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Authors: Dustin Thomason

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción, #Policíaco

BOOK: 21/12
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—Doctora Thane, ¿a usted se le ocurrió la idea de analizar los niveles de amilasa?

—Sí. ¿Por qué?

—Incluir el IFF en la lista de diagnósticos diferenciales es algo que muy pocos residentes habrían tomado en consideración.

Thane se encogió de hombros.

—Esta mañana he visto a un sin techo en urgencias que se había zampado ocho bolsas de
chips
de banana para que le subiera el potasio y tuviéramos que ingresarle. Pase un poco más de tiempo aquí. Se dará cuenta de que hemos de pensar en todo.

Se acercaron al centro neurálgico de la planta. Stanton observó que todos los miembros del personal sonreían o saludaban con la cabeza o la mano a Thane cuando se cruzaban con ella. Daba la impresión de que no habían modernizado la zona de recepción desde hacía décadas, incluidos los ordenadores antiguos. Enfermeras e internos escribían notas en carpetas de plástico descoloridas. Los camilleros terminaban sus rondas y sacaban bandejas llenas de arañazos de las habitaciones de los pacientes.

Un guardia de seguridad estaba apostado ante la habitación 621. Era de edad madura, tenía la piel oscura y llevaba el pelo cortado al rape, y se cubría la cara con una mascarilla rosa.

—¿Todo bien ahí dentro, Mariano? —preguntó Thane.

—En este momento no se mueve demasiado —contestó el guardia, al tiempo que cerraba su revista de crucigramas—. Un par de ataques breves, pero muy callado casi todo el rato.

—Este es Mariano —dijo Thane—. Mariano, te presento al doctor Stanton. Nos ayudará a trabajar con Juan Nadie.

Los ojos marrón oscuro de Mariano, la única parte visible de su cara debajo de la mascarilla, estaban clavados en Stanton.

—Se ha mostrado muy agitado durante los últimos tres días. Dando voces. No para de repetir
«wug wug wug
» una y otra vez.

—¿Cómo? —preguntó Stanton.

—A mí me suena a
«vug
». Que me aspen si sé lo que quiere decir.

—Lo busqué en Google y no encontré nada que tuviera sentido en ningún idioma —dijo Thane.

Mariano se ciñó las cintas de la mascarilla detrás de las orejas.

—Oiga, doctor, si usted es el experto, ¿puedo hacerle una pregunta sobre este caso?

Stanton miró a Thane.

—Por supuesto.

—Lo que tiene este tipo no será contagioso, ¿verdad?

—No, no se preocupe —le contestó, y siguió a Thane al interior de la habitación.

Stanton sacó una mascarilla nueva del dispensador de la pared y se cubrió la cara.

—Deberíamos seguir el ejemplo del guardia —dijo, al tiempo que entregaba otra mascarilla a Thane—. El insomnio compromete el sistema inmunitario, de modo que hemos de evitar infectar a Juan Nadie con un resfriado o cualquier otra cosa que sea incapaz de combatir. Todo el mundo deberá llevar mascarilla y guantes cuando entre. Ponga un letrero en la puerta.

Stanton había visto peores habitaciones de pacientes, pero no en Estados Unidos. La habitación 621 contenía dos camas metálicas, mesitas de noche agrietadas, dos sillas naranja y cortinas de bordes gastados. Dispensadores de Purell colgaban sueltos de la pared, y había señales de goteras en el techo. Tendido en la cama más cercana a la ventana estaba su Juan Nadie: alrededor de 1,68 metros, piel oscura y pelo negro largo que le caía sobre los hombros. Tenía la cabeza cubierta con diminutos electrodos autoadhesivos, desde los cuales partían cables hacia la máquina de EEG, que medía las ondas cerebrales. La bata del paciente se pegaba a su cuerpo como papel de seda, y estaba gimiendo en voz baja.

Los médicos vieron que el hombre se removía. Stanton se fijó en los movimientos de los ojos de Juan Nadie, la extraña respiración entrecortada y el temblor involuntario de sus manos. En Austria, había tratado a una mujer con IFF a la que habían encadenado a la cama debido a la gravedad de sus temblores. Sus hijos estaban sobrecogidos a causa del dolor y la impotencia, y por la certeza de que, tal vez, un día podrían morir de la misma forma. Le había resultado muy duro contemplar la escena.

Thane se agachó para ahuecar la almohada debajo de la cabeza de Juan Nadie.

—¿Cuánto tiempo se puede vivir sin dormir? —preguntó.

—Veinte días máximo de insomnio total —contestó Stanton.

Casi ningún médico sabía nada del sueño. La Facultad de Medicina dedicaba menos de un día al tema durante los cuatro años de carrera, y el propio Stanton había aprendido lo que sabía gracias a sus casos de IFF. Por supuesto, y para empezar, nadie sabía por qué los humanos necesitaban dormir: su función e importancia eran tan misteriosas como la existencia de los priones. Algunos expertos creían que el sueño recargaba el cerebro, favorecía la curación de heridas y ayudaba en el metabolismo. Algunos sugerían que protegía a los animales de los peligros nocturnos, o que el sueño era una técnica de conservación de energía. Pero nadie había sido capaz nunca de explicar por qué no dormir había matado a los pacientes de IFF de Stanton.

De repente, los ojos inyectados en sangre de Juan Nadie se abrieron de par en par.


¡Vug, vug, vug
! —gimió, en voz más alta que nunca.

Stanton estudió en el monitor la actividad cerebral del paciente, como un músico que mirara una partitura que había interpretado un millar de veces. Las cuatro fases del sueño normal se sucedían en ciclos de noventa minutos, cada una con pautas características, y, tal como era de prever, no existían pruebas de ninguna de ellas. Ni fase uno, ni fase dos, ni REM, nada. La máquina confirmó lo que el médico ya sabía gracias a su instinto y experiencia: no era un caso de adicción a la meta.


¡Vug, vug, vug
!

—¿Qué opina? —preguntó Thane.

Stanton la miró a los ojos.

—Este podría ser el primer caso de IFF en la historia de Estados Unidos.

Aunque había demostrado tener razón, Thane no parecía satisfecha.

—Se nos va, ¿verdad?

—Probablemente.

—¿No podemos hacer nada por él?

Era la pregunta que Stanton llevaba una década formulando. Antes del descubrimiento de los priones, los científicos creían que las intoxicaciones alimentarias estaban causadas por virus, bacterias u hongos, y se replicaban mediante ADN o ARN. Pero los priones no tenían ni uno ni otro: estaban hechos de proteína pura, y se «replicaban» provocando que otras proteínas cercanas mutaran también de forma. Todo lo cual significaba que ninguna de las curas convencionales para bacterias o virus funcionaba con los priones. Ni antibióticos, ni antivirales, nada.

—Leí algo acerca del pentosán y la quinacrina —dijo Thane—. ¿Qué sabe de eso?

—La quinacrina es tóxica para el hígado —explicó Stanton—. Y no podemos introducir pentosán en el cerebro sin provocar más daños todavía.

Existían algunos tratamientos muy experimentales, le dijo, pero ninguno estaba listo para usarlo en humanos, ni estaba autorizado por la Agencia de Alimentos y Medicamentos (FDA).

Pero había formas de conseguir que Juan Nadie se sintiera más cómodo antes de que sucediera lo inevitable.

—¿Dónde están los controles de la temperatura ambiental? —preguntó Stanton.

—Están todos centralizados en el sótano —explicó Thane.

Él examinó la pared, empezó a descorrer cortinas y a mover muebles.

—Llámeles y diga que pongan en marcha el aire acondicionado de esta planta. Hemos de conseguir que la temperatura de esta habitación descienda lo máximo posible.

—Los demás pacientes de la planta se congelarán.

—Para eso están las mantas. Vamos a conseguirle también sábanas limpias y más batas. Sudará todo el rato, así que diga a las enfermeras que necesitaremos batas nuevas cada hora.

Después de que Thane saliera a toda prisa, Stanton apagó todas las luces y cerró la puerta. Corrió la cortina para impedir que entrara la luz de fuera, cogió una toalla y la extendió sobre el monitor de EEG, atenuando así su resplandor.

El tálamo (un diminuto grupo de neuronas situado en la sección media del cerebro) era el «escudo de sueño» del cuerpo. Cuando llegaba la hora de ir a dormir, cerraba las señales de «vigilia» del mundo exterior, como el ruido y la luz. En todos los pacientes de IFF que había tratado, Stanton había visto los espantosos efectos de destruir esa parte del cerebro. Nada podía cerrarse, ni siquiera atemperarse, lo cual causaba que las víctimas fueran dolorosamente sensibles a la luz y el sonido. Cuando trabajaba con Clara, su paciente austriaca, aprendió a aliviar algo sus padecimientos convirtiendo su habitación en una especie de cueva.

Apoyó una mano con delicadeza sobre el hombro de Juan Nadie.

—¿Habla español?


Tinimit vug. Tinimit vug
.

No habría forma de comunicarse con él sin un intérprete. Stanton llevó a cabo un examen físico. El pulso de Juan Nadie estaba acelerado, su sistema nervioso revolucionado. Su respiración era ronca, sus intestinos habían paralizado la digestión, y tenía la lengua hinchada. Síntomas todos ellos que confirmaban el IFF.

Thane reapareció y se aplicó una nueva mascarilla sobre la boca y la nariz. Tendió una hoja impresa con su mano enguantada a Stanton.

—Los resultados genéticos acaban de llegar.

Habían extraído ADN de la sangre de Juan Nadie y escaneado el cromosoma 20, donde siempre tenían lugar las mutaciones de IFF. Ésta debería ser la prueba definitiva.

Stanton examinó a toda prisa los resultados. Se quedó un momento sorprendido cuando vio que una secuencia normal de ADN le estaba mirando.

—Tiene que haberse producido un error en el laboratorio —dijo, al tiempo que miraba a Thane. Sólo podía imaginar qué aspecto tendría el laboratorio de un lugar como aquél, y con cuánta frecuencia se producirían errores—. Dígales que los repitan.

—¿Por qué?

Le devolvió la hoja.

—Porque aquí no hay mutación.

—Los repitieron dos veces. Sabían lo importante que era —dijo Thane, mientras estudiaba los resultados—. Conozco a la genetista, y nunca comete errores.

¿Cabía la posibilidad de que él hubiera juzgado mal los signos clínicos? ¿Cómo era posible que no existiera mutación? En todos los casos de IFF que había visto, una mutación del ADN provocaba que los priones del tálamo se transformaran, y después causaban los síntomas.

—¿Podría ser otra cosa que no fuera IFF?

Juan Nadie abrió los ojos de nuevo, y Stanton vislumbró las pupilas contraídas. En su mente no cabía duda de que estaba ante un caso de IFF. Todas las señales estaban presentes. Progresando a mayor velocidad de lo normal, pero allí estaban.


¡Vug, vug, vug
! —chilló el hombre de nuevo.

—Hemos de encontrar una forma de comunicarnos con él —dijo Stanton.

—Va a venir un equipo del servicio de intérpretes capaz de identificar casi cualquier idioma de Centro y Sudamérica —repuso Thane—. Cuando sepamos qué idioma habla, pediremos que venga alguien que lo conozca.

—Dígales que vengan ya.

—Si no hay mutación genética, no puede ser IFF, ¿verdad?

Stanton la miró, mientras nuevas posibilidades bullían en su cerebro.

—Verdad.

—Así que no es una enfermedad priónica.

—Lo es, pero si no hay mutación, la habrá contraído de otra manera.

—¿Qué otra manera?

Durante décadas, los médicos habían conocido la existencia de una rara enfermedad priónica genética llamada ECJ, la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob. Después, de repente, docenas de personas que habían comido carne del mismo proveedor en Gran Bretaña mostraron síntomas idénticos a la ECJ, dando a la vaca loca su nombre apropiado: variante ECJ. La única diferencia era que una procedía de una mutación genética y la otra de carne contaminada. Y que esta otra destruía para siempre economías enteras y parámetros de suministro de carne. Era razonable pensar que algo similar estaba sucediendo aquí con el IFF.

—Tiene que haber comido carne contaminada —contestó él.

Juan Nadie se removió y los barrotes de la cama vibraron. Stanton tenía muchas preguntas: ¿qué estaba diciendo el paciente? ¿De dónde había salido? ¿En qué trabajaba?

—Jesús —dijo Thane—. ¿Está hablando de una nueva variedad priónica que imita los síntomas del IFF? ¿Cómo sabe que procede de la carne?


Vug, vug, vug

—Porque es la única otra forma de contraer una enfermedad priónica.

Y si estaba en lo cierto, si este nuevo primo del IFF se contagiaba a través de la carne, tenían que descubrir sus orígenes y averiguar cómo se había introducido en el suministro de alimentos. Sobre todo, necesitaban asegurarse de que no hubiera más personas enfermas.

Juan Nadie estaba chillando a pleno pulmón.


¡Vug, vug, vug
!

—¿Qué hacemos? —gritó Thane.

Stanton sacó el teléfono y marcó un número de Atlanta que sólo conocían menos de cincuenta personas en todo el mundo. La operadora descolgó al primer timbrazo.

—Centro de Control de Enfermedades. Esta es la línea de emergencias segura.

4

El gastado sofá de piel del estudio de Chel estaba atestado de antiguos artículos de revistas y ejemplares atrasados del
Journal of Mayan Linguistics
, y la mesa de dibujo y la silla de oficina estaban ocupadas por un PC roto, formularios de inmigración, solicitudes de hipoteca y demás documentación de miembros de la Fraternidad. El único espacio no oculto por los libros que desbordaban las estanterías era un pequeño fragmento de la alfombra persa. Era allí donde había permanecido la última hora, en el suelo, contemplando la caja que tenía delante.

Había vislumbrado las maravillas que contenía, los glifos que contaban una increíble historia de los antiguos, el arte utilizado para representar a los dioses. Chel había dedicado su carrera a la epigrafía maya (el estudio de las inscripciones antiguas), y ardía en deseos de quitar la cubierta de plástico una vez más y echar otro vistazo a los glifos, fotografiarlos, y continuar indagando.

Pero la imagen de su anterior colega, languideciendo en un tribunal italiano bajo el examen de las cámaras de los noticieros, estaba grabada en su mente desde que había visto a Gutiérrez alejarse en coche de la iglesia. La anterior conservadora de antigüedades del Getty, que trabajaba a unas puertas de distancia de Chel, había sido encausada cuando descubrieron que los objetos adquiridos para la colección procedían de unos ladrones de tumbas. Había avergonzado al museo, se había convertido en una paria de la comunidad académica y pasado un tiempo en la cárcel.

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