Cuando estaba sola intentaba colocarme de forma que tuviera la puerta a la vista. Por las noches dormía como un animal acosado, con un ojo abierto, siempre alerta: no quería que los hombres a los que supuestamente me iban a entregar me sorprendieran indefensa en pleno sueño. Estaba en tensión cada segundo, siempre a tope de adrenalina y presa de un miedo del que no podía escapar en aquella pequeña habitación. El miedo a los supuestos «verdaderos destinatarios» convertía al hombre que decía haberme secuestrado por encargo de ellos en una ayuda beneficiosa: mientras estuviera con él no llegaría el temido momento final.
En los días posteriores a mi secuestro el zulo empezó a llenarse con todo tipo de objetos. Lo primero que me trajo el secuestrador fue algo de ropa: yo sólo tenía lo que llevaba puesto. La ropa interior, mis leotardos de Palmers, mi vestido, mi anorak. Los zapatos los había quemado para eliminar posibles huellas. Eran unos zapatos con una gruesa suela de plataforma que mi madre me había regalado el día que cumplí diez años. Ese día, cuando entré en la cocina, había sobre la mesa una tarta con diez velas y una caja envuelta en un brillante papel de colores. Cogí aire con fuerza y apagué las velas. Luego retiré el papel celo y desenvolví la caja. Llevaba meses convenciendo a mi madre de que, por favor, me comprara esos zapatos, que los llevaban todas las niñas. Ella se había negado de forma categórica. No le parecían apropiados para una niña, no se andaba bien con ellos. Pero allí estaban, ante mí: unas bailarinas de ante negras con unas cintas finas sobre el empeine y una gruesa plataforma de goma. ¡Yo estaba feliz! Esos zapatos, que me hacían crecer unos tres centímetros, me harían más fácil el camino hacia esa nueva vida en la que yo sería más independiente.
El último regalo de mi madre. Y él lo había quemado. Con ello me había privado no sólo de un vínculo con mi vida anterior, sino también de un símbolo de la fortaleza que yo confiaba recibir de esos zapatos.
El secuestrador me entregó un jersey viejo y unas camisetas de color caqui que, sin duda, conservaba de su paso por el ejército. Eso me ayudó a aguantar el frío procedente del exterior. Para combatir el frío que sentía en mi interior llevaba siempre puesto algo de mi propia ropa.
Después de dos semanas el secuestrador me trajo una tumbona de jardín en sustitución del fino colchón de gomaespuma. Tenía unos muelles que sonaban cada vez que me movía. Durante los seis meses siguientes ese sonido me acompañó en los largos días y noches pasados en aquel sótano. Como tenía frío —la temperatura apenas subía de los quince grados—, el secuestrador metió una enorme y pesada estufa eléctrica en la diminuta habitación. También me devolvió mis cosas del colegio. La mochila, según me explicó, la había quemado junto con los zapatos.
Mi mayor deseo era hacer llegar alguna noticia a mis padres. Cogí papel y lápiz y empecé a escribirles una carta. Pasé muchas horas redactándola con mucho cuidado, e incluso encontré una posibilidad de comunicarles dónde me encontraba: sabía que estaba encerrada en algún punto de Strasshof, donde también vivían ¡os suegros de mi hermana. Confié en que una mención a su familia bastara para poner a mis padres —y a la policía— sobre la pista correcta.
Para demostrar que la carta la había escrito yo la acompañé de una foto que llevaba en el estuche de lápices. En ella aparecía patinando sobre hielo, el invierno anterior, con un mono muy grueso, una sonrisa en el rostro y las mejillas rojas. Parecía una instantánea de un mundo muy lejano: un mundo lleno de risas infantiles, música pop saliendo de zumbones altavoces y de aire libre, frío. Un mundo en el que, tras pasar la tarde sobre el hielo, uno se podía dar en casa un baño caliente y sentarse con un cacao delante del televisor. Observé la foto durante un buen rato y grabé cada detalle en mi memoria para no olvidar jamás las sensaciones que me unían a aquella excursión. Sabía que debía retener cualquier recuerdo feliz para poder recurrir a él en los momentos más oscuros. Luego uní la foto a la carta y fabriqué un sobre con otra hoja de papel.
En una mezcla de ingenuidad y confianza, esperé a que viniera el secuestrador.
Cuando llegó me esforcé por mostrarme tranquila y amable: «Tienes que mandar esta carta a mis padres para que sepan que estoy viva». Abrió el sobre, leyó las líneas que yo había escrito y se negó. Yo le rogué, le supliqué, que no dejara a mis padres más tiempo en la incertidumbre. Apelé a la conciencia que aún debía de tener: «¡No puedes ser tan malo!», le expliqué. Lo que había hecho estaba mal, pero dejar sufrir así a mis padres era aún mucho peor. Busqué un sinfín de nuevos motivos de por qué era así, y le aseguré que no le iba a pasar nada por enviar esa carta. Al fin y al cabo, él la había leído y sabía que en ella yo no desvelaba nada importante… El secuestrador pasó un buen rato diciendo «¡No!», pero de pronto aceptó. Me aseguró que haría llegar esa carta a mis padres por correo.
Era una total ingenuidad, pero yo simplemente quise creerle. Me eché en mi tumbona e imaginé cómo mis padres abrían la carta, descifraban el mensaje oculto y me liberaban. Paciencia, debía tener un poco de paciencia, enseguida se iba a acabar esa pesadilla.
Al día siguiente mis esperanzas se desplomaron como un castillo de naipes. El secuestrador entró en el sótano con un dedo roto y aseguró que «alguien» había intentado arrebatarle la carta en una pelea y que él, al tratar de evitarlo, había resultado lesionado. Insinuó que eran los hombres que le habían encargado mi secuestro los que no querían que entrara en contacto con mis padres. Los malvados de la red de pornografía infantil ficticia se convirtieron, así, en una amenazadora realidad. Y al mismo tiempo el secuestrador pasaba a asumir un papel protector: él quería cumplir mis deseos, hasta el punto de que había resultado herido.
Hoy sé que nunca tuvo intención de enviar aquella carta, y que la quemó como hizo con tantas otras cosas que me quitó. Pero en ese momento quise creerle.
En las primeras semanas el secuestrador hizo lo posible para no dañar la imagen de supuesto protector. Me concedió incluso mi mayor deseo: un ordenador. Se trataba de un viejo Commodore C64 con poca capacidad de memoria, pero con algunos disquetes con juegos que me permitieron distraerme un poco. El que más me gustaba era un «comecocos»: yo movía un pequeño hombrecillo por un laberinto subterráneo en el que tenía que esquivar monstruos y coger puntos, una versión del clásico Pacman. Pasé horas y horas sumando puntos. Cuando el secuestrador estaba en el sótano, a veces jugábamos uno contra el otro en una pantalla compartida. Como yo era una niña, él solía dejarme ganar. Hoy veo la analogía con mi propia situación en el zulo, en el que en cualquier momento podían entrar unos monstruos a los que tendría que esquivar. Mis puntos eran recompensas como aquel ordenador, «ganado» por una conducta «intachable».
Cuando me harté del comecocos me cambié al Space-Pilot, en el que volaba por el espacio disparando contra naves enemigas. El tercer juego de mi C64 era un juego de estrategia llamado «Kaiser»: el jugador gobernaba pueblos y combatía por convertirse en emperador. Este era el juego que más le gustaba a él. Mandaba entusiasmado a sus pueblos a la guerra, les hacía pasar hambre o les obligaba a hacer trabajos forzados con tal de que su poder saliera fortalecido y sus ejércitos no se vieran diezmados.
Todo esto ocurría en un mundo virtual. Pero no pasó mucho tiempo antes de que me mostrara su otra cara.
«Si no haces lo que te digo, tendré que apagarte la luz.»
En aquella situación yo no tenía ocasión de no ser «buena», y no sabía a qué se refería. A veces bastaba con que yo hiciera un movimiento brusco para que se pusiera furioso. Que le mirara cuando él quería que no levantara la vista del suelo. Todo lo que no respondía al esquema por el que él creía que debía regirse mi conducta avivaba su paranoia. Entonces me regañaba y me acusaba por enésima vez de engañarle, de estar actuando. Era la inseguridad de que no pudiera comunicarme realmente con el mundo exterior lo que provocaba sus salidas de tono verbales. No le gustaba que insistiera en que era injusto conmigo. Quería oír palabras de agradecimiento cada vez que me llevaba algo. Elogios por el esfuerzo que había tenido que realizar por mi causa, por ejemplo, para cargar con la pesada estufa hasta el sótano. Ya entonces empezó a exigirme muestras de reconocimiento. Ya entonces intenté, en la medida de lo posible, negarme: «¡Estoy aquí sólo porque tú me has encerrado!». Aunque en mi interior no podía hacer otra cosa que alegrarme cada vez que me traía comida y otros objetos que necesitaba.
Hoy, como adulta, me resulta sorprendente que mi temor, el pánico que siempre regresaba, no estuviera dirigido hacia la persona del secuestrador. Pudo ser una reacción a su aspecto sencillo, a su inseguridad o su estrategia de proporcionarme cierta seguridad en aquella situación insoportable, al hacerse imprescindible por ser mi única persona de referencia. Lo más amenazante de mi situación era el escondrijo bajo tierra, las paredes y puertas cerradas y los hombres que supuestamente se lo habían encargado todo. En algunos momentos me parecía incluso que el secuestrador tan sólo estaba adoptando una pose que no correspondía a su personalidad. En mi fantasía infantil él había decidido en algún momento convertirse en un criminal y cometer un acto delictivo. Jamás dudé que el secuestro era un delito que debía ser castigado. Pero lo separé claramente de la persona que lo había cometido. Estaba segura de que el secuestrador estaba interpretando un papel.
«A partir de ahora tendrás que prepararte tu comida.»
Una mañana de la primera semana apareció el secuestrador con una caja de contrachapado oscuro. La apoyó contra la pared, puso encima una placa de cocina y un pequeño horno y los enchufó. Luego desapareció otra vez. Cuando regresó traía una cacerola de acero inoxidable y un montón de comida preparada: latas de judías y gulasch y toda una selección de platos cocinados que venían en bandejas de plástico envueltas en cartón y se calentaban al vapor. Luego me explicó cómo funcionaba la cocina.
Estaba contenta de haber recuperado una pequeña parcela de autonomía. Pero cuando eché la primera lata de judías en la cacerola y la coloqué en la cocina, no sabía en qué número ponerla ni cuánto tardaría en calentarse. Nunca me había preparado la comida, me sentía sola y desbordada, y echaba de menos a mi madre.
Al echar la vista atrás me resulta sorprendente que el secuestrador dejara que una niña de diez años se preparara su propia comida, sobre todo cuando estaba empeñado en ver en mí a una pequeña desvalida. Pero a partir de entonces yo me calentaba una comida al día en la pequeña cocina. El secuestrador bajaba al sótano todas las mañanas y luego otra vez al mediodía o por la tarde. Por la mañana me llevaba una taza de té o cacao, un trozo de bizcocho o un cuenco de cereales. A mediodía o por la tarde —dependiendo de cuándo tuviera tiempo— traía ensalada de tomate, bocadillos o una comida caliente que compartía conmigo. Pasta con carne y salsa, arroz, comida casera que su madre le había preparado. En aquel entonces yo no sabía de dónde procedía la comida ni cómo vivía él. Si tenía una familia que conocía su secreto y estaba sentada tranquilamente con él en el salón mientras yo dormía en un delgado colchón en el sótano. O si arriba, en la casa, vivían los hombres que le habían encargado mi secuestro y que le mandaban que se ocupara de mí. De hecho se preocupaba de que me alimentara de forma sana, y me proporcionaba productos lácteos y fruta con regularidad.
Un día me trajo un par de limones troceados que me dieron una idea. Era un plan infantil e ingenuo, pero entonces me pareció genial: quería fingir una enfermedad que obligara al secuestrador a llevarme al médico. Yo había oído a mi abuela y sus amigas contar historias de la época de la ocupación rusa de Austria: de cómo las mujeres evitaban las violaciones entonces tan habituales. Uno de los trucos consistía en untarse mermelada roja por la cara de forma que pareciera que padecían una grave enfermedad de la piel. Otro tenía que ver con los limones.
Cuando me quedé sola retiré con mucho cuidado la fina piel que cubre la pulpa del limón con la ayuda de mi regla de la escuela. Luego me la pegué en el brazo con crema. El efecto era asqueroso, parecía que tenía realmente una inflamación llena de pus. Cuando el secuestrador regresó, le mostré el brazo y fingí unos horribles dolores. Empecé a sollozar y a pedirle que me llevara urgentemente al médico. Me miró sin inmutarse. Luego me retiró la piel de limón del brazo con un único gesto.
Ese día me apagó la luz. Tumbada en la oscuridad me rompí la cabeza pensando otras posibilidades para obligarle a liberarme. No se me ocurrió nada.
En aquellos días mi única esperanza estaba puesta en la policía. Yo contaba entonces con una liberación y esperaba que ésta se produjera antes de que el secuestrador me entregara a los hombres en un segundo plano… o de que se buscara a alguien que supiera qué hacer con una niña raptada. Todos los días esperaba que unos hombres de uniforme rompieran los muros de mi prisión. En realidad, en el exterior se había abandonado la búsqueda el jueves, después de tan sólo tres días. Se había rastreado la zona sin éxito y ahora la policía interrogaba a todas las personas de mi entorno. Pero en los medios de comunicación aparecían todos los días informaciones con mi foto y siempre la misma descripción.
La niña mide aproximadamente 1,45 m, pesa 45 kilos y es de complexión fuerte. Tiene el pelo liso, de color castaño claro, con flequillo, y ojos azules. En el momento de su desaparición la niña, de diez años, llevaba un anorak rojo con capucha, un vestido de tela vaquera azul con las mangas de cuadros grises y blancos, leotardos azul claro y zapatos de ante negros del número 34 Natascha Kampusch lleva gafas de montura ovalada de plástico azul claro con el puente amarillo. Es ligeramente estrábica. En el momento de su desaparición, llevaba una mochila de plástico azul y amarilla con correas azul turquesa.
Sé por los documentos de la investigación, que en cuatro días se aportaron más de ciento treinta testimonios. Me habían visto con mi madre en un supermercado de Viena, sola en un área de descanso de la autopista, una vez en Wels y tres veces en Tirol. La policía de Kitzbühel me estuvo buscando durante tres días. Un equipo de funcionarios austríacos viajó a Hungría, donde alguien creía haberme visto en Sopron. El pequeño pueblo húngaro donde había pasado el fin de semana con mi padre en su casa de vacaciones fue peinado de forma sistemática por la policía húngara, se organizó una patrulla de vecinos, la casa de mi padre quedó bajo vigilancia: se pensaba que todavía podía llevar conmigo la autorización para viajar y que tras mi huida hubiera pensado refugiarme allí. Un hombre llamó a la policía y exigió un millón de chelines austríacos de rescate por mi liberación. Un impostor como tantos otros que vendrían después.