—Siga en la misma línea de antes.
Stanton se quedó sorprendido al ver que no había nadie de guardia delante de la habitación de Volcy. Mariano, el guardia de seguridad, no se veía por parte alguna, y no había llegado ningún sustituto. Supuso que habrían llamado a todos los guardias del edificio para controlar a la multitud congregada a causa del accidente de la autovía.
Dentro, Chel y él sólo encontraron una cama vacía.
—¿Le han trasladado? —preguntó ella.
Encendió las luces y examinó la habitación. Segundos después, oyeron un silbido detrás de la puerta del cuarto de baño. Stanton aplicó el oído a la superficie.
—¿Volcy? —El silbido era agudo y sonaba como un escape, pero no hubo respuesta.
Stanton giró el pomo y descubrió que la puerta no estaba cerrada con llave. Entonces vio a Volcy. Estaba de bruces en el suelo, como si estuviera inconsciente. El cuarto de baño estaba destruido: cartón yeso por todas partes, la pileta del lavabo arrancada de la base, tuberías de cobre que sobresalían de la pared y agua en el suelo.
—
Masam… ahrana… Janotha
… —murmuró Volcy.
Stanton se agachó y pasó el brazo alrededor del cuello del hombre para levantarle. Notó lo distendido que estaba su cuerpo. Daba la impresión de que los brazos, piernas y torso del paciente estaban demasiado llenos de aire. Como si ardieran en deseos de ser agujereados. Tenía la piel fría.
—¡Vaya a buscar al equipo de cuidados intensivos! —gritó Stanton a Chel.
La joven parecía paralizada.
—¡Vaya!
Chel salió corriendo del cuarto de baño, y Stanton se volvió hacia el paciente.
—Necesito que se aferre a mí, Volcy. —Intentó llevarle a la cama, donde podría conectarle a un respirador artificial—. Venga —gruñó—, quédese conmigo.
Cuando el resto del equipo médico llegó, Volcy apenas respiraba. Había ingerido tanta agua que su corazón estaba sobrecargado, y el paro cardíaco era inminente. Dos enfermeras y una anestesista colaboraron con Stanton al lado de la cama, y empezaron a inyectar medicamentos. Cubrieron la cara de Volcy con una mascarilla de oxígeno, pero era una batalla perdida. Tres minutos después, su corazón se paró.
La anestesista aplicó una serie de descargas eléctricas, cada una más fuerte que la anterior. Los electrodos del desfibrilador dejaron marcas de quemaduras cuando el cuerpo del paciente se arqueó. Stanton inició compresiones torácicas, algo que no había hecho desde sus tiempos de residente. Aplicó todo su peso desde los hombros y realizó una serie de descargas rápidas sobre el pecho de Volcy, justo encima del esternón. El cuerpo se alzaba y caía con cada «uno, dos, tres cuatro…».
Por fin, la anestesista asió el brazo de Stanton y le apremió a apartarse de la cama, mientras pronunciaba las palabras:
—Hora de la muerte, doce y veintiséis minutos del mediodía.
Más ambulancias llegaban con las sirenas bramando desde la autovía 101 hasta urgencias. Stanton intentó bloquear los sonidos, mientras Thane y él observaban al equipo de camilleros depositar el cuerpo de Volcy en una bolsa para cadáveres.
—Ha estado sudando una semana seguida, ¿verdad? —preguntó Thane—. Debía estar deshidratado.
—No ha sido obra de sus riñones —repuso Stanton, mientras contemplaba el cadáver azulado y moteado—, sino del cerebro.
La mujer le miró confusa.
—¿Se refiere a una polidipsia?
Stanton asintió. Los pacientes afectos de polidipsia psicogénica beben en exceso: llegan a desmontar los lavabos y vaciar los retretes. En los peores casos, como éste, el corazón fallaba debido a la sobrecarga de líquido. Él nunca había visto hacerlo a un paciente de IFF hasta entonces, pero estaba enfurecido consigo mismo por no haber previsto la posibilidad.
—Pensé que era un síntoma de esquizofrenia.
Thane estaba examinando la gráfica del paciente, intentando comprender lo que había sucedido.
—Después de una semana sin dormir, podría haberse vuelto esquizofrénico.
Mientras los camilleros cerraban con las cremalleras la bolsa para cadáveres, Stanton imaginó los últimos y horribles minutos de Volcy. La esquizofrenia provocaba anomalías en la percepción de la realidad. Los pacientes de IFF exhibían muchos de los mismos síntomas. Él se había preguntado con frecuencia si el sueño era lo único que mantenía alejada a la gente sana de los manicomios.
—¿Qué ha sido de la doctora Manu? —preguntó Thane.
—Estaba aquí hace un momento.
—Supongo que no podemos culparla por horrorizarse cuando vio esto.
—Fue la última persona que habló con él —dijo Stanton—. Necesitamos que anote todo cuanto dijo el paciente con la mayor fidelidad posible. Localícela.
Los camilleros depositaron el cadáver de Volcy sobre la camilla y se lo llevaron. Después de que prepararan el cuerpo, Stanton se reuniría con los patólogos en el depósito de cadáveres para proceder a la autopsia.
—Tendría que haberme quedado aquí —dijo Thane—. Tuve que bajar a urgencias. Están enviando demasiados pacientes en estado crítico de ese accidente. Esto ya parece una puta clínica de campaña afgana.
—No habría podido hacer nada —dijo Stanton, al tiempo que se quitaba las gafas.
—Un capullo se queda dormido en su todoterreno en la autovía y pagan las consecuencias nuestros pacientes —dijo Thane.
Stanton se acercó a la ventana, apartó la cortina y miró hacia abajo. Sonó una sirena cuando otra ambulancia entró en urgencias.
—¿El conductor que provocó el accidente se durmió al volante? —preguntó.
Thane se encogió de hombros.
—Eso dijo la policía.
Stanton se concentró en las luces destellantes de abajo.
Era doloroso para Gutiérrez mentir a su esposa acerca de los problemas en que se encontraba, y todavía más doloroso pensar que, si le detenían, su hijo de corta edad ni siquiera le reconocería cuando su padre saliera de la cárcel. Héctor daba gracias a Dios por haber vaciado ya el cargamento antes de que la policía llevara a cabo la redada. Pero estaba seguro de que su casa sería la siguiente. Su fuente del Servicio de Inmigración que le había dado el soplo (y que había recibido una generosa recompensa por ello) dijo que llevaban meses recogiendo pruebas contra él. Si encontraban algo, podría enfrentarse a una condena de diez años.
Por lo tanto, deseaba pasar el máximo de tiempo posible con su hijo. El domingo le había llevado a Six Flags, donde los dos habían subido a una vieja montaña rusa. Estaba contento de que Ernesto se lo hubiera pasado en grande, pero estaba convencido de que alguien los seguía a través del parque. Había sombras en las colas de las churrerías y en los rostros repetidos de la galería comercial. Sudó de una manera angustiosa todo el día, pese al hecho de que el invierno había llegado por fin a Los Ángeles. Cuando volvieron a casa, tenía la camisa y los calcetines empapados.
Aquella noche conectó el aire acondicionado y vio una hora de telecomedias con María, desesperado por intentar imaginar cómo iba a decirle lo que estaba pasando. A las dos de la mañana, ella ya llevaba horas dormida, felizmente inconsciente, mientras él continuaba despierto delante del televisor y cubierto de sudor. No se sentía tan nervioso desde su relación amorosa adolescente con la cocaína. Le dolían los oídos con cada sonido: el zumbido del descodificador de la televisión por cable, el sonido que emitía Ernesto al dormir, que le obligaba a apretar los dientes, los coches en la calle Noventa y cuatro, cada uno de los cuales sonaba como si fueran a atropellado.
Pasadas las tres, Héctor se metió en la cama. Tenía la boca seca, apenas podía mantener los ojos abiertos. Pero no podía dormir, y cada movimiento del reloj era otro recordatorio de lo poco que quedaba de noche. Le esperaba un día muy movido. Por fin, despertó a su esposa, en un último esfuerzo por acabar de agotarse.
Después de las relaciones más electrizantes que habían practicado desde hacía meses, no pudo dormir. Yació desnudo al lado de María durante casi dos horas, las sábanas empapadas, piel y tela pegados a causa del sudor. Se golpeó la cabeza contra el colchón. Después, se levantó y navegó por Internet, donde descubrió píldoras de Canadá que prometían el sueño al cabo de diez minutos. Pero, por supuesto, tenías que llamar en horas de trabajo.
Pronto llegó el gorjeo de los pájaros, y tras las persianas Héctor vio los primeros destellos del nuevo día. Siguió acostado una hora más, despierto. Cuando se levantó, se hizo un corte al afeitarse. Le temblaban las manos a causa del agotamiento. Por suerte, después de tomar cereales y café en la cocina, experimentó una oleada de energía. Cuando salió a coger el autobús para ir al local que tenía alquilado, la brisa fue un bálsamo.
A las siete de la mañana, se encontraba en el garaje cercano al aeropuerto. Eligió el Ford Explorer verde con matrícula falsa que utilizaba cuando necesitaba transportar antigüedades en secreto. No quería que nadie del centro de almacenamiento donde había alquilado una unidad nueva pudiera identificarle. Cuando estuvo seguro de que María y Ernesto se habían marchado, volvió a casa para transportar los demás objetos que había escondido en casa al centro de West Hollywood.
Sudaba profusamente cuando llegó a Nuestra Señora de Los Ángeles, donde se había reunido con Chel Manu. Pero había conseguido disimular sus sufrimientos y convencerla de que aceptara el códice. O la joven encontraba una forma de pagar, o era la solución perfecta de su problema. Si le detenían, ella se convertiría en un pez más gordo para el ICE. Nadie mejor para dar ejemplo que una conservadora. Le proporcionarían inmunidad absoluta si testificaba contra ella.
Después de su visita a la iglesia, Héctor intentó concentrarse en el tráfico. Las vallas de neón de la 101 se le antojaron apagadas, como si alguien hubiera borrado los colores. Los ruidos habituales del coche y su motor martilleaban en sus tímpanos. Pasó el resto del día examinando lugares donde solía hacer negocios con compradores y vendedores. Pagando sobornos a empleados de motel, mecánicos de talleres de carrocerías y gorilas de clubes de
striptease
. Asegurándose de que no quedara ni rastro de pruebas que el Servicio de Inmigración pudiera utilizar contra él.
A mitad de camino de casa, ya de noche, fue presa del pánico cuando vio un Lincoln negro por su retrovisor. Cuando llegó a Inglewood, le había dado vueltas una docena de veces a la idea de si el coche le estaba siguiendo.
María le estaba observando desde la ventana cuando enfiló el camino de entrada. Empezó a recriminarle y no le dejó decir ni palabra. Habían transcurrido treinta y seis horas desde la última vez que había dormido. Se frotó los ojos enrojecidos. Ella le dio de inmediato una copa de vino tinto, puso en el estéreo música clásica y encendió velas. Su madre padecía insomnio, y había aprendido todos los trucos.
Pero a las dos de la mañana Héctor yacía despierto al lado de ella en la cama, reflexionando sobre su vida. Cada hora se convertía en un referéndum. A las tres se juzgó un buen padre; a las cuatro, un mal marido.
Por fin se acurrucó de nuevo contra María y le acarició los pechos, pero cuando ella le puso la mano en la entrepierna, él no pudo alcanzar la erección. Incluso cuando ella le montó, no sucedió nada. Todas las partes de su cuerpo le estaban traicionando, todas las cosas de las que nunca habría creído dudar. Pidió disculpas a María, y después, con las manos temblorosas, la vista borrosa y la respiración trabajosa, salió a sentarse solo en la fría noche. Cuando vio que los primeros aviones surcaban el cielo, indicando otro amanecer insomne, sintió algo que tampoco experimentaba desde hacía años: ganas de llorar.
Oyó una voz a su espalda. ¿Quién coño estaba en su casa a las cinco de la mañana? Héctor regresó como una exhalación a la cocina. Tardó un segundo en procesar quién coño era aquel hombre.
Era el
hombre pájaro
. El hombre pájaro estaba sentado a su mesa.
—¿Qué estás haciendo en mi casa? —preguntó Héctor—. ¡Largo de aquí!
El hombre pájaro se levantó, y antes de que pudiera reaccionar, Héctor le asestó un rápido golpe en la barbilla, y el tipo cayó al suelo.
María entró corriendo en la cocina.
—¿Qué has hecho? —chilló—. ¿Por qué le has pegado?
Cuando Héctor señaló al hombre pájaro para intentar explicarse, todo se le antojó absurdo. La persona acurrucada en el suelo era Ernesto, que le miraba estupefacto.
—Papá —lloró el niño.
Héctor tuvo ganas de vomitar. Hacía mucho tiempo que había jurado a María no descargar jamás su ira sobre ella o su hijo, como había hecho su padre con él. Ella empezó a agitar los brazos en su dirección. Ni siquiera pensó cuando la arrojó al suelo.
La última vez que María Gutiérrez vio a su marido, estaba dando marcha atrás al todoterreno en el camino de entrada.
Todos los rincones de urgencias del Hospital Presbiteriano estaban atestados de pacientes. Stanton atravesó corriendo el lugar. Tropezó con técnicos. Derribó carros de paradas. En frenética búsqueda del hombre que había causado todo esto. Los accidentes de tráfico eran habituales en informes de casos de IFF. En un caso alemán, fue la primera señal de que el insomnio había sido total. Desde la perspectiva de un testigo, dio la impresión de que el conductor se había dormido en la
Autobahn
.
Stanton descorrió cortina tras cortina del saturado pabellón de urgencias, tras las cuales vio residentes de cirugía llevar a cabo operaciones sin supervisión que no tenían por qué realizar, y enfermeras tomando decisiones médicas por su cuenta porque no había médicos suficientes. Lo único que no vio fue a alguien que pudiera decirle quién había causado el accidente, y si habían ingresado a dicha persona.
Se detuvo y examinó la sala. Dos paramédicos estaban al otro lado del área de aparcamiento, reclutados a la fuerza porque el hospital no contaba con personal suficiente.
Corrió hacia ellos. Estaban bombeando oxígeno a través de la mascarilla de un paciente.
—¿Estuvieron en el lugar de los hechos? ¿Quién provocó el accidente?
—Un latino —dijo uno de ellos.
—¿Dónde está? ¿Aquí?
—Busque un Juan Nadie.
Stanton dio media vuelta y examinó la lista de pacientes. ¿Otro Juan Nadie? Aunque no hubieran identificado al conductor, ya tendrían que haber localizado su coche.