Sólo en una ocasión había estado en una oscuridad semejante. Unos cinco años antes, papá nos llevó a mi hermana y a mí a una cueva que había en las tierras de unos amigos. Mamá se había negado rotundamente a acompañarnos. No me gustaron ni la estrecha entrada ni los pasadizos que había que atravesar a gatas, pero lo aguanté sin quejarme; a fin de cuentas, no podía permitir que mi hermana me dejara en evidencia. Incluso superé la parte en la que había que arrastrarse impulsándose con los dedos mientras intentaba no pensar en las toneladas de roca que tenía sobre mi espalda.
Nos detuvimos en una sala pequeña pero agradable en el fondo de la cueva para comer. Cuando acabamos, papá sugirió que apagáramos todas las linternas para ver cómo era la oscuridad total. No podía ver nada, ni siquiera mi mano moviéndose ante mis narices. Allí sentado, fui sintiendo más y más claustrofobia, como si la oscuridad fuera una fría manta negra que me envolvía la cara, sofocándome.
Quise alcanzar la linterna, pero resbaló de mis manos sudorosas y cayó al suelo. La busqué a tientas pero no la encontré. Lo siguiente fue que me puse a gritar con mi aguda voz de niño de diez años: «¡Enciéndela! ¡Enciende la luz! ¡Enciéndela!»
Ahora la oscuridad era exactamente como la fría manta negra que me había sofocado en el fondo de aquella cueva. Reprimí el impulso de gritar pidiendo que encendieran la luz. La única linterna que había estaba dentro del baño con Joe y Darren. Y papá se encontraba a más de ciento sesenta kilómetros de distancia.
Avancé a trompicones, encontré la cama al golpearme la espinilla con la estructura de metal y me senté. Dejar la marca de mi sucio trasero en la cama seguramente no fuera demasiado considerado por mi parte pero no pude evitarlo. El mundo había temblado bajos mis pies, o me sentaba o me caía, y ya tenía bastantes moretones.
Los engranajes de mi cerebro no dejaban de darle vueltas a las posibilidades, intentando una vez más encontrar un sentido a lo que estaba pasando. ¿Ataque nuclear? ¿Asteroides? ¿La madre de todas las tormentas? Nada podía explicar todo lo que había sucedido: el ruido ensordecedor, el llameante agujero en el tejado de mi casa, los teléfonos sin línea, aquella extraña oscuridad.
Un haz de luz procedente del baño atravesó la habitación. En la puerta apareció Darren; pude verle la cara tras la luz de la linterna. Con ella recorrió un poco la habitación y acabó por detenerse delante de mí.
Darren dijo algo. No pude oírlo con todo el ruido, pero más o menos pude verle los labios. Tal vez dijera: «¿Estás bien?»
Me encogí de hombros a modo de respuesta. Luego me levanté y, con gestos hice como si cogiera la linterna y entrara en el baño. Darren asintió con la cabeza y me la dio. Cuando entraba, me crucé a Joe que salía.
Usé el váter y me lavé las manos en la pila que tenía más cerca. Aún salía agua, pero la presión parecía haber disminuido desde el día anterior.
De vuelta en el dormitorio, le di la linterna a Darren y articulé con los labios un «gracias». Joe y él fueron hasta una ventana al otro lado de la habitación y enfocaron al cristal con la luz de la linterna.
El haz de luz murió no muy lejos en el exterior, sofocado por una densa lluvia de polvo gris claro que caía lentamente como una tupida cortina que se tragaba toda luz. Sobre los listones de madera que dividían los cristales se acumulaban montañitas de polvo. Di unos golpecitos al vidrio, y una parte de aquel polvo cayó lentamente y se unió a la corriente principal que no dejaba de bajar.
Darren retrocedió dos pasos y se desplomó sobre la cama. La linterna que tenía en la mano temblaba mientras estaba allí sentado, mirándose los pies fijamente. Joe se sentó junto a él y le rodeó la espalda con un brazo. Vi que los hombros de Darren temblaban —el cable que colgaba de sus auriculares se mecía—, así que les di la espalda para darles un poco de intimidad.
Miré por la ventana, intentando deducir qué era aquello que caía. Era de color gris claro, como la ceniza de un fuego apagado, pero mucho más fino… Parecido al talco que se usa para el pie de atleta. Me acerqué más a la ventana para ver mejor. En lugar de eso, me llegó un olor, un fuerte hedor de huevos podridos.
Alguien me tocó un hombro. Me volví, y Joe me hizo un gesto de que le siguiera. Los tres salimos juntos del dormitorio, con la linterna encendida para ver por dónde íbamos. Cuando llegamos al recibidor, Darren enfocó la puerta de entrada. Estaba cerrada y supongo que con la llave echada, pero por debajo se había colado la ceniza, que formaba un montoncito de unos cinco centímetros. Me agaché para tocarla; no pasó nada, así que cogí una pizca entre dos dedos. Era un polvo fino, aunque también arenoso y áspero, como azúcar en polvo con textura de arena. Aunque más resbaladiza que la arena. También apestaba a azufre, el mismo olor que había percibido junto a la ventana.
Joe llevaba reloj de pulsera. Le mostré mi muñeca y le di unos golpecitos. Él asintió y pulsó un botón que había en uno de los lados del reloj para iluminar la pantalla. Ponía que eran las 9.47.
Joe nos condujo a la cocina y nos pasó empanadillas para desayunar. No teníamos manera de calentarlas, claro, pero tenía tanta hambre que no me importaba. Sacó de la oscura nevera una botella de cuatro litros de leche llena hasta la mitad. Aún estaba fresca, a pesar de haber pasado toda la noche dentro de la nevera apagada. Nos la bebimos casi toda.
La luz de la linterna se debilitó aún más mientras desayunábamos. Joe la aprovechó para sacar una vela y una caja de cerillas de un cajón de la cocina, junto con un bloc de notas y un bolígrafo. Lo llevó todo a la mesa. Mientras Joe encendía la vela y apagaba la linterna, me apoderé del bolígrafo y garabateé: «¿Qué está pasando?»
Joe leyó mi nota y escribió la respuesta debajo. «Volcán. El grande. Ayer, mientras mirabais el incendio, escuché la noticia en la radio.» Joe nos pasó la libreta. Tuve que acercarla a la vela para poder leer bien.
Darren escribió a continuación: «¿Entonces eso de ahí fuera es ceniza? ¿Del volcán?»
Yo escribí: «¿Un volcán? ¿En Iowa?»
«No. El supervolcán de Yellowstone», escribió Joe.
«Pero eso está ¿a cuánto…, mil seiscientos kilómetros de aquí?», escribió Darren.
Joe recuperó el cuaderno y escribió durante un buen rato. Darren intentó quitárselo una vez, pero Joe le apartó la mano.
«A unos mil cuatrocientos. El volcán ya había entrado en erupción ayer, cuando estaba ardiendo la casa de Alex. ¿Recordáis el gran terremoto de Wyoming de hace unas semanas? La radio dijo que eso también fue el precursor o el detonante de la erupción. El pequeño temblor que sentimos ayer fue el principio de la explosión. No sé qué impactó en la casa de Alex. Deduzco que fue un trozo de roca que salió despedida por la erupción a velocidad supersónica. Luego, alrededor de hora y media más tarde, el sonido de la explosión acabó llegando aquí. La corriente en chorro habrá transportado la ceniza al cabo de unas ocho o nueve horas.»
«¿No deberíamos ir a ver cómo están los vecinos?», escribió Darren.
«La radio aconsejaba quedarse en casa durante la lluvia de ceniza. Para salir, hay que cubrirse la boca y la nariz.»
«¿Y mi familia?», escribí yo.
«Están en Warren con tu tío, ¿verdad?», escribió Joe.
«Deberían. ¿Cómo lo sabes?»
«Tu madre nos dijo que este fin de semana estarías solo en casa —escribió Joe—. Nos pidió que estuviéramos alerta.»
Típico de mamá. Había encontrado la manera de espiarme… Aunque en ese momento me alegré de que lo hiciera.
«Warren está a doscientos veinticinco kilómetros de aquí, todavía más lejos de Yellowstone. Puede que allí estén mejor, ¿no?»
«Sí —escribió Joe—. Hay menos ruido y ceniza cuanto más lejos estés del volcán. Es posible que aquí caiga una densa lluvia de ceniza y que apenas caiga nada en Warren.»
Esperaba que Joe tuviera razón. Esperaba que mi familia estuviera en Warren. Deberían de haber llegado, se habían marchado tres horas antes de que empezara todo. No recordaba haberles oído decir que pensaran parar a cenar por el camino, pero no podía saberlo con seguridad.
«¿Cuánto tiempo va a durar este ruido?», escribió Darren.
«No dijeron nada en las noticias sobre él, así que no hablaron de la duración.»
«¿Y la oscuridad?»
«Entre unos días y un par de semanas. No sabían con exactitud las dimensiones de la erupción.»
Intercambiamos notas durante otra hora, más o menos, repitiendo una y otra vez la misma información. Joe ya nos había contado casi todo lo que sabía. Se consumió más de la mitad de la vela, y al final ya habíamos usado todo el bloc de notas. Joe escribió:
«Voy a apagar la vela para que no se gaste. Encendedla otra vez si necesitáis algo.»
Las horas siguientes fueron… bueno, ¿cómo describirlo? Pedidle a alguien que os encierre en una caja, sin luz, sin nadie con quien hablar, y luego que golpee la caja con una rama para hacer un espantoso ruido atronador. Haced eso durante horas, y si aún no estáis locos de remate, sabréis cómo nos sentimos. Antes de aquel día no sabía que era posible volverse loco de terror y aburrimiento al mismo tiempo. Normalmente no soy un tío tocón ni sensiblero, pero los tres nos cogimos de la mano durante casi todo ese tiempo.
La hora de comer fue un tremendo alivio, aunque sólo fuera porque pudimos hacer algo diferente. Joe me apretó la mano una vez y me la soltó. Vi un par de pequeños destellos y era él usando la luz de su reloj para encontrar cosas. Unos minutos más tarde, volvió y me puso comida en una mano: unas cuantas lonchas de salami, un trozo de queso suizo y dos rebanadas de pan. También nos acabamos la leche que nos íbamos pasando de uno a otro y que bebíamos directamente de la botella. Los vasos nos habrían complicado las cosas al no tener luz.
Después de comer, más aburrimiento aterrador. Nada que hacer salvo preguntarme sin parar: ¿Está viva mi familia? Y yo, ¿sobreviviré? Me quedé sentado pensando durante no sé cuántas horas. Luego algo cambió.
Se hizo el silencio.
EL silencio fue un tremendo alivio, algo parecido a salir de aquella cueva a la luz del sol cuando tenía diez años. Me quité los auriculares y me saqué los tapones de papel higiénico de los oídos. Estaban atascados; me dolió al extraerlos.
—¿Puedes oírme? —escuché que decía alguien, quizá Joe. Su voz sonaba apagada, como si estuviera dentro de un pozo.
—Sí —respondí.
—¿Puedes oírme? —volvió a preguntar, en voz un poco más alta.
Al fin lo entendí.
—¡Sí! —grité.
—Bien —gritó también él—. Creo que todo ese ruido me ha dañado los oídos.
—Sí, a mí también —le grité.
—¿Cómo te sientes?
—Nada bien —grité.
—¿Darren? —gritó Joe.
Darren nos miró pero no respondió.
—¿Estás bien?
Nada.
—¡Darren! ¿Estás bien? ¿Qué pasa? —Joe encendió la vela.
Darren tenía la cara morada. Clavaba la vista, sin ver, en algún punto entre Joe y yo. Joe extendió el brazo y puso la mano sobre el hombro de Darren, que se quitó la mano de encima con brusquedad y se giró hacia él, gritando:
—¿Que qué pasa? ¡Pues que me siento como si me hubieran echado a la jaula del gorila del zoológico, y hubieran estado usando mi cabeza como un maldito balón de voleibol!
Yo me sentía más o menos igual. Además, estaba preocupado por mi familia. Pero gritar no serviría de nada.
Joe se puso en pie, fue hasta detrás de la silla en la que estaba sentado Darren y comenzó a masajearle los hombros. Darren pareció desinflarse y se desplomó apoyando la cabeza en la mesa de la cocina. Joe se quedó detrás de él, intentando consolarlo.
Al final, Darren levantó la cabeza de la mesa y murmuró algo que no pude oír.
—Tranquilo —gritó Joe—. Voy a ver si dicen algo en la radio. —Se llevó la vela para buscar un viejo radiocasete que había sobre la encimera. Llevó el aparato a la mesa de la cocina y apagó la vela, sumiéndonos otra vez en una oscuridad absoluta.
Pasado un rato oí un suave siseo de interferencias que iba y venía mientras Joe sintonizaba las diferentes frecuencias. Supuse que tenía el volumen al máximo para poder oír algo, pero aun así la estática sonaba débil y apagada. Nos inclinamos hacia delante, juntando las tres cabezas para acercarlas a la radio, y escuchamos las interferencias durante una hora, más o menos.
De vez en cuando oíamos retumbar algún trueno en el exterior; no eran las terribles detonaciones continuadas que habíamos tenido que sufrir, sino truenos normales que sonaban suaves y resonaban en mis oídos destrozados. El hedor a azufre era más fuerte. Ahora ya lo olía por todas partes, no sólo cerca de las ventanas y las puertas.
—He recorrido la AM y la FM tres veces de punta a punta. ¡No hay nada! —dijo Joe a voces.
—¿Por qué? —chillé yo.
—No lo sé. Ayer captaba todas las emisoras de siempre. Puede que la ceniza interfiera de alguna manera en la recepción de radio.
Darren abrió la tapa de su móvil. La luz azulada de la pantalla le iluminó la cara, que parecía flotar como un fantasma en la oscuridad.
—El móvil sigue sin cobertura.
Joe mantuvo pulsado el botón de su reloj de pulsera y usó su luz mortecina para acercarse al teléfono fijo con paso tambaleante.
—Tampoco tiene línea —gritó.
—¿Durante cuánto tiempo va a seguir todo sin funcionar? —preguntó Darren.
—No lo sé. —Joe negó lentamente con la cabeza.
—¿Y por qué hay agua? —grité—. Si todo lo demás no funciona, ¿por qué con eso es diferente?
—Buena pregunta —voceó Joe. Encendió la vela y subimos al piso de arriba, quitamos la ropa de cama de dentro del
jacuzzi
y lo llenó de agua. Por el grifo salía poca agua, y también olía raro, como a huevo podrido. Probé un sorbo, y no sabía demasiado mal.
Después de eso cogimos un montón de toallas y recorrimos la casa para tapar con ellas las rendijas de puertas y ventanas. Pero no sirvió de nada; el olor a huevo podrido siguió empeorando.
A medida que pasaba la tarde y avanzaba la noche, los truenos en el exterior sonaban cada vez más fuertes. No sabía si la tormenta estaba empeorando o si mis oídos estaban mejorando; esperaba que fuera lo segundo. Joe quiso cocinar algo de la comida que había en el congelador, pero los fogones de la cocina de gas no se encendieron. Los olisqueó y dijo que no había gas, aunque yo no entendía cómo podía saberlo; yo no olía nada más que el azufre. Así que volvimos a comer pan, esta vez con un poco de lechuga y melocotones frescos. Darren quería salami y queso, pero Joe se impuso. Dijo que debíamos guardar la comida menos perecedera.