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Authors: Dustin Thomason

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción, #Policíaco

21/12 (25 page)

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Porque había sido soldado, comprendía el valor de una autoridad firme, y la había utilizado para domeñar a sus seguidores. Pero también sabía que la autoridad sólo servía hasta cierto punto. Un soldado aprendía a seguir a su líder adonde fuera, a cualquier precio. Eso enseñaba a los hombres a ganar batallas, pero no servía para que las culturas perduraran. No enseñaba a los seguidores habituales a convertirse en líderes y sacerdotes, a poner los cimientos de una ciudad que sobreviviría al adivinador y a él. Los seguidores que le suplicaban que subiera a la colina y pronunciara discursos lo hacían porque
necesitaban
órdenes. Necesitaban que alguien gobernara desde arriba. Habían construido una ciudad de la nada con sus propias manos, pero los aterrorizaba construir una civilización. Habían sacrificado muchas cosas por sus creencias (familia, trabajo y más), y ahora había sucedido algo terrorífico: se había demostrado que tenían razón.

Miró por la ventana de su pequeña casa de las montañas, quizá por última vez. Después de todos los preparativos, de toda la planificación, resultaba que aquellas colinas no eran el refugio que necesitaban. Por lejanas que estuvieran, se encontraban todavía en la zona de la cuarentena, entre los miles que morían en esta ciudad y las decenas de miles que pronto fallecerían. Tenía que guiar a su pueblo hasta un lugar que sólo conocían por los libros, y sabía que no todos sobrevivirían al viaje.

Apartó los ojos de la ventana y serenó la expresión para que aquellos miembros de mayor categoría (los dos hombres y la mujer sentados alrededor de la mesa del comedor) sólo vieran certidumbre inspiradora.

—Dieciocho meses de construcción —estaba diciendo Mark Lafferty—. Y ahora tendremos que empezar de nuevo.

Lafferty era un ingeniero estructural de edad madura que se había criado cerca de Three Mile Island, lo cual le daba derecho a una actitud trágica ante la vida. No obstante, era útil. Había supervisado toda esta construcción.

En lugar de responder, su líder se levantó con un movimiento ostentoso y paseó por la pequeña estancia. Recibieron la impresión de que intentaba ordenar sus pensamientos. A veces, le entristecía lo fácil que era satisfacer el deseo de autoridad de la gente. Si no pudiera hablar con el adivinador, se habría muerto de aburrimiento.

—Mark —dijo—, piensa en el fantástico trabajo que habéis hecho aquí. Imagina cuánto mejorará cuando podáis usar los materiales originales. Arcilla, madera, la paja adecuada. Y allí también tendremos más espacio para cultivar. Mucho más del que jamás tendríamos aquí. Además, interroga a tu corazón. Sabes tan bien como yo que estas colinas nunca fueron apropiadas para nosotros. Siempre necesitamos ir al sur.

Volvió a sentarse. Sobre la mesa había planos de Los Ángeles, el litoral occidental y el sendero que, atravesando México, se adentraba en Centroamérica. Había lugares a lo largo del camino donde podrían abandonar a Lafferty, si se convertía en una carga para la moral del grupo. Este tipo de decisiones pertenecía al futuro. Lo primero era escapar…, y la tarea que quedaba por hacer.

Sabía que el siguiente hombre en hablar sería David Sarno. Este había sido uno de los primeros reclutas. Era un ex granjero industrial al que habían desagradado los organismos modificados genéticamente. Un hombre que conocía suelos y cosechas, poseía también una autoridad que podía cultivarse.

—Basándome en la temperatura media del lugar, no nos costará nada cultivar maíz o frijoles, por supuesto. El trigo tal vez nos cueste más, pero no necesitamos trigo.

—¿Qué opina el adivinador? —preguntó Laura Waller. Cuando había conocido y reclutado a Laura, era una profesora de treinta y dos años, recién divorciada tras cuatro devastadores fracasos de fertilización
in vitro
. Ahora estaba embarazada de treinta semanas del niño que habían concebido mediante el método natural.

—Está de acuerdo. El sur es el único camino.

Lafferty volvió a hablar.

—Necesitamos ocho camiones para transportarlo todo. ¿Cómo vamos a pasar tantos camiones por la frontera?

Revolvió los planos con tranquilidad.

—Nos lo llevaremos todo en cuatro camiones como máximo, dando prioridad a las semillas, los suministros médicos y las armas.

La puerta principal se abrió. El adivinador. El hecho de que hubiera llegado sano y salvo inundó de alivio la habitación. No por primera vez, cayó en la cuenta de lo mucho que significaba su socio para esta gente. Era cariñoso. Amable. Solidario con ellos y con sus vidas.

—Ven, adivinador, siéntate. ¿Tienes sed?

—Estoy bien, Colton. Gracias.

Victor se secó unas gotas de sudor de la frente y se sentó a la mesa.

—Es posible que ésta sea la única parte tranquila de la ciudad que queda —dijo.

Lafferty empezó a insistir de nuevo en la logística, pero Shetter le atajó enseguida.

—Gracias a todos por vuestros consejos. ¿Me concedéis unos minutos a solas con el adivinador, por favor?

Shetter besó a Laura en la mejilla cuando se marchó con los demás.

—¿Se están adaptando al cambio de planes? —preguntó Victor cuando estuvieron solos.

—Tienen miedo —contestó Shetter.

—Todos deberíamos tener miedo.

—Pero también son más fuertes de lo que creen.

Incluso antes de conocerse, Shetter estaba enterado del trabajo de Victor. En reuniones de sus primeros reclutas por Internet, había leído con frecuencia sus escritos sobre la Cuenta Larga. Después, dieciocho meses atrás, los dos hombres se habían encontrado sentados uno al lado del otro en la ceremonia ritual del incienso celebrada en las ruinas de El Mirador. Shetter sabía que no podía ser una coincidencia. Habían sido socios perfectos desde el primer momento. Victor poseía unos conocimientos sin paralelo de la historia antigua y la capacidad de inspirar a su gente, y dejó la planificación a Shetter.

Victor sacó un montón de papeles de su cartera.

—Estas son las últimas páginas que han traducido. Si alguien alberga dudas todavía, esto las disipará por completo.

El códice era la prueba definitiva de su destino colectivo. Demostraba no tan sólo que los antiguos habían predicho 2012, sino que algunos clarividentes habían previsto el desastre y sobrevivido cuando abandonaron las ciudades. Ahora, Victor y él guiarían a su pueblo hacia un lugar seguro.

Shetter leyó las nuevas partes de la traducción.

—Algún día, los niños se sabrán de memoria estas líneas tan bien como el Juramento de Lealtad. Increíble, ¿no crees?

Cuando estaba con Victor, permitía aflorar el entusiasmo y la admiración que disimulaba ante los demás.

Victor asintió, pero parecía distraído.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Shetter.

—Sí.

—¿Tenemos algún problema?

—Ninguno en absoluto.

Shetter volvió poco a poco a lo que importaba. A los detalles que faltaban por resolver.

—¿Conseguiste los planos?

—No los vamos a necesitar.

El diagrama que Victor le entregó era un simple plano para visitantes del Museo Getty. No había dimensiones, ni conducciones eléctricas, ni esquemas de seguridad. Victor sería valiosísimo en el nuevo mundo, pero no estaba preparado para éste.

—Confía en mí —dijo—. No será difícil entrar.

—Confío en ti.

Shetter ya había decidido no hablar de las armas con el adivinador. Victor culpaba en gran parte del declive del mundo a la tecnología de la guerra. Insistía en que la nueva sociedad ni siquiera debía hablar de esas cosas. Por lo tanto, Shetter le seguiría la corriente de momento, con la Luger P08 guardada en el bolsillo.

21

Chel y Patrick habían pasado el resto de la noche y las primeras horas del nuevo día comprobando y verificando los factores que sugerían un vínculo entre Kiaqix y la ciudad perdida de Patkul. Ella abandonó el observatorio justo después de las diez de la mañana. Patrick volvió con Martha. Cuando se despidieron, Chel cayó en la cuenta de que ignoraba cuándo volvería a verlo, o bajo qué circunstancias, y eso no le gustó. Por lo que intentó volver a hacer lo que siempre se le daba muy bien: anteponer su trabajo. Chel corría a toda velocidad hacia el oeste, indiferente a los incendios, los saqueos y los vehículos abandonados a su alrededor.

—Podría haber sido uno de ellos. —La voz de Rolando se oyó mediante el Bluetooth. Pero lo que estaba insinuando (que el escriba de la ciudad perdida podía ser un miembro del Trío Original) era algo menos absurdo hoy que ayer.

—Ni siquiera sabemos si la ciudad existe en realidad —dijo Chel.

—Su espíritu animal es un guacamayo. ¿No sería el candidato perfecto, si consideramos que miles de guacamayos en un solo lugar constituyen un buen presagio?

Chel intentó salvar el abismo entre mito e historia: un noble y sus dos esposas se adentran en el bosque huyendo de una ciudad sacudida por los disturbios. El tercer día, descubren un claro en el que hay cientos de guacamayos posados en los árboles. Como todos los antiguos mayas, creen que las aves poseen un gran poder espiritual. El trío imagina que ha encontrado el lugar propicio para establecerse en la selva, y funda Kiaqix.

—Cuando terminemos de traducir, tal vez descubramos que Paktul se casó con esas dos chicas, y que se convirtieron en los fundadores —dijo Rolando.

Cuando su voz enmudeció de nuevo, Chel tuvo que rodear un Prius abandonado delante de La Brea Tar Pits [Fosos de Alquitrán La Brea]. Miles de animales habían resultado atrapados en el alquitrán burbujeante durante la Edad de Hielo, y todos quedaron fosilizados, desde los mastodontes hasta los tigres dientes de sable. ¿Qué quedaría aquí de los humanos dentro de diez milenios?, se preguntó Chel.

Mientras seguía por Wilshire, vio pintadas por todas partes. Los artistas callejeros de la ciudad se habían aprovechado del agobio de la policía para cubrir todas las superficies disponibles: signos de pandillas, imitadores de Bansky, y las iniciales tipo dibujos animados de los
freelancers
. Entonces, en el lado de un edificio situado al oeste de La Brea Avenue, vio garabateado:

El dios simbolizado por la serpiente emplumada maya (Gukumatz, como lo llamaba el pueblo quiché) era representado a veces mediante una serpiente que se comía su propia cola. Chel sabía que simbolizaba la cosecha, los ciclos del tiempo y la profunda relación de su pueblo con el pasado. Los griegos lo llamaban Ouroboros. Para ellos representaba algo similar, pero sabía que quien había pintado aquél albergaba otra intención. Los creyentes del 2012 se habían apropiado de Gukumatz, no para simbolizar la renovación, sino para evocar la destrucción que, en su opinión, llegaría con el final del ciclo de la Cuenta Larga, un recordatorio de que todas las razas de hombres anteriores a la nuestra habían sido destruidas, devoradas por la insaciable serpiente del tiempo.

Por fin, el teléfono volvió a sonar, y oyó de nuevo la voz de Rolando en su coche.

—¿Hola? Chel, ¿sigues ahí?

—Estoy aquí. Hazme un favor. Dile a Victor que se ponga al teléfono.

—Llámalo al móvil. Se marchó a casa para buscar un artículo de una revista de los años setenta que podía ser de ayuda con el glifo de Akabalam. Por lo visto, ha estado atesorando números atrasados durante décadas.

—Lo sé.

—¿Cuándo vendrás aquí?

—Lo antes posible.

—¿Y adónde vas?

—A hablar con la única persona que sabe más de Kiaqix que yo.

Las enormes puertas de bronce de Nuestra Señora de los Ángeles, que menos de una semana antes se le antojaban la encarnación del exceso, le parecieron ahora un don del cielo. Las golpeó en repetidas ocasiones. Cuando se abrieron por fin, una pistola apuntada a su cara le dio la bienvenida.

—Jesús, Jinal, soy yo. Chel.

—Lo siento —dijo el hombre en quiché. Enfundó el arma y cerró la puerta a sus espaldas—. Había manifestantes delante a primera hora. Querían enviarnos al otro lado de la frontera. ¿Conoces a Karana Menchú? Se había quedado sin leche en polvo, así que salió por atrás, pero la descubrieron y empezaron a zarandearla.

—¿Se encuentra bien?

—Se pondrá bien, pero estaba llorando cuando la vi.

—¿Llamasteis a la policía?

—Sí, pero estamos al final de su lista de prioridades.

Chel vio tensión en su cara. Conocía al joven desde 2007, cuando llegó de Honduras después de años de trabajar en los campos de tabaco. Tocó su brazo.

—Gracias por cuidar de todo el mundo, Jinal —dijo.

—Por supuesto.

—¿Has visto a mi madre?

Chel había convencido al final a Ha’ana de que se refugiara en la iglesia con el resto de la Fraternidad.

Jinal asintió.

—Creo que está en el santuario principal.

Chel pasó ante las oficinas de los capellanes y las escaleras que descendían al mausoleo, donde Gutiérrez le había enseñado el códice. Atravesó la cafetería, donde un puñado de miembros de la Fraternidad con protectores oculares estaban preparando la siguiente comida del grupo. Al llegar al santuario, inhaló el aroma agridulce del incienso que siempre la recibía allí. Los antiguos utilizaban la olorosa planta del crotón para fabricar incienso, pero los mayas modernos preferían el copal. Con su olor amargo, se consideraba un recordatorio más adecuado de aquellos que habían sacrificado su vida por la supervivencia del pueblo indígena.

Luis, uno de los adivinadores más jóvenes, estaba rezando ante el altar.

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