Era imposible saber dónde empezaban y acababan el césped, el aparcamiento y el camino de entrada de la iglesia porque todo era una enorme llanura pálida. Había un par de árboles maltrechos, que se doblaban bajo el peso de la ceniza que los cubría de tal forma que no se veía ni una mota de verde. A un lado había cuatro coches y el autobús de la iglesia en lo que debía de haber sido el aparcamiento. Todos estaban enterrados bajo más de treinta centímetros de ceniza.
Laura nos condujo hasta la puerta lateral de la iglesia, protegida por un pórtico de tejado puntiagudo. Solté las botas de las fijaciones y dejé los esquís apoyados en la pared de dentro. Cuchador intentaba sacudirse la ceniza de la ropa y las botas, pero Laura le dijo que lo dejara porque, de todas formas, pronto nos iríamos todos de allí.
Alguien había dejado una vela encendida en el altar. A la luz de la llama vi que era una iglesia moderna, con una alfombra rojo brillante y bancos de roble. Sobre la alfombra había dibujado un sendero de ceniza blanquecina que iba hacia la parte posterior del templo y subía por una escalera hasta un pequeño balcón.
Otra escalera más empinada ascendía desde el balcón; giraba sobre sí misma formando cuadrados al recorrer los muros del campanario. Me sorprendió no ver cuerdas colgando en el centro para tocar las campanas. A lo mejor lo hacían electrónicamente, o simplemente no las tocaban. Había ventanas en las paredes, pero el día era tan oscuro que en la torre no entraba mucha luz. Me sujeté a la barandilla y subí con lentitud. Si tropezaba en la oscuridad podría caerme desde una altura considerable.
Subimos cinco o seis tramos de escaleras y nos detuvimos al llegar a una trampilla que había en el techo. Laura la abrió y los tres subimos a un espacio abierto que había bajo el tejado del campanario.
Tendría unos cinco metros de lado, pero parecía pequeña y abarrotada. Allí se apiñaban al menos veinte personas. Las cuatro paredes del campanario estaban descubiertas; sólo un pequeño muro de ladrillo nos protegía de la tremenda caída. La ceniza entraba por encima de los muros y formaba ventisqueros en el interior.
Había un tío con túnica de sacerdote que estaba predicando; todos los demás lo miraban y escuchaban. Laura se escabulló entre la multitud hasta llegar a alguien que supuse que era su madre.
—Hola, señora Wilder —dijo Cuchador.
—Nuestro apellido es Johnston, idiota —le susurró Laura.
—Callad y escuchad al reverendo Rowan —susurró la señora Johnston con severidad.
Así que lo hice. Estaba lanzando un sermón de los potentes: hacía gestos, sudaba y gritaba. Cuando empecé a escucharlo, estaba diciendo algo sobre el cuarto sello.
—¡Mira! ¡Un caballo pálido! Pálido porque está cubierto por esta ceniza, hermanos y hermanas. Y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Infierno lo seguía. Esto —el reverendo hizo un gesto que lo abarcaba todo—, es un anticipo del Infierno; ésta es la ceniza que precede a la llegada del fuego y el azufre. Una cuarta parte de la Tierra será entregada al hambre y a la peste. Esta cuarta parte, nuestra cuarta parte, donde nosotros vivimos. Porque esta ceniza es la peste que acarreará la hambruna. Si no sois llamados, si Jesús no os invita a entrar en su casa, moriréis sin remedio. Nuestro Señor nos dijo que esto se avecinaba. En el Evangelio según San Mateo, dijo: «El sol se oscurecerá y la luna no nos dará su resplandor. Por eso, también vosotros estad preparados, porque el hijo del hombre llegará cuando menos le esperéis.» Orad conmigo ahora, orad conmigo, hermanos y hermanas, para que Jesús nos haga ascender y sentarnos a su derecha.
—¿Es así como vais a marcharos? —le pregunté a Laura.
—Sí, Jesús va a llevarnos a su casa —respondió la señora Johnston.
—Si vais a iros todos al cielo, ¿puedo quedarme con vuestras cosas? —preguntó Cuchador. Alcanzó el bolso de la señora Johnston y abrió la solapa—. ¿Tiene algo bueno?
La cara me ardía. Aunque compartía un poco el punto de vista de Cuchador: si iban a ser llamados a los cielos, no necesitarían ni los bolsos ni lo que llevaran dentro.
—Quita la mano de ahí, niño despreciable. —La señora Johnston tiró de la correa del bolso y se lo arrebató de las manos con tal brusquedad que algunas de sus cosas cayeron sobre la ceniza. Un teléfono móvil, una caja de maquillaje, y dos chocolatinas Snickers. Cuchador saltó sobre las chocolatinas.
Un par de personas que estaban cerca miraban a Cuchador enfadados. El sacerdote gritó:
—Paz, hermanos y hermanas, oremos.
La señora Johnston intentó golpear a Cuchador con el bolso, pero era demasiado rápido. Recogió las chocolatinas y bajó corriendo la escalera mientras uno de los feligreses intentaba atraparlo. Me fui con él.
Bajamos los dos primeros tramos de escaleras saltando los escalones de a dos y de a tres. Estuve a punto de caerme y me tuve que sujetar a la barandilla y detenerme un segundo. No oí que nadie nos siguiera. Seguramente habían decidido que tenían más posibilidades de que Jesús se los llevara a su casa si perdonaban a los delincuentes juveniles que había entre ellos. Le pegué un grito a Cuchador para que se detuviera y seguimos bajando juntos el resto de la escalera caminando.
—Eso ha sido una locura. —Intenté que mi voz tuviera tono de desaprobación. Pensaba que los feligreses del campanario estaban equivocados, pero eso no justificaba que se les robara. Creo que Dios ayuda a quien se ayuda a sí mismo. Sí, ya sé que eso no lo pone en la Biblia, pero a pesar de todo tiene sentido. Si los de la iglesia bautista del redentor iban a ser llevados al cielo, Dios les habría encontrado igual mientras buscaban comida y hacían algo para sobrevivir. Al menos eso pensaba yo.
—Igual sí que ha sido una locura, pero he conseguido dos chocolatinas. ¿Quieres una?
—Claro. —Tenía tanta hambre que no me importaba un bledo comer algo robado. Mastiqué mi Snickers con lentitud para intentar que durara.
—Esos esquís van bastante bien. ¿Adónde piensas ir con ellos?
—Hacia el este. A Warren, Illinois. Es donde está mi familia, creo.
—Espero que lo consigas, Mighty Mite.
—Sí, yo también. ¿Qué vas a hacer tú?
—Mi padre y yo nos quedamos en el instituto. Allí estaremos bien, supongo.
—Buena suerte. —Le tendí una mano para estrechar la suya.
Me sorprendió cuando tiró de mí para darme un abrazo.
—Tú también, Alex. Algo me dice que vamos a necesitarla.
Alejarme esquiando de Cuchador fue una de las cosas más duras que he hecho jamás. Pero tenía que ir al este; no encontraría a mi familia en Cedar Falls. Se apoderó de mí una sensación de terror y soledad. No podía librarme de la sensación de que no volvería a ver nunca más a Cuchador, Laura, Darren y Joe, ni a nadie más de Cedar Falls.
FUI por Main Street hacia el norte hasta el puente de First Street. La mayoría de los edificios del casco antiguo que flanqueaban Main Street se habían derrumbado. Las gruesas paredes de ladrillo aún se mantenían en pie, pero los tejados se habían hundido y las ventanas estaban hechas pedazos.
Había un tráiler retorcido bloqueando el puente de First Street, así que continué en dirección norte por Main Street y crucé el río Cedar hacia Waterloo. Giré a la derecha, hacia el este, en Lincoln, pensando en pasar entre Waterloo y el aeropuerto. Tenía que llegar a la autopista 20, pero también quería salir de la ciudad lo antes posible. Si iba directamente hacia la 20, tendría que atravesar casi todo Waterloo. Puede que allí hubiera buena gente que estuviera organizándose y ayudándose los unos a los otros. Pero también podría haber más saqueadores. Las palmas de las manos se me humedecían al pensar en encontrarme con gente como Llave de Rueda y Bate de Béisbol. No veía ninguna razón para arriesgarme a eso.
Pasé por debajo de la autopista 27. Había tanta ceniza debajo del puente que no hizo falta que me quitara los esquís y pude continuar deslizándome con ellos. Un poco más adelante, Lincoln se transformó en la autopista West Airport. A ambos lados había muchos edificios comerciales e industriales, la mayoría de metal y bastante modernos, con tejado plano. Todos habían sucumbido a la ceniza.
La carretera estaba desierta. Sabía que el aeropuerto estaba hacia el norte desde donde me encontraba pero no lo veía. En un día normal habría podido oír algún avión volar o recorrer la pista de despegue. Aquel día no había ni rastro de actividad. Lo único que se oía era algún trueno, de vez en cuando.
Al cabo de un par de horas los edificios comerciales empezaron a desaparecer, y entonces supe que estaba en el quinto pino. El maíz también era una buena pista. Cedar Falls y Waterloo forman una isla en medio de un mar de maíz. A principios de septiembre está más alto que yo. Sin embargo, ahora, la ceniza lo había aplastado. Lo único que me indicó que estaba pasando por delante de un campo de maíz fueron los pocos tallos duros que aún se mantenían de pie, cubiertos de ceniza y con las hojas rotas bajo su peso. De vez en cuando veía un letrero metálico sobresaliendo de la ceniza algo más de medio metro. Pasé por delante de algún campo que estaba totalmente enterrado bajo la ceniza, una interminable llanura gris. Puede que fuera de soja.
Por la actividad que vi, habría podido estar esquiando en la superficie de la luna. Pasé por cuatro o cinco granjas, pero no vi que se moviera nada. Todo lo que veía normalmente en los campos de Iowa había desaparecido. No había gente, ni coches, ni vacas…, ni siquiera un solitario buitre volando en círculos por el cielo.
Seguían los extraños rayos y truenos sin lluvia. Mis ojos se habían adaptado a la oscuridad, así que cada vez que una serie de rayos iluminaba el cielo, me dolían. El trueno sonaba extrañamente apagado. Tal vez la ceniza que caía lo suavizaba un poco, o quizá mis oídos no se habían recuperado del todo de las primeras terribles explosiones.
A pesar de todo, era fácil seguir la carretera. Estaba elevada y tenía profundas cunetas a ambos lados. Esquiaba por la parte central, donde la línea continua estaba enterrada bajo un manto de ceniza.
Hacía cuatro o cinco horas que esquiaba cuando vi una fina línea de árboles que se alzaban en la oscuridad, a unos diez metros de distancia. La ceniza los había castigado. Les faltaban casi todas las hojas y en el tronco se veían las marcas de las ramas que les habían sido arrancadas. Lo que quedaba estaba cubierto de ceniza de color blanco grisáceo. Un riachuelo de poco más de un metro de ancho corría junto a la hilera de árboles. Había abierto un canal en la ceniza, y formado a cada lado del lecho pequeños acantilados de un poco más de medio metro de alto.
Me quité los esquís y la mochila y me recosté contra un árbol a comer. Mi comida consistió en una lata de estofado de ternera Dinty Moore, frío, claro está. En circunstancias normales habría sido asqueroso, pero tenía tanta hambre que apenas lo noté. Con el estofado me bebí una botella de agua.
El riachuelo estaba tan lleno de ceniza que no pude ver el agua. Sin embargo, la ceniza fluía, así que tenía que haber habido agua allí, y a mí me preocupaba quedarme sin ella. Bajé hasta la orilla, resbalé en la ceniza y casi acabo nadando. Encontré un arbolillo joven y me agarré a él mientras hundía una botella en el fango.
Cuando la levanté, el agua se veía opaca y de un marrón grisáceo. No tenía pinta de ser potable. Cuando me la acerqué la nariz, olía a azufre. Me mojé la punta de la lengua para ver a qué sabía y la escupí de inmediato. El sabor a huevos podridos era tremendo y además me dejó una textura polvorienta en la lengua. Tiré aquella porquería, guardé la botella vacía y decidí beber menos.
A última hora de la tarde la ceniza se había secado casi del todo. Deslizar los esquís sobre ella se volvió más difícil, porque se atascaban en lugar de resbalar. Me los quité e intenté caminar. Al secarse, la ceniza había formado una superficie bastante compacta en algunos sitios y no estaba mal para andar. En otros, el viento la había arrastrado y formaba montoncitos en los que se me hundían los pies en seguida y costaba volver a sacarlos. Me puse los esquís otra vez.
El trozo de camiseta que llevaba atado sobre la boca y la nariz no dejaba de secarse. Cuando eso sucedía lo atravesaban las diminutas partículas de ceniza que me llenaban la boca con un fanguillo repugnante y me provocaban ataques de tos. Recordaba que había escupido sangre después de haber aspirado ceniza en mi casa, así que usé un poco más de mi preciada agua para mantener húmedo el trapo.
Cuando el día oscuro empezó a transformarse en noche cerrada, me puse a buscar un sitio donde dormir. Antes de la erupción, cuando recorría Iowa en coche con mis padres, había casi siempre una granja a la vista. Esquiando en la oscuridad de la lluvia de ceniza, me pareció que aquello estaba tan desierto como Death Valley. Comenzó a preocuparme cada vez más la posibilidad de no encontrar un sitio donde dormir aquella noche.
Cuando oscureció del todo renuncié a buscar cobijo y me deslicé desde la carretera a un campo de maíz. No sé por qué lo hice: no había tráfico. Habría podido dormir en el mismo centro sin correr peligro. Me quité la mochila.
A mi lado se alzaba un solitario tallo de maíz cubierto de ceniza. Arranqué una mazorca, retiré las hojas que la cubrían e intenté morderla. Los granos eran pequeños y duros. Casi me rompo un diente al morder un par de ellos. Como no podía masticarlos, decidí tragármelos enteros. Tiré el resto de la mazorca. Supuse que aquel maíz no era el que se cultivaba para la gente. Habiendo crecido en Iowa, tal vez debería haber sabido algo más sobre el maíz. Pero aunque había muchísimo maíz en Iowa, había también muchísima gente que no sabía nada sobre él, como yo.
Para cenar tomé sopa de pollo, fría y directamente de la lata en la que flotaban hilillos de grasa. Sentía su viscosidad al deslizarse por mi garganta, pero tenía hambre suficiente como para que no me importara. También me bebí otra botella de agua. A ese ritmo, me quedaría sin nada que beber durante la mañana. Al menos la mochila pesaba cada vez menos.
Dormí envuelto en el plástico de pintor, con la mochila de almohada. No era una cama especialmente cómoda, pero estaba agotado después de esquiar todo el día y me dormí en seguida.
Soñé con Laura. El primer sueño fue sólo raro, no pasaba nada bochornoso. (El sueño bochornoso fue estúpido. ¿Encaje negro debajo de aquella larga falda vaquera? Lo dudaba.)
En el primer sueño, un tío tiraba de Laura hacia el cielo con una mano a través de la lluvia de ceniza. No era nadie conocido: era un tío bajito y negro con una expresión extraña en la cara. Al contemplarlo en mi sueño, me sentí tranquilo y relajado por primera vez en varios días.