Cenizas (26 page)

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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: Cenizas
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Le daba lo que me pedía y le cortaba el material. Ella hablaba mientras trabajaba.

—Esto me recuerda a cuando trabajaba con mi padre. Él solía dejarme hacer de todo…, bueno, todo lo que tenía fuerza suficiente para hacer. Me daba las herramientas y me decía qué hacer con ellas. Normalmente la cagaba, al menos la primera vez, pero él se limitaba a explicarme qué estaba haciendo mal y me dejaba volver a intentarlo.

—¿En qué trabajabais?

—En toda clase de cosas. Construimos una plantadora de árboles hidráulica cuando tenía diez u once años. Era un trasto grande con cuatro palas que se podía conectar al tractor y usar para llevar árboles vivos de un lado a otro. Fue entonces cuando me enseñó a soldar.

—¿Aprendiste a soldar cuando tenías diez años?

—Sí, ¿por qué?

—Creo que cuando yo tenía diez años no me permitían ni entrar en la cocina, mucho menos manejar un soldador.

—Sí, bueno. Con la asombrosa aptitud mecánica que tienes, yo tampoco te habría dejado.

Me lo podría haber tomado mal, pero sonreía de una manera que me resultó imposible enfadarme.

—¿Por qué querías aprender todas esas cosas?

—No lo sé. Siempre me han interesado las máquinas. Y mi padre era un profesor fantástico. Sonreía cuando entraba en el granero al volver del colegio. Tenía una sonrisa alucinante…, se le iluminaba toda la cara. Entonces me lo entregaba todo y me mostraba en qué punto estaba el proceso. Es probable que fuera mucho más lento que si lo hubiera hecho él solo, pero nunca se quejó. Lo hacíamos todo juntos: reparar el tractor, arreglar las cercas, construir cosas…

—Debió de ser duro cuando murió. —En el momento de decirlo me di cuenta de lo estúpido que era. Había que ser tonto. Pero a Darla no pareció importarle.

—Sí. Intenté mantener la hacienda en marcha. Al principio los vecinos venían a cada rato a ayudar. Pero eso no duró mucho.

—¿La hacienda? Pensaba que sólo teníais los conejos.

—No pensarías que todo ese maíz que estábamos desenterrando se plantó solo, ¿verdad?

—¿Tú hiciste todo eso?

—Sí. Sacaba unas notas penosas. Cada dos por tres me dormía en clase. Casi tuve que repetir segundo curso. —Darla frunció el ceño—. Me fue mejor en tercero. Mamá y yo vendimos las vacas y alquilamos una parte de nuestras tierras, para que no costara tanto mantener las cosas en marcha.

—Tercer curso… ¿Qué edad tienes?

—Cumpliré dieciocho en febrero. ¿Y tú?

—Eh…, no lo sé.

—¿Qué quieres decir con que no lo sabes?

—¿Hoy qué fecha es?

Darla pensó durante unos segundos.

—Cuatro de octubre.

—Entonces creo que tengo dieciséis. Mi cumpleaños fue hace dos días.

—Vaya, se te ha pasado tu propio cumpleaños.

Me encogí de hombros.

—Así que… ¿me he enamorado de una mujer mayor que yo? ¿Me llevarás al baile de graduación?

—Sí, corriendo. Aunque hubiera un baile de promoción, lo más probable es que no fuera. Seguro que estaría demasiado ocupada.

—Vaya con las ventajas de salir con una mujer mayor.

—Feliz cumpleaños. —Se inclinó y me besó, un pico rápido en los labios. Tenía la esperanza de que siguiera besándome, pero volvió a trabajar en mis palos de esquiar. Ató una serie de cordeles entre los palitos de la equis de modo que, cuando acabó, parecían un atrapasueños en forma de diamante.

—¡Tachán! —dijo al terminar—. Palos de esquiar nuevos. Por tu cumpleaños. No es nada del otro mundo, lo sé, pero es lo único que tengo.

—Mi verdadero regalo de cumpleaños fue que me siguieras desde Worthington.

Los palos funcionaban de miedo. La combinación de los palitos cruzados y el cordel se atascaban en la nieve, así que los palos se hundían unos pocos centímetros y nada más. Eso no me ayudaba con los esquís, claro. Todavía tenían la puñetera tendencia de meterse debajo de la nieve polvo en lugar de deslizarse por encima, pero si no me salía de los surcos que dejaba Darla, avanzábamos bien.

En las primeras horas de aquella tarde llegamos a una intersección. Una carretera ancha se cruzaba en nuestro camino. Un letrero asomaba unos treinta centímetros por encima de la nieve. Darla le quitó el hielo a golpes: «U.S. 151».

Eso me trastocó un poco. La nieve de la 151 estaba completamente intacta; nadie había pasado por ella desde la ventisca. ¿Una autopista tan importante no debería tener algo de tráfico? Como mínimo gente que la recorriera andando. ¿Estarían todos muertos? La carretera este-oeste que habíamos recorrido durante un tiempo, la carretera Simon, también había estado desierta, pero se trataba de un camino rural menor que probablemente ni siquiera estaba pavimentado.

—La autopista 151 va a Dubuque —dijo Darla—. Deberíamos ir al norte.

—No lo sé. ¿No dijo la señora Nance que había habido disturbios en Dubuque?

—Los únicos puentes que cruzan el Misisipi dentro de un radio de cincuenta kilómetros de aquí están en Dubuque.

—Mierda. Vale. —Nos dirigimos al norte.

Dos horas más tarde seguíamos sin ver rastro alguno en la carretera. Por el camino vimos dos granjas en cuyos patios había huellas, y otras dos que parecían desiertas, pero era demasiado temprano como para detenerse a pasar la noche.

De vez en cuando pasábamos junto a grandes formas rectangulares cubiertas de nieve. Le pregunté a Darla qué pensaba que eran.

—Coches abandonados —respondió—. Enterrados en ceniza y nieve. —Tenía sentido; ¿por qué no se me había ocurrido a mí?

Ascendimos por una fuerte pendiente con pies de pato. Al llegar arriba, una gloriosa cuesta descendente se extendió ante nosotros. Darla dibujó una sonrisa y se impulsó con los palos. Yo metí con cuidado mis esquís en los surcos y empujé con fuerza con los palos para salir a toda velocidad y alcanzarla. Volamos cuesta abajo, con el viento rasgándonos las mejillas y el aire gélido llenándonos las fosas nasales. Darla rió y yo solté un grito de alegría.

Más o menos a medio descenso, Darla se irguió sobre los esquís y dejó de empujar con los palos. Empecé a gritar, preguntando qué pasaba, pero ella alzó una mano y la movió para pedir silencio. No lo entendí hasta que vi lo que había más adelante.

Por la carretera subía gente en dirección a nosotros.

Capítulo 37

NINGUNO de los dos era muy experto en esquí de fondo; no pensaba que pudiera detenerme en una cuesta descendente sin caerme. En cualquier caso, Darla iba en cabeza y veía mejor a los que se acercaban, así que dejé el asunto en sus manos. Continuó adelante, y la seguí.

Al acercarnos más pudimos verlos mejor. Una mujer caminaba con dificultad hacia nosotros por la gruesa capa de nieve. Iba doblada casi en dos, tirando de una cuerda que le rodeaba la cintura y que estaba unida a un trineo en cuya parte delantera iba una maleta negra grande con ruedas, de ésas que la gente solía arrastrar por los aeropuertos. Detrás de ella había tres críos sentados.

Los dos situados más al frente eran muy pequeños, tal vez tenían dos y cuatro años. Iban bien tapados con gorros, guantes y trajes para nieve que parecían abrigados. Una niña más grande, de tal vez seis o siete años, estaba detrás de ellos. También llevaba puesto un buen traje de nieve, pero no tenía gorro y le faltaba un guante. La cabeza le caía hacia un lado, y el viento le agitaba el largo pelo rubio. La mano que no tenía guante iba rozando la nieve, junto al trineo.

No creo que la mujer nos hubiera visto. Estaba haciendo un esfuerzo heroico para subir la pendiente caminando por una capa de nieve tan alta como la que había, por no mencionar que arrastraba un trineo cargado de niños. Darla se encontraba a quince o veinte metros de distancia cuando la mujer alzó por fin la mirada.

Emitió un inarticulado alarido de sorpresa y miedo.

Darla continuó esquiando hacia ella con la lentitud que le permitía la pendiente.

—¡No te me acerques! —chilló la mujer. Se apartó del centro de la carretera y tiró de la cuerda hacia la cuneta. De algún modo, logró acelerar.

—¡Son mis bebés! ¡Míos! ¡No podéis llevároslos!

Se había acumulado mucha nieve en la cuneta. La mujer cayó dentro, manoteando y pataleando, con la nieve por encima de la cabeza. El trineo se ladeó y se detuvo en ángulo inclinado, sin acabar de caer en la cuneta. La niña sentada en la punta trasera cayó de lado.

Esperaba oír llantos, pero reinó un silencio espeluznante. La mujer se debatía en la nieve, intentando levantarse. Los dos niños pequeños, con los ojos brillando de miedo, nos miraban fijamente a Darla y a mí mientras nos acercábamos. La niña mayor seguía sin moverse.

Darla llegó al punto en que la mujer había abandonado el centro de la calzada. Siguió adelante, más allá de la mujer y sus hijos.

Miré el trineo. No veía la cara de la niña, sólo el traje rosa para nieve y un mechón de su pelo amarillo brillante sobre el blanco deslumbrante de la nieve.

Me volví hacia la cuneta. De inmediato se me atascaron los esquís en la nieve virgen y caí de morros de forma espectacular. Cuando conseguí salir de la nieve, tenía a dos mujeres gritándome.

Darla: «¿Qué estás haciendo, Alex? ¡Por Dios!»

La mujer: «Largo. ¡Lárgate, hombre malvado!»

No le hice caso a ninguna, claro. Nadie ha dicho nunca que yo fuera inteligente. Me incliné, solté las botas de las fijaciones y avancé como pude por la nieve hacia la niña de rosa. Con la voz más calma que pude, dije en voz alta:

—No os haré daño. Quiero ayudaros.

Darla se había detenido a unos nueve metros, pendiente abajo, y volvía a subir de lado con gran esfuerz. La mujer tiró de la cuerda para acercar hacia sí el vehículo. La niña se cayó suavemente de encima y quedó tendida sobre la nieve.

Tenía la cara blanca como la porcelana, y tenía los labios de color azul pálido. Le acerqué los dedos a la boca. Respiraba, pero estaba inconsciente. La mano que no llevaba guante estaba dura y fría, y tenía las puntas de los dedos negras.

La mujer había estado rebuscando en su maleta. Vi un destello, un reflejo de luz metálico. Había sacado un cuchillo de carne. Lo agitó frenéticamente, cortando el aire por encima de la cabeza de los dos críos. Continuaba chillando, variaciones del tipo «demonio del infierno deja en paz a mis hijos».

—No le haré daño —dije—. Quiero ayudar. Esta cría necesita ayuda. —Tomé en brazos el cuerpecillo vestido con el traje de nieve. No pesaba nada. Miré alrededor; a ambos lados de la carretera había escasos grupos de árboles sin hojas. Ningún árbol de hoja perenne ni ningún otro que pudiera utilizarse como refugio inmediato.

Darla se me acercó, enfadada, sin aliento por haber subido a toda prisa andando de lado.

—Esto es una locura, Alex. Warren. Tu familia. Si intentamos ayudar a todos los que sufren por el camino, no llegaremos nunca.

—No quiero ayudar a todos los que sufren. Quiero ayudar a esta niña.

Darla apartó la mirada.

—¿Podemos construir un refugio en esos árboles? Necesitamos un lugar donde poder calentarla y pasar la noche.

Darla suspiró.

—He visto un coche un poco más abajo. Puede que sirva. Recogió mis esquís y mis palos, y los sujetó junto con sus palos. Dio media vuelta y volvió a bajar la pendiente.

Miré a la mujer enloquecida. Sostenía el cuchillo por encima de la cabeza. El otro brazo lo mantenía rodeando de manera protectora los otros dos críos. Había dejado de chillar, pero en ese momento gruñía…; un sonido grave y ronco que habría acobardado incluso a un pit bull.

Retrocedí unos pocos pasos, y me di la vuelta para seguir a Darla. Andar por la gruesa capa de nieve era difícil. Al cabo de muy poco, Darla ya me había adelantado quince o veinte metros.

El brazo derecho de la niña caía por fuera. El negro mate de las puntas de los dedos congeladas tenía un aspecto antinatural contra el telón de fondo de la nieve. Abrí la cremallera de mi anorak y metí su mano dentro, contra mi pecho. Aun a través de las dos capas de camisa y camiseta, sentía el helor de la mano.

Darla se había detenido junto a una gran joroba rectangular que había en la nieve. Para cuando llegué a su lado, ya había cavado una trinchera de unos sesenta centímetros a lo largo de uno de los lados cortos del bulto.

—¿En qué te ayudo? —pregunté.

—Intenta mantener caliente a la niña. Y vigila a Mami Loca por ahí.

Me giré para mirar en la dirección por la que había llegado. La señora loca no se había movido; aún daba vueltas en torno a sus otros dos hijos, en la cuneta. No vi la hoja de metal.

Abrí del todo la cremallera de mi anorak. La niña no se había movido, ni siquiera había hecho ruido alguno, pero de sus labios brotaban diminutas nubecillas de aire escarchado. La abracé contra el pecho e intenté cerrar la chaqueta por detrás de ella; no cabíamos los dos, así que me conformé con sujetarlo lo mejor posible a su alrededor.

Por entonces, Darla estaba excavando en la capa de ceniza. Usaba la parte delantera de un esquí, clavándolo en el polvo y arrastrándolo luego fuera del agujero; la había recordado como algo casi blanco, pero en contraste con la nieve era de un gris sucio.

Apareció un trozo del vehículo, y Darla continuó el ataque contra la ceniza. Primero, una franja de pintura marrón, quizá parte del techo del coche. Luego, al excavar más adentro, dejó a la vista un trozo de cristal tintado. Estaba colocado en sentido vertical, así que supuse que estaba destapando la parte trasera de una furgoneta o de un todoterreno.

Iba a tardar una eternidad. Apenas había dejado a la vista un trozo de unos treinta por sesenta centímetros de una ventanilla de atrás. Podría tardar horas en desenterrar toda esa parte del vehículo, y de todos modos, ¿estaría cerrado con llave?

—Hecho —dijo Darla. La miré con expresión interrogativa. Sonrió y dijo—: Ahí va eso. —Sujetó uno de los esquís como si fuera una lanza y atravesó la ventanilla con el extremo posterior. El cristal se deshizo en trocitos, como minúsculos guijarros, que cayeron dentro del automóvil. Darla pasó el esquí a lo largo del borde del agujero para que cayeran todos los restos. Luego entró a través de la ventanilla, con los pies por delante. Su voz me llegó, apagada, desde el interior del coche.

—Está muy bien. Pásame la niña.

Me agaché por el agujero y se la di.

—Intentaré hacerla entrar en calor —dijo Darla—. Trae un poco de leña. Necesitamos un fuego.

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