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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

Cenizas (27 page)

BOOK: Cenizas
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—Vale. —Le pasé a través de la ventanilla los esquís, los palos y las mochilas, y luego fui con paso trabajoso hasta el destartalado grupo de árboles del lateral de la carretera.

Todos los árboles estaban secos; las pocas ramas inferiores que les quedaban se partieron con facilidad. Eso fue un alivio, porque toda la leña caída estaba enterrada bajo una gruesa capa de nieve. ¿Volvería a crecer algo al llegar la primavera? ¿Habría siquiera primavera?

Entré a gatas por la ventanilla rota con una brazada de leña. En el interior había un espacio oscuro de más o menos medio metro cuadrado entre la ventanilla y el primer asiento posterior. El techo era bajo; no podía ponerme de pie, sólo ponerme en cuclillas. Darla y la niña estaban tumbadas contra el respaldo del asiento, envueltas en nuestras dos mantas. Darla tenía la mochila junto a sí, en el suelo;
Roger
asomaba por la parte superior.

Encendí un pequeño fuego en el suelo, al lado del agujero de entrada. Al principio el fuego desprendió un olor químico y acre. Supuse que estaba quemando la alfombra. También se fundieron algunos de los embellecedores de plástico de la puerta. La mayor parte del humo ascendía y salía por el agujero, así que no resultaba difícil respirar siempre y cuando se mantuviera la cabeza baja.

El desagradable olor me hizo pensar.

—¿No es peligroso encender fuego dentro de un coche? ¿Qué pasará si hay combustible dentro del tanque?

—Esto es un todoterreno grande, un Expedition, me parece. El depósito de combustible estará aquí, debajo de mí. Tendría que calentarse hasta los doscientos o doscientos cincuenta grados para explotar sin que haya chispa. Estaremos bien.

Mantuve el fuego muy pequeño, a pesar de su afirmación. Aun así, el interior del todoterreno quedó calentito en un abrir y cerrar de ojos. Me quité el anorak y la camisa. Darla continuaba tumbada con la niña, ambas envueltas en las mantas. Tenía la frente brillante de sudor.

Un poco más tarde, estaba ocupándome del fuego cuando la cara de la mujer apareció por la abertura. Parpadeó a causa del humo. A continuación vi el cuchillo para carne, sujeto ante su boca a modo de escudo. Reculé como medio metro a gatas.

—¿Dónde está mi Katie? —dijo la mujer—. ¿La estáis preparando para asarla? Devolvédmela, inmundos caníbales condenados de Satán.

—¿Caníbales? —No sabía qué más decir. La acusación, la mera idea de algo así, me dejó mudo de conmoción. Levanté ambas manos con la esperanza de calmarla.

—Devolvédmela para que pueda enterrarla como es debido.

—¿Enterrarla? —dijo Darla—. No está muerta. Estoy intentando hacer que entre en calor.

—La pobre criatura murió hace veinte kilómetros. Se la llevaron la fiebre y las diarreas. Estaba fría como una roca.

—Bueno, pues esta roca aún respira superbien, señora. — Darla bajó la manta para dejar a la vista la cabeza de Katie. Acercó el dorso de una mano a la boca de la niña.

—Estaba muerta. Buscaba un lugar seguro donde enterrarla.

—Estamos intentando hacerla entrar en calor —dije—. Tiene hipotermia y congelación. Puede entrar y examinarla, si quiere. Pero tiene que dejar fuera ese cuchillo. Nosotros vamos desarmados. —Aún tenía en alto las manos vacías. Lo de que íbamos desarmados era mentira; llevaba el cuchillo de cocinero y el hacha de mano en el cinturón, en el lado que ella no veía. Además, la pistola del tipo que se había suicidado estaba en mi mochila, aunque al no tener balas no valía para mucho.

Los ojos de la mujer fueron de mí a Darla. Se quedó mirándola con ojos fijos, y me di cuenta de que no era a Darla a quien miraba, sino a Katie, que estaba acurrucada en sus brazos. El cuchillo desapareció y la mujer se deslizó a través de la ventanilla, con la cabeza por delante. Cayó con un golpe sordo en el suelo, junto al fuego. Darla se desenvolvió de las mantas junto con la niña, y se la entregó a la madre. La mujer abrazó a Katie contra su pecho y se apartó hasta el rincón donde el asiento posterior se encontraba con la carrocería. Darla las envolvió a ambas en nuestras mantas.

Oí un lloriqueo suave, y me acerqué a la salida de humos para asomar la cabeza fuera. El trineo estaba a unos tres metros de distancia. La niña más pequeña, en realidad apenas un bebé, gimoteaba mientras su hermano mayor, que no podía tener más de cuatro años, intentaba hacerla callar.

—Shhh. Mami dice que shhh —susurraba una y otra vez.

Miré a la mujer.

—Sus hijos tienen frío y están asustados. Pueden entrar aquí con usted, si quiere.

Se quedó mirándome durante un largo momento. Al fin, asintió con la cabeza.

—Te los pasaré a ti —le dije a Darla. Negó con la cabeza, pero supuse que estaba expresando su desagrado general con el panorama, más que negándose a recibir a los críos.

Salí a gatas del vehículo y avancé con dificultad hasta el trineo.

—Vuestra mamá está dentro. Ahí hace calorcito. ¿Venís conmigo?

El crío mayor se quedó callado como un muerto y rígido como una tabla. La pequeña empezó a chillar. Pues sí que tengo buena mano con los críos. Espero no ser nunca padre, sería un desastre.

Recogí al crío más grande. Apestaba a orina. Permaneció rígido mientras lo pasaba a través de la ventanilla, lo cual resultó útil; no sé si habría podido pasarlo por el pequeño agujero si hubiera estado agitando los brazos.

La pequeña sí que luchó y chilló. Tuve que sujetarle los brazos a los lados para meterla dentro.

Arrastré el trineo para acercarlo a nuestro refugio. Sin pensarlo, abrí la maleta que tenía encima. Contenía ropa, sobre todo; no había comida, ni nada para encender fuego, ni tampoco agua ni botellas, y menos aún cacerolas. En el fondo encontré tres fotografías enmarcadas. En una se veía a toda la familia: la mujer, tres niños, y un tipo alto que parecía griego. Las otras dos eran fotografías de boda. La mujer parecía tan joven y feliz que me dio la impresión de que podría marcharse flotando con su ondulante vestido blanco. El tipo parecía más joven y aún más griego con el esmoquin alquilado, pero en su cara se dibujaba una sonrisa de suficiencia, como si dijera que él había encontrado a la mejor mujer del mundo, y que el resto de nosotros tendríamos que conformarnos con las sobras. Volví a dejar con cuidado las tres fotografías entre la ropa. Coloqué también el cuchillo de la mujer encima de todo, y cerré la cremallera.

En el interior, los tres críos se apretujaban contra su madre. La parte posterior del todoterreno estaba abarrotada con seis personas y un fuego. Rebusqué dentro de nuestra mochila.

—¿Qué haces? —susurró Darla.

—Preparar un poco de cena.

—Alex, deberíamos continuar nuestro camino. Encontrar otro sitio donde pasar la noche. Ya los hemos ayudado bastante.

—He registrado la maleta. —Lo dije muy bajito, pero sin duda la mujer pudo oírme en el pequeño espacio—. No tienen ni comida ni botellas de agua. Quién sabe cuánto tiempo ha pasado desde que comieron por última vez.

—Y quién sabe cuánto tiempo pasará hasta que nosotros volvamos a comer si les das todas nuestras provisiones.

—No se lo daré todo.

—¿Dónde vamos a conseguir más cuando se nos acaben?

—No lo sé.

Hice tortitas de maíz para todos. Darla insistió en que a nuestros huéspedes les diéramos sólo una a cada uno; si les dábamos más, podrían vomitar, dijo. Luego fundí nieve para volver a llenar todas las botellas, y se las pasé a los demás.

La mujer se había quedado en silencio. Aceptó la comida y el agua sin hacer comentario alguno, pero sus ojos desconfiados me fulminaban, y mantuvo la espalda apoyada con firmeza contra la carrocería. Katie continuaba sin conocimiento, pero los otros dos críos devoraron todo lo que les ofrecí.

Aquella noche extendí nuestras mantas sobre el asiento de atrás. Cuando le pedí a Darla que se tumbara conmigo, se negó.

—Voy a hacer guardia durante la mitad de la noche — dijo—. Te despertaré cuando sea mi turno de dormir. —No sabía muy bien cómo calcularía que había pasado la mitad de la noche, pero, conociendo a Darla, seguro que tenía un modo de saberlo. Me tumbé y dejé que el sueño me venciera.

Capítulo 38

KATIE murió durante la noche.

Sucedió después de que Darla me despertara y ocupara mi lugar en la cama improvisada. Entonces Katie estaba viva, pero caliente al tacto. Demasiado caliente, como si por debajo de su piel se propagara un incendio. Continuaba en brazos de su madre, y por suerte las dos estaban dormidas.

A la luz del fuego, observé su respiración. Inspiraba y exhalaba una docena de veces, con rapidez, casi jadeando. Luego dejaba de respirar durante tanto tiempo que me preguntaba si habría muerto, ya que pasaba un minuto o quizá más. Posé los dedos con suavidad sobre su cuello cada vez que dejó de respirar: tenía el pulso acelerado y errático.

Esperaba —no, quería, necesitaba— poder hacer algo por ella. Pero ni siquiera lograba hacerle beber un sorbo de agua. Si hubiéramos tenido medicamentos, no sé cómo se los habríamos hecho tomar sin una jeringuilla. Pero todo eso, los medicamentos, los médicos y las jeringuillas, pertenecían al mundo anterior a la erupción, el mundo que había muerto hacía casi seis semanas.

Unas horas más tarde, Katie tembló durante un momento. Sus ojos se abrieron de repente y miró a izquierda y derecha. Eran de un azul intenso, como el cielo del agosto pasado, antes de la erupción del volcán. Inspiró, una larga inhalación temblorosa, y luego se quedó quieta.

Pensé en hacer algo. Tal vez cogerla de los brazos de su madre e intentar la reanimación cardiopulmonar. Sabía cómo hacerlo. Había participado en una clase organizada por la señora Parker en el
dojang
. Tal vez debería haber intentado reanimarla. Pero tuve la sensación de que no debía. En vez de eso busqué y agarré una de sus manos, aún caliente por la fiebre. Sentí las ennegrecidas puntas de sus dedos rígidas e inertes contra la palma de mi mano. Pasados cinco minutos sin que respirara ni tuviera pulso, supe que había muerto.

Todos los demás, su madre, su hermano, su hermana y Darla, estaban durmiendo. Pero yo vi morir a Katie.

Una hora más tarde, después de salir el sol, su madre despertó. Estrechó con más fuerza a su hija con el brazo y bajó la mirada hacia ella. Los ojos de Katie continuaban abiertos, mirando todo y nada.

—Está muerta, ¿verdad? —preguntó la mujer.

Intenté contestarle. Algo se me atascó en la garganta. No me salían las palabras. En cambio, me puse a llorar.

Sentí que una mano sujetó una de las mías. Levanté la vista. La mujer me miraba fijamente a los ojos.

—Los problemas de este mundo ya no pueden hacerle daño a mi Katie.

—Ojalá hubiera podido… Lo siento.

La mujer asintió con la cabeza. Un momento después se produjo un cambio en su expresión, y la mirada adquirió un aire de suspicacia.

—No os la comeréis, ¿verdad?

—¿A Katie? Dios, no… ¿Quién podría hacer algo parecido?

—Los hay que lo harían. Mi Roger, él… —Guardó silencio durante largo rato. La cogía de la mano, esperando—. Nos quedamos sin comida hace una semana. No podíamos conseguir más. Katie ya estaba enferma. Decidimos cruzar el puente de Dubuque: él, los niños y yo. Oímos decir que hay un campamento al otro lado, cerca de Galena; un campamento de la FEMA, la agencia federal de gestión de emergencias, y que tienen comida y medicamentos.

—¿Qué sucedió? —pregunté, en voz baja.

—Pues, nos habían dicho que había bandas en Dubuque, un par, que peleaban por la comida y el territorio. Roger pensó que podríamos escabullirnos por las calles secundarias y cruzar el puente. No lo logramos. Nos encontraron tres tipos. Roger luchó contra ellos, y eso me dio tiempo para escapar con los niños.

Volvió a quedarse callada durante un rato, para recobrar el aliento, o tal vez para decidir si me contaba el resto de la historia o no.

Regresé a escondidas más tarde para ver si podía ayudar a Roger. Había todo un grupo de gente, al menos una docena. Justo en medio de la Jones Street. Habían encendido una hoguera… Sobre ella, asado como si fuera un cerdo, estaba mi Roger. —La cara de la mujer estaba deformada por la furia; escupía las palabras—. Estaban asando a mi Roger. Asándolo como si fuera un cerdo.

Oí un gemido procedente de la parte delantera del todoterreno.

—¡Darla! ¿Estás bien? —pregunté.

—Sí. No. —Su cabeza asomó por encima del respaldo del asiento—. Jesús, vaya una historia con la que despertarse.

—No creo que debamos atravesar Dubuque. Tal vez podríamos encontrar otro puente, o construir una balsa.

—Vale. Ya se nos ocurrirá algo.

—Desde entonces, he tenido cada noche el mismo sueño… bueno, la misma pesadilla. Veo a esos hombres reunidos alrededor de aquel fuego. Pero no están cocinando a mi Roger. Es mi Katie la que está encima de las llamas. Y está gritando. Grita… —La mujer se deshizo en pequeños y silenciosos sollozos entrecortados. Me soltó la mano y apretó el cadáver de su hija contra el pecho. Los otros dos niños durmieron durante toda la escena.

Darla se ofreció a preparar el desayuno, así que yo salí e intenté cavar una sepultura. Al otro lado de la cuneta encontré un sitio plano que tenía buen aspecto. Aparté la nieve valiéndome sobre todo de manos y brazos. La capa de ceniza de abajo estaba congelada, pero era sólo una fina película de hielo. La rompí con mi bastón, y luego saqué la ceniza del agujero con la parte plana de atrás de un esquí. El suelo de debajo estaba duro como una roca. Sobre la tierra congelada había zonas de pequeñas briznas blancas de hierba marchita, restos descoloridos de un mundo muerto. Intenté cavar en la tierra con el esquí. Fue imposible. Sin una pala con punta o una piqueta, no podía.

Después de desayunar, llevamos el cuerpo de Katie hasta aquella sepultura poco profunda. Darla sugirió que le quitáramos el traje rosado para nieve por si acaso llegaba a necesitarlo otro de los niños. La mujer la fulminó con la mirada, y Darla se encogió de hombros. Apilé la ceniza sobre el cuerpo, pero la tumba era muy poco honda, unos treinta centímetros en el mejor de los casos.

—Lamento no haber podido cavar más. El suelo está congelado y duro como el cemento.

—Está bien —dijo la mujer—. La lluvia de ceniza se llevó la vida de mi Katie, y ahora puede quedarse con su cuerpo.

Dije una plegaria ante la sepultura. Estaba adquiriendo demasiada práctica en presidir funerales improvisados. Esperaba que ése fuera el último.

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