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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

Cenizas (11 page)

BOOK: Cenizas
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—No te pongas sensible. Sólo vete antes de que Edna se despierte e intente convencerte de que te quedes.

—¿Cómo es que tienen agua? —pregunté cuando acabé de cerrar la mochila.

—Lo primero que hice cuando nos quedamos sin luz y empezó a llover ceniza, fue construir una bomba de mano para el pozo. Eso fue antes de que se derrumbara mi taller. Así que mientras funcione la bomba de mano, a Edna y a mí no nos faltará agua. La comida, no sé yo. Si esto dura un par de meses, tendremos problemas para alimentar dos bocas, ya no te digo tres.

Asentí con la cabeza.

—Gracias, Elroy. —Me eché la mochila a la espalda y me até un trapo sobre la boca y la nariz. Luego le tendí una mano.

—Ten cuidado. —Fue lo último que me dijo.

Fuera todavía estaba demasiado oscuro como para ver nada. Me senté y me apoyé en una columna del porche a esperar que saliera el sol. Y no salió, claro. En su lugar, se aclaró un poco el cielo por el este y el horizonte dejó de ser tan monótono y negro. Fijé las botas en los esquís y me marché de la granja, deslizándome en dirección a la luz.

Capítulo 14

MÁS o menos a mediodía me encontré con otra granja. Cuando esquiaba hacia el jardín, se abrió una ventana y vi que por ella asomaba el cañón de un rifle. Decidí no jugármela.

Evité el resto de granjas que vi. Era fácil; no salía de la carretera y punto.

Esa tarde empezó a llover. Estaba haciendo más frío, demasiado para principios de septiembre. Paré un momento para sacar el poncho de la mochila, que me abrigó un poco. Con la lluvia, aumentaron los rayos y los truenos. Los truenos no habían parado del todo en ningún momento, eso sí, habían disminuido a un retumbar lejano esporádico. Ahora volvieron con creces, aunque después de la horrible noche que había pasado en el
jacuzzi
de Joe y Darren, hasta los truenos fuertes parecían suaves.

Lo bueno que tuvo la tormenta es que se hizo más fácil avanzar con los esquís. Se deslizaban mejor sobre la ceniza mojada que sobre la seca. Lo malo era el agua fría que me empapaba los vaqueros y me calaba la capucha del poncho. A pesar del ejercicio intenso que estaba haciendo, empecé a temblar. Pasar una noche de lluvia al raso podría provocarme una hipotermia grave, una gripe o algo peor.

Aproximadamente una hora después de que empezara a buscar refugio, vi un coche. Tenía las ruedas enterradas y alrededor de medio metro de ceniza amontonada encima. Era un sitio raro para que hubiera un coche, parado en medio de la carretera, sin ningún edificio cerca. Me pregunté qué habría llevado a alguien a dejarlo abandonado allí. ¿Habría huido el conductor de la lluvia de ceniza y sólo había logrado llegar hasta ese lugar antes de quedarse atascado? ¿O se habría quedado sin combustible? Más importante aún, ¿estarían aún dentro los dueños del coche?

Quité la ceniza de la ventanilla de detrás del copiloto e intenté ver a través. Estaba demasiado oscuro como para distinguir nada. Probé el tirador. La puerta no estaba cerrada con llave pero sólo se abría unos cinco centímetros a causa de la ceniza amontonada fuera. Seguía sin ver nada a través de la puerta entreabierta, así que olí el aire del interior. Olía bien: el omnipresente hedor de azufre, con un toque de patatas fritas rancias.

Tardé un poco en excavar la ceniza lo bastante como para poder abrir la puerta. Mientras lo hacía, pensé en el cadáver que había visto dentro del coche accidentado en Cedar Falls. Esperaba que ese coche estuviera desocupado.

Y así fue. El interior estaba seco, oscuro, y proporcionaba una cierta sensación de seguridad. Me quité la ropa mojada y la extendí sobre el asiento delantero, con la esperanza de que se secara durante la noche. Hacía demasiado frío como para dormir en ropa interior, así que me vestí con lo que llevaba en la mochila. No se había secado del todo la noche anterior delante del fuego, estaba un poco húmedo pero era mucho mejor que lo que me acababa de quitar.

A pesar de la ropa casi seca, tenía frío. Saqué el plástico de la mochila y lo usé como manta. La cosa mejoró un poco. Pensé en que estaría mucho peor durmiendo fuera, y le di las gracias en silencio a quienquiera que hubiese abandonado aquel coche. Al final, me quedé dormido.

A la mañana siguiente la tormenta continuaba. Guardé el plástico y la ropa húmeda que tenía sobre el asiento delantero, me puse la mochila y el poncho, y salí a la lluvia. No parecía caer mucha ceniza. Pero la tormenta hacía que la oscuridad continuara de todos modos.

Pasé un día penoso avanzando por aquella ceniza fangosa. Allí el terreno era más accidentado. Los descensos eran divertidos; resultaba fácil avanzar por las pendientes suaves. En las pendientes pronunciadas podía deslizarme hasta el final sin hacer el más mínimo esfuerzo. Los ascensos eran criminales. Las cuestas suaves podía subirlas esquiando en línea recta como si fuera por terreno llano. Pero a veces tenía que andar con las puntas de los esquís abiertas formando una gran V, lo que era agotador, o poner los esquís en paralelo a la pendiente y subir andando de lado, con lo que tardaba una eternidad.

Aquella noche me costó encontrar un sitio en el que dormir. Pasé delante de un par de granjas pero después de lo que me había pasado el día anterior ya empezaba a imaginarme fusiles en todas las ventanas. A última hora del anochecer, cuando empezaba a preocuparme la posibilidad dormir al raso, llegué a una pendiente en la que habían plantado pinos, árboles grandes de seis o diez metros de alto, no arbolitos de Navidad. La ceniza había sobrecargado tanto las ramas que casi todos los árboles se habían acabado partiendo y cayendo. Unos pocos pinos que seguían en pie se habían quedado sin ramas, y parecían astas de bandera a las que no reclamaba nación alguna.

Escogí un árbol grande que se había partido a más o menos un metro y medio del suelo, y me metí debajo. Había un espacio vacío bastante profundo. El tronco seguía unido al tocón del que se había roto haciendo de vigueta de un cobertizo natural cuyo tejado se componía de ramas de pino y una gruesa capa de ceniza. Agradecí el penetrante olor a resina de pino, casi lo bastante fuerte como para enmascarar el dominante hedor a azufre.

Me instalé en aquel espacio, intentando no remover la ceniza. Usé la mochila de almohada y el plástico de manta. Estaba claro que esa cama era aún mejor que el coche de la noche anterior. Me pregunté a quién debería dar las gracias por aquel refugio. Me dormí pensando en cuánta distancia habría recorrido e intentando calcular cuánta más tendría que recorrer para llegar a Warren y hasta a mi familia, o eso esperaba.

A la mañana siguiente, mi quinto día de camino comenzó bastante bien. Llevaba apenas dos horas cuando la tormenta amainó. El final de aquella lluvia fría fue un alivio tan grande que tardé un rato en darme cuenta de que también los rayos y los truenos habían desaparecido casi por completo. Se podía oír alguno lejano de vez en cuando, pero nada parecido a lo que había estado sufriendo la última semana. La lluvia de ceniza había disminuido. Aún estaba nublado y oscuro, pero era una oscuridad que se parecía más a la del anochecer, justo después de que se enciendan las farolas de la calle, que a la de plena noche. En conjunto, los cambios eran muy alentadores y esa mañana avancé a buen ritmo.

Lo que me devolvió de golpe a la realidad fue la situación de mis provisiones. Me comí las últimas provisiones a mediodía, una lata fría de carne de cerdo con judías de Van Camp. Gracias a las botellas de agua de más que me había dado Elroy, me quedaba suficiente agua para un día más, dos si bebía poco.

A última hora de la tarde llegué a una intersección: U.S. 20 y Autopista 13, decía el cartel. Había una gasolinera cerca del cruce; reconocí el letrero. Cuando mi hermana era pequeña, solíamos parar allí cada vez que íbamos a Warren. Tenía que mear a los treinta minutos de cualquier recorrido, como un reloj. Fue un pensamiento deprimente. Había tardado seis días en recorrer más o menos una cuarta parte de la distancia que había entre mi casa y Warren. Por otro lado, me alegré de encontrar la U.S. 20; al menos ya sabía exactamente dónde estaba.

El tejado metálico de la gasolinera se había caído y retorcido, y se había llevado consigo dos de los surtidores. Estaba ahí tirado como el ala de un avión estrellado. Al pasar junto a los surtidores me llegó el olor a gasolina.

El edificio de la gasolinera se había derrumbado. La pared de bloques de hormigón de la parte de atrás seguía en pie, pero el resto era una maraña de vigas de acero, vidrio y plástico azul. Rebusqué por la parte delantera de la tienda para ver si encontraba algo de comer, pero había demasiada ceniza y escombros.

Di la vuelta y fui a la parte de atrás. El muro de bloques de hormigón que se mantenía en pie había creado un espacio triangular que daba soporte a un extremo de las vigas de acero del tejado. Me metí dentro a gatas, pero no había luz suficiente para ver nada, así que reculé para sacar cerillas y una vela de la mochila.

Gasté media vela y me pasé al menos una hora gateando entre los escombros. Mi botín fueron cuatro paquetes de caramelos Starburst y un puñado de caramelos de fruta masticables Skittles. El color de los caramelos era increíblemente brillante comparado con la ceniza gris. Era una cantidad de alimento ridícula que ni siquiera llegaba para una comida. Creía que tenían que haber más cosas de comer; a fin de cuentas, las tiendas de las gasolineras estaban llenas de comestibles. Tal vez ya la habían saqueado antes de que se derrumbara.

Limpié los paquetes de Skittles con el interior de la camisa y me los comí, junto con los Starburst. Mamá me habría dicho que con tanto caramelo no iba a comer después. Pensé que ojalá tuviera algo que pudiera no comer después. O una madre que me lo dijera.

La poca claridad que había empezó a desaparecer. Metí la mochila en la gasolinera, la puse al lado del muro de bloques de hormigón, y me acurruqué allí dentro para dormir.

Por la mañana me despertó el ruido de vidrios rotos.

Capítulo 15

GATEÉ hasta el borde de mi escondrijo para mirar con sigilo. Alguien estaba revolviendo la parte delantera de la gasolinera, cogiendo escombros para luego tirarlos a un lado. Volví a meterme en mi refugio y recogí mis cosas con rapidez, apretando los dientes cada vez que hacía ruido.

Cuando salí de mi agujero, me quedé agachado detrás de trozo de panel metálico retorcido del tejado, con la esperanza de observarlos durante un rato sin ser visto. Un hombre y una mujer estaban rebuscando entre los escombros de la parte delantera de la tienda, revolviendo la ceniza y levantando los escombros. Detrás de ellos había dos críos, uno de cuatro o cinco años y el otro un poco más mayor, sentados sobre una tabla de contrachapado combado. Habían atado una cuerda al extremo más levantado de la tabla para convertirla en un improvisado trineo. Junto a los niños, sobre la tabla, había un par de bolsas de viaje.

Intenté ponerme los esquís y prepararme para marcharme sin que me vieran. Pero era casi imposible ponerse los esquís agachado.

—¿Hola? —dijo el tío—. ¿Hay alguien ahí?

Me puse de pie.

—Hola.

El tipo me miró. Luego vi que sus ojos miraban a derecha e izquierda.

—¿Estás solo?

—Sí —respondí, aunque entonces me pregunté por qué quería saberlo. La mujer continuaba buscando entre los escombros sin hacernos caso.

—¿Has encontrado algo de comida aquí?

—Sólo un puñado de caramelos.

—¿Tienes comida?

—No.

—No pareces hambriento —dijo él, mientras empezaba a caminar con torpeza hacia mí.

El corazón me dio un vuelco. Estaba hambriento, cansado y dolorido de tanto esquiar. Lo último que quería era tener que pelearme con aquel tío. Me desplacé de lado con los esquís puestos para asegurarme de que tenía el camino despejado para avanzar o retroceder. Me quedé mirándole pero no dije nada.

—Mi familia y yo íbamos hacia Nebraska cuando empezó. Sólo llevábamos algo para picar. Apenas hemos comido nada en una semana.

—Qué mala pata. —Intenté sonar comprensivo pero mantuve los ojos bien abiertos y sujeté con más fuerza el báculo. Estaba avanzando con fuerza hacia mí, todo lo rápido que le permitían la ceniza y los escombros.

—Llevas una mochila bien llena. Ahí dentro hay comida. Puedo olerla.

—No tengo comida.

—Déjalo en paz, Darryl. ¡Es sólo un crío! —le chilló la mujer.

Me habría gustado que la gente dejara de llamarme crío, aunque si eso convencía a Darryl para que me dejara tranquilo, me parecería bien.

—Cállate, Mabel. Necesitamos comida.

Pensé en intentar huir. No estaba seguro de poder darles la vuelta a los esquís y ponerme en movimiento lo bastante rápido como para escapar. Luego pensé en la mecánica de luchar con los esquís puestos y sujetando en una mano el bastón y en la otra el palo de esquiar. No me pareció buena. Me metí el palo de esquiar en el cinturón con la esperanza de que se quedara allí.

Darryl se acercaba… demasiado. Sujeté el bastón a dos manos, como si fuera un bate de béisbol de un metro ochenta, y lo hice girar por encima de la cabeza. La maestra Parker me habría reñido si hubiera visto esto, porque se supone que uno debe dar un paso con cada giro para que su cuerpo gire con el bastón, pero me habría gustado verla a ella haciéndolo con los esquís puestos.

Darryl era estúpido, o estaba desesperado, o ambas cosas. Continuó avanzando. El extremo del báculo probablemente iba a ciento cincuenta kilómetros por hora. Si le golpeaba con él, no volvería a levantarse… nunca más. Uno de los niños del trineo improvisado se puso a llorar.

Golpeé con el báculo el trozo de chapa retorcida del tejado tras el que había estado escondido. ¡Pam! El metal hizo un estrepitoso ruido hueco, como la reverberación de una guitarra eléctrica.

Darryl se detuvo.

—No tengo comida —grité—. ¡Déjeme en paz!

—Darryl T. Jenkins, trae tu culo de vuelta aquí ahora mismo y ayúdame a buscar —chilló Mabel.

Deslicé los esquís hacia atrás lentamente, sin dejar de girar el báculo por encima de mi cabeza.

Darryl me fulminó con la mirada. Luego se giró con lentitud hacia Mabel. Di media vuelta y me impulsé, esquiando a la máxima velocidad de que era capaz para poner un poco de distancia entre ellos y yo. Cuando me volví a mirar a la familia, Darryl y Mabel discutían mientras rebuscaban entre los escombros. Los dos niños estaban llorando.

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