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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

Cenizas

BOOK: Cenizas
3.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
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Muchos no saben que las aguas termales y los géiseres de Yellowstone se deben a un supervolcán, tan grande que su cráter sólo puede ser visto desde un avión o un satélite. Ha entrado en erupción tres veces en los últimos dos millones de años y cuando lo haga de nuevo, la Tierra cambiará para siempre. Cuando Yellowstone estalla, Alex está sólo en casa; sus padres y su hermana se han marchado a visitar a unos familiares. El pueblo donde vive se transforma en una pesadilla: la ceniza volcánica le impide respirar, la comida escasea, y no hay nadie que lo ayude. Decide ir en busca de su familia, pero la gruesa capa de ceniza lo invade todo y difi culta su camino. Un convicto se le une en la travesía, pero fi nalmente lo ataca y lo hiere. Alex teme que su viaje ha acabado, hasta que Darla lo encuentra y le ayuda. Juntos lucharán por lo imposible: sobrevivir al supervolcán.

Mike Mullin

Cenizas

Cenizas - 1

ePUB v1.0

AlexAinhoa
20.03.13

Título original:
Ashfall

© 2010, Mike Mullin

© 2013, Traducción de Diana Falcón Zas

Imagen de portada: Shutterstock

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

Maquetación ePub fuente: Cupcake

ePub base v2.1

Para Margaret, mi Darla

Capítulo 1

«La civilización existe
por el consentimiento geológico:
sujeto a cambio sin previo aviso.»

—Will Durant

Aquel viernes por la noche me encontraba en casa. Los que sobrevivieron saben exactamente a qué viernes me refiero. Todos recuerdan dónde estaban y qué hacían, del mismo modo que mis padres recuerdan el 11 de septiembre, aunque con más intensidad aún. Juntos perdimos el viejo mundo al deslizarnos fuera del capullo de confort mecanizado y salir al territorio infernal que habitamos ahora. El mundo anterior al viernes, un mundo de colegio, teléfonos móviles y neveras, se disolvió en este mundo posterior al viernes, un mundo de ceniza, oscuridad y hambre.

Pero aquel viernes fue bastante normal al principio. Volví a discutir con mamá después del colegio. Eso también era normal, siempre nos peleábamos, y por incontables temas: mis malos hábitos de estudio, mis videojuegos, mi ropa interior tirada en el suelo del baño… lo que fuera. Recuerdo muchísimas discusiones de ésas. Aquel viernes sólo alimentaron mi furia. Ahora son pequeñas joyas de recuerdo que atesoro, duras y afiladas bajo la piel. Ahora le vendería el brazo derecho a un caníbal por poder discutir otra vez con mamá.

Nuestra última discusión fue sobre Warren, Illinois. Mi tío y su familia vivían allí, en una pequeña granja cerca del parque estatal de Apple River Canyon. Mamá había decidido que fuéramos a visitarlos aquel fin de semana. Cuando anunció ese repugnante plan durante la cena del miércoles, la mocosa de mi hermana menor, Rebeca, se puso tan contenta que casi saltó de la silla. Papá reaccionó con su tranquila falta de interés habitual y masculló «suena bien, cielo», o algo parecido. Yo dije que no pensaba ir, y empezó una discusión que continuó hasta que se marcharon sin mí, aquel viernes por la tarde.

—Alex, ¿por qué tienes que pelearte conmigo por todo? —fue lo último que dijo mamá. Parecía harta y cansada, de pie junto a la puerta del monovolumen, pero luego sonrió un poco y me tendió los brazos como si quisiera que la abrazara. Si hubiera sabido que tal vez no podría discutir con ella nunca más, quizá habría respondido. A lo mejor la habría abrazado en lugar de darle la espalda.

Cedar Falls, en Iowa, no es gran cosa, pero habría podido ser Nueva York comparado con Warren. Además, en Cedar Falls tenía mi ordenador, mi bicicleta y mis amigos. La granja de mi tío sólo tenía cabras. Cabras apestosas. Los machos olían peor que una mofeta, y la verdad es que prefiero una mofeta a distancia que una cabra cerca.

Así que me encantó despedirme de mamá, papá y la mocosa, aunque me sorprendió un poco el haber ganado la discusión. Ya me había quedado solo en casa antes; a fin de cuentas tengo casi dieciséis años. Pero todo un fin de semana… eso era nuevo. Resultó decepcionante que me dejaran sin hacerme ningún tipo de advertencia, sin amenazarme sobre fiestas desmadradas y bebida. Supongo que mi madre conocía demasiado bien mi vida social. Un par de
frikis
locos por los ordenadores con un juego de mesa podría ser; una gran fiesta con tías despampanantes y cerveza no habría estado a mi alcance, por desgracia.

Después de ver marchar a mi familia, me fui a la segunda planta de casa. El sol de la tarde entraba por la ventana de mi habitación, así que corrí las cortinas. Además de la cama y la cómoda, tenía una enorme librería y un escritorio de madera de arce que mi padre había hecho un par de años antes. No tenía televisor, otro tema por el cual nos peleábamos mamá y yo, pero al menos tenía un buen ordenador. La estantería estaba ocupada por juegos de ordenador, libros de historia y novelas de ciencia ficción en iguales proporciones. Puede que fueran gustos de lectura raros, pero para mí eran como la historia pasada y futura.

Había decorado el suelo con ropa sucia y las paredes con carteles, pero en mi habitación había sólo una cosa que me importaba de verdad. Dentro de una vitrina de madera y cristal que colgaba encima del escritorio estaban todos mis cinturones de taekwondo: un arco iris de diez de ellos que comenzaba con el blanco, el amarillo y el naranja, y acababa con el marrón, el rojo y el negro. Había estado yendo a clases esporádicamente desde que tenía cinco años. No me puse a trabajar en serio hasta sexto curso, el cual recuerdo como el año del matón. No sé muy bien si se debió a mi desarrollo, que se detuvo al llegar a una deprimente estatura media, o a que por fin me puse serio con las artes marciales, pero nadie volvió a acosarme. Supongo que ahora esos cinturones se habrán quemado o estarán sepultados en ceniza… muy probablemente las dos cosas.

En cualquier caso, esa tarde encendí el ordenador y me quedé mirando la cubierta de mi libro de trigonometría mientras esperaba a que el ordenador arrancara. Por entonces pensaba que los profesores que te ponían deberes para el fin de semana habría que condenarlos a corregir trabajos de alumnos para toda la eternidad en el infierno. Ahora que tengo una cierta idea de cómo podría ser el infierno, no creo que corregir trabajos para toda la eternidad sea tan malo. En cuanto se inició Windows, aparté el libro de trigonometría y cargué
World of Warcraft
. Suponía que tendría tiempo de hacer los deberes el domingo por la noche.

Ninguno de mis amigos estaba conectado, así que llevé a mi personaje volando hasta los Store Peaks para hacer la búsqueda cotidiana y extraer un poco de oro.
WoW
solía mantenerme interesado como pocas otras cosas. Las misiones diarias eran un reto que bastaba para mantener mi mente ocupada, a pesar de haberlas hecho docenas de veces. Incluso la extracción de oro, la actividad más aburrida de todas, me proporcionaba la satisfacción de ganar dinero, de hacer que mi personaje fuera más poderoso, de conseguir algo. Cada dos por tres tenía que recordarme a mí mismo que todo eran unos y ceros dentro de una computadora de Los Ángeles, o me habría vuelto adicto de verdad. Me pregunto si alguien volverá a jugar jamás al
World of Warcraft
.

Tres horas más tarde y con mil oros más, tuve el primer indicio de que aquella no iba a ser una noche de viernes normal. Se oyó un ruido sordo, casi demasiado leve como para oírlo, y la casa se estremeció un poco. Un terremoto, tal vez, a pesar de que nunca los hay en Iowa.

Hubo un corte de electricidad. Me levanté para retirar las cortinas. Pensé que quedaría luz suficiente como para leer, al menos durante un rato.

Y entonces sucedió.

Oí el ruido de algo que se partía, como el que hizo el almez de nuestro jardín trasero cuando papá lo taló el año pasado, pero más fuerte: fue como un bosque de almeces que se partieran todos a la vez. El suelo se inclinó y caí hacia el otro extremo de la habitación, pataleando y braceando. Grité, pero no pude oír mi propia voz a causa del estruendo: un estampido, y luego un silbido. Como de fuego de artillería en una peli de guerra que proyectaran hacia atrás. Me estrellé de espaldas contra la pared del otro lado del dormitorio, y el escritorio se deslizó por el suelo hacia mí. Me hice un ovillo y puse las manos en la nuca mientras rezaba para que el escritorio no me aplastara. Rodó, me dio un doloroso golpe en el hombro derecho, y se detuvo sobre mí, formando un pequeño espacio triangular entre el suelo y la pared. Oí otro estruendo y todo se sacudió con violencia durante un segundo.

Había visto esas estúpidas películas en las que el protagonista es lanzado de un lado a otro como una muñeca de trapo, y luego se levanta de un salto, ileso y preparado para luchar contra los malos. Si yo fuera la estrella de una de esas pelis, supongo que me habría puesto en pie ipso facto, habría apartado el escritorio de un empujón y me habría lanzado a luchar contra cualquier dios malevolente que hubiera atacado mi casa. Detesto decepcionar, pero me quedé ahí tumbado, sin más, hecho un ovillo, temblando de puro terror. Debajo del escritorio estaba demasiado oscuro como para ver cualquier cosa que estuviera más allá de mis temblorosas rodillas. Tampoco podía oír, porque el ruido de esos pocos segundos violentos me habían provocado un zumbido tan fuerte en los oídos que no habría escuchado ni a una banda militar pasar tocando por delante de mi casa. El aire estaba inundado de polvo de yeso, y reprimí un estornudo.

Permanecí tendido dentro de aquella cueva triangular durante un minuto, tal vez más. Mi cuerpo dejó de temblar casi del todo, y el zumbido de los oídos empezó a desaparecer. Me palpé con cuidado el hombro derecho; parecía hinchado y me dolía al tocarlo. Podía mover un poco el brazo, así que supuse que no lo tenía roto. Tal vez me hubiera quedado allí tumbado durante más tiempo, examinando mis heridas, si no hubiera olido a quemado.

Ese olorcillo a humo bastó para transformar mi terror de «quédate aquí sentado» en un terror de «sal de aquí pitando». Debajo del escritorio había el espacio suficiente como para dejar de estar hecho un ovillo, pero no para estirarme del todo. Palpé el espacio vacío que tenía por delante, en medio de una pila de libros desparramados. Había caído encajándome contra mi librería. Probé a empujarla con el brazo sano, pero ni siquiera se movió.

El olor a quemado se hizo más intenso. Apoyé la palma de la mano izquierda contra el escritorio que tenía encima y empujé hacia arriba. Había movido ese pesado escritorio yo solo antes, sin problemas. Pero en ese momento, cuando de verdad necesitaba hacerlo, nada… ni un milímetro.

Sólo podía escapar en la dirección a la que apuntaban mis pies. Pero no podía estirar las piernas, que topaban contra algo que había justo al otro lado del borde del escritorio. Apoyé los pies en el obstáculo y empujé. Se movió un poco. Animado, extendí el brazo sano para pasarlo entre los estantes y apoyar la mano contra el fondo de la librería. La retiré con brusquedad, conmocionado; la pared de detrás de la librería estaba tibia. No lo bastante caliente como para quemar, pero sí bastante tibia como para proporcionarme una terrible imagen mental de la suerte que correría si no lograba escapar… y pronto.

Al principio no sentí mucha claustrofobia. La violencia de ser arrojado al otro extremo de la habitación no me había dejado tiempo de sentir nada más que miedo. En ese momento, al calentarse el aire, el terror ascendió desde mis entrañas. Atrapado. Quemado vivo. Imaginar mi futuro hizo que hiperventilara. Inhalé una bocanada de polvo que me provocó un ataque de tos.

BOOK: Cenizas
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