—Supongo que has encontrado un lugar donde amarrar, capitana —dijo él mientras le daba un beso en la mejilla.
—Servirá hasta el amanecer. Estás hecho una mierda.
—Todo el mundo me dice lo mismo.
Dogma
empezó a gimotear, y Stanton acarició las orejas del perro en círculos.
Nina se quitó la cazadora.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste algo?
—Ni idea.
Ella le indicó que fuera a la cocina.
—No me obligues a utilizar la fuerza.
Había un contenedor de comida china a medio consumir en la nevera, y Nina obligó a Stanton a comerla, pero le dejó escuchar las últimas noticias mientras lo hacía. El periodista del informativo estaba entrevistando a un especialista en comunicaciones del CDC del que Stanton nunca había oído hablar. Estaban hablando del VIF de una manera que delataba la absoluta ignorancia de ambos acerca de la ciencia de los priones. Sintió una opresión en el pecho.
—¿Qué pasa? —preguntó Nina.
Stanton jugueteó con el tenedor y pinchó los dados de tofu pasados por el microondas para vaciarlos de líquido.
—Esto va a empeorar.
—Menos mal que te tienen a ti.
—Muy pronto, la gente se dará cuenta de que no sabemos cómo controlar una enfermedad así.
—Siempre les has estado advirtiendo de que llegaría este día.
—No me refiero al CDC. Me refiero a todos los demás que preguntarán por qué no tenemos una vacuna. El Congreso enloquecerá. Querrán saber qué hemos estado haciendo desde lo de las vacas locas.
—Hiciste todo lo que pudiste. Como siempre.
Su voz era reconfortante y sus ojos estaban llenos de afecto. Él cogió su mano. Siguieron sentados en silencio. Deseaba decir muchas cosas, y presentía que los acontecimientos de los dos últimos días habían despertado algo en ella. Nina había desechado la insinuación con una carcajada, pero Stanton sabía que se sentía agradecida por el hecho de que le hubiera avisado antes que a nadie sobre la carne y los productos lácteos.
Ella besó el dorso de su mano, le condujo hasta la sala de estar y encendió el televisor. Apoyó la cabeza en su hombro. Wolf Blitzer informaba desde la sala de emergencias, y explicaba que todavía desconocían la identidad del segundo paciente.
—¿Tienes bastantes provisiones en el barco? —preguntó Stanton.
—¿Para qué? No me vengas con ideas pesimistas. Deprimen al perro.
Stanton la miró y experimentó algo que nunca había esperado antes de esta noche. Después de una década en el laboratorio, una década de luchar para conseguir fondos con el fin de estar preparados para afrontar las enfermedades priónicas, una década de advertir acerca de que un brote se hallaba a tan sólo un accidente de distancia, ahora que lo inevitable había sucedido, todo cuanto deseaba en este momento era seguir a Nina hasta el muelle, subir a bordo del
Plan A
con ella y
Dogma
y olvidar para siempre las enfermedades priónicas.
—¿Y si nos marchamos? —preguntó.
Nina levantó la cabeza.
—¿Para ir adónde?
—Quién sabe. ¿Hawái?
—No hagas esto, Gabe.
—Hablo en serio —dijo él, y la miró a los ojos—. Lo único que deseo es estar contigo. Es lo único que me importa. Te quiero.
Ella sonrió, pero con cierta tristeza.
—Yo también te quiero.
Stanton se inclinó hacia delante para besarla, pero antes de que pudiera apoyar los labios sobre los de ella, Nina giró la cara.
—¿Qué pasa? —preguntó él al tiempo que se apartaba.
—Estás sometido a una gran presión, Gabe. Lo superarás.
—Quiero superarlo contigo. Dime qué quieres tú.
—Por favor, Gabe.
—Dímelo.
Nina no apartó la vista cuando habló.
—Quiero a alguien a quien no le importe llegar tarde al trabajo porque hemos pasado demasiado tiempo en la cama. Alguien capaz de subir a ese barco y dejar todo esto atrás. Eres el hombre más tenaz que he conocido, y me encanta eso. Pero aunque te marcharas conmigo, al cabo de dos días volverías nadando al laboratorio. No querrías alejarte. Sobre todo ahora.
Stanton ya había oído versiones de aquellas frases antes, y cada vez se había dicho que era una fantasía de Nina. Que el hombre al que estaba describiendo no existía, y que sus diferencias les volverían a complementar algún día. Esta noche, sin embargo, le resultaba difícil llevarle la contraria.
Nina apoyó de nuevo la cabeza sobre su hombro. Siguieron sentados en silencio.
Al poco, Stanton oyó la lenta respiración que conocía tan bien. No le sorprendió: Nina era capaz de dormirse en cualquier sitio, en cualquier momento, en los bancos de los parques, en los cines, en las playas abarrotadas. También él cerró los ojos. La tensión de su mandíbula se calmó. Pensó en llamar a Davies, en preguntar por la cronología. Pero la idea se la llevó una oleada de agotamiento y tristeza. Deseaba esconderse en la comodidad de la inconsciencia.
De todos modos, el sueño no llegó. Mientras veía transcurrir los minutos, se descubrió reiterando todos los motivos por los cuales no podía estar enfermo. Hacía meses que no consumía productos lácteos. Hacía años que no consumía carne. No obstante, se descubrió valorando las preocupaciones de Cavanagh sobre la facilidad con que la gente se creería afecta de VIF.
Stanton levantó a Nina y la llevó al dormitorio, depositándola en su antiguo lado de la cama.
Dogma
entró, y aunque pocas veces le permitía subir a la cama, palmeó el colchón varias veces, hasta que el animal saltó y se acomodó al lado de la mujer.
Stanton se dirigía a su estudio para echar otro vistazo a los correos electrónicos cuando su móvil zumbó. Vio un número que no reconoció.
—¿Doctor Stanton? Soy Chel Manu. Lamento molestarle tan tarde.
—Doctora Manu. ¿Adónde fue? La hemos estado llamando.
—Siento haber tardado tanto en ponerme en contacto con usted.
Stanton captó algo en su voz.
—¿Se encuentra bien?
—Necesito hablar con usted.
Los vendedores callejeros que tenían la suerte de tener un puesto en el lado encarado hacia el mar del paseo marítimo se habían ido, y sus cañas africanas, pajareras y cachimbas permanecían guardadas en cajas hasta la mañana siguiente. Era poco después de medianoche, y la policía estaba peinando las playas en busca de juerguistas y personas sin techo. Stanton abrió la puerta principal de su casa y vio a Chel en el pórtico.
Indicó con un ademán que le siguiera hasta dos baqueteadas sillas de mimbre que había en el porche del edificio. La multitud de la playa avanzó hacia ellos como anfibios recién salidos del huevo que se arrastraran sobre la tierra. Algunos saludaron con la cabeza a Stanton, mientras buscaban un lugar donde aovillarse hasta que la playa volviera a abrir a las cinco.
Cuando Chel y Stanton se sentaron, un corpulento asiático, vestido con un pesado abrigo y pantalones de camuflaje, subió al paseo marítimo con un letrero que decía: «
DIVIÉRTETE COMO SI FUERA
2012». Se dejó caer en mitad de Ocean Front Walk, justo frente a ellos.
—Todo terminará con el decimotercer
b’ak’tun
—canturreó.
Stanton sacudió la cabeza y se volvió hacia Chel, quien estaba mirando al hombre con una mirada que no pudo definir.
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó Stanton por fin.
Escuchó con incredulidad mientras le contaba su historia, empezando por el códice y terminando por el verdadero motivo de que se hubiera desplazado hasta el hospital. Cuando terminó, a él le costó reprimir el deseo de sacudirla.
—¿Por qué nos mintió?
—Porque el manuscrito era robado, y por tanto ilegal —dijo ella—. Pero también debería saber algo más.
—¿Qué?
—Creo que el hombre que causó el accidente en la ciento uno es el que me dio el códice. Se llama Héctor Gutiérrez. Comercia con antigüedades.
—¿Cómo sabe que fue él?
—Le vi alejarse de mi iglesia en ese mismo coche.
—Santo Dios. ¿Estaba Gutiérrez enfermo cuando le vio?
—A mí sólo me pareció angustiado, pero no estoy segura de que estuviera enfermo.
Stanton procesó la información.
—¿Gutiérrez viajó alguna vez a Guatemala?
—No lo sé. Es posible.
—Espere un momento. ¿Mintió usted cuando dijo que Volcy enfermó antes de venir aquí?
—No, eso fue lo que me dijo. Lo único que le oculté fue que había empezado a tener dificultades para dormir cerca del templo donde robó el libro. No fue por culpa de la meditación. Pero era verdad que llevaba un año sin comer carne.
Stanton estaba furioso.
—Los guatemaltecos han enviado equipos a investigar en todas las granjas lecheras del Petén debido a la información que usted nos proporcionó. Y ya piensan que están desperdiciando tiempo y dinero. ¿Ahora tendremos que decirles que nuestra intérprete mintió y que deberían buscar unas ruinas en la selva?
Un patinador atravesó a toda velocidad el paseo marítimo y gritó:
—Tranqui, tronco.
—Se lo contaré todo a Inmigración —susurró Chel después de que el chico se alejara.
—¿Cree que me importa una mierda Inmigración? Se trata de un problema de salud pública. Si no hubiera mentido, podría haberle hecho más preguntas, y ya estaríamos registrando la selva en busca de la fuente real.
Chel se pasó una mano temblorosa por el pelo.
—Lo siento…
—¿Qué más le dijo?
—Dijo que el templo donde robó el libro estaba a tres días a pie de su pueblo del Petén. A unos ciento cincuenta kilómetros, probablemente.
—¿Dónde está su pueblo?
El viento del mar empujó unos mechones de pelo sobre el rostro de Chel.
—No lo dijo.
—De modo que en algún lugar, cerca de las ruinas, podría encontrarse la fuente original del VIF. Alguna vaca enferma cuya leche se distribuye por todo el mundo. Por lo que nosotros sabemos, los residuos podrían haber ido a parar al suministro de agua de la zona. ¿Le dijo algo que pueda orientarnos?
Chel negó con la cabeza.
—Sólo me dijo que su espíritu animal era un halcón, y que tenía mujer y una hija.
—¿Qué es un espíritu animal?
—Es un animal con el que todo maya queda emparejado al nacer. Dijo que él era un
Chuyum-thul
. El halcón.
Stanton recordó el momento en que había visto morir a Gutiérrez en urgencias.
—Gutiérrez dijo: «El hombre pájaro me hizo esto». —explicó a Chel—. Estaba culpando a Volcy de su enfermedad.
—¿Por qué haría eso?
—Tal vez Volcy cruzó la frontera con algún tipo de comida, sin ser consciente de que había enfermado por culpa de ella.
—¿Qué podría ser?
—Dígamelo usted. ¿Qué le daría un maya a alguien con quien está haciendo negocios? ¿Algo que contuviera algún producto lácteo, y que Gutiérrez pudo comer o beber?
—Hay montones de posibilidades —dijo Chel.
De pronto, Stanton se volvió hacia la puerta.
—Vamos por mi coche —dijo con voz decidida—. Está en la parte de atrás.
—¿Por qué?
—Porque antes de que se entregue a la policía, vamos a descubrirlo.
¿Qué bicho raro era, se preguntó Chel, que incluso ahora seguía obsesionada con el códice y el hecho de que, probablemente, nunca más le permitirían verlo, con que tal vez nunca gozaría de la oportunidad de saber quién era el autor, y por qué había arriesgado su vida al enfrentarse al rey? ¿Cómo era posible que aun ahora, mientras el médico y ella iban en coche a casa de Gutiérrez, continuara obsesionada por las cosas que no debía? Para Stanton, sentado en silencio al volante, ella era alguien más que despreciable. Había dedicado toda su vida a intentar evitar que una enfermedad se propagara, y su pequeño ejercicio académico había puesto toda la ciudad en peligro.
Aunque pareciera extraño, en su cabeza sólo podía oír ahora la voz de Patrick. Estaban en Charlottesville, Virginia, para un encuentro sobre el proyecto de Bases de Datos Epigráficas Mayas, y planeaban recorrer la Ruta Apalache después de que terminaran. Cuando Chel le dijo que iba a presidir otro comité y que no podía ir, Patrick se lo dijo.
—Algún día te darás cuenta de que has sacrificado demasiadas cosas por tu trabajo, y no podrás recuperarlas.
En aquel momento, Chel pensó que estaba hablando así por rencor, y que se le pasaría como en tantas otras ocasiones. Se fue de casa un mes después.
Se removió en su asiento y notó que algo se enredaba con el tacón de su zapato: una correa de perro. A juzgar por el tamaño del collar, daba la impresión de que el animal no era pequeño.
—Tírelo atrás —dijo Stanton, sin la menor cordialidad en la voz.
Era la primera vez que hablaba desde que habían empezado el trayecto hacia el sur. Chel le observaba mientras conducía, con ambas manos sobre el volante, como un estudiante de autoescuela. Debía ser el típico individuo que jamás quebrantaba ninguna norma. Le parecía que era un hombre severo, y se preguntó si estaría tan solo como aparentaba. Bueno, al menos tenía perro. Miró a través del parabrisas la Pacific Coast Highway, sembrada de vallas publicitarias. Tal vez se compraría una mascota después de que la despidieran del Getty y tuviera más tiempo libre.
—Démela —dijo Stanton.
Chel le miró.
—¿Qué?
Entonces se dio cuenta de que todavía estaba aferrando la correa del perro de una forma ridícula. Stanton se apoderó de ella y la tiró al asiento trasero mientras aceleraba.
Chel había recordado que Héctor Gutiérrez vivía en Inglewood, al norte del aeropuerto. Cuando frenaron ante la casa de dos plantas de estilo californiano, no sabía qué esperar. Era posible que la familia del hombre aún no estuviera enterada de lo sucedido. Nadie había ido a identificarle.
—Vamos —dijo Stanton, y apagó el motor.
Llamó a la puerta, y un minuto después se encendió una luz en el interior. Una mujer latina con el pelo negro como ala de cuervo fue a abrir la puerta con una bata larga azul marino. Sus ojos hinchados sugerían que había estado llorando. Chel comprendió que ya lo sabía. Y también por qué no se había puesto en contacto con las autoridades: no sólo había perdido a su marido, sino que corría el peligro de perder todo lo demás. El ICE y el FBI eran implacables a la hora de apoderarse de los beneficios del mercado negro.
—¿Señora Gutiérrez?