Cenizas (23 page)

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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: Cenizas
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El granero estaba justo al lado, pero no servía para nada. La ceniza lo había aplastado por completo: del montón de escombros asomaban al azar paneles de madera de paredes y vigas.

La parte delantera de la vivienda estaba más o menos en pie. Se habían derrumbado toda la parte posterior y el tejado, y con ello habían tirado del muro delantero para atrás y ahora se inclinaba de forma inestable en un ángulo de unos sesenta grados. No quería ni acercarme a él por miedo a que se nos cayera encima.

Cerca de la casa había un garaje. El techo y las paredes habían caído, pero algo daba soporte a la parte central de las ruinas. Me metí a gatas por debajo de un panel de pared doblado, pero no pude ver nada desde el interior. Tuve que salir, sacar una vela de mi mochila, e intentarlo otra vez.

Dentro había un enorme tractor John Deere, supuse que era una cosechadora. Aguantaba el tejado roto y creaba un área triangular lo suficientemente grande como para poder caminar por debajo. Parecía bastante seguro; estaba claro que el vehículo no iba a ir a ninguna parte. Encontrar un lugar cobijado para pasar la noche fue un tremendo alivio. Al menos no moriríamos congelados; por lo menos, no esa noche.

Llevé a Darla al interior y encendí un fuego junto al tractor con trozos de madera que recogí del granero derrumbado. Cocinar así es mucho más difícil de lo que uno podría pensar. Hice tortitas de maíz. Se quemaron un poco, pero Darla se las comió, y ella odiaba las tortitas de maíz, así que tal vez no estaba tan malo; o eso, o estaba muerta de hambre. Sacó un poco de harina de maíz de mi mochila e intentó dársela al conejo. No comió mucho.

Extendimos las mantas cerca de una de las gigantescas ruedas traseras del tractor. El suelo de hormigón era frío, pero al menos estábamos protegidos del viento.

—Buenas noches —dije cuando Darla se tumbó a mi lado. No contestó, sólo rodó para ponerse de cara a la descomunal rueda. Acerqué la mochila para usarla de almohada, y me giré de espaldas a ella, sobre el costado izquierdo.

Cuando desperté, Darla se había arrimado a mi espalda y echado un brazo sobre mi cadera. Estar acurrucados así me mantenía caliente. El calor de su cuerpo casi bastaba para contrarrestar el frío que subía del suelo de hormigón. Me quedé tan quieto como pude, intentando disfrutar de la silenciosa mañana y del cómodo peso de su brazo sobre mi cuerpo.

La primera señal que tuve de que quizá Darla se estaba despertando fue cuando me apretó más fuerte con el brazo y se me acercó más. Tal vez en ese momento despertara del todo, porque pocos segundos más tarde apartó el brazo con brusquedad y rodó para alejarse de mí.

Tomamos un desayuno frío y recogimos las cosas en silencio.

Esa mañana, un poco más tarde, empezó a nevar. Los grandes copos bajaban flotando con pereza y durante un rato se nos pegaban a la ropa, antes de fundirse. Al principio fue genial. Al ir acumulándose la nieve sobre la carretera, los esquís se deslizaban con mayor facilidad. Pasado un rato avanzábamos a mayor velocidad de la que yo había logrado desde que salí de Cedar Falls.

Pero el viento cobró fuerza y la nevada se hizo más densa. Cada vez resultaba más difícil ver. El viento me azotaba el lado izquierdo de la cara y me arrojaba partículas heladas dentro de los ojos. Me habría gustado tener las gafas de esquí de mi padre, pero las había perdido cuando se incendió la casa de Darla. Ninguno de los dos llevábamos ropa adecuada para ese clima. Cuando paramos a comer, empecé a tiritar de manera incontrolable.

Los labios y la nariz de Darla estaban azules. Tenía las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros, y vi que le temblaban los hombros. Me costó bastante volver a guardar las cosas en la mochila debido al tremendo temblor de las manos.

Me puse a esquiar a buen ritmo para intentar entrar en calor. La ventisca empeoró. Esquiaba por el borde de la carretera, buscando buzones de correos o cualquier otra cosa que indicara que había un sitio en el que podíamos refugiarnos. En dos ocasiones me salí del camino sin querer y tuve que subir de lado desde la cuneta con gran dificultad.

Esquiamos cuesta arriba por una pendiente poco empinada durante un rato. De repente, la inclinación cambió y adquirí velocidad en el descenso. Supuse que habíamos llegado a alguna cima y comenzábamos a bajar por la ladera contraria, pero no la veía. Apenas podía ver mis esquís.

Aceleré de manera peligrosa. El viento y la nieve me golpeaban en la cara y pintaban el mundo de un blanco cegador. En un intento desesperado de frenar un poco el descenso, incliné los extremos posteriores de los esquís hacia fuera, en forma de V. Esperaba que Darla no se estrellara contra mí. Y también que siguiera detrás de mí. No podía oír nada a causa del aullido del viento, y estaba tan concentrado en no salirme de la carretera que no podía arriesgarme a mirar atrás.

Me incliné hacia delante y entrecerré los ojos para intentar ver la carretera que tenía por delante. Me caían lágrimas de los ojos escocidos por el viento, y se me congelaban en las mejillas. Teníamos que encontrar un lugar donde poder detenernos, pero no podía distraer mi atención para buscar: necesitaba poner todos mis sentidos en aguantarme de pie y no salirme de la carretera.

Me precipité entre unas ramas que al partirse me arañaron brazos y piernas. Una ramita de árbol me golpeó la cara y me dejó una línea dolorosa en la mejilla helada. Las puntas de los esquís se atascaron en algo y volé hacia delante al soltarse las botas de las fijaciones. Me sumí en la oscuridad.

Capítulo 33

ATERRICÉ en el agua. Estaba tan fría que el contacto fue como una descarga eléctrica, como si me electrocutaran todo el cuerpo. Me retorcí entre el pánico, intentando sacar la cabeza a la superficie. Una violenta niebla gris y blanca me llenó los ojos: agua que corría y nieve arrastrada por el viento, indistinguibles la una de la otra e igual de gélidas. Rocé algo con la mano izquierda y me agarré a ello; un matojo de hierba seca o unas cañas, quizá. Saqué la cara del agua y llené mis pulmones de aire con desespero.

La corriente me tiraba de las piernas e intentaba sumergirme otra vez. Grité y tensé el brazo izquierdo con la esperanza de salir de la corriente, pero la hierba, o lo que fuera, comenzó a desprenderse de la orilla. Manoteé a mi alrededor con la derecha, buscando algo más sólido a lo que sujetarme. Ese movimiento acabó por arrancar la vegetación. Volví a hundirme en el agua.

Esta vez me sumergí a mayor profundidad, y la luz disminuyó hasta la de un anochecer de pleno invierno. Mi pie izquierdo se atascó en unas rocas e impidió que el río me arrastrara. Reinaba un extraño silencio; el agua apagaba todos los sonidos salvo el de la sangre circulando en mis oídos. ¿Era así, pues, la manera en que acabaría mi vida? ¿Ni con la abrasadora llama de un incendio, ni con la detonación de una escopeta? ¿Atrapado en el abrazo helado del lecho de un río, a oscuras y en silencio?

Continuaba forcejeando, luchando para aferrarme a algo o nadar hasta la superficie, pero apenas podía sacar el pie izquierdo atrapado de entre las rocas. Me pregunté si mi madre llegaría a averiguar qué me había sucedido, o si Darla daría media vuelta y regresaría a Worthington cuando supiera que yo había muerto; tal vez allí estaría a salvo.

Una mano se movía dentro del agua, por encima de mí, buscándome. Intenté agarrarla, pero no lo logré, y desapareció. La corriente me giró parcialmente de lado, e incliné la cabeza para intentar ver el lugar en que había aparecido la mano.

Algo me tiró con fuerza del pelo. Sentí que la roca que me atrapaba el pie se levantaba a la vez que me sacaban del agua tirándome del cabello. En el momento en que mi cabeza alcanzó la superficie, no tuve aliento para nada más que una tos acuosa. Allí estaba Darla, sujeta a un arbolillo e inclinada sobre la corriente. Extendí un brazo y me sujeté a su muñeca.

¡Pero qué fuerte era esa chica! Me sacó del agua con una sola mano y me dejó sobre la orilla, jadeante. Giré la cabeza y vomité una mezcla de agua de arroyo con el desayuno. Tomé una gran bocanada de aire gélido, lo que me provocó un ataque de tos convulsiva. Darla me hizo rodar boca abajo y me golpeó la espalda. Cuando se me pasó la tos, me llevé una mano a la cara y vi que estaba temblando; intenté detenerla, pero no podía. Al cabo de pocos segundos el resto de mi cuerpo también comenzó a temblar de modo incontrolable.

Darla me cogió por debajo de un brazo, y medio me guió medio me arrastró a lo largo del arroyo, río arriba. Yo no dejaba de dar traspiés, tropezando con todo. Cada vez que empezaba a caer, Darla tiraba con fuerza de mi brazo para ponerme recto, y me obligaba a avanzar.

Intenté preguntarle adónde me llevaba, pero tiritaba tanto que no se me entendió nada. Necesitaba hasta la última pizca de concentración para seguir adelante sin caerme, y apenas lo estaba logrando.

Nos abrimos paso a través de una densa maleza despojada de hojas por la lluvia de ceniza y el frío. Darla me llevó de vuelta al puente que yo no había visto. Debajo había una zona de tierra entre los cimientos y la corriente que quedaba resguardada de la ventisca.

Cuando me soltó el brazo, caí sobre la tierra. Quedé allí tumbado, temblando con tanta brusquedad que no podía ni levantarme. No notaba brazos y piernas; suponía que aún los tenía pegados al cuerpo, pero no los sentía. Darla me hizo rodar boca abajo y me quitó la mochila de la espalda.

Fui vagamente consciente de que revolvía y apartaba cosas a un lado. Una manta que chorreaba agua cayó cerca de mí con un sonido de bofetada sobre la tierra. Sacó una camiseta mojada y un pantalón que parecía estar un poco más seco. Permanecí boca abajo en la tierra, tiritando sin parar.

Encontró una muda de ropa casi seca que estaba metida entre tantas cosas que el agua apenas la empapó mientras estaba sumergido. La dejó a mi lado y me dio la vuelta. Intenté ayudarla, pero los brazos y las piernas que ni siquiera sentía no respondían a mis órdenes mentales. El giro me provocó una intensa ola de náuseas y volví a sufrir arcadas, pero no me quedaba nada que vomitar en el estómago.

Darla intentó desabotonarme la camisa con dedos torpes. No lo consiguió; las manos le temblaban demasiado. Después de tres intentos fallidos, sujetó la camisa por las solapas y tiró con fuerza. Los botones saltaron, y uno de ellos rebotó en el contrafuerte del puente.

Darla me quitó las botas de esquiar y el resto de la ropa mojada. La mayor parte de las prendas me las tuvo que arrancar. No podía ayudarla. Tumbado en el suelo desnudo, se me ocurrió que debía esconderme: en ese momento me parecía muy buena idea cavar un agujero en la tierra y acurrucarme dentro, donde estaría a salvo y abrigado. Era una locura, por supuesto. El suelo de debajo del puente estaba casi tan frío como la nieve de arriba. Pero a mi mente helada le parecía que era una buena idea.

Darla me subió por las piernas unos calzoncillos. Eran anticuados. Pensé en protestar, pero fui incapaz de reunir la energía necesaria para ello. Cuando me levantó los brazos para pasármelos por las mangas de una camiseta, vi que había estado arañando la tierra, supongo que intentando cavar el agujero.

Me puso unos vaqueros y una camisa, pero no se molestó en abotonarlos. Tras cubrirme con la manta seca que llevaba en su mochila, desapareció en la ventisca cegadora que continuaba más allá del puente.

Sentí que un calor maravilloso invadía mi cuerpo. Dejé de temblar. Tenía los brazos y las piernas calientes…, demasiado calientes, así que me senté, saqué el torso de debajo de la manta e intenté quitarme la camisa. Algo no acababa de funcionar bien. Intenté coger un puño de la camisa, sin éxito. Volví a intentarlo, pero los dedos no se cerraron sobre la tela. Al tercer intento conseguí quitarme una manga. Pasé de la otra. Sonreí mientras disfrutaba del calor que inundaba mi cuerpo. Todo se ralentizó. Observé cómo descendía cada copo por el borde del puente, y parecía que tardaran varios minutos en llegar serpenteando al suelo.

Darla regresó con los brazos cargados de leña seca. Puede que me dijera algo; fue un sonido hueco y lejano, así que quizá era sólo mi imaginación; algo parecido a «¡Déjate puesta la maldita ropa, Alex!». Soltó la leña, volvió a meterme el brazo dentro de la manga, y me cubrió los hombros con la manta. Tenía demasiado calor. Intenté decírselo. Lo que me salió por la boca en ese momento para mí tenía todo el sentido del mundo, pero luego ella me contó que había dicho: «Colinas verdes bañan azul de luz solar.»

Darla rebuscó entre el equipaje y sacó una vela y una caja de cerillas de cartón. Frotó una en el rascador. Nada. Tiró a un lado las cerillas mojadas y buscó más adentro de la mochila. Encontró una caja de cerillas de madera que había permanecido seca, y usó una para encender la vela. Acercó ramitas a la llama que produjeron siseos y pequeños estallidos al secarse, y al final consiguió encender un fuego.

Dejó la vela en el centro del fuego. Quise protestar —nos quedaban muy pocas—, pero no hubo manera de que pronunciara bien las palabras. Añadió leña hasta obtener una hoguera rugiente que no tardó en dejar una mancha negra en el hormigón del arco del puente, por encima de nosotros.

Darla me empujó para ponerme de lado, de cara al fuego. Se metió bajo la manta por detrás de mí, y me echó un brazo por encima para abrazarme contra su cuerpo. Aún tenía el brazo húmedo, pero yo lo sentía tibio en mi costado. Su mano asomaba por la manta; incluso a la luz anaranjada del fuego se veía azul e hinchada. Algo me rozó el pelo y miré para arriba; el conejo estaba sentado junto a mi cabeza.

Irónicamente, cuando el fuego me calentó el cuerpo empecé a tiritar de nuevo. Darla no había dejado de temblar en ningún momento. Le cogí el brazo, se lo rodeé con las dos manos y lo puse contra mi pecho.

Permanecimos temblando juntos bajo la manta, del modo en que yo había imaginado que podían abrazarse los amantes después de hacer el amor; aunque no lo sabía con certeza. No sé muy bien por qué en ese momento mi mente se puso a pensar en el sexo y en el hecho de que yo todavía era virgen. Tal vez tenía algo que ver con la muerte, con lo cerca que había estado de mi fin. La consciencia de eso se me clavó en el pecho como un cuchillo e hizo que me faltara el aliento. La Dama de la Guadaña había vuelto a visitarme, incluso me pinchó con su arma, pero Darla me había sacado por los pelos de su oscuro reino.

Apreté con más fuerza su brazo en mi pecho, y saboreé la sensación que me produjo una lágrima al deslizarse con lentitud entre la frente y la nariz. En el mismo instante en que dejé de temblar, me quedé dormido.

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