La siguiente vez que desperté fue por la suave presión de los labios de Darla contra los míos. Le devolví el beso y me dejé llevar más y más, hasta que se me ocurrió que debía de tener un aliento espantoso. Sin embargo, Darla tenía buen sabor, y no se quejaba… Interrumpí el beso de todos modos.
—Deberíamos levantarnos —dijo—. Oí voces hace un rato.
—¿Es por la mañana?
Darla alargó el brazo para volver a abrir el hoyo que yo había hecho durante la noche. Un rayo de luz me dio en la cara.
—Supongo que sí.
Nos desenterramos del ventisquero. Habría sido un día hermoso de haber habido sol. La nevada y la ventisca habían amainado durante la noche y dejado tras de sí un fino manto blanco que, de momento, ocultaba la fealdad del campamento.
Guardamos las mantas y el plástico y exploramos la zona. No había nadie cerca; las tiendas estaban vacías, y los montones de personas que dormían en los sotaventos habían desaparecido. Vimos senderos abiertos en la nieve que se alejaban de todas las tiendas. Lo más extraño era que las sendas corrían en paralelo. La gente se había levantado y caminado exactamente en la misma dirección, como zombis. Nosotros habíamos dormido durante todo ese proceso.
Intrigados, seguimos uno de los caminos. Era casi perfectamente recto, salvo en los casos en que, de vez en cuando, tenía que rodear una tienda. A unos cuatrocientos metros, los trayectos comenzaron a unirse unos con otros, de modo que había marcas de huellas por toda la nieve. Ya no había una senda discernible que pudiéramos seguir, pero continuamos andando en la misma dirección.
A lo largo del recorrido vimos a una sola persona, una mujer que debía de tener más o menos la edad de mi madre, que estaba tendida en la nieve junto a una de las tiendas, enroscada en posición fetal e inmóvil. Tenía las manos y los pies al descubierto, y estaban azulados. Me acerqué a ella haciendo caso omiso de la mirada fulminante de Darla, y le puse una mano sobre el cuello. Estaba fría e inerte.
Me erguí e inspiré profundamente. El aire gélido que me entró en los pulmones trajo algo más consigo: una ola de tristeza tan intensa que tuve que cerrar los ojos y luchar para contener las lágrimas. Esa mujer podría haber sido mi madre. Sentí cómo los brazos de Darla me rodeaban.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí… No. —Mi pena se disolvió en un tornado de furia pura. ¿Qué clase de lugar era ése, donde amontonaban a decenas de miles de personas como a animales, sin un cobijo adecuado, sin letrinas decentes? Aquello era un corral para ganado, inapropiado para un ser humano. Y los guardias, el capitán Jameson: todos eran personas como yo. Por primera en la vida me sentí avergonzado de mi especie. El volcán nos había arrebatado el hogar, la comida, los coches y los aviones, pero no nos había despojado de la humanidad. No, a eso habíamos renunciado por nuestra propia cuenta.
Un poco más adelante oí un rugido apagado que fue aumentando de volumen a medida que avanzábamos. Rodeamos una tienda y encontramos la fuente del ruido: un tumulto enorme de miles y más miles de personas apiñadas en una masa que se extendía hasta donde llegaba la vista, tanto a izquierda como a derecha.
Nos acercamos por detrás a la multitud. El alboroto era peor que en la cafetería de mi instituto cuando todos habían acabado de comer y se entablaban cientos de conversaciones simultáneas a gritos.
—¿Qué pasa? —gritó Darla, después de darle unos golpecitos en la espalda a un hombre.
Se giró.
—¿Eres nueva aquí? —gritó.
—Sí.
—La cola del papeo.
—La cola de la bazofia, más bien —chilló otro.
La turba de la bazofia habría sido una definición aún mejor. No había la más mínima organización que se pareciera remotamente a una cola. Pero nosotros no habíamos comido nada desde el mediodía anterior, así que nos instalamos al final de la muchedumbre a esperar.
Un rato más tarde, vimos que algunas personas se abrían paso fuera de la multitud. Lo pasaban fatal; los demás empujaban para ocupar cualquier espacio libre. Pero la gente que intentaba salir también daba empujones y codazos al resto, y al fin lograba escapar serpenteando del apiñamiento. Reparé en algo raro: todo aquel que se marchaba tenía una mancha de pintura azul en la mano izquierda, algunos llevaban un vasito de papel, pero nadie tenía comida.
Esperamos junto al gentío durante más de dos horas antes de acercarnos lo bastante como para poder ver. La gente avanzaba hacia una valla. Al otro lado había una serie de cocinas de campamento, algo parecido a lo que el Lions’s Club solía instalar cada año en la fiesta campestre de Black Hawk. En la cerca habían cortado la malla para abrir docenas de ventanillas a la altura del pecho. En cada una había un tipo con traje de camuflaje. Observé a un refugiado que se abría camino a empujones hasta la verja. Al llegar tendió ambas manos ante sí. El guardia le manchó la mano izquierda con un aerosol de pintura, y le puso un vasito de papel en la derecha. El refugiado engulló el contenido del vaso antes de haberse apartado apenas dos pasos de la alambrada, comiendo con los dedos. No logré ver el qué.
Resultó ser arroz. Un soso y escaso arroz blanco; los vasos eran de un cuarto de litro, más o menos, y no estaban llenos. Me metí el arroz dentro de la boca. Cuando acabé, rompí el vaso por la mitad y lamí el interior. Me quedé con hambre; habíamos esperado casi toda la mañana para que nos dieran una cantidad de comida que apenas bastaría para satisfacer a un gorrión.
Mientras nos alejábamos, vi a un crío de unos ocho o nueve años sentado en el suelo que se frotaba furiosamente la mano izquierda con nieve. Estaba roja e irritada, pero la pintura azul se le adhería en manchas persistentes. Estaba observándole cuando se frotó demasiado fuerte y por el dorso de la mano le corrió un hilillo de sangre que manchó la nieve de rojo.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Intento repetir —dijo el niño—. Es inútil, si te sangra la mano no te dan de comer. —Parecía a punto de ponerse a llorar.
—¿A qué hora dan la comida?
—¿La comida? ¿Estás loco?
—¿Y la cena?
—Puedes probar con los de anorak amarillo. Pero me parece que eres demasiado alto.
—¿Demasiado alto? —preguntó Darla—. ¿Qué quieres decir?
El crío se puso en pie de un salto. Darla intentó pillarlo por un brazo pero se le escapó. Se alejó corriendo.
DEDICAMOS lo poco que quedaba de la mañana a explorar el campamento. El área principal en la que nosotros y los otros miles de refugiados estábamos encerrados tenía unas ciento treinta hectáreas. En el lado sur, entre el campamento y la autopista, había tres zonas valladas distintas: primero, la recepción por donde habíamos entrado, y que también contenía tiendas barracón para los soldados y otras para la administración; segundo, un depósito de vehículos donde había tres buldóceres, una cargadora frontal, un autobús, y un montón de camiones y vehículos Humvee; y tercero, una área reducida salpicada de casetas que parecían perreras.
La zanja-letrina que habíamos usado la noche anterior estaba en la esquina nordeste del campamento, lo más alejada posible del área de administración. En el lado oeste encontramos una hilera de cinco grifos de agua sujetos a postes de madera. La gente llenaba todo tipo de recipientes imaginables. El suelo estaba recubierto de hielo por los alrededores.
Las cocinas también se encontraban en ese extremo del refugio. En ese momento estaban todas cerradas y en silencio salvo una, donde trabajaban unas doce personas con parka amarilla.
Darla y yo caminamos a lo largo del límite norte del campamento. Al otro lado de la valla no había nada más que el sendero por el que patrullaban los guardias, un espacio abierto, y luego el bosque que empezaba en el borde de la cresta.
—No creo que se tarde mucho en ir corriendo desde aquí hasta ese bosque —dije.
—Ya, aunque ese rollo de alambre de espino sobre la cerca es un pequeño problema.
—El capitán dijo que publicarían nuestros nombres en la lista… Si mi familia lo ve, vendrán.
—Sí. Yo preferiría tener un par de cizallas antes que una promesa de ese capitán.
—¿Anotó siquiera nuestros nombres? —pregunté.
—Lo siento, pero creo que no —dijo Darla—. Hijo de puta.
—Me pregunto si habrá alguna manera de llamar a mi tío o enviarle una carta. Y de ser así, si el capitán nos lo permitiría.
—Lo dudo. Por ahora, volvamos adonde estaban cocinando esos tipos de amarillo. Al menos allí olía bien.
Para cuando acabamos de cruzar el campamento, se había formado una cola delante de la cocina de los de anorak amarillo. Era muy diferente de la de aquella mañana; ésta era bastante recta y ordenada, y contaba con unos pocos cientos de personas. Curiosamente, casi todo eran niños. En el trecho del principio había unas cuantas madres con bebés y algunos padres con sus hijos, pero la mayoría eran niños solos. No jugaban ni se peleaban como los críos en los restaurantes cuando sus padres no les prestan atención. Algunos iban con la cabeza gacha, otros estaban sentados sobre la nieve; en conjunto presentaban un aspecto desdichado.
Dos de los de anorak estaban dentro de la valla con nosotros. Se movían a lo largo de la fila y hablaban con un niño aquí y otro allá. Cuando se acercaron a donde estábamos Darla y yo, pude leer lo que llevaban escrito en las chaquetas: «Convención Bautista del Sur».
Uno de ellos se nos acercó, una mujer un poco mayor que mi madre, con el pelo largo de un castaño rojizo.
—Vosotros dos podéis ir más adelante, ¿sabéis?
—No quiero colarme —dije.
—No es colarse. La fila está ordenada por edades. Bueno, ésa era la idea original, pero no funcionó, así que la organizamos por estatura. Venid.
La seguimos hasta unos cincuenta puestos más adelante. Era la primera vez que podía recordar que me alegraba de no ser muy alto. Darla habría podido avanzar otros veinte o treinta sitios, pero quiso quedarse conmigo. La mujer de amarillo retomó su tarea, charlando y organizando la cola.
Unos quince minutos más tarde, la fila empezó a moverse, con brusquedad. Al acercarnos a la parte de delante, vi un montón de críos que comían un guiso aguado: judías negras con jamón servido en cuencos de porexpan y con cucharas de plástico. Un lujazo… bueno, comparado con el desayuno.
Los mismos dos cuidadores de antes seguían dentro de la valla, vigilando a la gente. Al otro lado, el resto se ocupaba de servir la sopa o limpiar. Allí fuera también había dos guardias en traje de camuflaje que parecían aburridos.
Cuando estábamos a unos quince metros de la cabeza de la fila, todos se detuvieron con brusquedad. Un suave coro de suspiros descendió flotando por la cola, y luego la línea se disolvió; todos los críos se marcharon a la vez.
Encontré a la mujer de pelo castaño rojizo con la que había hablado antes.
—¿Qué sucede?
—Lo siento —dijo ella.
—¿Por qué se van todos?
—Nos hemos quedado sin comida. Bueno, en realidad tenemos, pero la estamos racionando, intentamos que dure hasta que llegue el próximo envío. Incluso con lo poco que servimos, se nos acabará la semana que viene si no llega el camión.
—Ah.
—Confío… Tengo fe en que Dios nos proveerá. Pero todo el mundo dice que este invierno podría durar años. El precio de los alimentos está por las nubes. Todos acaparan cuanto pueden. La iglesia bautista es una de las pocas que aún ofrece ayuda humanitaria, porque lo hemos hecho durante años y estábamos mejor preparados.
—¿Y cuándo es la cena?
—Tú eres nuevo, sin duda.
—Llegué aquí ayer.
—El campamento dejó de dar cena hace casi dos semanas. Ellos tampoco tienen suficientes comida.
—¿Se supone que tenemos que vivir con un miserable vasito de arroz al día? —preguntó Darla.
—Por ahora. Nuestro pastor está haciendo todo lo que puede para conseguir donaciones y presionar a la FEMA para que envíen más provisiones.
Habíamos pasado de una mochila repleta de carne de cerdo… ¿a esto? Apreté los puños. Seguro que algunos pensarían que la habíamos robado, pero habíamos trabajado duro para descuartizar y asar al animal. Jamás habría imaginado que la FEMA empeoraría el estado de nuestras provisiones. Aunque era obvio que aquella señora no tenía culpa alguna.
—Vale —murmuré—. Gracias. —Y di media vuelta para marcharme.
La mujer me sujetó con una mano por el abrigo, a la altura de la cintura.
—Confía en el Señor. Nunca se sabe lo que podría ponerte en el bolsillo. —Me miró a los ojos un breve instante y luego se fue.
Darla quería volver a inspeccionar el depósito de vehículos, así que nos dirigimos allí. Acabábamos de entrar en la primera línea de tiendas cuando alguien chocó contra mi costado y estuvo a punto de derribarme.
—¡Alex! —chilló Darla, pero yo ya me había hecho a un lado para recuperar el equilibrio. Miré a la derecha: un tío alto y enjuto intentaba meterme la mano en el bolsillo de la chaqueta. Se la aferré y le retorcí la muñeca y el brazo al girársela. Acabé el movimiento de manera perfecta: quedé detrás de él, a su izquierda, controlando el brazo que había extendido. Mantuve la presión sobre la muñeca con una mano, y me preparé para propinarle un golpe con el filo de la otra en el cuello.
No sabía por qué había escogido ese toque. Habría podido patearle una rodilla, romperle el codo o la muñeca, o elegir entre una gran cantidad de técnicas menos letales. El tipo protestaba algo e intentaba soltarse. Contuve el golpe en el último momento y sólo le toqué la nuca.
—¡Ah, joder, tío! ¡Sólo buscaba un poco de comida! —chilló el tipo.
Le solté el brazo, y salió corriendo mientras se frotaba la muñeca.
No habíamos andado ni seis metros cuando otro hombre se plantó en mi camino.
—Tengo una propuesta para ti —dijo.
—No tengo comida. —¿Qué demonios pasaba en aquel lugar? ¿No podía dar un paseo sin que la gente me incordiara cada dos pasos?
—He visto cómo te ocupabas de ése.
—No le he hecho daño.
—No, pero podrías habérselo hecho.
Me encogí de hombros.
—Tenemos un sitio en nuestra tienda. Veinte centímetros. Si haces guardia durante tres horas por noche, puedes dormir allí.
—¿Veinte centímetros?
Me dedicó una mirada de condescendencia y empezó a hablar con más pausa.
—Un sitio seguro en el que dormir. Veinte centímetros de ancho por un metro ochenta de largo. En una tienda con plataforma, de las mejores. Lo único que tienes que hacer es participar en la guardia nocturna.