaba sentada al lado de Michaela Thane. Stanton la había invitado vitado a trabajar en el laboratorio después de que terminara su turno en el Hospital Presbiteriano, para que pudiera seguir paso a paso la investigación. Si se daba un caso de IFF transmitido por la carne, quería estar seguro de que se le reconocieran los méritos.
—La forma es idéntica al IFF —dijo Jiao, ofreciéndole su asiento—. Pero la progresión es increíble. Avanza mucho más deprisa.
Stanton miró a través de los visores del poderoso microscopio electrónico. Las proteínas priónicas normales tenían forma de hélice, como el ADN, pero estas hélices se habían desenrollado y vuelto a plegar hasta adoptar una forma similar a los fuelles de un acordeón.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que se tomaron las pruebas? —preguntó.
—Sólo dos horas —contestó Jiao.
Los priones a los que estaba acostumbrado él progresaban a lo largo de meses o incluso más tiempo. Al investigar a víctimas de las vacas locas, había tenido que remontarse con frecuencia a tres o cuatro años para localizar la carne contaminada. Pero estas proteínas estaban cambiando con una celeridad que jamás había visto. Con la velocidad de un virus.
—A este paso —dijo Jiao—, invadirá todo el tálamo en cuestión de días. Y al cabo de pocos días más se producirá la muerte cerebral.
—La infección ha de ser reciente —dijo él.
Jiao asintió.
—De no ser así, ya habría muerto.
Stanton miró a Davies.
—Hemos de probar los anticuerpos.
—Gabe…
—¿Qué anticuerpos? —preguntó Thane.
Era su intento más reciente de curar, explicó Stanton. Los humanos no podían montar una defensa con «anticuerpos» contra los priones ajenos porque el sistema inmunitario los confundía con las proteínas priónicas normales del cerebro. Por consiguiente, el equipo del Centro de Priones había dejado «fuera de combate» a estos priones normales en ratones (con el efecto colateral de que no tuvieran miedo de las serpientes), y después les había inyectado priones anormales. Los ratones produjeron anticuerpos contra el prión ajeno, que podían ser recolectados y usados en teoría como tratamiento. Stanton y su equipo aún no los habían utilizado con seres humanos, pero habían demostrado un potencial considerable en una placa de Petri.
—Créeme —dijo Davies—, nadie tiene más ganas que yo de decirle al FDA que se vaya a tomar por el saco, pero no te conviene otro pleito, Gabe.
—¿Qué pleito? —preguntó Thane.
—No vale la pena explicarlo —dijo Stanton.
—Está muy relacionado —dijo Davies. Se volvió hacia Thane—. Sometió a una víctima de enfermedad priónica genética a un tratamiento que no había sido probado.
—La familia solicitó la terapia de anticuerpos —intervino Jiao—, y después de que él aceptara y el paciente no se recuperara, la familia cambió de opinión.
Thane sacudió la cabeza.
—Hay que amar a los familiares de los pacientes… El viejo juramento
hipocrítico
.
Otro becario de posdoctorado los interrumpió. Christian se había quitado los auriculares con los que escuchaba rap a todas horas, la verdadera medida de la elevada tensión del laboratorio.
—Ha vuelto a llamar la policía —dijo—. Han registrado la habitación del motel Super Ocho donde detuvieron a Juan Nadie y han encontrado una factura de un restaurante mexicano. Está justo al lado del hotel.
—¿De dónde procede su carne? —preguntó Stanton.
—De una granja industrial de San Joaquín. Distribuyen casi medio millón de kilos de buey al año. No han incurrido en ninguna infracción, pero también llevan a cabo su propio reciclaje.
Stanton miró a su compañero.
—Es posible —dijo Davies.
—¿Me lo traducís? —preguntó Thane.
—¿Sabes de qué está hecha la pasta de dientes que usas? —dijo Davies, complacido de hablar sobre el lado más oscuro del negocio de la carne—. ¿Y el colutorio con el que haces gárgaras? ¿Y los juguetes de los niños? Todos están hechos de subproductos de la carne inutilizable después de que los animales han sido sacrificados.
—Es posible que el reciclaje fuera la fuente original del brote de vacas locas —explicó Stanton—. Las vacas se alimentaban de restos de sesos de otras vacas.
—Canibalismo a la fuerza —dijo Thane.
Stanton se volvió hacia su becario.
—¿Cuál es el suministrador industrial?
—Havermore Farms —dijo Christian.
Stanton se incorporó en su silla.
—¿Havermore aprovisiona a ese garito mexicano?
—¿Por qué? ¿Conoce el nombre? —preguntó Thane.
Stanton sacó su teléfono.
—Suministra toda la carne al Distrito Escolar Unificado de Los Ángeles.
Havermore Farms se hallaba en el valle de San Emigdio Mountains, donde el viento no podía transportar su pestilencia cerca de la civilización. Stanton y Davies tardaron una hora en llegar debido al tráfico de la mañana. A menos que pudieran demostrar en el curso de las dos horas siguientes que el prión mutante procedía de allí, no podrían impedir que los colegios públicos de Los Ángeles sirvieran carne a un millón de estudiantes.
Los médicos pasaron a toda velocidad ante los corrales, donde se apelotonaban miles de cabezas de ganado. Estos eran los animales destinados al sacrificio que preocupaban a Stanton. Eran alimentados a la fuerza con maíz, y era muy probable que complementaran su dieta con tortas de proteínas procedentes del otro lado de la instalación, una posible fuente de la nueva variante de prión.
Decidieron ir en primer lugar a la planta de reciclaje, donde se fabricaban las tortas de proteínas, el lugar más probable como fuente de contaminación. Stanton y Davies siguieron a Mastras, el director de la planta, dejando atrás cintas transportadoras sobre las que descansaban cabezas y pezuñas que habían pertenecido a cerdos, vacas y caballos, así como a perros y gatos sacrificados. Hombres provistos de pañuelos para la cabeza, gafas y mascarillas se chillaban mutuamente en español, al tiempo que arrojaban con la ayuda de buldóceres cadáveres de animales despellejados y desollados a un gran pozo donde extremidades de vacuno se mezclaban con quijadas, pelo y huesos de cerdos. Sólo el Vicks VapoRub que se aplicaban bajo la nariz nada más llegar lograba que el olor fuera tolerable.
—Hemos sido sinceros con los inspectores —dijo Mastras—. Echan un vistazo, les damos los informes de nutrición, toda la pesca. Siempre salimos limpios.
—Se refiere a que las ínfimas fracciones de muestras que analiza el Departamento de Agricultura salen limpias —aclaró Davies.
—Sabe que estaríamos jodidos en cuanto se supiera que ustedes nos están investigando —gritó Mastras por encima de los buldóceres. Tenía el pelo rojo y la piel pálida, y a Stanton le había caído mal al instante—. Daría igual que fuera verdad o no.
—No haremos nada público hasta que encontremos la fuente —dijo Davies—. El CDC lo está manteniendo en secreto.
Stanton efectuó un veloz cálculo de los restos de animales que había visto esparcidos a lo largo y ancho de la sala.
—Aquí hay mucho más de lo que sacrifican —dijo—. ¿Reciben material reciclado de otras granjas?
—Algo —admitió Mastras—. Pero no aceptamos ninguna carne que esté todavía en su envase plastificado procedente de los supermercados, y no trituramos collares antipulgas con insecticida. La perrera se deshace de los collares antes de entregar los animales, de lo contrario no los aceptamos. Los jefes insisten en ello porque quieren el máximo nivel de calidad.
—A eso nosotros lo llamamos cumplir la ley —dijo Davies.
Llegaron ante una serie de cintas transportadoras, a las cuales llegaban cadáveres de diferentes animales en camiones una vez despellejados. Todas las cintas estaban cubiertas de órganos indistinguibles, piel sanguinolenta, masas de huesos mezclados y dentaduras rotas. Davies empezó con la cinta que transportaba restos de cerdos, mientras Stanton se concentraba en las vacas.
Davies utilizó fórceps y una navaja de precisión para cortar muestras de la cinta, y las dejó caer en un recipiente de recogida de especímenes para el ELISA (ensayo por inmunoabsorción ligado a enzimas), una prueba que había desarrollado años antes, cuando estudiaba la enfermedad de las vacas locas. Stanton colocó fragmentos de carne sobre una placa de plástico con veinte agujeros diferentes, cada uno de los cuales contenía un líquido transparente con infusión de proteínas. Si aparecía un prión mutante, la solución viraría al verde oscuro.
Diez minutos después, tras analizar una docena de muestras procedentes de la cinta transportadora, no se habían producido cambios en ninguna solución. Cuando Stanton repitió el proceso, el resultado fue idéntico.
—No hay reacción —dijo Davies, al tiempo que se encogía de hombros mientras volvía—. Tal vez no reacciona con el ELISA.
Stanton se volvió hacia el director de la planta.
—¿Dónde están sus camiones?
En las plataformas de carga y descarga trabajaron minuciosamente en todos los vehículos utilizados para transportar los restos desde el matadero. Stanton y Davies tomaron muestras de las paredes y suelos manchados de sangre de los veintidós camiones, y después las analizaron.
Pero todas las pruebas salieron negativas, y las soluciones de ELISA continuaron transparentes.
Mastras estaba sonriendo. Saltó del último camión y subió a informar de que podían empezar a servir al Distrito Escolar Unificado de Los Ángeles de inmediato. Un millón de críos tomarían carne de Havermore aquella tarde, y Stanton no podía evitarlo.
—Ya se lo dije —advirtió el hombre—. Siempre estamos dentro de la ley.
Stanton rezó para que no hubieran pasado nada por alto y se reprendió por creer que iban a encontrar la respuesta tan deprisa. El reciclaje sólo era uno más entre los peligrosos métodos que el hombre utilizaba para manipular la carne que comía. Tendrían que ampliar la investigación de la enfermedad que afligía a Juan Nadie. A cada hora que pasaba, más gente podía infectarse.
Cuando bajó del camión, observó que Mastras había salido de la plataforma de carga y descarga y caminaba hasta la carretera. Estaba mirando algo en la distancia. Siguió al director hasta que vio con claridad. Nubes de polvo se alzaban detrás de los neumáticos de camionetas con antenas apuntadas en todas direcciones.
—Cabrón —dijo Mastras, al tiempo que miraba a Stanton.
Los equipos de los informativos se acercaban a toda velocidad.
La masa de periodistas congregados ante el Hospital Presbiteriano puso a Chel todavía más nerviosa de lo que ya estaba. La doctora con la que había hablado por teléfono dijo que el caso era muy confidencial, lo cual ya le convenía. Sus motivos eran complicados, y cuanto menos atención atrajera hacia ellos, mejor. De todos modos, estaba claro que se había producido una gran noticia. En el aparcamiento del hospital había equipos de los informativos y reporteros por todas partes.
Se quedó sentada en el coche, mientras meditaba sobre las posibilidades de que la presencia de la prensa estuviera relacionada con el motivo de su visita. Si entraba y existía una conexión entre el enfermo y el libro, podría acabar metida en un buen lío. Pero si no entraba, tal vez nunca podría averiguar cómo era posible que un indígena enfermo estuviera repitiendo la palabra maya que significaba «códice», un día después de que Gutiérrez apareciera con, quizás, el documento más importante de la historia de su pueblo. Su curiosidad se impuso al miedo.