SEGUÍ la U.S. 20 hacia el este. La noche anterior no había visto ningún indicio de que hubiera más gente en la carretera. Aquel día vi varios pares de huellas: de botas, de tenis, y marcas de haber arrastrado cosas, como el trineo de Darryl. Todas ellas se dirigían hacia el este.
No estaba seguro de si había más gente en la carretera, o de si la lluvia de ceniza había disminuido tanto que tardaba más en borrar las huellas. No había visto muchas casas en las carreteras secundarias, pero en la U.S. 20 no había ninguna. Estaba claro que las huellas no las dejaban los habitantes de la zona.
No hacía mucho rato que esquiaba cuando llegué a lo alto de una subida y vi que más adelante había un grupo de cinco personas que iban hacia el este. Avanzaban muy lentamente y con esfuerzo sacando los pies de la ceniza, ganándose cada paso. Dos de ellas arrastraban maletas.
Me acordé de Darryl y decidí que no quería toparme con cinco adultos que pudieran mostrar la misma actitud que él respecto al contenido de mi mochila. Retrocedí unos seis metros, lo suficiente como para que el punto más alto de la pendiente quedara entre ellos y yo. Luego me salí de la carretera para esquiar por el campo, ligeramente en dirección sudeste.
Me preocupaba un poco abandonar la autopista. Mi familia siempre iba a Warren por la 20; no conocía ninguna otra ruta. Me hubiera gustado llevar un mapa, pero no había encontrado ninguno entre las ruinas de la gasolinera. Tal vez pudiera ir hacia el este por alguna otra carretera, y luego volver a la 20 cuando estuviera más cerca de Illinois. El día era oscuro, pero había más luz que cualquier otro desde la erupción del volcán. Caía muy poca ceniza, y no llovía ni una gota.
Mi comida fue parte de una botella de agua, y me sentí afortunado por tenerla. A la velocidad con que estaba desapareciendo, el agua no alcanzaría para la comida del día siguiente.
Me resultaba cada vez más difícil seguir esquiando, como si el hambre fuese una compañera que llevara a la espalda y me impidiera avanzar con su peso. Intenté pensar en algo que no fuera comida —Laura, Cuchador o mi familia—, pero mi mente volvía por su cuenta a pensar en gofres, helados DQ Blizzard y rollitos del Pita Pit.
Hacía más o menos un año, mamá había traído de la iglesia un panfleto de Acción Contra el Hambre. Estaba lleno de fotografías de niños africanos con cara triste, vientre hinchado y extremidades esqueléticas. La iglesia de St. John estaba preparando una recogida de fondos: todos los feligreses ayunarían durante veinticuatro horas y donarían todo el dinero que habrían gastado en comida a ACF. (No entendía por qué el folleto llamaba a la asociación benéfica Acción Contra el Hambre pero usaba las siglas ACF, pero así era.)
Así que durante un par de días mi madre estuvo dándome la lata para que lo hiciera. Estaba en mi época no religiosa, como la llamaba mamá, y en realidad no quería dejarme llevar de vuelta a St. John, pero al final cedí y dije que vale, que ayunaría durante dos días. Entonces mamá empezó con lo de que ayunar durante dos días era peligroso y bla, bla, bla, y yo señalé que los niños del folleto habían pasado mucho más de dos días sin comer para acabar con aquella barriga hinchada y aquellos brazos esqueléticos. El caso es que tuvimos una pelea tremenda por eso, y el resultado fue que no comí nada en dos días. El primer día ayunó toda la familia. El segundo me negué a comer, y me encogí de hombros cuando mamá amenazó con llevarme a que me conectaran una vía intravenosa.
Pasar dos días sin comer fue duro. Seguramente no lo habría conseguido de no ser por las amenazas de mi madre y el gotero y sus continuos ofrecimientos de comida. Pero no comer cuando en el piso de abajo hay una nevera llena es una experiencia totalmente distinta a la de no comer porque no tienes el qué ni sabes de dónde sacarás lo próximo que puedas llevarte a la boca. El hambre por elección es un lujo doloroso; el hambre por necesidad es una tortura aterradora.
A primera hora de esa tarde, cuando estaba perdiendo la batalla para dejar de soñar con comida, vi una lucecita pequeña a la derecha, justo al borde de mi campo de visibilidad. Sabía que no era un rayo, porque era demasiado anaranjado y demasiado constante. Pero era algo diferente, algo que podría apartar mi mente de la comida durante un rato, así que me dirigí hacia ella.
Al acercarme, vi otra granja. El granero y los dos cobertizos se habían hundido, aunque quedaban dos graneros metálicos en pie. La casa estaba casi intacta, aunque una especie de porche o anexo se había derrumbado. De entre los escombros sobresalían los extremos rotos de algunas vigas.
Había habido una arboleda alrededor de la casa, tal vez servía de cortavientos. La mayoría de los árboles estaban en el suelo y los pocos que quedaban en pie parecían árboles fantasma, cubiertos de ceniza gris claro. A través de las ramas de un enorme árbol caído vi que habían encendido una gran fogata. La luz del fuego reflejaba la silueta de una persona. Esquié hasta el árbol caído y miré a través de las ramas.
Era un tío que estaba sentado sobre un tronco, entre el fuego y yo. Iluminado a contraluz por las llamas, lo único que pude adivinar de él es que era grande. Parecía estar solo. Sobre el fuego se asaba la pata de algún animal. Al olerla, empecé a salivar de inmediato. Era un olor dulce, grasiento… Carne de cerdo, quizá.
Seguí esquiando alrededor del árbol para poder ver mejor, moviéndome tan lenta y silenciosamente como pude. Cuando salí de detrás de las últimas ramas, el tío me miró directamente.
—Oye, tú —me dijo—. ¿Quieres echarme una mano?
Tendría que haber dado media vuelta y haberme largado a toda velocidad. Aquel tipo era grande. Como un
linebacker
de la liga nacional de fútbol. La ropa que llevaba no era de su talla. Los pantalones vaqueros acababan a por lo menos diez centímetros de sus botas y llevaba desabrochados los puños de la camisa de franela porque tenía unos antebrazos enormes. Su piel era blanca pero se veía gris a causa de la película de ceniza que la cubría. Delante de él había puesto un trozo de espejo roto que apoyaba en un palito; parecía haber salido de uno de esos espejos grandes que la gente tiene en el armario. A su lado tenía un ancho cinturón de cuero, una pastilla de jabón, y un hacha de mano cuya hoja brillaba a la luz del fuego. Tenía un cubo entre las rodillas.
Me quedé allí mirándole un momento. Mi cerebro y mi estómago discutían. Algo hacía sonar todas las alarmas en mi cabeza…: la ropa demasiado pequeña que llevaba, el cuerpo demasiado grande, o tal vez el hacha de mano. Sabía que debía dar media vuelta y alejarme de allí, pero el aroma de esa carne hacía que mi estómago rugiera de expectación.
—No pasa nada —dijo—. Sólo necesito tu ayuda para afeitarme. Te pagaré con un poco de carne.
No me hizo falta más. No había comido nada más que un puñado de caramelos desde el día anterior. El aroma que manaba de la carne me estaba volviendo loco. Mi estómago ganó esta vez y me metí el palo de esquí en el cinturón para acercarme con lentitud, el bastón preparado.
—¿Estás solo? —preguntó él.
—Eh… —empecé a decir, intentando decidir si le mentía.
—Supongo que sí. No pasa nada. Sólo necesito que alguien me sujete este espejo.
Al acercarme, vi otros dos trozos de espejo roto caídos en la ceniza. Tenía la nuca cubierta de pelo grueso y corto, de un centímetro como mucho. Llevaba el resto de la cabeza afeitada. Por uno de los lados le caían unas gotas de sangre de lo que parecía un corte.
—La gente me llama Blanco —dijo—. ¿Tú cómo te llamas?
—¿Blanco?
—Sí, como la tienda.
—Alex.
—Encantado, Alex.
—Lo mismo digo…, Blanco. —Ya estaba a su lado.
Se inclinó un poco y recogió el trozo de espejo más grande de los que había en el suelo.
—Necesito que sujetes esto detrás de mi cabeza para que pueda verme esa parte y afeitármela, ¿vale?
—Claro. —Me quité los esquís y cogí el trozo de espejo que me ofrecía. Lo sujeté como me dijo para que pudiera verse en el espejo que tenía delante como hacían los de la peluquería Great Clips cuando querían enseñarme el corte de pelo por detrás.
Afiló la hoja del hacha con el cinturón de cuero durante un minuto. Luego recogió la pastilla de jabón y la hundió en el cubo. Fue escuchar ese sonido y tener ganas de gritar: «¿Una agua perfecta para beber y la estropeas con jabón?» Se enjabonó la parte nuca y empezó a afeitarse con la hoja del hacha.
Daba miedo lo bueno que era con ella. La agarraba cerca de la hoja y la pasaba con suavidad y rapidez por su cuero cabelludo. El jabón y el pelo se quedaban pegados a la hoja, y él los quitaba con un golpe de pulgar.
En algunos momentos me indicaba que moviera el espejo, un poco hacia la derecha o un poco más inclinado hacia arriba. Se hizo dos pequeños cortes. En ninguno de los casos se le oyó quejarse; se limitó a seguir como si nada, mientras la sangre se mezclaba con el jabón sobre su cabeza. A medida que se afeitaba, surgía un dibujo de debajo del pelo, una diana. Estaba toscamente dibujada, como los tatuajes de prisión que había visto en la tele.
—Supongo que ya sabes por qué me llaman Blanco.
—Sí.
—Cualquiera que venga a por mí será mejor que apunte directamente allí. Porque si les veo venir no me matarán. Ni en broma.
No se me ocurrió nada prudente que decir. Aquel tío hablaba como un maldito paranoico. ¿Quién podría «ir a por él» y por qué? Esperaba poder comer un poco de carne y marcharme pronto.
Blanco acabó de afeitarse y se enjuagó la cabeza para quitarle toda la sangre y el jabón. Yo dejé el trozo de espejo. El aroma de la carne que crepitaba sobre el fuego atrajo mi atención. Era una pata grande, cortada sin ningún cuidado del cuerpo de algún animal. Veía astillas de hueso partido, de color marfil, que sobresalían de ambos extremos. Debí quedarme mirándola fijamente, porque Blanco acabó de enjuagarse la cabeza y se volvió hacia mí.
—Te he prometido un poco de carne, ¿verdad? —Hizo girar el asador y lo inmovilizó con un palo para evitar que volviera atrás. La parte superior estaba chamuscada. Cortó una larga tira de carne con el hacha de mano, la puso sobre una lata de conserva aplastada, y me la dio.
Me la llevé a la boca demasiado pronto y me quemé. Estaba quemada por un lado y sangrante por el otro, pero a pesar de todo era el trozo de carne más delicioso que recordaba haber comido. Por el sabor parecía cerdo pero no exactamente. Quizás era cerdo salvaje; nunca había comido esa carne, así que no tenía ni idea de a qué sabía.
Estaba a punto de preguntar qué era, cuando Blanco habló.
—Voy a formar una banda. Algunos tíos que conozco se unirán a ella si puedo encontrarlos.
—¿Una banda? —mascullé, con la boca llena de carne.
—Sí, quiero reunir a algunos tíos…, cubrirnos las espaldas unos a otros… Seríamos los amos en todo este caos.
—Supongo que sí. —No lo dije para aceptar la propuesta sino para ser educado, pero él lo entendió mal.
—Genial, estás dentro. —Extendió la mano como si quisiera que se la estrechara.
—Tengo que seguir hacia el este. Intento encontrar a mi familia.
—Ahora eres la familia de Blanco.
¿La familia de Blanco?
—Gracias, pero…
—¿Me estás faltando al respeto? Nadie le falta el respeto a Blanco. Pregúntaselo a cualquiera de Anamosa. Si estás en el grupo de Blanco, eres sagrado. Si le faltas al respeto al grupo de Blanco, correrá la sangre. Así son las cosas.
—¿Anamosa? —Me metí el resto de la carne en la boca, y mastiqué con rapidez. Cada vez parecía más y más lunático.
—La prisión del estado. ¿Qué pensabas que era, una escuela de ballet?
—Tengo que irme. —Busqué a tientas mi bastón detrás de
mí, mientras me preguntaba con qué rapidez podía ponerme los esquís y largarme de allí. —¿Sabes? Iba a nombrarte el número uno de mi banda, ya que aún no he encontrado a mis muchachos. Pero de todos modos estás demasiado flacucho como para estar en la banda de Blanco. Creo que jugaré un poco contigo. —Él se levantó y yo me puse en pie de un salto y sujeté el bastón entre ambos. Me sacaba mínimo treinta centímetros, por no mencionar los cincuenta kilos de puro músculo.
—Tengo que irme. —Intenté calmar mi respiración agitada, y retrocedí un paso.
—Ah, vamos. No te pongas así. Sólo estaba de cachondeo. —Me tendió la mano derecha como si quisiera estrechar la mía.
Fui a retroceder otro paso, y su mano se movió, veloz como una víbora, y agarró mi bastón. Logré impedir que me lo quitara pero, Dios, qué fuerza tenía el tío. Le dio un tirón brusco al bastón hacia la derecha, haciéndome girar. Continué el movimiento y logré arrebatárselo. El hacha apareció en su mano izquierda. La levantó por encima de la cabeza y apuntó a mi cuello. Subí la mano derecha para bloquearlo y le golpeé la muñeca. Eso me salvó el cuello, pero la fuerza del golpe fue tal que el hacha cayó rodando por mi codo y se me clavó en el costado derecho justo por debajo de la axila.
No me dolió en absoluto, al menos al principio. Sentí un crujido y una vibración cuando el hacha llegó a mis costillas. Él la levantó para volver a golpear. De la hoja caían gotas rojas y el olor a cobre de mi sangre inundó el aire.
Golpeé con la punta del bastón en un ataque desesperado. Lo había practicado miles de veces en las formas, y con Bob, el maniquí de entrenamiento, pero nunca imaginé que tendría que usarlo de verdad. Me lancé saltando sobre el pie derecho. Apunté al ojo, guiando el golpe con la mano derecha, golpeando con la izquierda.
El resultado fue un espectáculo repugnante. Se puede decir que el ojo le explotó. Un reguero de sangre y de algún otro fluido empezó a recorrer su cara. Retrocedió unos pasos hacia el fuego, tambaleándose.
—¡Hijo de…! —chilló, y empezó a avanzar con el hacha otra vez en alto—. ¡Te cortaré los…!
Invertí el trayecto del bastón para darle un golpe bajo en la parte de atrás de las piernas que le hizo perder el equilibrio. Cayó de espaldas sobre la fogata.
Blanco chilló y chilló produciendo un escalofriante falsete. Se levantó de un salto del fuego y corrió unos diez metros, lo que sólo sirvió para avivar las llamas que le quemaban la ropa. Luego recuperó el control, se dejó caer al suelo y se revolcó en la ceniza.
Pensé en perseguirle. Pero si lo hacía iba a tener que golpearle hasta matarle, algo que no me apetecía nada, o… ¿hacer qué? Ni siquiera quería acercarme a él. Sólo el ver la sangre que le chorreaba del ojo me daba ganas de vomitar. Así que me puse la mochila, lo que hizo que una ola de dolor me recorriera el costado derecho. Luego me subí a los esquís y salí a toda pastilla.