Chel sabía que tanto el Getty como el ICE darían un ejemplo mayor con ella. Una cosa era averiguar cuando ya no había remedio que la documentación de una pieza de cerámica estaba falsificada, como en el caso de la vasija de carey de Gutiérrez. Pero un códice era algo muy diferente. No había junta de museo en el mundo capaz de creer que ella no sabía lo que estaba haciendo cuando lo aceptó en la iglesia.
Chel levantó de nuevo la caja con delicadeza. No pesaba más de dos kilos. La sujetó con fuerza sobre el regazo.
¿Cómo habría sobrevivido? A mediados del siglo XVI, los inquisidores de la Iglesia católica intentaron librar a los mayas de la influencia pagana y celebraron un auto de fe, una inmensa hoguera en la que fueron destruidos cinco mil libros sagrados mayas, obras de arte e inscripciones. Hasta hoy, Chel y los demás colegas de su especialidad creían que sólo se habían salvado cuatro códices.
El Fragmento de Grolier indicaba los ciclos de Venus. El Códice de Madrid se refería a augurios acerca de las cosechas. El Código de París era una guía de rituales y ceremonias del Año Nuevo. Chel veneraba el Códice de Dresde (el libro maya más antiguo, que databa aproximadamente del año 1200 d.C.), que contenía astrología, historias de reyes y predicciones de las cosechas. Pero ni siquiera el de Dresde procedía de la era clásica de la civilización maya. ¿Cómo era posible que este volumen se hubiera conservado durante tanto tiempo?
Sonó el timbre de la puerta.
Pasaban de las ocho. ¿Podía ser Gutiérrez ya? ¿Por qué no había abierto la caja antes? ¿O era que habían detenido al traficante? ¿Estaría vigilando el ICE cuando llegó a la iglesia?
Chel levantó la caja y corrió al armario de su estudio. Nadie conocía la existencia del escondrijo que había descubierto allí, lleno de montones de recuerdos de algún anterior inquilino de los años veinte. Sepultó el códice bajo una colección de fotografías en blanco y negro de Wolfskill Farm (Westwood antes de la Primera Guerra Mundial).
Volvió a sonar el timbre de la puerta cuando se disponía a abrirla.
Chel exhaló un suspiro de alivio cuando atisbo por la mirilla y vio a su madre ante la puerta. Al instante, el alivio se transformó en irritación.
—¿Quieres que me quede aquí toda la noche? —preguntó Ha’ana cuando ella abrió la puerta. Medía poco más de un metro cincuenta y llevaba un vestido de algodón azul marino largo hasta la rodilla, uno de los muchos adquiridos en la empresa en la que trabajaba de costurera desde que había llegado a Estados Unidos. Incluso con el cabello plateado y varios kilos de más, Ha’ana todavía estaba rodeada de un sereno resplandor.
—Mamá, ¿qué estás haciendo aquí?
Ha’ana alzó en el aire la bolsa de lona.
—Preparar tu cena, ¿recuerdas? Bien, ¿vas a dejarme plantada aquí con este frío o vas a invitar a entrar a esta anciana?
Con el ajetreo del día, Chel había olvidado sus planes para la cena.
—Esta casa estaba mucho más limpia antes —dijo Ha’ana cuando entró y vio el estado del piso—. Cuando Patrick vivía aquí.
Patrick. Su madre siempre le daba la lata con Patrick. Chel había salido con él casi un año. Los motivos de que hubieran roto eran demasiado complicados para que deseara discutirlos con su madre. Pero Ha’ana tenía razón: desde que él se había marchado, ahora hacía cuatro meses, la casa de Chel cerca del campus de la UCLA se había convertido en un lugar donde hacer escala entre su despacho de la universidad y el del Getty. Después de días agotadores, con frecuencia llegaba a casa, se desvestía y caía dormida delante del canal Discovery.
—¿Vas a ayudarme? —gritó Ha’ana desde la cocina.
Chel se reunió con su madre y descargó los comestibles. Desde hacía poco, las dificultades con su espalda habían mermado la actividad física de Ha’ana, y si bien lo último que deseaba Chel era sentarse con ella a cenar, nunca había conseguido decirle no a su madre.
La cena consistió en una lasaña de cuatro quesos y espinacas con exceso de ajo. En su adolescencia, casi nunca podía convencer a Ha’ana de que guisara platos mayas. La habían empapuzado de macarrones y bocadillos de pan blanco. En los últimos tiempos, su madre veía sin parar Canal Cocina, y sus guisos continentales habían mejorado. Mientras cenaban, Chel la miró y la escuchó charlar sobre su día en la fábrica, pero su mente estaba en la otra habitación, con el códice. Por lo general, se habría mostrado más atenta. Pero esta noche no.
—¿Te encuentras bien?
Levantó la vista del plato y vio que Ha’ana la estaba observando.
—Estoy bien, mamá. —Chel añadió pimienta roja a su lasaña—. Bien… Me alegro mucho de que vengas a clase la semana que viene.
—Ay, me olvidé de decírtelo. La semana que viene no voy a poder. Lo siento.
—¿Por qué?
—Yo también tengo un trabajo, Chel.
Ha’ana no había dejado de ir a trabajar ni un día en treinta años.
—Si le contaras a tu jefa lo que estamos haciendo, querría que vinieras. Puedo hablar con ella, si quieres.
—Ese día tengo turno doble.
—Escucha, he contado en clase todo acerca de la historia oral del pueblo, y creo que les fascinaría escucharlo de labios de alguien que vivió en Kiaqix.
—Sí. Alguien ha de hablarles sobre nuestro increíble Trío Original.
Era difícil no captar la ironía de su voz.
Beya Kiaqix, la diminuta aldea donde habían nacido tanto Chel como su madre, estaba trufada de mitos y leyendas, y la leyenda de sus orígenes era la que se narraba más a menudo: que el pueblo fue fundado cuando un noble y sus dos esposas huyeron de la tiranía de un rey despótico de una ciudad antigua. Más de cincuenta generaciones de antepasados de Chel habían vivido desde entonces en el valle del Guacamayo Escarlata, en la región del Petén de Guatemala.
Chel y su madre se encontraban entre las muy escasas personas que se habían marchado. Cuando ella tenía dos años, Guatemala estaba en plena efervescencia de «La Revolución», la guerra civil más larga y sangrienta de la historia de Centroamérica. Temerosa por su vida y la de su hija, Ha’ana había huido con ella de Kiaqix (como la llamaban los aldeanos) sin mirar atrás en ningún momento. Habían llegado a Estados Unidos hacía treinta y tres años, y la mujer había encontrado trabajo y aprendido enseguida a hablar inglés. Cuando Chel cumplió cuatro años, Ha’ana ya tenía su permiso de residencia y de trabajo. No tardaron en ser ciudadanas las dos.
—Bien, pues —dijo Chel—. Háblales de eso.
—Tú también viviste en Kiaqix —dijo Ha’ana, mientras comía otro trozo de lasaña—. Conoces los mitos. No me necesitas.
Desde que era niña, había visto a su madre hacer todo lo posible para evitar hablar del pasado. Aunque pudiera demostrarse que cada palabra de la historia oral de su aldea era cierta, Ha’ana encontraría una forma de ridiculizarla. Chel había comprendido hacía mucho tiempo que era la única salida que le permitía a su madre escapar del trauma de lo sucedido.
De pronto, sintió un inmenso deseo de correr a su armario, recuperar el códice y depositarlo sobre el regazo de su madre. Ni siquiera Ha’ana podría resistirse a su atracción.
—¿Cuándo fue la última vez que leíste un libro escrito en maya? —preguntó.
—¿Para qué leer un libro maya cuando dediqué tanto tiempo a aprender inglés? Además, hace mucho que no he oído hablar de buenas novelas de misterio en quiché.
—Mamá, ya sabes que no estoy hablando de un libro moderno. Estoy hablando de algo escrito durante la era antigua. Como el
Popol Vuh
.
Ha’ana puso los ojos en blanco.
—El otro día vi en la librería un ejemplar del
Popol Vuh
. Estaba con todas esas tonterías del 21/12. Monos bocazas y dioses cubiertos de flores: eso es todo lo que hay en maya.
Chel sacudió la cabeza.
—Padre escribía sus cartas en quiché, mamá.
En 1979, dos años después de que ella naciera, el ejército guatemalteco encarceló a su padre por colaborar en la rebelión de Kiaqix. Desde la cárcel, Alvar Manu escribió en secreto una serie de cartas, animando a su pueblo a no rendirse jamás. La propia Ha’ana había entregado a escondidas más de treinta súplicas a los líderes populares de todo el Petén, lo cual dio como resultado que el número de voluntarios del ejército se duplicara. Pero las cartas también significaron la sentencia de muerte de su padre. Cuando sus carceleros le descubrieron escribiendo en su celda, fue ejecutado sumariamente.
—¿Por qué hablamos siempre de lo mismo? —preguntó Ha’ana, al tiempo que se levantaba para retirar los platos.
Chel notó que la frustración por el comportamiento de su madre la embargaba. La quería, y siempre se sentiría agradecida por las oportunidades que le había proporcionado. Pero en el fondo, también creía que había abandonado a su pueblo, y por eso Ha’ana detestaba que se lo recordara. Enseñarle el códice no habría servido de nada. Consideraría los fragmentos poco más que corteza podrida hasta que ella pudiera descifrar su contenido.
—Deja los platos —dijo Chel, y se levantó.
—Sólo tardaré un momento. De lo contrario, se amontonarán, como todo lo demás de la casa.
Chel contuvo el aliento.
—He de irme.
Ha’ana se volvió.
—¿Adónde?
—Al museo.
—Son las nueve de la noche, Chel. ¿Qué clase de trabajo es ése?
—Gracias por la cena, mamá, pero he de marcharme.
—Esto se consideraría un insulto en Kiaqix —dijo Ha’ana—. Cuando una mujer cocina para ti, no la invitas a marcharse.
Utilizaba sus costumbres como una religión de conveniencia, las invocaba en su favor cuando podía, y las ridiculizaba cuando le estorbaban.
—Bien, pues —dijo Chel—, menos mal que ya no vivimos en Kiaqix.
Durante los últimos ocho años, Chel había construido unas instalaciones de vanguardia dedicadas a la investigación mesoamericana en lo que había sido el museo más tradicional de California. Cuando tenía tiempo, después de que se cerraran las puertas, le gustaba pasear por las galerías desiertas, pasar ante
Los lirios
de Van Gogh o el
Retrato de un alabardero
de Pontormo. Le divertía imaginar qué habría opinado el viejo magnate del petróleo multimillonario de que se exhibieran estatuas de cerámica de fieles mayas arrodillados y dioses mesoamericanos al lado de sus amados objetos europeos.
Pero esta noche no. Poco después de las dos de la madrugada, se hallaba en el laboratorio de investigación 214A del Getty con el doctor Rolando Chacón, su más avezado experto en restauración de antigüedades, rodeada de cámaras de alta definición, espectrómetros de masa y herramientas de conservación. Por lo general, cada una de las largas mesas de madera dispuestas en filas a lo largo de toda la sala estaba cubierta de fragmentos de jade, cerámica y antiguas máscaras, pero ahora habían despejado varias de la parte de atrás para dejar sitio al códice. En las paredes colgaban fotografías de las ruinas, que había tomado mientras hacía trabajo de campo, silenciosos recordatorios del viaje emocional que siempre suponía regresar al antiguo hogar de su familia.
Chel y Rolando habían extraído con delicadeza pieza a pieza el contenido de la caja de Gutiérrez, levantando y separando cada fragmento con la ayuda de pinzas largas y espéculos metálicos, para luego extenderlos sobre portaobjetos que descansaban sobre mesas luminosas encendidas. Algunos eran tan pequeños como sellos de correos, pero incluso éstos eran de pesado y espeso papel de corteza de higuera, que pesaba aún más por obra del polvo y la humedad de una tumba.
Llevaban trabajando cuatro horas y sólo habían reordenado la parte superior de la primera página, pero, mientras contemplaba los fragmentos reunidos, Chel se sintió trasladada a la antigua gloria de sus antepasados. Las primeras palabras, que ya articulaban un sentido, parecían una invocación de la lluvia y las estrellas (una oración), una alfombra mágica a otro mundo.
—Supongo que tendremos que trabajar en esto por las noches, ¿no? —preguntó Rolando. El restaurador de Chel era un hombretón de 1,88 metros y 68 kilos, con al menos una semana de sombra de barba que trepaba por su cara y cuello.
—Duerme de día —dijo Chel—. Y pide disculpas a tu novia.
—Espero que se dé cuenta de que me he ido. Tal vez inyecte un poco de misterio en nuestra relación. ¿Y tú? ¿Cuándo dormirás?
—Cuando pueda. Nadie se dará cuenta de que me he ido.
Rolando depositó con sumo cuidado otro fragmento sobre el cristal. Chel no conocía a nadie con mayor talento para manipular objetos delicados o con mejor instinto en lo tocante a reconstruir antigüedades frágiles. Confiaba en él a pies juntillas. Había sido miembro leal de su equipo durante más tiempo que ningún otro. No le gustaba ponerle en peligro, pero necesitaba su ayuda.
—¿Te gustaría que hubiera llamado a otra persona? —le preguntó Chel.
—No, joder. Soy tu único ladino, y no voy a permitir que me expulses de este bombazo.
«Ladino» era la palabra en argot que definía a los siete millones de descendientes de españoles no indígenas que vivían en Guatemala. Durante toda su vida, Chel había oído hablar a su madre de que los ladinos habían apoyado el genocidio maya patrocinado por el ejército, y que utilizaban a los indígenas como chivos expiatorios de sus penurias económicas. Pero pese a la tensión que todavía existía entre los dos grupos, trabajar tan íntimamente y durante tanto tiempo con Rolando había cambiado su perspectiva. Durante la revolución, su familia protestó en nombre del pueblo indígena. Su padre había sido detenido en una ocasión por esa causa, antes de que la familia se trasladara a Estados Unidos.
—Me parece imposible que esto proceda de algunas ruinas importantes —dijo el hombre, manipulando los bordes hasta igualarlos.
Ella estaba de acuerdo. Los más de sesenta yacimientos conocidos de ruinas de la era clásica maya de Guatemala, Honduras, México, Belice y El Salvador estaban atestados todo el año de arqueólogos, turistas y gente de la zona. Ni siquiera los saqueadores más sofisticados eran capaces de trabajar en aquellas condiciones, de modo que Chel creía que el libro había sido robado de un yacimiento sin descubrir todavía. Cada año, satélites, turistas a bordo de helicópteros y madereros tropezaban en la selva con restos arquitectónicos ocultos desde hacía muchísimo tiempo, y suponía que el saqueador, muy probablemente un explorador profesional, había topado con el yacimiento y regresado después con un equipo.