—¿Sí?
—Soy el doctor Stanton, de los Centros de Control de Enfermedades. Le presento a Chel Manu, quien ha hecho negocios con su marido. Hemos venido a transmitirle una noticia muy difícil. ¿Sabe que su marido se ha visto implicado hoy en un accidente?
María asintió poco a poco.
—¿Podemos entrar? —preguntó Stanton.
—Aquí ya estamos bien —dijo la mujer—. Mi hijo está intentando dormir.
—Lamentamos muchísimo la muerte de su esposo, señora Gutiérrez. Sólo puedo imaginar lo que usted y su hijo están padeciendo en este momento, pero he de hacerle algunas preguntas. —Stanton hizo una pausa, y cuando la mujer asintió por fin, continuó—: Su marido estaba muy enfermo, ¿verdad?
—Sí.
—¿Ha tenido usted problemas de sueño?
—Mi marido no durmió ni un segundo las últimas cuatro noches. Ahora he de explicarle a mi hijo que ha muerto. De modo que sí, he tenido problemas de sueño.
—¿Algún sudor extraño?
—No.
—¿Se ha enterado de lo que está pasando en el Hospital Presbiteriano?
María se ciñó más la bata al cuerpo.
—He visto el telediario.
—Bien, otro hombre estaba muy enfermo y murió esta mañana, y ahora sabemos que su marido y él padecían la misma enfermedad. Creemos que esa enfermedad se está propagando a través de algún alimento que el primer paciente, recién llegado de Guatemala, le dio a su marido. ¿Tiene idea de cuándo o dónde pudo hacer negocios su marido con un hombre llamado Volcy?
María negó con la cabeza.
—Yo no sabía nada de los negocios de Héctor.
—Hemos de registrar su casa, señora Gutiérrez, para ver si encontramos algo más. Y hemos de tomar muestras de todo lo que contenga su nevera.
María se cubrió la cara con la mano y se frotó los ojos mientras hablaba, como si ya no pudiera soportar más su presencia.
—Se trata de una emergencia —dijo Stanton—. Ha de ayudarnos.
—No —contestó María, en un débil intento de resistirse—. Váyanse, por favor.
—Señora Gutiérrez —dijo Chel—, ayer por la mañana su marido vino a verme con un objeto robado y me pidió que se lo guardara. Y yo lo hice. Lo hice, y después mentí al respecto, y resulta que por culpa de mi mentira tal vez más gente haya enfermado a estas alturas. Tendré que llevar esa carga sobre mis hombros toda la vida. Pero usted no, si nos hace caso. Déjenos entrar, por favor.
Stanton se volvió hacia Chel, sorprendido por el tono decidido de su voz.
María abrió la puerta.
La siguieron por un estrecho pasillo forrado de fotografías de partidos de rugby y fiestas de cumpleaños en patios traseros. En la cocina, Stanton sacó todo el contenido del frigorífico e indicó a Chel que hiciera lo mismo con la despensa. Pronto tuvieron más de veinte productos sobre la encimera, incluidos muchos que contenían derivados lácteos, pero ninguno procedente de Guatemala, y ninguno era raro o importado. Stanton registró a toda prisa la basura y tampoco encontró nada de interés.
—¿Su marido trabajaba en algún otro sitio cuando estaba en casa? —preguntó.
María los condujo hasta un estudio situado al final de la casa. Un sofá blanco manchado, un escritorio metálico y unas cuantas estanterías bajas descansaban sobre una alfombra persa de imitación. La pequeña habitación hedía a humo de cigarrillos. El resto de la casa era un altar erigido en honor a la familia, pero no había fotos en el estudio. Hiciera lo que hiciera allí, Gutiérrez no quería que su mujer o su hijo fueran testigos.
Stanton empezó por los cajones del escritorio. Los fue abriendo y descubrió material de oficina, un montón de facturas y otros papeles domésticos: documentos hipotecarios, nóminas, manuales de electrónica.
Chel se quitó las gafas y clavó la vista en el ordenador.
—Ya no hay comerciante en el mundo que no venda online —dijo a Stanton.
Tecleó eBay.com. Apareció el enlace con HGDealer y pidió una contraseña.
—Pruebe «Ernesto». —dijo María desde la puerta.
Funcionó, y apareció una lista de artículos en la pantalla.
—Guarda objetos vendidos durante sesenta días —explicó Chel—. Esto es lo que ha vendido, o intentado vender, durante los últimos dos meses.
—Esto es lo que Gutiérrez vendía, de acuerdo —dijo Stanton—. Pero él compró el libro. ¿Hemos de entrar en la cuenta de Volcy para eso? —Examinó la interfaz—. ¿Cómo es posible que Volcy supiera utilizar un sitio como éste? ¿Dónde habría conseguido el acceso?
—Todo el mundo en mi país sabe cómo funciona —dijo Chel—. La gente viaja durante días para conseguir un ordenador si tiene objetos que vender. De todos modos, no habría vendido un códice por mediación de eBay. Habría atraído demasiada atención. El objeto más caro de esta lista cuesta menos de mil quinientos dólares. Existe un límite a lo que la gente está dispuesta a pagar por algo
online
. Por lo tanto, los vendedores con objetos caros encuentran una forma de ponerse en contacto mediante eBay, y después hacen el negocio en persona.
Hizo clic sobre el tabulador y apareció una ventana de eBay, con una bandeja de entrada llena con casi mil mensajes. Muchos eran diálogos acerca de los objetos de la lista de Gutiérrez. Pero también había mensajes con lugares, fechas y horas en los que pensaba reunirse con gente que quería venderle objetos.
—Son todos nombres de usuarios —dijo Chel.
—¿Cómo podríamos averiguar cuál era el de Volcy?
Stanton miró a María. La mujer se encogió de hombros.
—Mire —dijo Chel. Movió el cursor sobre un mensaje que le había enviado una semana antes el usuario
Chuyum-thul
.
El halcón.
De: Chuyum-thul
Enviado: 5 dic. 2012, 10:25 h.
Algo muy valioso que poseo, algo que ciertamente usted querrá comprar.
Contacto teléfono +52 553 77038
—Da la impresión de que es una traducción de ordenador —dijo Chel—. Escribe con la sintaxis maya.
—¿A qué país corresponde el prefijo cincuenta y dos?
—A México. Y el código de área es el de Ciudad de México. Es un nido de antigüedades, y tal vez la mejor probabilidad de Volcy de conseguir un precio decente por el libro al sur de la frontera. Si allí no pudo conseguir lo que quería, decidió probar en Estados Unidos.
Se oyó arriba el llanto de un niño, y María salió a toda prisa de la habitación. Stanton y Chel intercambiaron una mirada compasiva.
Cuando ella encontró un correo electrónico dirigido a
Chuyum-thul
, el círculo empezó a cerrarse:
De: HGDealer
Enviado: 6 dic. 2012, 14:47 h.
Viernes 7 de diciembre de 2012 Vuelo AG 224
Salida Ciudad de México, México (MEX) 6:05 h.
Llegada a Los Ángeles, CA (LAX) 9:12 h.
Martes 11 de diciembre de 2012 Vuelo AG 126
Salida de Los Ángeles, CA (LAX) 7:20 h.
Llegada a Ciudad de México, México (MEX) 12:05 h.
—Gutiérrez debió comprar el billete a Volcy.
Stanton reconstruyó la cronología. Volcy subió a un avión en México, vendió el códice a Gutiérrez, y después se alojó en un Super Ocho, a la espera del vuelo de regreso. Sólo que aquella noche llamaron a la policía y le llevaron al hospital. Nunca subió al vuelo AG 126 de vuelta a Ciudad de México.
—¿Y qué pasó con el dinero que Gutiérrez le pagó? La policía no encontró dinero en la habitación del motel.
—Se lo debió pensar dos veces antes de intentar cruzar la frontera con tanto dinero. Debió depositarlo en una cuenta de un banco de aquí con oficinas en Centroamérica.
Pero entonces Stanton echó un vistazo al itinerario de Volcy, y de repente cayó en la cuenta de algo más: el vuelo 126 de AG. Era extrañamente familiar. Se volvió hacia la puerta para que María se lo explicara, pero había desaparecido.
Entonces recordó.
—El vuelo de regreso se estrelló ayer por la mañana.
Chel alzó la vista.
—¿Qué está diciendo?
Stanton sacó su
smartphone
y le enseñó la prueba de lo imposible: el 126 de Aero Globale era el vuelo que había terminado en el océano Pacífico.
—¿Es una especie de coincidencia? —preguntó Chel.
—Todo esto tiene que estar relacionado de alguna manera.
—Volcy ni siquiera llegó a subir a ese avión.
—Quizá no, pero ¿y si tuvo algo que ver con que se estrellara?
—¿Cómo?
Diferentes posibilidades cruzaron su mente, hasta que la lógica se impuso. Posiblemente la causa del accidente era un error humano, habían repetido una y otra vez en los informativos.
—Volcy subió al
primer
vuelo —dijo Stanton—. Los pilotos hacen recorridos de ida y vuelta en rutas regulares. ¿Y si el piloto que se estrelló también fue el del vuelo Ciudad de México-Los Ángeles en el que iba Volcy? Este pudo mantener contacto con él durante ese recorrido.
—¿Cree que le dio al piloto algo contaminado? —preguntó Chel.
Pero ahora Stanton estaba considerando otra posibilidad, muchísimo más aterradora. Conocía las relaciones observadas entre grupos con tuberculosis o con Ébola. Si dos hombres con los que Volcy había entrado en contacto casual habían quedado infectados en dos lugares diferentes, sólo existía una posibilidad epidemiológica.
Stanton experimentó una sensación de vértigo mientras hablaba.
—Volcy se infecta en Guatemala, vuela aquí desde Ciudad de México y se cruza con el piloto. Se estrechan la mano cuando bajan del avión y el prión se transmite. Volcy se encuentra con Gutiérrez. Tal vez se estrechan también la mano, llegan a un acuerdo y cada cual sigue su camino. Un día después, el piloto enferma. Después, Gutiérrez también. Unos días después, el piloto estrella el avión, y al día siguiente Gutiérrez estrella su coche.
—Pero ¿qué fue lo que los enfermó? —preguntó Chel.
—Volcy —contestó Stanton, al tiempo que corría hacia la puerta—. El propio Volcy.
El niño estaba llorando de nuevo, y Stanton subió corriendo la escalera al tiempo que gritaba a María que no tocara nada de la casa.
Era preciso ponerse en contacto y mantener en cuarentena a cualquiera que hubiera estado cerca de una de las víctimas. El CDC necesitaba alertar al público y animar a todos los ciudadanos de Los Ángeles a utilizar mascarillas. Había que impedir el despegue de todos los vuelos, cancelar acontecimientos públicos. Casi ninguna medida sería demasiado radical, opinaba Stanton, si podían demostrar que esta enfermedad con una tasa de mortalidad del cien por cien se había transformado en infecciosa.
Al cabo de unos minutos, la FAA [Administración Federal de Aviación] había confirmado que Joseph Zarrow, el piloto que había estrellado el avión de Aero Globale, efectuó el vuelo Ciudad de México-Los Ángeles cuatro días antes. De repente, «error humano» adquirió un nuevo significado. Pero las conexiones eran todavía circunstanciales, y antes de tomar cualquier decisión, antes de provocar pánico en el público, Stanton necesitaba pruebas científicas de que el VIF se transmitía de persona a persona mediante un contacto casual.
Poco después de las cinco de la madrugada, estaba trabajando en el laboratorio con guantes, bata y mascarilla en compañía de sus investigadores, en la campana de aislamiento. Había despertado a todo su equipo del Centro de Priones en plena noche para convocarlos. Acababa de preparar una solución de la cual esperaba que reaccionara con el prión, allí donde se escondiera.
Existían muy pocas formas de que un agente infeccioso pudiera propagarse entre los humanos a través del contacto casual. Stanton sospechaba que el vector era un fluido de la nariz o la boca. Tenía que descubrir si se transmitía a través de la saliva, los mocos de la nariz o el esputo de los pulmones, y cómo migraba el VIF desde el cerebro hasta uno de esos órganos.
Con la solución de ensayo preparada, dejó caer mediante una pipeta unas gotas de muestras de secreciones sobre varios portaobjetos y añadió el reactivo. Después, empezando con las muestras de la saliva de Volcy y Gutiérrez, comenzó a investigar. Examinó cada portaobjetos, los movió de izquierda a derecha, abarcando medio campo de visión, y por fin de derecha a izquierda.
—Negativo —dijo a Davies.
Repitieron el proceso con el esputo. Expectorado de garganta y pulmones, el esputo transmitía diversas enfermedades, incluidas bacterias amenazadoras para la vida como las de la tuberculosis. Pero al igual que con la saliva, las muestras dieron resultados negativos.
—Como un resfriado común, pues —dijo Davies.
Pero mientras Stanton comprobaba tres veces cada uno de los portaobjetos que había preparado de las secreciones nasales, su angustia aumentó. Cuando examinó el último portaobjetos, cerró los ojos, confuso. Como las demás, las secreciones nasales habían salido limpias.
—¿Cómo demonios se está propagando? —preguntó Davies.
—Es absurdo —dijo Jiao Chen—. Nuestra teoría del contacto casual no puede ser errónea.
Stanton se levantó.
—Ni tampoco los portaobjetos.
Si no eran capaces de demostrar cómo se propagaba el prión, no podría convencer a Atlanta de que era preciso llevar a cabo una acción decidida para contenerlo. ¿Existía un fallo en su razonamiento de cómo estaban relacionadas las víctimas? Si el prión se propagaba mediante el contacto casual, tenía que transmitirse a través de una secreción. Pero los resultados del laboratorio eran incuestionables: ninguno de los tres fluidos que habían analizado contenía la proteína.
Sonó el teléfono.
—Es Cavanagh —dijo Davies—. ¿Qué le digo?
La tensión se elevó en el laboratorio mientras el equipo de investigadores de Stanton esperaba su respuesta. Todos llevaban mascarillas sobre la mitad inferior de la cara, pero sus ojos transmitían una mezcla de angustia y agotamiento. Habían trabajado casi sin dormir desde el día en que diagnosticaron la enfermedad a Volcy.