—Espere, doctor. Un momento. No cuelgue.
Stanton se vio forzado a admirar su insistencia. También él había sido un verdadero peñazo en sus tiempos de residente.
—¿Sí?
—El año pasado se publicó un estudio sobre los niveles de amilasa como marcadores de privación del sueño.
—Lo conozco. ¿Y?
—En el caso de mi paciente eran trescientas unidades por mililitro, lo cual sugiere que hace más de una semana que no duerme.
Stanton se incorporó. ¿Una semana sin dormir?
—¿Ha sufrido ataques?
—Han aparecido algunos indicios en su escáner cerebral.
—¿Cuál es el aspecto de las pupilas del paciente?
—Parecen puntitos.
—¿Cómo reaccionan a la luz?
—No hay reacción.
Una semana de insomnio. Sudores. Ataques
.
Pupilas como puntitos
.
De las pocas enfermedades capaces de causar esa combinación de síntomas, el IFF era la menos rara. Stanton se quitó los guantes, olvidándose de sus ratones.
—No deje que nadie entre en la habitación hasta que yo llegue.
Como de costumbre, Chel Manu llegó a Nuestra Señora de Los Ángeles, la catedral de los cuatro millones de católicos de Los Ángeles, justo cuando la misa estaba terminando. El trayecto desde su oficina, en el Museo Getty, hasta la catedral, situada en el centro de la ciudad, era de casi sesenta minutos en horas punta, pero lo hacía de buena gana cada semana. Casi siempre estaba encerrada en su laboratorio del Getty o en las salas de conferencias de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), y ésta era su oportunidad de abandonar el lado oeste, entrar en la autovía y conducir. Ni siquiera el tráfico, el azote de Los Ángeles, la molestaba. El trayecto hasta la iglesia significaba una especie de descanso para meditar, la única ocasión en que podía desconectar del ruido: su investigación, su presupuesto, sus colegas, sus comités de la facultad, su madre. Fumaba un cigarrillo (o dos), ponía a toda pastilla el rock alternativo de la KCRW y desconectaba un poco. Siempre tomaba la rampa de salida con el deseo de haber continuado sin parar.
Delante de la catedral apuró el final de su segundo cigarrillo, que tiró en un cubo de basura situado detrás de la extraña y andrógina estatua de la Virgen que había en la entrada. Después empujó las pesadas puertas de bronce. Al entrar, tomó nota de los detalles y sensaciones familiares: el dulce incienso que impregnaba el aire, cánticos procedentes del santuario y la colección de ventanales de alabastro más grande del mundo, que arrojaban una luz de tonalidad terrosa sobre los rostros de la pequeña comunidad de inmigrantes mayas.
En el púlpito, debajo de cinco paneles dorados que representaban las fases de la vida de Jesús, se erguía Maraka, el anciano y barbudo «adivinador». Movía un incensario de un lado a otro.
—
Tewichim
—canturreó en quiché, la rama del idioma maya hablada por más de un millón de indígenas en Guatemala—.
Tewchuninaq ub’antajik q’ukumatz, ajyo’l k’aslemal
.
Bendita sea la serpiente emplumada, dadora de vida
.
Maraka se volvió hacia el este, después tomó un largo sorbo de
baalché
, la sagrada combinación blanca como la leche de corteza de árbol, canela y miel. Cuando terminó, hizo un ademán en dirección a la multitud, y la iglesia retumbó con cánticos de nuevo, una de las muchas tradiciones antiguas que el arzobispo les dejaba practicar una o dos veces a la semana, siempre que algunos de los indígenas continuaran asistiendo también a la misa católica normal.
Chel avanzó por el lateral de la nave, procurando no llamar la atención, aunque al menos un hombre se fijó en ella y la saludó con entusiasmo. Le había pedido una cita media docena de veces desde que ella le había ayudado con el formulario de inmigración. Ella le había mentido y contestado que salía con alguien. Con apenas un metro cincuenta y ocho de estatura, tal vez no se pareciera a la mujer media de Los Ángeles, pero muchos la consideraban hermosa.
Al lado del altar del incienso, Chel esperó a que la ceremonia terminara. Contempló la mezcla de congregados, incluidas más de dos docenas de caras blancas. Hasta hacía poco, la Fraternidad sólo contaba con sesenta miembros. El grupo se reunía en la iglesia los lunes por la mañana para rendir homenaje a los dioses y tradiciones de sus antepasados, un chorro constante de inmigrantes llegados de toda la región maya, incluida la Guatemala nativa de Chel.
Pero ahora, los fanáticos del Apocalipsis habían empezado a hacer acto de aparición. La prensa los llamaba «los creyentes del 2012», y al parecer estaban convencidos de que asistir a las ceremonias mayas los salvarían del fin del mundo, para el cual, según ellos, faltaban menos de dos semanas. Por supuesto, muchos otros creyentes no se molestaban en acudir. Se limitaban a predicar ideas acerca del final del ciclo de la Cuenta Larga desde sus propios púlpitos. Algunos afirmaban que los mares cubrirían la Tierra, que los terremotos provocarían la ruptura de las fallas y que los polos magnéticos se alterarían, lo cual daría paso a la extinción. Algunos defendían que causaría el regreso a una existencia más sencilla, que borraría los excesos tecnológicos de la Tierra. Los expertos mayas serios, incluida Chel, consideraban ridícula la idea de un apocalipsis el 21 de diciembre. Pero eso no impedía que los creyentes del 2012 utilizaran la antigua sabiduría maya para vender camisetas y entradas a conferencias, o convertir a su pueblo en el hazmerreír de los programas televisivos de madrugada.
—¿Chel?
Se volvió y vio a Maraka detrás de ella. Ni siquiera se había dado cuenta de que la ceremonia había terminado y la gente se estaba levantando de sus asientos.
El adivinador apoyó una mano sobre su hombro. Contaba casi ochenta años, y su pelo negro se había teñido por completo de blanco.
—Bienvenida —dijo—. El despacho está preparado. Por supuesto, a todos nos encantaría verte en una misa de verdad cualquier semana de éstas.
Chel se encogió de hombros.
—Procuraré que sea pronto, lo prometo. Es que he estado muy ocupada, adivinador.
Maraka sonrió.
—Pues claro que sí, Chel.
In Lak’ech
.
Yo soy tú, y tú eres yo
.
Chel inclinó la cabeza ante él. Era una vieja expresión que había caído en desuso incluso en Guatemala, pero muchos ancianos todavía la utilizaban, y creyó que responder respetuosamente era lo mínimo que podía hacer, teniendo en cuenta su escaso interés por rezar.
—
In Lak’ech
—repitió ella en voz baja, antes de retirarse hacia la parte posterior de la iglesia.
Delante del despacho del sacerdote que utilizaba cada semana, los Larakam eran los primeros de la cola. Chel había oído que Vicente, el marido, había caído en las garras de un usurero que elegía sus presas entre personas como él: recién llegadas, incapaces de creer que lo que les aguardaba era todavía peor que lo que habían dejado atrás, en Guatemala. Chel se preguntó si su esposa, Ina, quien le parecía una mujer inteligente, habría sido más espabilada. Ina llevaba una falda larga hasta los pies y un
huipil
de algodón con complicados dibujos en zigzag. Todavía vestía a la manera tradicional, y aunque fuera inteligente, el papel tradicional de la esposa en su cultura era apoyar al marido pese a la gravedad de sus equivocaciones.
—Gracias por recibirnos —dijo en voz baja.
Vicente explicó poco a poco que había firmado un contrato a un interés exorbitante con el fin de alquilar un apartamento de una habitación en Echo Park, y ahora tenía que pagar más de lo que ganaba con su empleo de paisajista. Tenía el aspecto demacrado de alguien que cargara con el peso del mundo sobre su espalda. Ina se erguía en silencio a su lado, pero sus ojos imploraban a Chel. Un mensaje no verbalizado se transmitió entre las dos mujeres, y ahora Chel comprendió cuánto le había costado a Vicente acudir en busca de su ayuda.
En silencio, el hombre le entregó los papeles que había firmado, y mientras ella leía la letra pequeña sintió que la rabia familiar se despertaba en su interior. Vicente e Ina eran tan sólo dos más en un inmenso mar de inmigrantes de Guatemala que intentaban surcar aquel país nuevo y abrumador, y había muchos que querían sacar tajada. De todos modos, en conjunto, era la costumbre maya de ser demasiado confiado. Quinientos años de opresión no habían logrado instilar nada de escepticismo en la mayoría de su pueblo, nada que les ayudara en su supervivencia, y eso les costaba caro.
Por suerte para los Larakam, los contactos de Chel eran numerosos, sobre todo en el campo de la asistencia jurídica. Escribió el nombre de un abogado, y estaba a punto de llamar a la siguiente persona, cuando Ina introdujo la mano en su bolso y le entregó un contenedor de plástico.
—Pipián —dijo—. Mi hija y yo lo guisamos para usted.
La nevera de Chel ya estaba llena del plato de pollo de sabor dulce que siempre le regalaban los miembros de la Fraternidad, pero de todos modos lo aceptó. Además, le alegró la idea de que Ina y su hija pequeña lo hubieran guisado juntas, y de saber que esta comunidad tenía un futuro en Los Ángeles. La madre de Chel, que se había criado en una aldea de Guatemala, estaría pasando la mañana en comunión con
Good Morning America
, mientras devoraba un cuenco de Special K.
—Ya me informarán de cómo van las cosas —dijo Chel, al tiempo que devolvía a Vicente sus papeles—, y la próxima vez no se deje enredar por alguien cuya cara haya visto en los bancos de las paradas de autobús. Eso no los convierte en famosos. Al menos, no en buenos famosos. Acudan a mí.
Vicente tomó la mano de su mujer y esbozó una sonrisa tirante, y después se marcharon.
Así transcurrió la siguiente hora. Chel explicó un programa de vacunación a una mujer embarazada, intervino en una disputa acerca de una tarjeta de crédito en nombre del ayudante del adivinador, y se ocupó de una reclamación presentada por un casero contra una vieja amiga de su madre.
Una vez que se fue su último visitante, se reclinó en su silla y cerró los ojos, pensando en un jarrón de cerámica en el que había estado trabajando en el Museo Getty, cuyo interior contenía algunos de los primeros residuos físicos de tabaco antiguo jamás descubiertos. No era de extrañar que le costara tanto dejar de fumar. Hacía milenios que la gente lo hacía.
Una llamada insistente a la puerta devolvió a Chel a la realidad.
Se levantó, sorprendida por el hombre al que vio parado en la puerta. Hacía más de un año que no le veía, y pertenecía a un mundo tan diferente al de los indígenas que iban a las misas de la Fraternidad que la sobresaltó verle.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó, mientras Héctor Gutiérrez entraba.
—He de hablar con usted.
Las pocas veces que se había reunido con él, Gutiérrez le había parecido un hombre bastante aseado. Ahora, había ojeras bajo sus ojos y su mirada proyectaba tensión y cansancio. Tenía la cabeza cubierta de sudor, que se secaba nervioso con un pañuelo. Nunca le había visto sin afeitar. Su barba crecía hacia la mancha color vino que tenía debajo de la sien izquierda. Observó que llevaba una bolsa en la mano.
—¿Cómo sabía que estaba aquí?
—Llamé a su despacho.
Chel se recordó que debía ordenar a la gente del laboratorio que no volviera a proporcionar aquella información.
—Tengo algo que ha de ver —continuó el hombre.
Ella lanzó un vistazo al talego, cautelosa.
—No debería estar aquí.
—Necesito su ayuda. Han descubierto mi viejo depósito donde guardaba mis cosas.
Chel desvió la vista hacia la puerta para comprobar que nadie estaba escuchando. El plural sólo podía significar una cosa: había sido víctima de una redada del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, la agencia responsable de perseguir el tráfico ilegal de antigüedades.
—Ya he vaciado el depósito —dijo Gutiérrez—, pero lo tomaron al asalto. Es sólo cuestión de tiempo que se presenten en mi casa.
A Chel se le hizo un nudo en la garganta cuando pensó en la vasija de carey que le había comprado hacía más de un año.
—¿Y sus archivos? ¿Se los han llevado también?
—No se preocupe. De momento usted está protegida. Pero necesito que me guarde algo, doctora Manu. Sólo hasta que haya desaparecido el peligro.
Extendió el talego.
Ella volvió a mirar hacia la puerta.
—Ya sabe que no puedo hacerlo.
—En el Getty tienen cámaras acorazadas. Déjelo ahí durante unos días. Nadie se dará cuenta.
Chel sabía que debía decirle que se deshiciera de aquello, fuera lo que fuera. También sabía que el contenido de la bolsa debía ser de gran valor, de lo contrario no correría el riesgo de llevárselo. Gutiérrez era un hombre en el que no se debía confiar, pero también era un hábil proveedor de antigüedades, y conocía su debilidad por los objetos de su pueblo.
Chel le obligó a salir a toda prisa.
—Acompáñeme.
Algunos devotos rezagados los miraron cuando ella le guió hasta el nivel inferior de la iglesia. Atravesaron las puertas de cristal con ángeles grabados de la entrada y entraron en el mausoleo, con nichos en las paredes que contenían las cenizas de miles de católicos de la ciudad. Chel eligió una de las salas de espera, donde unos bancos de piedra estaban apoyados contra las paredes de un blanco reluciente, grabadas con nombres y fechas, una pulcra bibliografía de la muerte.
Por fin se encerró con el hombre dentro.
—Enséñeme eso.
Gutiérrez extrajo del talego una caja de madera de unos cuarenta por cincuenta centímetros, envuelta en una funda de plástico. Cuando empezó a desenvolverla, la habitación se llenó del penetrante e inconfundible olor a guano de murciélago, el olor de algo recién salido de una tumba antigua.
—Hay que conservarlo bien antes de que se deteriore más —dijo al tiempo que levantaba la tapa de la caja.
Al principio, Chel supuso que estaba contemplando algún tipo de papel de envolver, pero después se agachó y cayó en la cuenta de que el papel eran páginas de corteza amarillenta y rota, que flotaban sueltas dentro de la caja. Las páginas estaban cubiertas de escritura: palabras y hasta frases enteras en el idioma de sus antepasados. La antigua escritura maya utilizaba símbolos similares a jeroglíficos llamados «glifos», y aquí había cientos de ellos escritos en los fragmentos, junto con detalladas imágenes de dioses con recargada indumentaria.