Intenté levantarme, pero en cuanto me movía el dolor volvía a paralizarme el brazo. Me quedé allí tirada sin que nadie me ayudara. Algo más tarde vino la profesora de otra clase a levantarme. Yo apreté los dientes, no lloré ni me quejé. No quería causar ninguna molestia a nadie. Un poco más tarde mi profesora se dio cuenta de que me pasaba algo. Supuso que me había dado un fuerte golpe al caerme y me permitió pasar la tarde en el cuarto de la televisión.
Por la noche, en mi cama del dormitorio común, apenas podía respirar a causa del dolor. A pesar de todo no pedí ayuda. Al día siguiente, por la tarde, cuando estábamos en el parque zoológico de Herberstein, mi profesora se dio cuenta de que la lesión era seria y me llevó al médico. Este me envió enseguida al hospital de Graz. Tenía el brazo roto.
Mi madre vino a recogerme al hospital acompañada de un amigo. El nuevo hombre en su vida era un viejo conocido, mi padrino. A mí no me gustaba. El viaje hasta Viena fue una auténtica tortura. El amigo de mi madre se pasó las tres horas protestando porque tenían que hacer todo ese recorrido en coche a causa de mi torpeza. Aunque mi madre intentó relajar un poco el ambiente, no lo consiguió, y continuaron los reproches. Yo iba sentada en el asiento trasero llorando sin hacer ruido. Me avergonzaba de haberme caído, me avergonzaba del trastorno que les había causado a todos. ¡No molestes! ¡No hagas tanto teatro! ¡No seas histérica! ¡Las niñas grandes no lloran! Esas frases mil veces oídas durante mi infancia me habían permitido aguantar durante día y medio los dolores del brazo roto. Ahora, en el viaje por la autopista, entre las quejas del amigo de mi madre, una voz interior las repetía en mi cabeza.
A mi profesora se le abrió un expediente disciplinario por no haberme llevado inmediatamente al hospital. Era cierto que había incumplido su obligación de vigilarme. Pero casi toda la culpa era mía. La confianza que tenía en mi propia forma de ver las cosas era entonces tan escasa que ni siquiera con un brazo roto sentí que tuviera que pedir ayuda.
En aquella época a mi padre sólo lo veía los fines de semana o cuando ocasionalmente lo acompañaba en sus repartos. También él se había enamorado después de separarse de mi madre. Su amiga era agradable, pero distante. Una vez me dijo pensativa: «Ya sé por qué eres una niña tan difícil. Tus padres no te quieren». Yo protesté a voz en grito, pero la frase quedó grabada en mi dañada alma infantil. ¿Acaso tenía razón? Al fin y al cabo ella era una adulta, y los adultos siempre tenían razón.
La idea no se me fue de la cabeza en mucho tiempo.
Cuando tenía nueve años empecé a compensar mi frustración con la comida. Yo nunca había sido una niña delgada, y había crecido en una familia en la que la comida desempeñaba un papel importante. Mi madre era una de esas mujeres que pueden comer todo lo que quieran sin engordar un solo gramo. Podía deberse al hipertiroidismo o a que era una persona muy activa, pero el caso es que comía bollos y tartas, bocadillos y asados, sin engordar y sin cansarse de repetirlo ante los demás: «Puedo comer lo que quiera», decía sosteniendo una rebanada de pan con mantequilla en la mano. Yo había heredado su forma desmedida de comer, pero no la capacidad de quemar todas esas calorías al momento.
Mi padre, en cambio, era tan gordo que ni siquiera cuando era pequeña me gustaba que me vieran con él. Su tripa era tan abultada y tenía la piel tan tirante como la de una mujer en el octavo mes de embarazo. Cuando se tumbaba en el sofá, la barriga se elevaba como si fuera una montaña, y yo a veces le daba unos golpecitos y preguntaba: «¿Cuándo sale el bebé?». Mi padre se reía bonachón. En su plato se acumulaban montañas de carne acompañadas de patatas que nadaban en un auténtico mar de salsa. Ingería raciones gigantescas, y seguía comiendo aunque ya no tuviera hambre.
Cuando salíamos de excursión los fines de semana —primero junto a mi madre, luego con su nueva amiga—, todo giraba en torno a la comida. Mientras otras familias andaban por la montaña, montaban en bicicleta o visitaban museos, nosotros teníamos metas culinarias. Íbamos a un nuevo local donde servían vino del año, hacíamos excursiones hasta algún restaurante en el campo, visitábamos algún castillo no por motivos históricos, sino para participar en una comida medieval: montañas de carne que se metía en la boca con las manos, jarras llenas de cerveza… Esas eran las excursiones que le gustaban a mi padre.
También en las tiendas de Süssenbrunn y la urbanización Marco Polo, de las que mi madre se hizo cargo tras separarse de mi padre, estaba siempre rodeada de comida. Cuando mi madre me recogía del colegio y me llevaba con ella a la tienda, yo combatía el aburrimiento con dulces: un helado, ositos de goma, un trozo de chocolate. Mi madre no solía decir nada, estaba demasiado ocupada como para controlar todo lo que yo engullía.
Pero empecé a comer demasiado. Me tomaba un paquete de bollos entero, acompañado de una botella grande de cola, a lo que luego se sumaba el chocolate, hasta que tenía la tripa a punto de estallar. En cuanto estaba de nuevo en condiciones de meterme algo en la boca, seguía comiendo. En el año anterior a mi secuestro engordé tanto que dejé de ser una niña gordita para convertirme en una auténtica gorda. Hacía aún menos deporte que antes, los niños se burlaban todavía más de mí, y yo combatía la soledad con más y más comida. Al cumplir los diez años pesaba 45 kilos.
Mi madre contribuía a aumentar mi frustración. «Yo te quiero a pesar de todo, no me importa el aspecto que tengas.» O: «Una niña fea tiene que llevar un vestido bonito». Si yo reaccionaba molesta, se reía y añadía: «No me refiero a ti, cariño. No seas tan sensible». Sensible: eso era lo peor que se podía ser. Todavía hoy me sorprende que se utilice la palabra «sensible» en un sentido positivo. En mi infancia era un insulto para referirse a las personas que son demasiado blandas para este mundo. En aquel momento me habría gustado poder ser más blanda. Aunque probablemente fuera la dureza que me impuso sobre todo mi madre la que me salvaría más tarde la vida.
Rodeada de todo tipo de golosinas pasaba las horas sola delante del televisor o en mi habitación con un libro en las manos. Quería escapar de aquella realidad que no me deparaba otra cosa que humillación y evadirme a un mundo diferente. En casa recibíamos todos los canales de televisión y nadie se preocupaba de lo que yo veía. Iba cambiando de canal y veía programas infantiles, noticias y películas policíacas que me daban miedo, pero cuyo contenido absorbía como una esponja. En el verano de 1997 un tema centró la atención de los medios de comunicación: en Salzkammergut se destapó una red de pornografía infantil. Con espanto oí en la televisión cómo siete hombres adultos habían atraído con pequeñas cantidades de dinero a algunos niños hasta una habitación preparada para abusar de ellos y grabarlo en vídeos que luego vendían por todo el mundo. Otro caso similar sacudió la Alta Austria el 24 de enero de 1998. A través de un apartado de correos se distribuían vídeos de abusos a niñas de entre cinco y siete años. Uno de los vídeos mostraba a un hombre que atraía a una niña de siete años del barrio hasta una buhardilla y allí abusaba de ella.
Pero aún me afectaron más las noticias sobre los asesinatos de niñas que en aquel momento se produjeron en serie en Alemania. Recuerdo que durante mi etapa en el colegio apenas transcurría un mes sin que se informara sobre niñas secuestradas, violadas o asesinadas. Las noticias no ahorraban detalles de las dramáticas actuaciones de búsqueda y las investigaciones policiales. Pude ver perros rastreadores husmeando por los bosques y buceadores que buscaban en lagos y embalses los cuerpos de las niñas desaparecidas. Y escuché una y otra vez el relato estremecedor de los familiares: cómo las niñas habían desaparecido cuando jugaban en la calle o no habían regresado a casa después de clase. Cómo los padres las habían buscado con desesperación, hasta que tenían la horrible certeza de que no volverían a ver a sus hijas con vida.
Los casos recogidos entonces en los medios tuvieron tal repercusión que también en el colegio se hablaba de ellos. Los profesores nos explicaron cómo podíamos defendernos de un posible ataque. Vimos películas en las que unas niñas sufrían el acoso de sus hermanos mayores o donde los chicos aprendían a decir «¡No!» a un padre abusador. Y los profesores insistían en las advertencias que a los niños siempre nos habían repetido en casa: «¡No te vayas nunca con un desconocido! ¡No te subas al coche de un extraño! ¡No aceptes caramelos de nadie! Y cambia de acera cuando algo te parezca raro».
Todavía hoy me estremezco tanto como entonces cuando veo la lista de los casos que se produjeron en aquellos años:
- Yvonne (doce años) fue asesinada a golpes en julio de 1995 junto al lago Pinnower (Brandeburgo) por resistirse a que un hombre la violara.
- Annette (quince años), de Mardorf am Steinhuder Meer: su cadáver fue encontrado sin ropa en un campo de maíz en 1995; había sufrido abuso sexual. Nunca se capturó al asesino.
- Maria (siete años) fue secuestrada en noviembre de 1995 en Haldensleben (Sajonia-Anhalt); fue violada y arrojada a un lago.
- Elmedina (seis años) fue secuestrada, violada y ahogada en febrero de 1996 en Siegen.
- Claudia (once años) fue secuestrada, violada y quemada en mayo de 1996 en Grevenboich.
- Ulrike (trece años) no regresó el 11 de junio de 1996 de un paseo con su poni. Su cadáver fue encontrado dos años más tarde.
- Ramona (diez años) desapareció el 15 de agosto de 1995 de un centro comercial de Jena sin dejar rastro. Su cadáver fue encontrado en enero de 1997 en Eisenach.
- Natalie (siete años) fue secuestrada el 20 de septiembre de 1996 en Epfach, en la Alta Baviera, por un hombre de veintinueve años cuando se dirigía al colegio. Fue violada y asesinada.
- Kim (diez años), de Varel, en Frisia, fue secuestrada, violada y asesinada en enero de 1997.
- Anne-Katrin (ocho años) fue encontrada muerta a golpes en las proximidades de su casa en Seebeck, en Brandeburgo, el 9 de junio de 1997.
- Loren (nueve años) fue violada y asesinada por un hombre de veinte años en el sótano de la casa paterna en Prenzlau en julio de 1997.
- Jennifer (once años) fue introducida por su tío en un coche en Versmold bei Gütersloh el 13 de enero de 1998; fue violada y estrangulada.
- Carla (doce años) fue asaltada el 22 de enero de 1998 en Wilhelmsdorf bei Fürth cuando se dirigía al colegio; fue violada y arrojada inconsciente a un lago; murió después de cinco días en coma.
Los casos de Jennifer y Carla me afectaron de un modo especial. El tío de Jennifer confesó después de su detención que quería abusar de la niña en el coche. Como ella se resistió, la estranguló y escondió el cadáver en el bosque. Los relatos me ponían los pelos de punta. Los psicólogos a los que entrevistaban en la televisión aconsejaban entonces no oponer resistencia ante un ataque de este tipo para no poner la vida en peligro. Más estremecedoras fueron aún las noticias sobre el asesinato de Carla. Todavía hoy puedo ver con claridad a los reporteros con sus micrófonos junto al lago de Wilhelmsdorf, informando de que a la vista de lo removida que estaba la tierra quedaba claro que la niña había opuesto una gran resistencia. Los funerales fueron retransmitidos por televisión. Yo permanecí sentada delante de la pantalla con los ojos como platos debido al espanto. Todas esas niñas eran más o menos de mi edad. Sólo me tranquilizaba una cosa cuando veía sus fotos en las noticias: yo no era la niña rubia y delicada que parecían preferir los criminales. No podía ni imaginar hasta qué punto estaba equivocada.
Intenté gritar. Pero no me salió ningún grito. Mis cuerdas vocales no colaboraron. Todo en mí era un grito. Un grito mudo que nadie podía oír.
Al día siguiente me desperté furiosa y triste a la vez. La rabia por el enfado de mi madre, que había sido provocado por mi padre y ahora me afectaba a mí, me oprimía el pecho. Pero lo que más me molestaba era que me hubiera prohibido volver a verle. Era una de esas decisiones que los adultos toman a la ligera, sin pensar en los niños, por rabia o por un arrebato repentino, sin considerar que al hacerlo no sólo se trata de ellos mismos, sino también de las más profundas necesidades de aquellos que se enfrentan impotentes a tales sentencias.
Odiaba esa sensación de impotencia, una sensación que me recordaba que era una niña. Quería ser adulta de una vez, confiaba en que entonces no me afectarían tanto las desavenencias con mi madre. Quería aprender a tragarme mis sentimientos y, con ellos, ese profundo temor que provoca en los niños el conflicto con los padres.
Al cumplir los diez años dejé atrás la primera fase de mi vida, la más dependiente. La fecha mágica en la que mi independencia sería oficial estaba cada vez más cerca: ocho años más y podría marcharme y buscar un trabajo. Entonces ya no tendría que depender de las decisiones de los adultos que me rodeaban, a los que mis necesidades les importaban bastante menos que sus pequeñas disputas y sus celos. Ocho años que quería aprovechar para prepararme bien para una vida en la que yo tomaría mis propias decisiones.
Unas semanas antes ya había dado un paso decisivo hacia mi independencia: había convencido a mi madre de que me dejara ir sola al colegio. Aunque ya estaba en cuarto, hasta entonces siempre me había llevado ella en coche a clase. No eran ni cinco minutos de trayecto. Todos los días me sentía avergonzada delante de los demás niños, que veían cómo me bajaba del coche y mi madre me daba un beso de despedida. Había hablado muchas veces con ella de que ya era hora de que recorriera yo sola el camino hasta el colegio. Con ello quería demostrar no sólo a mis padres, sino también a mí misma, que ya no era una niña pequeña. Y que podía controlar mis temores.
Mi inseguridad era algo que me atormentaba profundamente. Me asaltaba en cuanto empezaba a bajar las escaleras de casa, continuaba cuando cruzaba el patio y se convertía en algo que me dominaba mientras recorría las calles de la urbanización. Me sentía desprotegida y diminuta, y me odiaba por ello. Aquel día estaba firmemente decidida, iba a intentar ser fuerte. Aquél iba a ser el primer día de mi nueva vida y el último de la antigua. Resulta casi irónico que justo ese día se acabara de hecho mi vida tal y como la conocía. Aunque sucedió de un modo que era incapaz de imaginar.