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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

Cenizas (28 page)

BOOK: Cenizas
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Al regresar al todoterreno, vi que Darla había vuelto a guardar nuestras cosas. El conejo asomaba la nariz por la parte superior de su mochila. Nos quedaban cinco saquitos de harina de maíz. Saqué tres de ellos.

—¿Qué estás haciendo? —Los ojos de Darla se entrecerraron.

—Voy a dejarles un poco. No tienen nada de comida.

—¿Qué demonios? ¿Y qué vamos a comer nosotros, exactamente? Puede que eso no nos baste para llegar hasta Warren, incluso sin que les regales la mayor parte.

No respondí. No conocía la respuesta. Tenía razón. No había lo suficiente como para que dos de nosotros llegáramos hasta Warren. Pensé en la señora Barslow, que me había dado de comer bistec y se había quedado levantada hasta tarde para lavarme la ropa. Debería haber dejado que Elroy me echara. La madre de Darla debería haberme hecho rodar de vuelta a la ceniza por la puerta del granero. Si todo cuanto hacíamos era lo que debíamos hacer para sobrevivir, ¿en qué seríamos mejores que Blanco? Saqué tres botellas de agua y la sartén.

—No puedes, ni en sueños dejarás aquí la sartén, Alex.

—¿Cómo van a fundir nieve para tener agua? No tienen una.

—No lo sé, no es mi problema. ¿Por qué no se han traído sus malditas cacerolas y botellas?

La mujer entró por el agujero mientras estábamos discutiendo.

—Mi marido las tenía en su mochila; las botellas de agua y las cacerolas.

—Por amor de Dios. —Darla cogió el cuchillo, el hacha de mano y mi bastón y se lanzó fuera del todoterreno—. ¡Espérame aquí! —me chilló al interior a través de la ventana rota.

—Tiene razón, ¿sabes? —dijo la mujer—. No nos debéis nada. Deberíais conservar vuestras provisiones. Mantén viva a tu esposa.

—No es mi esposa. —De algún modo, eso parecía empeorar todavía más la situación, el hecho de que ella estuviera de acuerdo con Darla. Saqué otro saquito de harina de maíz de la mochila, y lo puse sobre la pila de provisiones que les dejaba.

Darla se ausentó durante un buen rato. Pasados unos cuarenta minutos, más o menos, oí golpes y ruidos rechinantes procedentes del morro del todoterreno. Regresó un poco más tarde, con un trozo cóncavo del guardabarros delantero. Dos de los cantos estaban tajados toscamente, como si Darla hubiera usado el hacha de mano o el cuchillo para cortar la chapa de metal. No tenía ni idea de que eso fuera posible.

—Puede fundir nieve con esto. Pero cuidado con los bordes afilados cuando estén cerca los niños. —Darla echó al suelo la cazuela improvisada y volvió a meter nuestra sartén dentro de mi mochila.

—Gracias —dijo la mujer—. Y… lo siento.

Darla sujetó a la mujer por el abrigo y se le acercó para hablarle directamente a la cara.

—Puede que muramos debido a todo lo que mi estúpido novio compasivo les deja. Así que más les vale sobrevivir. Acepte todo esto, y manténgase viva usted y mantenga vivos a sus hijos. ¿Me ha oído?

—Te he oído.

No me gustó mucho que me llamara estúpido y compasivo. Con lo de novio podía vivir.

Darla cogió su mochila y se lanzó a través del agujero para volver al exterior. Tomé una mano de la mujer, le di un apretón de despedida, y seguí a Darla.

Capítulo 39

A pesar de que ya era un poco tarde, el cielo todavía estaba oscuro y nublado, lo que se sumaba a la neblina de polvo y dióxido de azufre de las capas altas de la atmósfera que tapaban el sol.

Darla partió a un ritmo furioso. Subió por la pendiente a paso de pato, pisando con fuerza, a tal velocidad que apenas podía seguirla. Nos dirigimos al sur por la 151, siguiendo los surcos que habíamos hecho el día anterior.

Unos tres kilómetros más adelante llegamos a un cruce. Giramos a la izquierda y continuamos esquiando en nieve virgen.

El almuerzo resultó bastante sombrío. Nos detuvimos y nos sentamos sobre el quitamiedos de la autopista. Saqué una tira de carne seca de conejo —nuestro último trozo de carne a menos que nos comiéramos a
Roger
—, y dos tortitas de maíz que habían sobrado del desayuno. Darla sacó un puñado de harina de maíz para darle de comer al animal. No sé por qué tenía la sensación de que no íbamos a comernos a ese conejo en ningún futuro próximo. Mientras almorzábamos intenté entablar conversación varias veces, pero no obtuve otra cosa que gruñidos por respuesta.

El paisaje que nos rodeaba había cambiado. Allí las colinas eran más abruptas y boscosas. La carretera, en lugar de ser muy recta como las que habíamos recorrido antes, serpenteaba para seguir la falda de colinas, arroyos y cumbres. Y también había menos granjas. Pasábamos gran parte del día sin ver nada más que bosques parcialmente perennes a ambos lados. Luego, de vez en cuando salíamos de repente a enormes zonas abiertas que rodeaban una granja. Todas las casas parecían estar ocupadas, así que las evitamos.

A última hora de aquella tarde, cuando empecé a buscar refugio, estábamos esquiando a través de una de las áreas boscosas. Durante casi una hora, observé con atención el bosque que se alzaba a los lados en busca de un pino grande que se hubiera partido cerca de la base.

Encontré un árbol que podría servir y le indiqué a gritos a Darla que se detuviera. Era uno de los pinos más grandes que había visto por allí, con un tronco de casi sesenta centímetros de diámetro. Se había roto a unos dos metros del suelo. Tras la cepa había un montículo muy grande que parecía un montón de nieve de una extensión de dieciocho o veinte metros. Supuse que se trataba del resto del árbol, ahora cubierto de ceniza y nieve.

Excavé con las manos un pequeño túnel a lo largo de la base del tronco. El árbol caído había creado un espacio protegido debajo de sí. Saqué el hacha de mano de mi cinturón y corté algunas de las ramas que apuntaban hacia abajo. Eso nos dejó un sitio casi ideal en el que pasar la noche: seco, abrigado y difícil de ver desde el exterior. Y las ramas de pino también nos proporcionarían una cama blanda.

—Entra —grité hacia el exterior—. Aquí dentro se está bien.

Darla entró gateando por el agujero y miró a su alrededor en la luz mortecina.

—Una idea genial. Incluso huele bien.

—Sí, pasé una noche bajo un árbol como éste a los pocos días de salir de Cedar Falls. No está mal. Puede que pasemos un poco de frío, pero probablemente sea mejor no encender fuego aquí dentro. Hay demasiada pinaza seca.

—Entre los dos estaremos calentitos.

Encendimos un pequeño fuego sobre la nieve del exterior y preparamos tortitas de maíz. Empleamos toda la harina de maíz que teníamos, salvo unos puñados que Darla guardó para
Roger
. Enrollamos suficientes tortitas para dos comidas más, tal vez tres si las racionábamos.

Después de cenar, montamos una cama extendiendo el plástico de pintor y las dos mantas y nos acurrucamos juntos debajo. Me quité el anorak, la camisa y las botas, pero por lo demás dormíamos vestidos, ya que así se estaba más calentito. Es probable que apestara bastante, pero a Darla no parecía importarle. Yo también olía su sudor pero, por alguna razón, eso hacía que deseara acercarla más a mí, en vez de apartarla.

Nos quedamos allí tumbados durante un largo rato. No podía dormir, y por su respiración sabía que ella tampoco.

—Lo lamento —dije—, lo de haberles dado la mayor parte de nuestra comida, quiero decir.

Darla rodó sobre sí. No la veía, pero sentí sus labios contra los míos. Nos dimos un beso, uno largo, suave y húmedo.

—Fue una estupidez.

—Yo no habría sobrevivido de no ser por la ayuda de los demás. La señora Barslow, tu madre… De todos modos, podrías habérmelo impedido, la comida era tuya, no mía.

—Era nuestra comida. Y he dicho que fue una tontería, no un error. —Volvió a besarme—. Ya sé que hoy he estado muy irritable…

—No, tú…

—Estoy asustada.

No supe qué decir, así que no dije nada.

—Es sólo que… cuando estábamos en la granja, sabía que nos apañaríamos. Sabía dónde conseguir comida. Sabía dónde dormiría por la noche. Mamá estaba… bueno, sabía que podría contar con su ayuda. Ahora, quién sabe dónde vamos a conseguir algo de comer. Quién sabe con qué loco de mierda vamos a tropezarnos mañana.

—No permitiré que te suceda nada, Darla. Te lo prometo. —Sabía que sonaba estúpido, incluso mientras lo decía. Podían suceder toda clase de cosas malas que no podía evitar en absoluto. Aun así, me pareció bien decirlo.

Volvimos a besarnos. Empecé a darle besitos en las comisuras de la boca, en las mejillas y en la línea de la base del cuello. Cuando le besé una oreja, se puso a reír y se apartó.

—Me haces cosquillas.

—La primera vez que te vi pensé que eras un ángel de aspecto raro. Supuestamente no llevan petos ni montan bicicletas, ya sabes.

Darla volvió a besarme.

—Te quiero —susurró cuando nos separamos.

—Yo también te quiero. —Las palabras salieron de mi boca sin pensar. Me di cuenta de que sólo estaba diciendo lo que hacía mucho tiempo que sentía: había estado enamorado casi desde el momento en que nos conocimos.

—¿Crees que sobreviviremos a esto?

—Sobreviviremos.

—¿Cómo lo sabes?

Me encogí de hombros. No había manera de que pudiera ver el gesto, pero estábamos tan pegados el uno al otro que tuve la certeza de que lo percibió.

—Creo que sobreviviremos.

—Yo también lo creo.

Nos quitamos la camisa y las camisetas el uno al otro con torpeza. Sentí la tela sedosa de su sujetador apretarse contra mi pecho. Las puntas de sus dedos recorrieron la cicatriz de mi costado, pasando por encima de los rebordes que sus puntos me habían dejado en la piel. Cuando su mano sujetó la punta de mi cinturón, la detuve.

—¿Qué? —preguntó.

—Es que, mmm… creo que no deberíamos…

—¿No estás preparado? ¿Ésa no es la frase de la chica?

—Eh, no, quiero… y te quiero a ti. Pero, ¿qué pasa si te quedas embarazada?

Darla soltó el cinturón.

—No lo sé…, no puedo preocuparme por lo que pasará dentro de nueve meses. Ni siquiera estoy convencida de que vayamos a sobrevivir a la semana que viene.

—Sobreviviremos. —Intenté que mi tono sonara confiado, pero tampoco estaba del todo seguro.

Me rodeó con los brazos y nos quedamos en la silenciosa oscuridad durante un rato.

—A ver, ¿tú lo has hecho alguna vez? —preguntó.

En ese momento me alegré de que estuviera oscuro, así ella no podía ver cómo me ruborizaba.

—No. Sólo he tenido una novia de verdad. Selene Carter. Nosotros, eh… nos enrollamos un poco, así como estamos haciendo tú y yo ahora.

—Selene es un nombre bonito. ¿Sigue en Cedar Falls?

—No lo sé. Supongo que sí. Rompimos la primavera pasada.

—¿Ella no quería hacerlo?

—No sé si estaba preparado. Ella no lo estaba, o yo no le gustaba lo suficiente, o algo de eso. No pasa nada, en serio, a mí no me importaba. Bueno, hasta que me dejó tirado. Eso sí que me importó.

—Yo sí quiero… O sea, que me siento preparada contigo, vaya. Pero tienes razón, quedarme embarazada sería un rollo. Tal vez podamos encontrar unos preservativos o algo.

—Sí. —De repente los preservativos saltaron a la primera posición en mi lista mental de suministros de supervivencia que tenía que encontrar, por delante de la comida, del agua, y de una manera de cruzar el Misisipi.

Darla se quedó callada durante un rato.

—¿Y tú? —pregunté, para romper el silencio.

—¿Te refieres al sexo? No. Iba a dejar que Robbie McAllister lo hiciera. Quiero decir que estaba pensando en hacerlo con él, o como se diga. Pero entonces se puso superpesado, quejándose de que siempre estaba trabajando en las tierras y de que nunca quería ir al cine de Dubuque con él. Así que lo dejé.

—Es bastante difícil mantener esas tierras y tener vida social al mismo tiempo.

—Sí.

Darla guardó silencio durante unos minutos. Me pregunté si no se habría quedado dormida. Cuando ya estaba seguro de que sí, susurró:

—¿Sabes? Hay muchas cosas que podemos hacer sin que haya peligro de que me quede preñada.

—¿Como qué?

—Te enseñaré.

Cuando esa vez bajó la mano hacia mi cinturón, no la detuve.

Capítulo 40

AL día siguiente, más o menos una hora después de ponernos en camino por la carretera, salimos del bosque de la cumbre. Ante nosotros se extendía un enorme valle bajo un manto de nieve brillante. En el lado derecho, en lo alto de la ladera, se alzaba una enorme iglesia, aislada. Era antigua e imponente, y sus campanarios de ladrillo oscuro parecían fulminar con la mirada la nieve que tenían a sus pies.

A nuestra izquierda, en lo alto de la cuesta opuesta, otra iglesia parecía clavar los ojos en la primera por encima del valle. Ésta era una iglesia blanca, de piedra caliza o tal vez de mármol, y quizá más ornamentada e imponente si cabe. Al pie de la segunda iglesia se arrimaba un pueblo.

Bajamos esquiando hasta donde la carretera se bifurcaba y desembocaba en una autopista. Allí había dos letreros: «Autopista 52» y «Bienvenidos a St. Donatus». Ya desde lejos vimos que la nieve que cubría el pueblo tenía huellas por todas partes. Incluso la habían retirado con palas de algunas de las aceras. Rodeamos el pueblo. Parecía improbable que alguien estuviera dispuesto a compartir comida con un par de desconocidos. Y si no podían ayudarnos, no había razón para correr el riesgo de que nos hicieran daño.

Por el otro lado de St. Donatus entramos en una carretera pequeña y sin señalizar que se dirigía al este, pasando cerca de la iglesia blanca. Mientras esquiábamos entre los dos templos, tuve la sensación de que nos miraban y bendecían nuestro viaje. Tal vez era un efecto secundario de la noche anterior, pero me sentía más esperanzado que en ningún otro momento desde que dejamos Worthington.

Al llegar la tarde, ese sentimiento me había abandonado. La carretera, que había seguido en dirección este sin desviarse, empezó a describir giros impredecibles. En algún momento después de comer, me desorienté por completo. Darla pensaba que aún nos dirigíamos al este, pero también que ya deberíamos haber llegado al Misisipi. Habíamos pasado dos granjas, pero ambas estaban claramente ocupadas, así que no encontramos nada de comida.

Un poco antes de oscurecer, Darla vislumbró una estructura baja cerca de la carretera. Esquió a su alrededor y encontró una puerta abierta al otro lado.

La construcción era demasiado pequeña como para caber dentro de pie; el techo medía unos noventa centímetros en un lado del cobertizo y alrededor de un metro y medio en el otro. Pero había sitio de sobras: había unos dos metros de ancho y al menos diez de largo. Olía a mierda de cerdo.

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