—Y este cerdo se comió una parte del granjero. ¿Eso no nos convierte en caníbales?
Darla dejó de masticar.
—Qué asco. —Se quedó pensando un momento y luego tragó—. No. Si una vaca come hierba y nosotros nos comemos la vaca, eso no nos convierte en comehierbas. De hecho, los humanos no podemos comer hierba; las vacas en cambio tienen un sistema digestivo especial para eso.
—Sí, supongo que tienes razón. —Pensé en ello un par de segundos más, y luego me serví otra ración.
Nos llevó toda la tarde y parte de la noche acabar de asar la carne. Espetamos todos los trozos sobre el fuego, y resultó bastante bien. Algunos pedazos se quemaron un poco, y otros quedaron duros, pero nos mantendrían con vida.
Enterramos la carne dentro de un terraplén de nieve para congelarla. A Darla le preocupaba que los animales salvajes llegaran hasta ella. Yo no pensaba que eso fuese a ser un problema, porque lo más probable era que todos hubieran muerto de silicosis. Pero no nos haría ningún daño ser precavidos, así que cubrí nuestro alijo con el plástico de pintor y le puse tres troncos encima para sujetarlo.
Después de cenar, encendí la chimenea del salón de la casa. Rebusqué un poco por los dormitorios y encontré dos camisas de franela limpias. Nos deshicimos de las camisas que llevábamos antes, pues estaban empapadas de sangre de cerdo.
En la casa había dos cuartos con cama de matrimonio. Las dos me parecieron bastante tentadoras: espacio de sobras para tumbarse y, ejem, hacer lo que fuera. Darla dijo que en los dormitorios hacía demasiado frío. Tenía razón. Nos apañamos bien con el sofá viejo y raído, delante de la chimenea.
A la mañana siguiente, poco después de salir de la granja de cerdos, nos encontramos de vuelta en la autopista 52. Solté un gemido. Habíamos pasado dos días esquiando en círculos, maldita sea. Al menos habíamos encontrado los cerdos… Aunque había sido asqueroso, me sentía mucho mejor con el estómago lleno y una mochila repleta de carne a la espalda.
No estábamos en el mismo sitio por el que habíamos cruzado antes la 52. No se veía ninguna señal que indicara St. Donatus, ni las dos iglesias centinelas.
—¿Crees que estamos al norte o al sur de donde llegamos a la 52 la primera vez? —pregunté.
—Es probable que al sur. Nos dirigíamos al este, y casi todas las veces hemos girado a la derecha.
—Pero esas carreteras daban muchas vueltas.
—En cualquier caso, si giramos a la derecha acabaremos llegando a Dubuque. No sé muy bien adónde va la 52 si torcemos a la izquierda, pero me parece que va siguiendo el Misisipi.
Pensé en la madre de Katie y su fallido intento de cruzar el río.
—No quiero ir a Dubuque.
—Ni yo. Pues a la izquierda.
La autopista corrió a lo largo de la cumbre de una cadena durante unos cuantos kilómetros, y luego se desvió a la izquierda, en un largo descenso. A medida que la ladera se empinaba más, adquiríamos velocidad; corría detrás de Darla, intentando mantenerme dentro de los surcos abiertos por sus esquís. El viento gélido me azotaba en la cara, pero aun así era divertido; al cabo de poco comenzamos a reír y gritar mientras descendíamos con celeridad.
Pasamos volando por una señal de color verde: «Bienvenidos a Bellevue, 2 337 habitantes». Entonces la autopista se allanó de nuevo y nos deslizamos a través de una pintoresca población ribereña. O más bien debería decir que el urbanismo era pintoresco, con mucho ladrillo marrón oscuro y una calle principal anticuada, ya que la población en sí estaba extrañamente desierta. No se veían huellas en la nieve, ni ningún otro rastro de gente. Pasamos por el autocine Hammond’s, la bolera Horizon Lanes y un Subway. Los escaparates rotos parecían enormes bocas monstruosas con dientes de vidrio.
Nos habíamos sumido en un silencio incómodo que reflejaba la espeluznante quietud de la población, y para romperlo, pregunté:
—¿Dónde está todo el mundo?
—No lo sé. Tal vez hayan cruzado el río para buscar ayuda de la agencia federal.
Vi una farmacia, la Bellevue Pharmacy. También tenía las ventanas rotas.
—Entremos ahí a echar un vistazo.
—¿Crees que tendrán algo de comer? Tenemos carne de sobras, aunque no me importaría poder variar.
—Bueno, eh… —Sentí cómo se me ruborizaba la cara y bajé la mirada.
—Preservativos. —Darla sacudió la cabeza pero, para mi alivio, sonreía—. Vale, también busca compresas y tampones. Mataría por algo mejor que los trapos.
Ya la habían saqueado concienzudamente. Buscamos durante más de una hora, incluso levantamos dos estanterías caídas para mirar debajo. No encontramos nada. Bueno, nada no. Si hubiéramos querido conocer los últimos cotilleos de agosto sobre la vida de las celebridades, había montones de revistas que nos habrían informado. Un pasillo con pequeños aparatos electrónicos estaba casi intacto: secadores de pelo, rizadores, máquinas de afeitar eléctricas y cepillos de dientes eléctricos estaban allí para quien los quisiera. Pero todo lo que fuera de utilidad —comida, preservativos, compresas, tampones y medicamentos— había desaparecido hacía tiempo.
—Vaya rollo —dije cuando renunciamos a seguir buscando.
Darla apretó mi mano.
—Ya se nos ocurrirá algo.
Bajamos esquiando por una colina hasta el río. El mismo Misisipi había cambiado. Años atrás realicé un crucero de tres horas con mi familia, salimos de Dubuque. En aquella época el río era ancho y su corriente fuerte, y llenaba el lecho desde la línea de los árboles de una orilla hasta los árboles de la otra. Ahora era un estrecho hilo plateado que serpenteaba a través de una llanura gris de ceniza convertida en fango. Río arriba vimos dos gabarras, ambas medio encalladas en la ceniza.
Encontramos una valla al pie de la colina con un cartel: «Esclusa y presa número 12».
—Quizá podamos cruzar por aquí —dijo Darla.
—¿Cómo? Si la esclusa está cerrada, sí, pero…
—Comprobémoslo.
Era razonable, no perdíamos nada con echar un vistazo. Trepé por la valla. Darla pasó nuestros esquís por encima y me siguió. La presa comenzaba en la orilla opuesta del río y se extendía unas tres cuartas partes de su ancho, más o menos. Entre nosotros y la presa estaba la esclusa, un canal enorme de treinta metros de ancho por unos ciento ochenta de largo, delimitado por descomunales muros de hormigón y acero en cada lado y una compuerta metálica en los extremos. La de la punta superior había quedado abierta por completo; la que miraba río abajo también estaba abierta forzadamente por una barcaza que se había atascado en la salida. Tanto por encima de las compuertas como de los muros corrían unas anchas pasarelas de metal. Debajo de nosotros, en el agua, flotaban peces muertos panza arriba. El olor era espantoso, como una vez en que mi padre al volver de pescar trajo a casa unos cuantos róbalos, los destripó y dejó los restos en el cubo de basura durante tres semanas. (De hecho, era yo quien tenía que sacar la basura. Qué más da.)
—¿Cómo vamos a cruzar eso? —dije.
—Tenemos cuerda. Bajaremos hasta esa gabarra.
—La caída parece tener unos ocho o diez metros. ¿Cómo vamos a subir por el otro lado de la esclusa? —Desde donde estábamos, la dura cubierta metálica de la barcaza quedaba muy lejos.
—Ya improvisaré algo.
Pasamos por encima de otra cerca de malla. Esto nos llevó hasta la pasarela de rejilla que corría a lo largo de la esclusa. Cargados con los esquís, avanzamos por la plataforma casi de lado, con el cuerpo en un ángulo de cuarenta y cinco grados, pasando por encima de la compuerta. La ceniza y la nieve habían caído a través de los agujeros, pero el suelo aún resbalaba a causa del hielo. Me sentía inseguro; lo único que me separaba de una enorme caída hasta el agua de abajo era una valla baja de metal.
Cuando llegamos al extremo opuesto, justo encima de la embarcación atascada, Darla sacó la cuerda de mi mochila. Ató juntos todos los esquís y los bajó hasta la cubierta de la gabarra, donde aterrizaron con un sonoro golpe. Luego pasó el otro cabo por encima de la barra superior de la valla y bajó, una mano detrás de la otra, sujetando a la vez ambos tramos de cuerda.
—¡Venga, abajo! —gritó Darla, como si fuera la presentadora de un concurso televisivo.
No lo veía claro. La caída parecía tremenda, y no era muy amigo de las alturas. Cuando estaba en cuarto curso, mi padre necesitaba unas gafas nuevas de esquí o algo así y me llevó a una enorme tienda de artículos deportivos en la que tenían un muro de escalada. Aquello fue fácil y divertido, trepé en un santiamén. Pero cuando me puse de pie encima y miré hacia abajo, listo para volver haciendo rápel, sencillamente… no pude. No podía dar media vuelta. No podía dar un paso hacia atrás por fuera del muro. No podía apartar los ojos de la caída. Uno de los empleados de la tienda tuvo que trepar y casi sacarme a rastras del borde del muro para que otro tipo pudiera cogerme y bajarme, tieso. Durante el descenso roté un poco, y me golpeé los tobillos con el muro, pero no podía moverme; estaba paralizado por el terror. Hasta donde yo sé, mi padre nunca le contó ni a mi madre ni a Rebecca lo de aquel incidente. Tampoco se ofreció a llevarme de vuelta a aquella tienda.
Pasé lentamente por encima de la valla y me sujeté con fuerza a las dos cuerdas con ambas manos. No quería bajarme de la plataforma metálica. Dentro de mi cabeza una vocecilla gritaba: «¡No lo hagas! ¡Te caerás! ¡Vas a morir!»
Pero no podía permitir que Darla me dejara en evidencia; y aquella era la mejor manera de cruzar el río. Además, ya no estaba en cuarto curso. Me había enfrentado a situaciones mucho más peligrosas durante las últimas seis semanas: los saqueadores en casa de Joe y Darren, Blanco, la caída dentro del río gélido. Podía hacerlo. Lo haría.
—¡Que es para hoy! —gritó Darla.
Cerré los ojos con fuerza y saqué los pies por fuera del borde, para luego bajar con lentitud, una mano después de otra.
Cuando mis pies tocaron la cubierta dejé escapar un suspiro.
—Tienes miedo a las alturas, ¿verdad? —dijo Darla.
—Pues, no…
—No pasa nada.
—Bueno, supongo que un poco.
—Lo has hecho muy bien, Alex. —Me dio un beso. Si en aquel momento me hubiera pedido que participara en una expedición al monte Everest, seguramente habría aceptado.
Darla tiró de un extremo de la cuerda, que se deslizó de la valla de la que colgaba. Al final de la gabarra, la otra mitad de la compuerta de la esclusa se cernía sobre nosotros.
—Dame el hacha de mano, ¿quieres?
Perplejo, la saqué del cinturón y se la di.
Ató el extremo suelto de la cuerda al mango.
—Cuidado. —Retrocedió un par de pasos y lanzó el hacha apuntando a la barandilla que teníamos por encima de la cabeza; rebotó y volvió a caer sobre la cubierta con estruendo. Darla la lanzó de nuevo. Esta vez pasó por encima del barrote superior, pero al tirar de la cuerda se soltó y cayó otra vez dentro de la gabarra—. Puede que esto nos lleve un rato.
Me fui a deambular, tanto para evitar el hacha que caía como para inspeccionar la embarcación. En realidad había nueve barcas conectadas entre sí mediante cadenas, con un remolcador al final. En una gabarra cercana vi una escotilla y fui a comprobar si se podía abrir; era pesada, pero logré levantarla.
Esperaba encontrar carbón o mineral de hierro, o algo parecido. No obstante, vi que estaba llena hasta el borde de un grano pardo dorado. Agarré un puñado y dejé caer la escotilla, que se cerró con un golpe. No sabía qué era pero parecía comestible… y había muchísimo.
—¡Eh, que ya está! —gritó Darla.
Volví corriendo con el grano dentro del puño cerrado. Había lanzado el hacha de mano por encima de la barandilla de modo que la hoja había quedado trabada en la barra horizontal central, mientras que la cuerda pasaba por encima del barrote superior. A mí no me pareció muy seguro: si el nudo se deshacía, o si el hacha se rompía, o si el mango se soltaba de la hoja, o si resbalaba del barrote, la cuerda se soltaría y arrastraría el hacha consigo.
—¿Qué es esto? —pregunté mostrándole el puñado de grano.
—Trigo. ¿Lo has sacado de dentro de esa escotilla?
—Sí. La gabarra está llena.
—Qué bien… Si tuviéramos algo para molerlo, podríamos hacer pan. O al menos tortitas.
—¿Crees que
Roger
se lo comería?
—No lo sé, pero no perdemos nada con probarlo. Ya casi me he quedado sin harina de maíz para él.
Volvimos a la trampilla, y Darla la mantuvo abierta mientras yo sacaba trigo. Mi mochila estaba llena de carne de cerdo, pero dejé caer trigo por encima para que rellenara los vacíos que hubiera entre los paquetes de provisiones. También eché trigo dentro de la mochila de Darla, justo al lado de
Roger
, que no pareció interesarle.
—Tal vez deberíamos quedarnos aquí durante un tiempo —dijo Darla.
—Quiero encontrar a mi familia. Además, en la finca de mi tío habrá comida. Tienen patos, cabras y demás.
—Aquí hay toneladas de comida, literalmente, la suficiente como para que dure sin que se estropee… Unos cuantos años como mínimo. Además, bajar hasta aquí cuesta; seguro que nadie vendrá a incordiarnos. Podríamos instalarnos en la timonera del remolcador y construir un molino para el trigo, estaríamos de fábula.
De repente, sentí un peso en el pecho. No quería tener que elegir entre mi familia y Darla.
—Necesito encontrar a mi familia. Tal vez podríamos volver aquí a buscar más trigo cuando hayamos dado con ellos. Además, apuesto a que pronto vendrá más gente tras este trigo. Por ahí fuera debe de haber mucha gente hambrienta que lo necesita más que nosotros.
Darla se encogió de hombros.
—Supongo que sí. —Volvimos a la cuerda de aspecto precario que había apañado Darla.
—¿Vas a trepar por eso? —pregunté.
—Sí. Si se suelta la cuerda, atrápame y esquiva el hacha, ¿vale?
—Eh, vale.
—Es broma. —Darla trepó por la cuerda con calma y firmeza. Se valió sólo de los brazos, izándose con una mano tras otra para alterar lo menos posible el montaje. Joder, qué fuerza tenía. A lo mejor era por haber trabajado tanto en el campo. Yo no habría podido trepar por la cuerda de esa manera, sin usar las piernas.
Al llegar a lo alto, Darla liberó el hacha del cabo y ató un extremo a la barandilla mientras que yo hice lo mismo con los esquís con el otro para que los arrastrara muro arriba. Luego repetimos el proceso con mi mochila. Cuando acabamos, me aferré a la cuerda y empecé el laborioso ascenso.