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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

Cenizas (15 page)

BOOK: Cenizas
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—¿Por qué la ceniza forma aquí una capa tan fina? En Cedar Falls llegaba a más de dos metros.

—Estamos en lo alto de la colina. El viento se la ha llevado como si fuera nieve. En las laderas de sotavento llega hasta tres metros y medio, y todavía más en los valles.

—Ah.

—Vale, mira, esto es lo que tienes que hacer. Ve detrás de mí y de mi madre, y arranca cada tallo de maíz, así. —Sujetó un tallo que lo arrancó de la ceniza restante. Arrancó las mazorcas del tallo y las arrojó dentro de uno de los sacos—. Es fácil, ¿no?

—Sí, no hay problema.

—Asegúrate de que no se te escapa ninguna mazorca. Cuesta demasiado desenterrarlas.

Así que pasé el día agachado, recogiendo maíz. Intenté cavar durante un rato sustituyendo a la señora Edmunds. —Darla se negó rotundamente a darme su pala—, pero sentía demasiada tensión en el costado. No podía cavar ni en broma a la misma velocidad que la señora Edmunds, así que mucho menos podía igualar el frenético ritmo de Darla. Resultaba frustrante estar tan débil y no poder hacer la parte de trabajo que me correspondía. Nunca he sido el tío más grande ni el más fuerte, pero siempre lo he compensado con esfuerzo. Sí, puede que haya pasado de cosas que mi madre me obligaba a hacer, pero cuando me meto en algo, como el taekwondo o el
World of Warcraft
, trabajo como un loco.

A la hora de comer llevamos tres sacos de maíz al granero. La señora Edmunds hizo gachas, para variar, dijo, riendo. Y después de comer volvimos a hacer lo mismo, cavando en la ceniza y recogiendo maíz hasta que me sentí tan rígido y dolorido que apenas podía moverme.

A última hora de la tarde habíamos llenado otros tres sacos. Después de llevarlos al granero, la señora Edmunds se fue a casa. Darla atravesó una puerta interior que daba a una parte del granero que yo todavía no había visto. Dudé un momento, sin saber muy bien hacia dónde ir, y luego seguí a Darla.

Capítulo 21

DARLA me condujo a una habitación llena de conejeras, jaulas metálicas suspendidas del techo con alambre. Las jaulas estaban unidas en dos largas hileras, con ocho jaulas en cada una. En la mayoría de las jaulas había dos o tres conejos tumbados y en otras, menos, sólo uno. Puede que fueran unos veinticinco en total.

Sé que los tíos del instituto Cedar Falls se cachondearían de mí sin piedad si me oyeran decir esto, pero los conejos eran monos. Tenían orejas grises caídas y nariz gris con cuerpo blanco. Y también eran grandes, por lo menos del doble del tamaño de los conejos que solía ver en las tiendas de animales.

Darla caminó a lo largo de las hileras de jaulas y retiró botellas de agua de las pequeñas anillas que las mantenían suspendidas en el lateral de cada jaula. La ayudé a recoger los recipientes y luego los sostuve mientras los rellenaba con el agua que había en un cubo de veinte litros.

—Están todos enfermos —dijo Darla.

—A mí me parece que están bien. De hecho, me parecen bastante monos.

Darla me fulminó con la mirada.

—Son conejos para comer.

—Ah.

—Mira esto. —Metió la mano dentro de una jaula y sacó un conejo que estaba echado en un cuento de acero inoxidable, jadeando un poco—. Empezaron a tener fiebre y a beber mucho más poco después de la lluvia de ceniza. Les puse un cuenco con más agua dentro de las conejeras, pero ellos sólo se tumban dentro.

—Hm…

—Supongo que no importa. De todos modos vamos a tener que sacrificarlos pronto. Ya casi se nos ha acabado el pienso para conejos, y no consigo que estos bichos idiotas coman maíz.

—Es raro.

—La verdad, no les culpo. Yo también empiezo a estar harta del maíz.

—Pero si vas a tener que sacrificarlos de todos modos, ¿qué problema hay?

—Es sólo que… no sé qué tienen. —Habló con la voz más baja que le había oído hasta entonces—. Tiene que ser algo relacionado con la lluvia de ceniza… ¿Y si también lo pillamos nosotros?

No se me ocurrió nada que decir. Ya había pensado en eso antes, que la lluvia de ceniza podría estar matándome, en especial cada vez que escupía sangre al toser. Pero no quería contárselo a Darla. No quería admitir que tenía miedo.

—A éste lo llamo
Bugs Bunny
. —Darla me miró—. ¿Lo pillas? Como el conejo de los dibujos animados…

Debí de quedarme con cara de no entender nada. No tenía ni idea de qué estaba hablando. Además seguía peguntándome si la lluvia de ceniza estaría envenenándonos.

—Gente de ciudad —dijo, con el ceño fruncido—. Sujétamelo, ¿quieres? No, por las patas de atrás, boca abajo. Agárralo con fuerza, ¿vale?

Sujeté el conejo como ella me decía, cabeza abajo, ante mí. Agitaba débilmente las patas delanteras. Darla le aferró la cabeza y le dio un fuerte tirón al tiempo que la giraba. Se oyó un suave crujido, y el conejo quedó flojo en mis manos. Me sobresalté tanto que lo dejé caer.

Darla recogió al animal muerto.

—Trae el agua, ¿quieres? —dijo.

La seguí hasta la zona principal del granero, con el cubo de veinte litros. Junto a la pared había una pileta doble de plástico unidas, con un par de lazos de cuerda colgando de una viga sobre uno de los huecos. Darla metió las patas de atrás del conejo dentro de los lazos, de modo que quedara colgado cabeza abajo. Luego sacó un cuchillo de diez centímetros de largo de un soporte que estaba sobre el banco de trabajo que había al lado de la pileta, y comenzó a afilarlo con una piedra rectangular.

Dejé el cubo en el suelo y observé. No estaba muy seguro de qué estaba haciendo, pero tenía la impresión de que no iba a ser muy agradable.

Darla levantó los brazos para pasar la hoja del cuchillo alrededor de cada una de las patas posteriores del conejo que estaba suspendido sobre la pila, y luego le hizo un corte a lo largo de la parte interna de los muslos. A continuación sujetó la piel y tiró de ella de las patas hacia abajo, dejándola del revés.

La cosa no fue tan asquerosa como había imaginado. Para empezar, no hubo mucha sangre. La piel se quitaba bien de las patas, aunque veía que Darla tiraba con fuerza. Debajo vi los músculos del conejo, rosados y brillantes en la penumbra.

Era desagradable verlo. Me pregunté qué aspecto tendría yo, colgado por los pies, mientras me arrancaban con lentitud la piel de los tobillos para abajo.

—Voy a ir a ver si tu madre necesita ayuda.

—Te da asco, ¿eh? —Sonrió… victoriosa, supuse.

—Eh, no, es sólo que…

—¿Es que eres vegano o algo así?

—No, me gusta la carne.

—¿Es sólo que no quieres ver de dónde sale?

—Ya sé de dónde sale: de unas bonitas bandejas envueltas en plástico que hay en el supermercado… —Le dediqué una sonrisa de suficiencia, y luego me callé para no parecer un debilucho.

Darla se quedó callada un momento y dijo:

—Ya no.

—Sí. Tienes razón. Tendría que aprender a hacer esto.

—Vale. Entonces, mira. —Hizo un par de cortes rápidos alrededor de la cola y tiró de la piel, bajándola por encima de los cuartos traseros del conejo.

—Lo aprenderé mejor si me dejas probar a mí.

Darla se encogió de hombros y me dio el cuchillo.

Haz un corte recto por el centro de la barriga, desde la cola hasta el cuello. Intenta que no sea demasiado profundo. Ahora sólo queremos cortar la piel. Lo destriparemos después.

Probé a deslizar el cuchillo con suavidad sobre la piel. No estaba cortando nada. Darla me cogió la mano y empujó con firmeza para hundir el cuchillo en la piel por debajo de la cola. Juntos lo arrastramos hacia abajo y el pellejo se abrió como un albornoz que dejó a la vista los músculos rosados de debajo.

—Vale. Ahora agarra la piel y tira hacia abajo. Con fuerza.

Lo hice, y quité la piel del cadáver como si fuera un calcetín, hasta llegar a las patas delanteras.

—Esta parte es un poco difícil; dame el cuchillo. —Darla cortó las garras delanteras del conejo con un par de tijeras de podar, y le quitó la piel de las patas delanteras. Luego bajó la piel por la cabeza del conejo, haciendo pequeños cortes aquí y allá con el cuchillo cuando era necesario. En menos de un minuto tuvimos el cadáver desnudo de un conejo y su piel vuelta del revés.

—¿Y ahora qué?

—Ahora hay que destriparlo. —Darla hizo un corte más profundo en la barriga del conejo y apartó los músculos hacia los lados, lo que dejó a la vista una masa gris de intestinos como gusanos, y otros órganos. Metió una mano dentro y sacó las entrañas. Fue tan repugnante que tuve que apartar la mirada.

—Ahora voy a sacar el hígado, los riñones y el corazón — dijo Darla—. Échales un poco de agua por encima, ¿quieres? Son buenos para comer.

Vertí agua sobre sus manos cuando extrajo los órganos de color rojo oscuro del conejo. Los echó dentro de uno de los dos cubos que había en la pila. El otro cubo contenía el resto de vísceras.

Seguí echando agua mientras ella limpiaba el interior del conejo. Metió un dedo por el agujero donde había estado la cola.

—Para limpiar cualquier resto de intestino grueso que haya podido quedar —dijo.

Cuando Darla quedó satisfecha con la limpieza del conejo, me enseñó a descuartizarlo. Cortó con destreza cada parte, nombrándola mientras lo hacía: cuartos traseros, lomo, etc. En un momento habíamos llenado el cubo limpio con trozos de conejo listos para cocinar.

—¿Puedes llevarle la carne a mamá? Quiero intentar curtir esta piel. Podríamos necesitarla.

—Vale. —Cogí el cubo de carne y salí del granero. Era más difícil ver, porque el verdadero crepúsculo estaba sustituyendo a la versión falsa y amarilla que teníamos que sufrir durante el día.

Encontré a la señora Edmunds en el salón, alimentando el fuego.

—Darla me ha pedido que le traiga esta carne de conejo —dije, y levanté el cubo.

—Fantástico. Será estupendo comer carne para variar. Pero pensaba que no tenía intención de sacrificar ninguno de momento.

—Estaba enfermo y ella no parecía muy contenta de tener que hacerlo.

—¡Ay! Dios provee… Puede que estuviera escrito que esta noche comiéramos carne.

—¿Crees que nos sentará mal comer la carne de un conejo enfermo?

—No sabemos por qué están enfermos. Es probable que no nos afecte si lo cocinamos muy bien. Supongo que lo descubriremos. Dile a Darla que necesito al menos una hora para dejarlo estofar. Dos sería mejor.

—Vale. —Le di el cubo a la señora Edmunds y salí de la casa. Creía que me costaría encontrar el camino de vuelta al granero porque estaba ya muy oscuro pero resultó ser fácil. Darla había abierto de par en par la gran puerta corredera, y encendido una antorcha improvisada hecha con una caña de bambú. Se la veía desde el otro lado del patio de la granja, inclinada sobre el banco donde estaba la pileta, trabajando en algo.

—Tu madre dice que necesita una o dos horas —grité, al acercarme—, para que esté listo el estofado de conejo.

—Perfecto —respondió Darla—. Eso debería bastar para preparar esta piel. ¿Puedes enterrar lo que hay en el cubo de las vísceras? Allá, donde enterramos nuestra mierda.

Miré el interior del cubo. Los intestinos estaban cubiertos por un amasijo de huesos de conejo. Encima de todo estaba el cráneo del conejo. Lo habían golpeado con fuerza y partido en dos, así que ambas mitades parecían una cáscara de huevo que alguien hubiese tirado a la basura.

—Vaya, ¿qué le ha pasado a eso?

—¿A qué?

—Al cráneo.

—Ah, lo he roto con un martillo y he sacado los sesos con una cuchara.

—¿Que has hecho qué?

—Necesito los sesos para curtir la piel. Te lo enseñaré cuando vuelvas.

Me estaba despachando, así que recogí el cubo y la pala. ¿Qué clase de chica abraza a un conejo mono al que llama
Bugs Bunny
, y al minuto siguiente le parte el cráneo con un martillo para sacarle los sesos? Me estremecí… y no sólo porque el aire de la noche fuese frío.

Fui andando a trompicones en la oscuridad, en busca de la zona de letrina. Pensé que la había encontrado; era imposible estar seguro con todo cubierto por un manto de ceniza homogéneo y sin más luz que el resplandor oscilante y lejano de la llama de la antorcha que llegaba del granero. Enterré los restos del conejo en un agujero poco profundo, y me reuní con Darla.

Había atado la piel a un marco de madera pequeño; sesenta por sesenta, dijo. Alrededor de una docena de cordeles, tal vez cordones de zapatos, tensaban la piel extendida en el centro del marco. Darla estaba raspando la piel con un trozo de metal redondeado.

—Los sesos están ahí dentro —dijo Darla, y con un gesto señaló el cuenco que había sobre el banco de trabajo, a su lado—. Échales un poco de agua. Luego remuévelo muy bien. Tiene que parecerse a un batido de fresa cuando acabes.

—¿Qué? —Entre los sesos y los batidos algo no me cuadraba. ¿Me había metido en una película de zombis mala?

—Necesitamos una mezcla de sesos y agua que tenga más o menos la textura de un batido de fresa —repitió Darla, hablando con mucha lentitud, como si se lo explicara a un niño pequeño.

—¿Por qué?

—Tenemos que usar la mezcla para curtir la piel. Cuando haya acabado de rasparla, la frotaremos con los sesos.

—Eso da un poco de asco.

—Supongo. Pero es el método tradicional para curtir pieles. En los sesos hay algún tipo de aceite que penetra en la piel y la mantiene flexible.

—¿Haces esto muy a menudo?

—No, es la primera vez. Había pensado en hacerlo antes, pero nunca tenía tiempo. Algunos de los criadores de conejos que conozco curten las pieles y yo he leído sobre el tema.

Vertí un poco de agua en el cuenco de los sesos. Eran grises, con pequeñas vetas rojas aquí y allá. Vasos sanguíneos, supuse. Encontré una cuchara en la pila y la usé para hacer el batido. Tuve que remover bastante para conseguir la textura que quería Darla. Cuando acabé, tenía el mismo aspecto que un batido de fresa. Aunque ni se me pasó por la cabeza darle un trago.

Darla trabajó la piel durante casi una hora, raspando el interior hasta dejarlo limpio. Luego puso el marco plano sobre el banco de trabajo, con la parte peluda hacia abajo. Vertió un poco de la mezcla de sesos sobre la piel y la frotó con las manos.

Me estremecí. Supongo que me vio, porque hizo un comentario.

—No es tan malo. Es un poco aceitoso, parecido a la mayonesa.

No podía permitir que una chica me dejara en evidencia, especialmente Darla, así que también me puse a frotar. Tenía razón; la mezcla de sesos no resultaba tan repugnante al tacto como yo había imaginado. Frotamos durante unos diez minutos, más o menos, intentando cubrir hasta el último milímetro de piel. No era una piel muy grande; nuestras manos se rozaban cada dos por tres, se deslizaban por encima y chocaban contra las del otro, resbaladizas por los sesos de conejo.

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