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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

Cenizas (29 page)

BOOK: Cenizas
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—Durmiendo en una pocilga. Es la primera vez que caemos tan bajo.

—Es un establo para cerdos, no una pocilga. Las pocilgas son corrales exteriores. En cualquier caso, es mejor que dormir en la nieve.

—Supongo que sí. ¿Dónde estarán los cerdos?

—No lo sé. Muertos, o en otro establo más cercano a la casa, tal vez.

Nos comimos las últimas dos tortitas. Darla le dio de comer a
Roger
un poco de nuestras mermadas reservas de harina de maíz. Montamos la cama en el rincón que parecía más limpio. Tenía la esperanza de que nos enrolláramos un poco, pero Darla me dio un beso rápido y se dio la vuelta. Tal vez estaba cansada, o quizá la
eau
de mierda de cerdo no le ponía. No podía reprochárselo…, no mucho.

Roger
fue el único que desayunó a la mañana siguiente. Pensé en sugerir que cocináramos el último poquitín de harina de maíz que nos quedaba en lugar de guardarla para el conejo, pero con lo que había sólo llegaría para una tortita.

No muy lejos del sitio en el que habíamos pasado la noche, la carretera acababa en forma de T. No sabía qué lado escoger. Le pregunté a Darla, pero estaba igual de perdida. Al parecer, sus destrezas mecánicas no incluían el sentido de la orientación. Torcimos a la derecha porque supusimos que, si habíamos estado avanzando más o menos hacia el este, eso nos llevaría al sur y nos alejaríamos de Dubuque.

Para la hora de comer, habíamos tenido que elegir un camino dos veces más, deduciendo cuál era el que debíamos tomar. Los caminos se volvían más y más estrechos, y las cunetas menos hondas. Cuando la carretera pasaba entre árboles resultaba fácil de seguir, pero si corría por campos abiertos nos costaba más. No habíamos encontrado rastro alguno del Misisipi, aunque Darla aseguraba que las abruptas colinas de la zona indicaban que estábamos cerca.

La parada del mediodía consistió en un corto descanso y un poco de agua. Me esforzaba por no pensar en comida, pero mi mente rememoraba una y otra vez las tortitas de maíz, los saquitos que le había dejado a la madre de Katie. Me pregunté qué estaría pensando Darla. Haberle dado nuestra comida a la mujer resultaba una estupidez mayor con cada minuto que pasaba. Recordé cómo había cogido desesperado unos Skittles de la gasolinera de la autopista 20, lo hambriento y débil que había estado. Necesitábamos encontrar comida pronto.

Al cabo de menos de una hora, pasamos por otra granja. Estaba oculta al fondo de una serpenteante carretera sin nombre. Había una especie de casa de rancho pequeña; y además, cuatro cobertizos grandes y bajos, de unos tres metros de ancho por unos quince de largo, tal vez, a cuyos lados había una serie de grandes silos metálicos y unos tanques que conectaban con los cobertizos mediante un sistema de tuberías.

—Es una granja de cerdos —dijo Darla.

Olisqueé el aire. Era frío y estaba limpio, con un rastro de sabia de pino procedente del bosque cercano.

—¿Cómo lo sabes?

—Cobertizos bajos que tienen conectados silos y tanques de agua mediante un sistema automático de alimentación; es una granja de cerdos.

—No veo ninguna huella. ¿Echamos un vistazo?

—Sí.

Esquiamos hasta la casa. Todo estaba en silencio y reinaba la quietud…, demasiada quietud. Me ponía nervioso. Darla se quitó los esquís. Intentó abrir la antepuerta, que no tenía puesto el pestillo, pero no podía porque ante ella se había acumulado demasiada nieve.

Le ayudé a retirarla hasta que la puerta pudo abrirse lo suficiente como para que nos deslizáramos al interior. Darla comprobó la puerta principal. Tampoco estaba cerrada con llave, y se abrió rechinando, como si no la hubieran usado en bastante tiempo.

—¿Quién deja sin echar la llave en la puerta delantera? —susurré.

—Mucha gente. Quizá es que quienquiera que viviera aquí no pensaba ausentarse durante mucho tiempo.

Entramos en el pequeño recibidor. Más allá vi una sala amueblada sobriamente con una mesa de café maltrecha de madera de roble, y un sofá tapizado con una tela a rayas gastada. Una enorme chimenea de piedra caliza dominaba un lado de la habitación.

—¿Deberíamos llamar? —susurró Darla.

—Sí, mejor.

—¿Hay alguien en casa? —dijo a voces.

No hubo respuesta. Me pareció oír un golpe sordo y lejano, pero quizá me lo había imaginado.

Atravesamos de puntillas el salón, hasta llegar a la cocina. Dentro del fregadero había un cuenco sucio, cubierto de una pelusa blanca, como lo que le crece encima a la comida que se deja dentro de la nevera durante demasiado tiempo. No funcionaban ni el agua ni la cocina eléctrica, claro.

Registramos la nevera y los armarios. El botín final consistió en una caja de harina de trigo para hacer crema (quedaban unos cinco centímetros en el fondo), un pote de mantequilla vegetal Crisco (vacía en sus tres cuartas partes), y cuatro paquetes de edulcorante Sweet’N Low. Apenas se podía comer.

—¿Adónde habrá ido la gente? —dijo Darla, en voz baja.

—No lo sé, ¿a buscar comida? Mucha no tenían, eso es seguro.

—Comprobemos los cobertizos.

Salimos de la casa por donde habíamos entrado, y fuimos esquiando hasta la cuadra para cerdos más cercana. Darla encontró la entrada: una puerta tan baja que tuvimos que agacharnos para pasar adentro. De la nieve sobresalía un mango amarillo apoyado en la pared metálica. Al tirar de él vi que era un hacha de tamaño normal con un mango de fibra de vidrio y una hoja de hierro oxidada. Le dirigí a Darla una mirada interrogativa. Se encogió de hombros, y dejé la herramienta en su lugar.

Bajé el tirador en forma de palanca que había en la puerta. Sólo la había abierto unos quince centímetros cuando oí un gruñido y la cerraron de un empujón desde el interior. Retrocedí de un salto y sujeté el bastón en posición defensiva.

Durante un minuto reinó una calma absoluta. No oía más que la sangre bombeando en mis oídos y el corazón golpeándome en el pecho.

—¿Hola? —grité—. ¿Quién anda ahí?

Nada.

Golpeé la puerta metálica unas cuantas veces con el bastón.

Silencio.

Empecé a abrir otra vez, unos pocos centímetros. Un poco de nieve entró al interior por debajo de la puerta. Dentro estaba demasiado oscuro como para ver nada a través de la estrecha rendija. Esperé y escuché durante unos cuatro o cinco segundos. Oí otro gruñido y la puerta volvió a cerrarse de golpe.

—Esto es muy raro, marchémonos —dijo Darla.

Estaba de acuerdo en que era extraño. Pero el hambre que sentía era mayor que el miedo.

—Necesitamos comida.

—Tal vez encontremos otra casa más adelante.

Bajé la voz para susurrar.

—Mira, no sé quién hay ahí dentro, pero si nos ponemos a luchar necesitaré poder ver.

—¿Pero qué manía tienes con eso de luchar? Marchémonos. Ya encontraremos comida en otro sitio.

—Quizá no haya otro sitio, y necesitamos la comida. Mira, sólo échame una mano con esto.

Darla me dedicó una mirada de odio durante unos segundos. Y soltó un resoplido de impaciencia. Entonces sacó una vela de mi mochila y la encendió.

Agarré de nuevo el tirador de la puerta, la abrí un par de dedos, y luego retrocedí y le pegué la patada más fuerte que pude. Se abrió más o menos hasta unos veinte grados, chocando con algo sólido. Se oyeron chillidos y una serie de golpes sordos, como de madera contra hormigón, y a continuación la puerta se abrió del todo. Agaché la cabeza y cargué al interior, con el bastón por delante. Darla me siguió con la vela.

Una vez dentro, la luz de la vela dejó a la vista un matadero. Había cadáveres de cerdo medio comidos por todas partes. El suelo resbalaba a causa de la sangre congelada. Dos marranos vivos se alejaban desesperados de la entrada, golpeteando el suelo de hormigón con las pezuñas, y con la cabeza sucia de sangre fresca.

Darla señaló algo.

—Ay. Dios. Mío. ¿Qué es eso?

Miré. A un lado del cobertizo había una hilera de corrales construidos con tubos metálicos. Estaban todos vacíos. Entonces vi lo que Darla estaba señalando: un hombre, o lo que quedaba de él, tumbado junto a la cerca. Saltaba a la vista que tenía una pierna rota: un hueso blanco amarillento sobresalía de los pantalones vaqueros desgarrados, señalándonos casi directamente. Le habían devorado la mitad de la cara y la mayor parte del torso. Los extremos roídos de las costillas sobresalían del pecho como dedos esqueléticos.

—Es repugnante —dije, y aparté la mirada.

—Sí —añadió Darla. Mientras mirábamos el cadáver, los dos cerdos vivos habían pasado cerca de nosotros para volver a la puerta. Lamieron la nieve que había caído dentro de la cuadra, gruñendo y topando con la puerta y el uno con el otro por el ansia de beber agua.

—¿Qué crees que sucedió? —pregunté.

—Supongo que este tipo se quedó sin comida y vino aquí con el hacha para matar un cerdo. Por lo general, la gente envía sus cerdos al matadero, incluso aunque la carne sea para el consumo propio, así que es posible que no supiera lo que estaba haciendo. Se rompió la pierna de alguna manera. Tal vez los animales estaban hambrientos, o muertos de sed, o lo que sea, y lo estrellaron contra esa cerca. Y cuando se desangró… bueno, los cerdos se comen cualquier cosa.

—Qué asco —dije yo—. Es una pena que no haya comida aquí dentro.

—¿Hola? Aquí hay la suficiente como para que los dos comamos durante semanas.

—Te quieres comer… No puedes hablar en serio.

Darla pateó uno de los cadáveres de cerdo. Estaba congelado.

—Es probable que los que ya están muertos se puedan comer sin problema. Pero estaba pensando que deberíamos matar uno de esos. —Señaló a los dos que estaban lamiendo nieve junto a la puerta.

—No sé…

—¿Qué, no te gusta la carne de cerdo?

—Me gusta la panceta ahumada, aunque cuando lo sacas del paquete tiene un tacto un poco viscoso.

Una sonrisa torcida le arrugó un lado de la boca.

—Urbanitas. Déjame tu chuchillo.

Se lo di.

—¿Alguna vez has matado un cerdo? —pregunté.

—No. Pero no puede ser mucho peor que matar un conejo.

Era mucho, mucho peor. Darla me dio la vela y fue a buscar el hacha que había dejado apoyada fuera.

—¿Tienes alguna idea de cuál es la mejor manera de hacerlo?

—¿Qué, no lo sabes?

—Eh, no. ¿Quizá de un golpe en la nuca como hacen algunos para matar los conejos?

—Tendría que ser un golpe del copón. —Aquellos cerdos eran enormes, de noventa kilos o más—. No sé si eso serviría. A una persona un golpe en la nuca no suele matarla; la deja sin sentido o la aturde.

—Mmm, vale.

Sujetando la herramienta con las dos manos, Darla se situó al lado de uno de los marranos. Giró el hacha para que la parte roma de la hoja quedara hacia abajo, y la levantó por encima de la cabeza. El cerdo continuaba bebiendo de la nieve, sin darse cuenta de que la muerte le acechaba.

El hacha cayó y golpeó la nuca del cerdo. El animal quedó laxo y se desplomó en el suelo. El otro puerco soltó un chillido y salió al galope, buscando refugio en el extremo opuesto del establo.

Darla soltó la herramienta y sacó el cuchillo. Lo clavó en la parte inferior del cuello del cerdo, justo por encima del pecho, y tiró de él hacia arriba, en dirección al hocico. El animal despertó y empezó a debatirse, agitando las cuatro patas en el aire como si intentara escapar. Darla pegó un grito cuando una de las pezuñas de delante le arañó una espinilla.

—¡Ay! ¡Mierda! —Retrocedió de un salto retirando el cuchillo del cuello del animal.

Manó una fuente de sangre que le regó el brazo y que a la luz de la vela brillaba como si fuera negra. Unas cuantas gotas mancharon la cara de Darla. De repente, me mareé y aparté la mirada. El cerdo empezó a chillar sin parar; lo más parecido al sonido que emitía eran los gritos a pleno pulmón de un niño con una rabieta. Nos vimos obligados a escuchar ese espantoso sonido durante al menos cinco minutos, antes de que el cerdo acabara de desangrarse por fin.

No había comido nada desde el día antes. Sin embargo, cuando vi la escena de la carnicería perdí el apetito. En ese momento tenía el estómago tan revuelto que no estaba seguro de que quisiera volver a comer nunca más.

—Si sobrevivimos a esto, voy a hacerme vegetariano.

—No si yo cocino para ti —dijo Darla.

—Muy bien, yo me ocuparé de cocinar. Espero que te guste el
tofu
.

—¿El
tofu
? Es asqueroso —dijo la muchacha de cuyo brazo goteaba sangre de cerdo—. Ayúdame con esto.

Cada uno sujetó una de las patas traseras del marrano, y lo arrastramos al exterior. Dejó un ancho rastro rojo en la nieve.

Me ofrecí para encender el fuego con la esperanza de librarme del trabajo de carnicero. Para cuando tuve lista la hoguera, Darla ya había destripado el animal e intentaba separar los jamones con el hacha de mano. Le goteaba sangre de los brazos y el pecho. Bajé la mirada un momento, intentando controlar mi estómago.

—Eso es un montón de carne, ¿no se pudrirá? —dije.

—Si tuviéramos tiempo, podríamos ahumarla. Pero me parece que prefieres no quedarte mucho tiempo por aquí.

—Cierto.

—Así que se me ha ocurrido que podríamos intentar cocinarla toda y congelarla. Si sigue haciendo frío, podemos llevarla en las mochilas sin problemas.

—Vale. Me temo que vas a decir que sí, pero ¿puedo ayudarte en algo?

Claro que podía. Y acabé casi tan ensangrentado como Darla. Al parecer, desperdiciamos una gran cantidad de carne; dejé toneladas pegadas a los huesos y la piel. Darla se limitó a encogerse de hombros.

—Sí, estamos desaprovechando un mogollón. Pero de todos modos no vamos a poder llevárnosla toda. Y esto es muy diferente a descuartizar un conejo. Estoy haciéndolo lo mejor que puedo.

Me equivocaba en lo de no volver a comer. El olor a carne asada hizo que el hambre acudiera de nuevo a mi estómago. Almorzamos un poco tarde, un bacón muy grueso que freímos en la sartén sobre la hoguera. Bueno, Darla dijo que en realidad no era bacón porque no había sido curado, pero el sabor era similar, jugoso y mucho menos salado.

Cuando iba a servirme la tercera loncha, un pensamiento cruzó mi mente y detuve mi mano en el aire, mientras me volvían las náuseas.

—Eh… nos estamos comiendo este cerdo…

—¿Y? —respondió Darla con la boca llena.

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