Para entonces estaba agotado y hambriento, y Darla tampoco parecía demasiado animada. Sacó las pilas del cargador y se las metió en los bolsillos de la chaqueta. Fuimos andando con lentitud hasta la casa y nos lavamos para cenar. Me sorprendió lo mucho que había sudado a pesar del frío que hacía.
Después de la cena, nos sentamos los tres junto al fuego en el salón, y Darla se puso a manipular una vieja radio. Lo que más oímos fueron ruidos de electricidad estática. Mis piernas habían pagado un alto precio por esos ruidos: me dolían. Me masajeé las pantorrillas; fue como masajear neumáticos de lo tensas que estaban.
Por fin, Darla encontró algo en las frecuencias más bajas de AM. Un par de emisoras iban y venían, cambiando ligeramente de frecuencia como si las rarezas de la atmósfera cargada de ceniza las distorsionaran de algún modo. Una de ellas estaba emitiendo música, una inutilidad como cualquier otra. Una música animada, irritante, de gran orquesta, del tipo que mi bisabuela habría podido escuchar en la radio. Me alucinó que pudieran estar emitiendo eso en aquel momento.
Otra emisora era más útil. Leían boletines informativos sin parar, todos relacionados con la erupción. Lo que resultaba desesperante era que sólo podíamos captar pequeños fragmentos de noticia por encima del ruido de la estática, mientras Darla perseguía la emisora por el dial. La primera vez la captó en el 590 AM, pero a veces se iba tan arriba como el 640, y tan abajo como el 570.
Lo primero que captamos fue: «… Además, el almirante anunció que el convoy de socorro atracará en Port Hueneme, en Oxnard, California, en algún momento del día de mañana. Aunque la mayor parte de las provisiones están destinadas a los campamentos federales de refugiados del nordeste de California, una parte de la comida y los suministros médicos, así como tiendas, serán puestos a disposición de los ciudadanos a través de la autoridad local.»
»El almirante McThune continuó diciendo que se ha autorizado a una tercera misión humanitaria china a desembarcar en Coos Bay, Oregón, la cual se suma a las dos anteriores de Newport y…»
—Maldición. La he perdido —dijo Darla.
—Cuidado con esa lengua, jovencita —la regañó la señora Edmunds.
Darla manipuló la radio en busca de una señal.
—¿Qué tamaño tiene esto? —pregunté—. Si Oregón y California están tan mal como Iowa… ¿cuánto tardará en llegar la ayuda hasta aquí?
—Vamos a verlo. —La señora Edmunds cogió de un estante un viejo atlas de carreteras Rand McNally. En las primeras páginas había un mapa amarillo de los Estados Unidos sobre el que se entrecruzaban las interestatales en azul. De acuerdo con el mapa, tanto Oregón como California se encontraban más cerca de Yellowstone que nosotros.
La habitación estaba en silencio, salvo por los siseos y chirridos de la radio, y el crepitar de la leña que ardía en la chimenea. Pensé en toda la gente que se enfrentaba a esta catástrofe, los millones de personas que había entre la costa de Oregón y el lugar en que me encontraba. Miles de ellas debían de haber muerto ya. Yo había tenido una suerte increíble al sobrevivir durante todo ese tiempo. A Darla y su madre las cosas les iban más o menos bien porque podían desenterrar y moler maíz, pero la mayoría de la gente no tendría acceso a campos de maíz enterrado, o no sabría cómo improvisar una máquina para molerlo. Y morirían millones de personas más, a menos que algún tipo de ayuda llegara pronto.
Darla volvió a encontrar la emisora.
«En respuesta a las críticas —dijo la voz del hombre—, la suspensión de las libertades civiles contenida en el Acta de Recuperación y Restauración del Orden en caso de Emergencia Federal es temporal y cesará en cuanto haya pasado la crisis, tal vez muy pronto, a principios del año que viene.»
»El vicepresidente concluyó sus afirmaciones con palabras enérgicas para “esas naciones que pretenden acaparar y especular provocando el desplome de los mercados internacionales del cereal”. Prometió recurrir a toda la fuerza de los Estados Unidos para garantizar un…»
Ninguno de nosotros supo muy bien qué conclusión sacar. No sonaba muy bien, pero tampoco parecía afectarnos mucho. El único gobierno que había visto funcionar desde el desastre era el del señor Kloptsky, del instituto de enseñanza secundaria de Cedar Falls. Y nuestro mercado del cereal consistía en el maíz que podíamos desenterrar en un día.
Escuchamos la radio hasta que se quedó sin pilas bastante tarde, esa noche, pero sólo pillamos un solo fragmento más que se entendiera:
«… anunció a primeras horas del día de hoy que, valiéndose de los poderes de emergencia que se le conceden bajo FERROA, el Departamento de Seguridad Nacional ha ocupado una gran extensión de tierras cerca de Barlow, Kentucky, con el fin de controlar el flujo entrante de refugiados del sur de Misuri. La construcción comenzará…»
Eso era más interesante. Encontramos Barlow en la página del atlas donde estaba Kentucky. Nos costó encontrarlo porque era un diminuto puntito negro que estaba cerca del río Misisipi. No estaba ni mucho menos cerca de nosotros pero al menos era el mismo lado del país.
—A lo mejor hay ayuda al este de aquí —dije yo.
—Por lo que dicen, parece que debería haberla —asintió la señora Edmunds.
—Tengo que marcharme pronto —decidí, con un cierto pesar. Echaría de menos a la señora Edmunds. Y echaría de menos a Darla.
—Puedes quedarte, si quieres. Has trabajado mucho… te has ganado el pan más que de sobras.
—Gracias. Yo… —Un pensamiento se apoderó de mi mente: estaría muerto de no ser por ellas. Reprimí las lágrimas—. No sé cómo agradecer…
—Calla —dijo la señora Edmunds—. Cualquiera te habría acogido. ¡Pero si estabas medio muerto cuando te caíste en nuestro granero!
En realidad, cualquiera no me habría acogido. Había encontrado gente que no quiso hacerlo. La persona sin rostro que me había apuntado con un fusil cuando iba esquiando hacia la granja, por poner un ejemplo. Blanco, por poner otro. Me estremecí al recordarlo.
—Ojalá hubiéramos oído más sobre lo que está pasando en Illinois.
—Tu familia está allí, ¿verdad? —preguntó la señora Edmunds.
—Sí…, al menos es hacia donde iban.
—Tal vez alguien del pueblo sepa algo más.
—De todos modos estaba pensando en ir al pueblo —dijo Darla—. Tengo que hacerle una consulta al doctor Smith sobre los conejos. Me sentiría más tranquila si pudiera salvar unos cuantos para criar.
—¿Qué pueblo es? ¿A qué distancia está? —pregunté yo.
—Worthington —contestó Darla—. A unos ocho kilómetros. Es un paseo. Ya lo hemos hecho antes.
—¿Con toda esa ceniza? ¿Dieciséis kilómetros ida y vuelta? Tal vez no podamos hacerlo en un día.
—¿Quién te ha incluido a ti en esto? Iré, averiguaré qué les pasa a los conejos, preguntaré por Illinois, y volveré.
—Deberíais ir los dos —dijo la señora Edmunds—. Sería más seguro. Yo me quedaré para cuidar de los conejos y ponerme al día con la limpieza. Si se os hace demasiado tarde, quedaos a dormir en casa de Loretta Smith o de Pam Jacobs. No les importará. Pero no os quedéis más que una noche, me preocuparía.
—No me pasará nada, mamá.
—Ya lo sé, cariño. Pero me preocuparé de todos modos.
Madres. En eso eran todas iguales.
A la mañana siguiente les dimos comida y agua a los conejos antes del amanecer, a la luz de una antorcha. Encontré los esquís y las botas de esquiar en un rincón del granero. La derecha se había quedado rígida al secarse. La golpeé con un puño y la puse boca abajo. De dentro cayeron escamas de color oscuro que flotaron hasta llegar al suelo: mi sangre seca y mezclada con ceniza.
La señora Edmunds nos dio a cada uno una enorme pila de tortitas de maíz envueltas en papel de periódico. Darla añadió dos patas de conejo recién sacados del ahumadero. Le abrió un tajo a uno de ellos: aún estaba un poco crudo, pero no olía a podrido. Metí en la mochila mis botellas de agua, el plástico grande y el cuchillo, por si acaso. Dejé las botas de caminar; supuse que las de esquiar bastarían para un viaje de un día. Pensaba llevarme el bastón bo y el palo de esquí.
Darla metió en su mochila un par de saquitos de harina de maíz… para intercambiarlos si encontrábamos algo que nos hiciera falta, dijo. La señora Edmunds le puso un fajo de billetes en una mano a Darla, y yo oculté una sonrisa. Dudaba de que alguien pudiera encontrarle mucha utilidad a un billete de veinte dólares en esos momentos, como no fuera para encender el fuego. Darla aceptó el dinero de todos modos y se lo metió en un bolsillo de los vaqueros.
La señora Edmunds abrazó a Darla, le dio un beso en una mejilla, y le advirtió que fuera cautelosa y me cuidara. Darla lo soportó todo un poco impaciente.
Me sorprendí cuando la señora Edmunds me abrazó. Al principio dejé los brazos caídos a los lados. Pero ella no me soltó, así que le devolví el abrazo. Entonces pensé en mi madre y me resultó difícil dejar de abrazarla. Sí, mi madre era un grano en el culo, y nos peleábamos muchísimo, pero la echaba de menos. Habría dado cualquier cosa porque fuera a ella a quien abrazara en ese momento, en lugar de a aquella maravillosa segunda madre que me había adoptado.
Nos pusimos en marcha, yo con los esquís, y Darla caminando trabajosamente por la ceniza, a mi lado. Seguimos la carretera que pasaba por delante de la granja caminando por el centro, de donde el viento se había llevado parte de la ceniza. En algunos lugares la ceniza había formado una costra sobre la que Darla podía andar. Pero en la mayoría de los casos la carretera seguía cubierta de ceniza suelta, y Darla se hundía hasta los tobillos a cada paso.
Esquiar era difícil; mis músculos parecían haber olvidado los movimientos durante las últimas semanas. A pesar de eso, adelanté a Darla en seguida. Cuando llegaba a lo alto de una cuesta suave, oí que me llamaba con su voz débil desde atrás.
—¡Eh, espera!
Me volví a mirarla; estaba a una distancia de cuarenta metros, por lo menos. Le dediqué una amplia sonrisa y me impulsé con todas mis fuerzas para bajar por la pendiente del otro lado.
La loma no era muy empinada, pero al empujar sin parar adquirí un poco de velocidad, la suficiente como para tener tiempo de dejarme caer sentado al llegar al pie, y descansar allí con una sonrisa de suficiencia mientras ella bajaba trabajosamente por la pendiente.
Cuando Darla llegó hasta mí, por fin, pasó de largo sin decir nada. Me sentí un poco mal al ver cómo tenía que sacar cada pie de la ceniza, ganándose cada paso con esfuerzo…, pero no lo bastante mal como para no pasar por su lado, deslizándome, cuando me puse otra vez en movimiento.
Descansé un poco al pie de la siguiente loma, y luego comencé a subir. En un momento dado la cuesta se hizo tan empinada que ya no pude subir más empujando con los palos. Así que tuve que empezar a hacerlo a paso de pato. Bueno, paso de pato era como lo llamaba yo, aunque no sabía si era el nombre correcto. El caso es que si separaba mucho las puntas de los esquís, podía subir andando por la cuesta sin deslizarme hacia atrás; era pesado, pero más rápido que hacerlo sin esquís.
Así que estaba subiendo a paso de pato cuando Darla pasó a toda velocidad por mi lado. Movía las piernas con una fuerza tremenda, hundiendo los pies en la ceniza y sacándolos. Parecía una atleta olímpica que subiera corriendo por una escalera. Aceleré para intentar pillarla, pero fue imposible. Cuando le di alcance en lo alto de la pendiente, estaba jadeando como loco y me dolía el costado. Darla me dedicó una sonrisa triunfante.
—Ya —le dije yo, entre jadeos—, veamos qué tal lo haces de bajada. —Me impulsé con todas mis fuerzas, con los esquís en paralelo a la pendiente.
Después de pasar junto a Darla, sentí un peso en la parte posterior de los esquís que me hizo perder el equilibrio. Giré la cabeza. Darla se había subido sobre los esquís y se aferraba a mi mochila. Clavé los dos bastones y empujé con fuerza. Pensé que si aceleraba de golpe tal vez la haría caer.
No tuve esa suerte. Continuó sujeta cuando empujé, pero conseguí que nos pusiéramos en movimiento. Al cabo de poco volábamos pendiente abajo.
—¡Oye, esto funciona bastante bien! —chillé por encima del hombro—. ¡Podríamos…! —Volver la cabeza me hizo perder el equilibrio, y el canto interno del esquí izquierdo se atascó en la ceniza. Giramos hacia un lado y nos caímos. La ceniza amortiguó bastante mi caída, pero no pudo protegerme de la rodilla de Darla que se me clavó en un muslo cuando se me cayó encima.
Darla se levantó.
—¿Estás bien? ¿Me he caído sobre tu herida? —Me tendió una mano para ayudarme a levantarme.
La acepté.
—Sí, estoy bien. —Le sonreí y tiré con brusquedad de su brazo, haciéndola caer en la ceniza, a mi lado.
—¡Serás tonto del culo! —Darla cogió un puñado de ceniza y me lo tiró. Respondí del mismo modo.
No era del todo como una guerra de bolas de nieve. Para empezar, la ceniza no podía compactarse en forma de bola. Explotaba en una masa de polvo flotante cuando intentaba lanzarla. Pero como estábamos tumbados lado a lado, podíamos cubrirnos el uno al otro con polvorientas nubes de ceniza.
Al cabo de poco estábamos riendo y atragantándonos con ceniza al mismo tiempo.
—¡Tregua! —grité yo.
—Vale —respondió Darla, y volvió a ponerse de pie. Esa vez dejé que me ayudara a levantarme. Estábamos los dos hechos un asco de ceniza. Nos parecíamos un poco a esos africanos que solía ver en Discovery Channel, que se pintaban el cuerpo con fango blanco. A lo mejor siguen haciéndolo, pero ya no existe un Discovery Channel que vaya a rodarlos.
—Eso ha funcionado muy bien. Deberíamos volver a probarlo.
—¿Qué?
—Eso de que vayas en la parte de atrás de mis esquís.
—Ah, sí. —Se subió sobre los esquís, y volví a darme impulso, esta vez con cuidado.
Seguro que éramos todo un espectáculo. Dos fantasmas de color blanco grisáceo que se deslizaban pendiente abajo sobre un par de esquís, riendo como maníacos y dejando tras de sí una nube de ceniza.
Durante el resto del trayecto hasta Worthington, Darla viajó sobre mis esquís siempre que teníamos que bajar una pendiente lo bastante empinada, cosa que no sucedía a menudo. Era más que agradable sentirla detrás de mí, con las manos entrelazadas alrededor de mi pecho, aunque eso hacía que resultara más difícil controlar los esquís. Esperaba que hubiese más pendientes empinadas, pero la mayor parte del camino era llano o de inclinación suave. En las zonas planas procuraba esquiar con lentitud para poder ir a su lado y charlar. No hablamos de nada en particular, más que nada sobre la vida anterior a la erupción del volcán. Deseaba que aquello, o algo parecido a aquello, durara para siempre: Darla a mi lado, charlando de todo y de nada y, de vez en cuando, abrazándome cuando bajábamos esquiando una pendiente.