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Authors: Dustin Thomason

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción, #Policíaco

21/12 (29 page)

BOOK: 21/12
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A Stanton nunca le había caído bien. Kanuth procedía del mundo de las grandes empresas farmacéuticas, y hablaba de la ciencia como si fuera economía: la ley de la oferta y la demanda. Las enfermedades raras conseguían subvenciones raras. De todos modos, Stanton agradecía que hubiera apoyado el plan de cuarentena.

Llovían cenizas sobre Stanton cuando bajó del coche delante del centro de mando del CDC. Un incendio incontrolado se había declarado en las colinas, por encima del letrero de «
HOLLYWOOD
», y había consumido cuarenta hectáreas, de modo que nubes de humo se desplazaban desde la ciudad hasta el mar. Stanton hizo lo que pudo por serenarse antes de entrar. Kanuth querría hablar de prevención. Querría hablar de cómo había administrado la cuarentena en otras ciudades. Y Stanton tendría que aguantarle sin saber nada de Thane.

En el interior de la oficina postal que habían requisado, empleados del CDC trabajaban detrás de ventanillas a prueba de balas que en otro tiempo habían protegido a los funcionarios de correos de los chiflados. Carteles antiguos que anunciaban sellos conmemorativos de Ronald Reagan colgaban todavía de las paredes. Un funcionario lo guió hasta el despacho del jefe de correos.

Cavanagh estaba sentada en una silla delante del escritorio. Stanton reparó en que no le miraba a los ojos. Detrás de la mesa estaba sentado Kanuth, un hombre alto y fornido de unos cincuenta y cinco años, de pelo ralo y plateado y una barba que le trepaba por las mejillas.

—Señor director. Bienvenido a Los Ángeles.

No había otra silla para que Stanton se sentara. Kanuth cabeceó mecánicamente.

—Tenemos un problema, Gabe.

—De acuerdo.

—¿Enviaste a una residente del Hospital Presbiteriano a poner inyecciones de anticuerpos murinos a un grupo de pacientes pese a nuestras órdenes en contra?

Stanton se quedó petrificado.

—¿Perdón?

Cavanagh se puso en pie.

—Encontramos dos docenas de jeringuillas, y estaban llenas de soluciones de anticuerpos murinos.

¿Habrían sorprendido a Thane poniendo las inyecciones? No cabía duda de que lo sabían. Pero tenía que protegerla.

—¿Dónde está la doctora Thane? —preguntó con cautela.

Kanuth miró a Cavanagh.

—La encontraron al pie de una escalera con el cuello roto. Por lo que sabemos, murió a causa del impacto de la caída.

Stanton se quedó horrorizado.

—¿Cayó por la escalera?

Cavanagh le miró.

—Un paciente la mató.

—A menos que quieras decirme que estaba llevando a cabo un experimento secreto con anticuerpos por su cuenta —dijo Kanuth—, supongo que tú eres el responsable de esto.

Stanton cerró los ojos y vio el rostro de Thane cuando llegó al Hospital Presbiteriano por primera vez, después de que la mujer le conminara a ver a un paciente que a él quizá le habría pasado por alto. La expresión de su cara cuando vio el laboratorio que habían construido en el apartamento; su rápida decisión de ayudar, sin preocuparse por su carrera. La esperanza animaba su voz cuando fue a poner las inyecciones a sus colegas.

—La alisté para administrar los anticuerpos —susurró por fin.

—Querías permiso para probarlos en un grupo de muestra —dijo Cavanagh, ya preparada para esta confesión—. Ya le hemos trasladado la solicitud al jefe del FDA, y faltaba menos de un día para recibir el permiso. Podríamos haberlo hecho en condiciones controladas. Ahora, una mujer ha muerto porque decidiste hacer caso omiso de órdenes directas.

—No sólo eso —intervino Kanuth—, sino que cuando la gente se entere de lo sucedido, y se enterará, dirá que estamos perdiendo el control interno. Tenemos toda una ciudad buscando algún motivo para estallar, y tú le has proporcionado otro.

—Entrega tu identificación, y no intentes volver al Centro de Priones ni a ninguna otra instalación del CDC —dijo Cavanagh. No disimulaba su profunda decepción, ni su desprecio.

—Está despedido, doctor Stanton —añadió Kanuth.

26

Chel estaba sentada bajo los manzanos del jardín sur del Getty, fumando y contemplando el laberinto de azaleas del patio de abajo, sin pensar en nada. Necesitaba un momento de descanso, de distracción, de recargar pilas.

—Chel —llamó alguien desde lejos.

A través de la niebla distinguió a Rolando en lo alto de la escalera que conducía a la plaza central. Detrás de él estaba Stanton. Sorprendida, se preguntó para qué habría venido. ¿Habrían descubierto algo los satélites? Fuera cual fuera el motivo de su visita, le alegraba verle.

Rolando saludó y se fue, dejándolos a solas.

—¿Qué pasa? —preguntó Chel a Stanton al pie de la escalera. Reparó de inmediato en su aspecto agotado. Era la primera vez que estaban físicamente juntos desde la noche en que ella había confesado y habían ido a ver a Gutiérrez. Lo que ella había sufrido en los últimos días no podía compararse con lo que estaba escrito en la cara de Stanton.

Se acercaron a una de las mesas cubiertas de tableros de ajedrez, en los terrenos del pabellón sur. Stanton le contó todo cuanto había conducido a la muerte de Thane, y lo que había ocurrido después.

—Nunca habría debido permitir que corriera ese riesgo —dijo finalmente.

—Intentabas ayudar. Si conseguías que los anticuerpos funcionaran…

—Los anticuerpos no sirven de nada —dijo Stanton en tono amargo—. Las pruebas fracasaron, y aunque hubieran funcionado, los habrían considerado demasiado peligrosos. Thane murió por nada.

Chel comprendía demasiado bien lo que era ser apartado de todo lo que conocías. Pero ella había gozado de una segunda oportunidad, gracias a él, y ahora no sabía cómo podía ayudarlo a conseguir la suya. Tomó su mano y la apretó.

Estuvieron sentados en silencio casi un minuto, hasta que ella abordó el otro tema que ocupaba su mente.

—Supongo que… los satélites no habrán descubierto nada, ¿verdad?

—Ya no estoy en el ajo. Pensé que tal vez habrías recibido información del CDC, pero ya veo que no. ¿Qué tal por aquí?

—Estamos cerca de terminar de descifrar el códice. Puede que en las partes finales encontremos alguna pista, aunque nos enfrentamos a unos cuantos retos importantes.

—Deja que te ayude.

—¿En qué?

—En tu trabajo.

Chel no pudo reprimir una sonrisa.

—¿Tienes un doctorado en lingüística del que no me habías hablado?

—Lo digo en serio. Nuestros procesos no son tan diferentes. Diagnosticar el problema, buscar analogías y estudiar soluciones a partir de ahí. Además, tal vez una nueva perspectiva pueda ser útil.

Resultaba extraño que, tres días después de que Stanton tuviera su futuro en las manos, la carrera de él hubiera sufrido un destino similar, y que hubiera acudido a pedirle su ayuda. ¿Era ella la mejor opción que le quedaba? ¿Qué sabía en realidad de aquel tipo? No cabía duda de que Gabe Stanton era muy inteligente, extremadamente trabajador, a veces demasiado vehemente. No sabía mucho más. No habían gozado de la oportunidad de relajarse mientras tomaban una copa de vino. Tal vez si se acercaba para ver mejor, no le gustaría lo que vería. No obstante, había sido él quien dejó entrar la luz del día, manteniendo con vida el trabajo que tanto amaba, en un momento en que ella le había dado todo tipo de razones para que reaccionara de forma contraria. De modo que, si quería ayudar, ella no se lo iba a impedir. Tendría que procurar que el CDC no lo averiguara cuando se pusieran en contacto con ella de nuevo.

—De acuerdo, una nueva perspectiva, pues. —Chel se acercó más a él—. El escriba se está refiriendo al colapso de la ciudad. O al menos a su miedo al colapso. Había presagios en la plaza central, en el palacio, en todas partes. Pero no hay nada peor para él que el nuevo dios, Akabalam. Es un dios que no hemos visto antes, un dios de mantis religiosas. Como si este dios hubiera sido creado en ese momento histórico concreto.

—¿Era poco habitual que los mayas crearan… nuevos dioses? —preguntó Stanton.

—Hay docenas en el panteón. Y se inventaban dioses nuevos todo el tiempo. Cuando Paktul oye hablar de Akabalam por primera vez, desea aprender más y adorarle. Pero en esta parte final del manuscrito, es como si hubiera encontrado un motivo para sentir un miedo cerval de esta nueva deidad.

—¿Qué quieres decir con un miedo cerval?

—Utiliza todos los superlativos del idioma maya para describir su miedo, incluyendo palabras sugerentes de que tiene más miedo de este nuevo dios que de morir. Una cosa que hemos podido traducir dice así:
Esto era tan aterrador que nadie podría enseñarme jamás a tener miedo
.

Stanton se acercó a la barandilla que dominaba el río flanqueado de sicomoros del Getty mientras reflexionaba.

—Tal vez deberíamos buscar un miedo profundamente arraigado. —Se volvió—. Piensa en los ratones.

—¿Ratones?

—Uno de los miedos más intensos de un ratón es a las serpientes. Pero nadie tuvo que enseñar a los ratones a temer a las serpientes. Está codificado en su ADN. Podemos conseguir que el miedo desparezca alterando su estructura genética.

Chel imaginó los años que Stanton había pasado en el laboratorio, unos años no tan diferentes de los suyos. Pensó en costumbres extrañas para ella, utilizar un vocabulario casi desconocido. No obstante, su constante regreso a los procesos científicos subyacentes en juego era similar a la forma en que ella veía el lenguaje y la historia.

—Por lo tanto, la pregunta que debemos formular es: ¿cuál podía ser el mayor miedo de tu escriba?

—¿Temor al colapso definitivo de la ciudad?

—No parece que eso sea una novedad para él.

—No creo que esté hablando de serpientes.

—No, quiero decir, ¿qué miedo tan horrible pudo provocarle esa reacción? Tiene que ser algo más… primario. Algo innato.

—¿Cómo el miedo al incesto?

—Exacto. ¿Podría ser eso?

—El incesto estaba prohibido por los dioses. Por todos. Y tampoco sería lógico. ¿Qué tendría que ver con las mantis religiosas?

Sin embargo, en cuanto las palabras salieron de su boca, se le ocurrió otra posibilidad, una acusación contra su pueblo que había desechado durante toda su carrera.

Desde el principio, Chel había deseado que el códice demostrara que su pueblo no había sido culpable de su propio colapso.

Pero ¿y si no era así?

27

Mi ayuno ha durado cuarenta giros del Sol, alimentándome tan sólo de bebida de harina de maíz y agua. Ni una gota de lluvia ha caído en nuestras milpas o en nuestros bosques, y las reservas de agua han disminuido. Cada rincón de la ciudad ha empezado a atesorar agua, maíz y mandioca, y se rumorea que los hombres beben su propia orina para saciar la sed. Dentro de veinte soles no habrá agua.

Se dice entre susurros que algunos han empezado ya a planificar su viaje al norte en busca de campos de labranza, aunque Imix Jaguar ha decretado que abandonar Kanuataba será castigado con la muerte o algo peor. Se han producido dieciocho muertes en los rincones más pobres de Kanuataba durante los últimos veinte soles, muchos de ellos niños, muertos de hambre porque tienen la ínfima prioridad en la distribución de las raciones.

Nuestra ciudad fue en otro tiempo un centro de los mejores productos en diez días a pie a la redonda. Pero los adornos de jade no sirven de nada, y los artesanos ya no florecen, salvo algunos encargados de los adornos y archivos reales, como yo. Los mayores deseos de las mujeres nobles ya no son los pendientes de madreperla y los mantos de plumas multicolores, sino las tortillas y la lima. Una madre que no puede dar de comer a sus hijos no piensa mucho en medallones de oro, por santos que sean.

Cuando llegó el cenit de ayer fui llamado a palacio.

Dejé a las hijas de Auxila en la cueva cuando brillaba el sol de mediodía, sabiendo que mi espíritu animal las vigilaría durante mi ausencia. Imix Jaguar, su santidad, recién llegado de su lejana guerra de las estrellas, me había llamado al palacio real para revelarme el significado del dios Akabalam, con el fin de que pudiera continuar la educación del príncipe.

Cuando estuve a pocos cientos de pasos del centro de la ciudad, a menos de mil pasos del recién encargado templo funerario del rey, no di crédito a mis ojos. Una columna de espeso humo negro se alzaba sobre lo alto de las torres del templo inferior, nuestra catacumba sagrada. Y cuando doblé la esquina, vi la mayor aglomeración de hombres y mujeres de Kanuataba que había visto en seiscientos soles.

Sabía que la muchedumbre había sido convocada para aquel día, pero no había sido capaz de adivinar su tamaño y esplendor. No existen palabras para describir la sensación que me embargó al ver viva de nuevo a Kanuataba, como en los días de mi juventud, cuando mi padre me llevaba sobre sus poderosos hombros por las calzadas elevadas de los mercaderes. Se rumoreaba que Imix Jaguar había hecho un milagro, que daría de comer a las masas con este fabuloso festín, que habría suficiente para alimentarnos hasta la cosecha.

Vi a hombres cargados con grandes ofrendas de especias, madera y jade que se dirigían a la escalinata sur del palacio. También había sal, pimienta y cilantro, combinados con chiles secos, para condimentar la carne de pavo y de ciervo. Hasta mi estómago rugía de hambre. No hay ciervo, pavo o aguti en dos días de viaje a pie, de eso los esclavos están seguros. ¿Habrían saqueado almacenes de carne Imix Jaguar y su poderoso ejército durante su guerra de las estrellas?

El enano real se acercó a mí. Repetiré sus palabras para demostrar de qué maquinaciones era capaz. Habló:

—Si la gente te conociera como yo, y supiera que nunca tocarás a esas chicas, perderías a esas concubinas que has tomado. Tu vida podría acortarse en diez mil soles, y con ella las vidas de esas chicas. De modo que sugiero que nunca más vuelvas a disgustarme.

Jamás en mi vida había experimentado mayor urgencia de derramar la sangre del cuerpo de un hombre y arrancarle el corazón. Deseaba que se produjera algún alboroto en los pasos elevados, lo bastante ruidoso para ahogar los gritos de Jacomo. Le despedazaría y enterraría los trozos en tumbas anónimas.

Antes de que pudiera levantar la mano, un sonido estruendoso atronó en la plaza. Una hilera de cautivos pintados de azul, hasta sumar quince, eran arrastrados hacia los pasos elevados. Cada cautivo iba atado a un palo largo, sujeto por las manos y el cuello al hombre que caminaba delante. Varios hombres tropezaron, después de haber caminado durante varios soles seguidos. Muchos parecían estar ya a las puertas de la muerte.

Los tatuajes del torso demostraban que uno de los prisioneros era de alto rango, y nunca he visto a un noble tan temeroso del sacrificio. Chillaba y se retorcía mientras los captores de Kanuataba le empujaban hacia delante, arrastrando los pies sobre la tierra y levantando polvo por todas partes. A juzgar por la expresión de los captores, sabía que ellos tampoco habían visto nunca nada igual. ¡Qué indignidad! ¡Sólo una enfermedad de la mente podría haber dañado el alma del noble hasta el punto de que no deseara aceptar su sino!

Me abrí paso entre las amas de llaves, sastres y concubinas. La casa del sudor se halla en el último piso, una habitación abovedada en una torre, un lugar sagrado para la adivinación y la comunicación con el otro mundo. Al igual que ocurre con los manjares secretos y otros rituales, solía estar restringida al séquito del rey.

Cuando llegué al baño de la casa del sudor, encontré al rey solo, un acontecimiento que no puedo recordar desde hace mil soles. Tenía la cara demacrada y parecía menos santo que nunca. Ni siquiera había un esclavo o una esposa de rango inferior en la habitación, dispuestos a satisfacer sus necesidades.

El rey habló:

—Te he traído aquí para que veas la creación del gran festín, Paktul, con el fin de que puedas documentarlo en los grandes libros para la posteridad.

Me postré de hinojos al lado de los carbones encendidos, y el calor era insoportable. Pero estar dentro de la casa del sudor se consideraba un gran honor, de modo que no expresé el menor sufrimiento. Hablé:

—Alteza, hemos de documentar el gran festín, sí, pero te pido de nuevo que expliques cómo es posible que los dioses nos hayan bendecido con este festín, pero sin demostrar la menor compasión. Para que pueda documentarlo en los grandes libros como se merece, ¿puedo comprender por qué festejamos hoy, cuando todos los demás días hay hambruna?

El rey tensó la mandíbula. Sus ojos estrábicos miraron más allá de mí, como si intentara controlar su ira. Apretaba con fuerza el cetro real. Cuando terminé, no se levantó ni vociferó. No llamó a los guardias para que me llevaran. Se limitó a contemplar mi mano y señaló mi anillo, el símbolo de los grandes escribas-monos anteriores a mí.

Y habló de nuevo:

—Este anillo que llevas, el anillo del escriba-mono, símbolo de tu rango, ¿crees que es comparable a la corona de los dioses que llevo en la cabeza? No hay nada que desee más que compartir esta carga con mi pueblo y explicar los compromisos a los que llego para conseguir que los dioses estén satisfechos. Esta carga no puede aprenderse en los libros, sólo está al alcance de los que vinieron antes de mí, mis padres, que en otro tiempo gobernaron nuestra ciudad en terrazas. Es una carga difícil de comprender para alguien que lleva un anillo de escriba-mono.

Con esto, el rey se levantó, desnudo como estaba. Pensé que iba a abofetearme, pero se limitó a ordenar que me pusiera en pie. Se ciñó alrededor de la cintura un taparrabos y me ordenó que le siguiera hasta la cocina real.

Se rumorea que no existe nada en el mundo que los cocineros reales no puedan preparar para el rey. Enviarán pinches que viajarán una semana a pie en busca de guayabo o jocote, que crecen sólo en las montañas más altas, o a comerciar con el pueblo de los árboles para conseguir la batata que crece únicamente a la sombra de una única ceiba en invierno.

Seguía su alteza, Imix Jaguar, y vi la multitud de hombres en forma de gran serpiente que desarrollaban su arte y trabajaban para terminar los preparativos del gran festín ceremonial. Cada hombre tenía una misión. Estaban los dedicados a la preparación de salsas y guarniciones, los que añadían grumos de mandioca a las diversas mezclas de pasta de chili, canela, cacao, pimienta. La tarea de guisar se asignaba a otros, que presidían grandes asadores abiertos en todos los rincones de la sala y asaban carnes, antes de introducirlas en los ricos estofados que removían en enormes tinajas situadas en el centro de la cocina.

Atravesamos el tremendo calor de los fuegos de cocción, casi tan asfixiantes como la misma casa del sudor. Sabía que nos dirigíamos al matadero. Cuando llegamos a la puerta, el rey me dedicó una sonrisa de jade.

Habló:

—Escriba inferior, no puede existir mayor adivinación que la que recibí hace veinte lunas, el mandato de Akabalam, que cambiará Kanuataba para siempre y será nuestra salvación. Durante casi un año he consumido esta sangre, y ya es hora de que mi pueblo comparta mi gran fuente de energía. Según mis espías reales, estos rituales han llegado a ser habituales en otras naciones. No sólo entre los nobles, sino también entre las clases más bajas, y así se han alimentado durante muchas lunas.

Le seguí al interior del matadero.

La sangre bañaba el suelo y empapó mis sandalias. Más de dos docenas de cadáveres colgaban, despellejados y decapitados, destripados, vacíos de sangre y despiezados. Los matarifes separaban la carne del hueso, y cada pierna y brazo proporcionaba un corte diferente que iba a parar a una pila de gruesos filetes. Los cocineros del matadero utilizaban hojas de esquisto con el fin de preparar la carne para el guiso, intentando conservar hasta el último precioso corte para el festín. Tardé un momento en asimilar que aquellos apéndices que íbamos a comer eran brazos y piernas de hombres.

Eran cadáveres humanos los que colgaban de los ganchos de carne.

El rey habló:

—Akabalam ha ordenado que debemos comer eso, pues mediante esta carne absorberemos el poder de las almas que habitaban estos cuerpos. Yo y mis adláteres más cercanos hemos conseguido tanta energía gracias a banquetes de carne, tras haber consumido más de veinte hombres en estos últimos trescientos soles. Ahora, Akabalam me ha comunicado que desea concentrar la energía de diez hombres en cada hombre de nuestra gran nación. Las mantis consumen la cabeza de sus machos para sobrevivir. Benditas sean y, al igual que ellas, nosotros consumiremos la carne de nuestra especie.

Y cuando terminó de hablar lo supe: esto no lo había ordenado un dios por un nuevo compromiso de compasión. Esto era algo mucho más terrorífico, que nadie me había enseñado jamás a temer.

Muchas cosas han sucedido en Kanuataba desde la última inscripción, sesenta soles han nacido del color del renacimiento y muerto en la negrura. Akabalam se ha extendido a todos los rincones de la ciudad, al saberse que el rey lo había sancionado en el festín de la gran plaza, cuando Imix Jaguar dio a comer la carne de los nobles de nuestros enemigos a los suyos. Sin lluvia que alimentara las milpas, las ollas de guisar se llenan con la carne de los muertos, ni una sola parte se desperdicia, hasta la última brizna se recupera de los huesos. La única prohibición dictada por el rey fue que ningún hombre debía comer a su hijo o padre, hija o madre, pues los dioses lo habían prohibido. Pero he visto a niños esclavos obligados a preparar comidas sin carne, sólo para ser sacrificados como animales, salteados en aliños de su propio cuerpo.

No he seguido los dictados de Akabalam, ni tampoco he permitido que lo hicieran las hijas de Auxila. Sobrevivimos a base de hojas, raíces y bayas. Mariposa Única y Pluma Ardiente ya se habrían convertido en alimento de las masas si no estuvieran protegidas por mi cargo. Los huérfanos de la ciudad fueron los primeros en ser sacrificados, pero en mi cueva se hallan a salvo. Mi espíritu guacamayo las vigila. Las chicas no salen, tal como se lo he ordenado, pues los salvajes de las calles son muchos y despiadados, y tomarían la vida de cualquier niño con tal de alimentarse.

El rey ha desaparecido en los recovecos del palacio para sumirse en una adivinación real, y sólo Jacomo el enano, la reina y el príncipe están autorizados a visitarle. El consejo fue disuelto. ¡Imix Jaguar proclamó que ningún hombre puede oír la llamada del otro mundo salvo él, y que el consejo estaba lleno de falsos profetas! Jacomo el enano se yergue en la escalinata del palacio cada amanecer. Lee las exigencias del rey y los sacrificios que han de consumarse para complacer a los dioses.

Cada puesta de sol, se llevan a cabo los sacrificios: hombres, mujeres y niños, algunos de ellos nobles, conducidos a lo alto del altar por los verdugos, sus corazones arrancados y los intestinos troceados antes de servir de alimento a las masas.

Pero con cada sacrificio, aumentan las dudas en las calles de Kanuataba sobre el poder de Imix Jaguar. He oído disensiones entre el populacho. Los habitantes viven con el miedo de contarse entre los próximos en ser sacrificados. Susurran que Imix Jaguar ha perdido el contacto con los dioses, que una maldición caída sobre su mente ha confundido sus pensamientos.

¿Y qué poder nos ha dado Akabalam? No ha caído una sola gota de agua en las milpas, ningún indulto enviado desde el otro mundo para alimentar las cosechas que nos mantienen.

¡Cuánto ha cambiado todo, cuánto horror! La muerte nos rodea por todas partes, la ciudad en su abrazo frío y negro. Según el último informe, han muerto más de mil, y muchos más están malditos, a la espera de la muerte. Tenía razón al temer. La maldición de Akabalam ha caído sobre muchos, absorbiendo sus espíritus, imposibilitando que pasen al mundo de los sueños, donde pueden comunicarse con sus dioses.

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