616 Todo es infierno (16 page)

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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

BOOK: 616 Todo es infierno
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–Unos ojos, un rostro que lo dejó petrificado. Se frenó en seco y no pudo evitar que lo cogieran. Por suerte salvó su vida.

–¿Podría yo ponerme en contacto con el padre Horace?

–Lo siento, pero murió al poco tiempo. Un infarto fulminante.

–Vaya…

–Sé lo que estás pensando.

–¿Y me equivoco?

–No lo sé. Quizá su muerte tuvo relación con la entidad del fuego o quizá no. Fray Giulio también vio esos ojos y ha pasado de la centena. Probablemente fue algo… casual.

–Sí, supongo que es lo más lógico. Aunque estoy desorientado.

El cardenal se inclinó en la mesa y puso su mano en el hombro de Albert. Hubiera preferido que se mantuviera al margen de todo aquello. Pero no era él quien había decidido inmiscuirle.

–No pretendo abrumarte con más elementos nuevos en tu investigación, pero aún debo mostrarte un códice. Por eso estamos aquí. Sé que fray Giulio te habló de él.

–Sólo lo mencionó, pero no me dijo lo que contiene.

–Enseguida tendrás respuesta a eso. Sigúeme.

Los dos hombres abandonaron la cafetería y regresaron al ascensor. Franzik sacó una pequeña llave y la introdujo en el panel de mandos. Después pasó su tarjeta de identificación por el lector al efecto y oprimió el botón del cuarto sótano. Se trataba del modo de acceso al área restringida, el hipogeo del Archivo Secreto Vaticano. En él se custodiaban muchos documentos confidenciales, fuera del alcance de los investigadores acreditados. Allí sólo accedían unos pocos religiosos adscritos al Archivo y los especialistas contratados para restauración y catalogación de los fondos. Como si de una corporación de alta tecnología se tratara, o de una organización militar, todos firmaban un contrato en que se incluía una cláusula de confidencialidad.

El códice que el cardenal Franzik y el padre Cloister iban a consultar era una de esas piezas históricas secretas, una de las más desconcertantes y sugestivas que se guardaban en el
Archivio.
Se trataba de un conjunto de páginas de papiro, poco más de una treintena, y de unos veinte por treinta centímetros de tamaño, encuadernadas en unas tapas de cuero rodeadas por una cinta del mismo material. Franzik pidió a Cloister que se pusiera unos guantes para manipular el vetusto libro, que descansaba sobre una mesa japonesa de madera flexible, usada para las restauraciones. La luz era fría y tenue, y el ambiente de la estancia exquisitamente controlado en cuanto a temperatura y humedad. Los dos hombres se sentaron frente al libro, abierto ya por la página correcta, en un par de banquetas altas.

–Es sólo un fragmento -dijo Franzik, señalando la podrida hoja-. Lo que quiero mostrarte está recogido dentro de este códice, datado en el siglo n de nuestra era por su composición, estilo y escritura. La prueba del radio-carbono lo confirma. Aparte de que, por estar escrito en griego y sobre papiro corresponde a la región de Egipto o de Palestina, ignoramos todo lo demás. Quién o quiénes lo escribieron, en qué fuentes se basaron, cuál era su finalidad. Ni siquiera se sabe cómo llegó a formar parte de la biblioteca de San Juan de Letrán antes de venir a este archivo. Por suerte no se perdió durante el expolio de Napoleón, como otros textos irreemplazables. Pero lo verdaderamente importante es… Mira, aquí está. Ten cuidado con el papiro. Intenta no tocarlo.

Cloister se inclinó sobre la mesa. El códice reposaba en ella como el resto de un antiguo naufragio. El cardenal señalaba un párrafo, algo desvaído pero legible. Se refería a las tentaciones de Jesús en el desierto:

TODO ES INFIERNO

La frase asaltó al jesuíta. Levantó la vista y la dirigió hacia su jefe. Allí había unos hilos entretejidos. Pero más que los hilos de la Providencia, parecían componer una densa tela de araña: peligrosos, estremecedores, desconcertantes. Aquello era una búsqueda que tenía sus pistas desperdigadas en el tiempo. Era imposible saber todavía adonde conducían, aunque en la mente del padre Cloister no cabía que se tratara de casualidades. Hay sombras tan densas que, al arrojar luz sobre ellas, en lugar de disiparse se hacen aún mayores.

–Y eso no es todo, querido Albert -añadió Franzik, que dio la vuelta a varías hojas con sumo cuidado-. Un poco más adelante se menciona el postrero grito de Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Y se afirma que sólo quien consiga resolver ese enigma conocerá la verdad. Si eso es exacto, ahí está la llave. De eso estoy seguro, aunque ignoro lo que puede abrir.

–La verdad… -musitó Cloister, sin que se tratara de una respuesta a las dudas del cardenal.

–La verdad, sí. Una verdad que tú habrás de descubrir. No soy capaz de imaginar a nadie más preparado para ello. Y, además…

El cardenal se detuvo, con una mirada extraña.

–¿Además…? – inquirió Cloister.

–Hay algo que… hay una lógica detrás de todo esto. Es como si… algo te estuviera buscando a ti. No es mi intención decir tonterías, ni asustarte. Pero lo siento así. ¿Qué piensas? ¿Crees que son los desvarios de una mente que entra en sus últimos años de lucidez?

–En absoluto, monseñor. Yo también empiezo a tener esa sensación. Esa convicción. Algo me está guiando. Pero ¿por qué?

–No creo que nadie pueda responder a esa pregunta. Salvo tú mismo. Con la ayuda de Dios, naturalmente. Debes tener valor, mi buen Albert.

–Espero ser digno. Mi corazón y mi alma anhelan desvelar esa verdad.

Capítulo 13

Boston.

Daniel se quedó dormido al poco de marcharse la madre Victoria. Su respiración fatigosa se mezclaba con gemidos y esporádicos movimientos involuntarios de sus párpados y extremidades. Audrey se acomodó en la silla donde había estado sentada la monja. Posó la mirada en Daniel y en su rosa, y permaneció así durante largo tiempo, hasta que el sueño consiguió vencerla también a ella.

Se despertó alterada, aunque no hubiera ninguna razón para eso. Si había tenido una pesadilla, no la recordaba. Comprobó que Daniel seguía durmiendo con su sueño agitado. Audrey suspiró. Su ánimo se resistía a volver a la normalidad. Puede que sus sentidos presintieran algo que a Audrey se le escapaba. Este incómodo pensamiento la impulsó a levantarse de la silla. Fue hasta la ventana y se puso a mirar por ella. Recordó que Joseph había hecho lo mismo el día en que se conocieron. Qué lejano parecía ahora aquel primer encuentro…

–Lu… ees.

Daniel hablaba en sueños. Audrey se acercó a la cama y puso una mano sobre el cuerpo del anciano, para intentar tranquilizarlo.

–Shhh. Calma, Daniel.

–Globos… amarillos. Hay glo… bos amarillos. Algodón… dulce y un… ¡niño! – Daniel sonrió en su sueño. Era una sonrisa benigna e infantil, que de pronto se convirtió en una mueca de terror-. No… no vayas… No… ¡NOOO!

El viejo se despertó. Sus ojos, completamente abiertos y aterrorizados, miraron hacia Audrey sin conseguir verla. La psiquiatra estaba aturdida. Ella recordaba una escena de su pasado en la que había globos amarillos y algodón dulce… y también un niño pequeño. La tenía grabada a fuego en su memoria. Audrey tomó conciencia de la frase «No vayas» que Daniel había dicho. ¿Se referiría al niño? Agarró al anciano con ambos brazos y lo zarandeó sin contemplaciones.

–Sigue hablando, Daniel, por favor. ¡Habla!

Su expresión bobalicona había regresado. Ignoraba por completo a qué se refería Audrey, que sintió una impotencia dolorosa.

–Au… drey, me haces… daño. – Ella relajó sus manos crispadas y soltó los brazos de Daniel, en los que dejó las marcas rojizas de los dedos-. ¿Estaba… soñando?

–¿Recuerdas algo del sueño?

Era una pregunta vacía y Audrey era consciente de ello. Daniel negó con la cabeza.

–¿Estás enfa… dada, conmigo?

Audrey empleó todas sus fuerzas para recuperar la calma e intentar mostrarse sincera al decir:

–No estoy enfadada. Tranquilo, Daniel. Todo esto acabará bien. Te lo prometo.

–¿De… verdad lo… crees, Audrey?

–Sí.

Daniel sonrió. Pero había algo erróneo en su sonrisa. El corazón de Audrey empezó de nuevo a latir agitadamente.

–¿De verdad crees que todo va a salir bien, Audrey? ¿De… verdad… que… sí?

La mueca de Daniel que simulaba una sonrisa dio paso a una carcajada siniestra. Audrey había caído en su engaño. Era el otro Daniel quien le hablaba ahora. Quizá había sido él todo el tiempo. ¿Cómo podría Audrey saberlo?

–Tú otra vez… -dijo ella entre dientes-. ¿Qué quieres de mí?

–Oh, eso lo sabrás a su debido tiempo. Por ahora limitémonos a preguntarnos qué quieres tú de mí.

–No te comprendo.

–Te lo dije el otro día, Audrey. Yo sé lo que tú deseas saber.

–¿Y qué es lo que yo deseo saber? – gritó Audrey, furiosa.

Daniel había salido de la cama y recorría la habitación mientras hablaba, como un profesor impartiendo su clase. Audrey se había colocado de nuevo junto a la ventana, para estar lo más lejos posible de él.

–La verdad sobre Eugene, Audrey.

Al oír aquel nombre, ella sintió un dolor insoportable. Cuando reunió fuerzas para hablar otra vez, su voz sonó vacilante y demasiado aguda:

–Tú no puedes saber lo que le ocurrió a Eugene.

El argumento de Audrey se basaba en admitir que Daniel era un telépata con visión remota que se manifestaba a través de la personalidad del Daniel oscuro. Por tanto, sólo podía saber sobre ella y su pasado lo que la propia Audrey supiera o recordara. Pero no más que eso. Una conclusión inevitable de ese supuesto era que Daniel podía saber quién era Eugene, pero no qué había ocurrido con él.

–Crees que mis poderes -dijo el viejo con el rostro encogido, simulando compasión- no me permiten saber lo que tú no sabes, ¿no es cierto?… Te equivocas, Audrey.

–Sólo Dios puede saber lo que tú dices que sabes… Sólo Dios y el Demonio.

–¿Y quién dices tú que soy yo?

–No puedes ser Dios, y tú no eres el Demonio. Así es que no te creo.

–¡Bienaventurados los que tienen fe, porque ellos son seres únicos! Tú, en cambio, perteneces al enorme y mediocre grupo de los incrédulos. Vosotros necesitáis ver para creer.

A Audrey ya no le sorprendía tanto el cambio de personalidad de Daniel, las expresiones elaboradas de su otro yo, sus paródicas referencias a citas y hechos religiosos. Pero esta vez Audrey detectó algo nuevo, que logró inquietarla. Una ansiedad animal. Este Daniel deseaba demostrarle que no mentía. La psiquiatra estaba segura de que sus promesas eran falsas. Por eso dijo:

–Demuéstrame que lo que dices es cierto y creeré en ti.

Daniel inspiró profundamente. Audrey creyó ver que su rostro se transfiguraba y que unos ojos terribles sustituían a los de Daniel durante un segundo. Luego, él le agarró su mano izquierda por la muñeca. Fue algo tan inesperado que a Audrey no se le ocurrió resistirse. Daniel extendió entonces el índice de su diestra y empezó a escribir con él una palabra, en la palma de Audrey, letra a letra.

Era un nombre: «Karen».

Por último, Daniel cerró con su mano la de Audrey, y dijo:

–Lo que has pedido, hecho está… Y ahora vete. Ya has oído a la monja: Daniel tiene que descansar.

Audrey recorrió con pasos acelerados la distancia entre la residencia y su coche. Al entrar en él, activó el cierre centralizado, aunque eso no le hizo sentirse más segura. No acertaba a explicarse qué era lo que la atemorizaba, pero tenía una sensación… Se notaba sucia por dentro.

Miró la mano en la que Daniel había escrito el nombre. Casi esperaba encontrar en ella algo inusual, aunque no sabía qué. Pero su mano estaba igual que siempre. Todo eran imaginaciones suyas, se repitió varias veces, en un intento de acallar la voz que, insistentemente, le peguntaba: «¿Y cómo explicas lo de Eugene?».

–Eugene…

Daniel era telépata. Ahí estaba la explicación. El había penetrado en su cerebro -Audrey casi sintió náuseas al pensar esto- y había encontrado en su memoria los recuerdos de Eugene, igual que logró encontrar los de la «Estatua de las Tres Mentiras» y la noche de Harvard. Afirmar de sí mismo que era el Demonio y escribir aquel nombre en la palma de su mano, había sido una mera escenificación, un truco hábil para hacerle perder los nervios.

La voz en la mente de Audrey se calló. Aunque la psiquiatra supo que sus argumentos no la habían convencido. Tomó una gran bocanada de aire y arrancó el coche. Necesitaba alejarse de la residencia y de Daniel. Recorrió dos manzanas, con la mirada siempre puesta en la calzada, de un modo hipnótico, intentando dejar la mente en blanco. Pero sus pensamientos caminaban por sí mismos, quisiera ella o no…

–¡Maldita sea!

Audrey hizo frenar al coche en seco. De haber venido otro vehículo por detrás, no habría podido esquivarla. Sólo ahora se dio cuenta de ello. Estaba aturdida y decidió, juiciosamente, aparcar el coche junto a la acera.

Sacó del bolso su teléfono celular, marcó el número de otro celular y esperó.

–¿Sí?

–¡Michael!

–¿Audrey…?

El profesor no estaba seguro de que fuera ella.

–Sí, soy Audrey.

–¡Ah, hola! ¿Qué tal estás? ¿Me oyes bien? Estoy en un restaurante y aquí hay un ruido de mil demonios.

–Sí, consigo oírte. Llamaba para saber si… ¿estás bien?

–¿Ocurre algo? Te noto un poco rara… ¡Mike, hijo, suelta eso! Perdona, Audrey, este crío es un demonio. ¿De qué estábamos hablando?

–¿Tu mujer también está contigo?

–Sí. Y los tres vamos a comernos un delicioso «Especial de Joe».

–¿Un «Especial de Joe»? – preguntó Audrey, con voz ahogada.

–Sí, de El Grill de Joe. Aquí, en la calle Dartmouth, junto al edificio Vendange. ¿Lo conoces?

–Está cerca de mi consulta.

–Pues si te animas a venir, ya sabes. Todavía no nos han traído la cena.

–No, gracias. Yo… no tengo hambre.

–¿Seguro que estás bien, Audrey? – Ella colgó el teléfono. Las manos le temblaban otra vez. Pero en esta ocasión era de alivio.

A Audrey le llevó más tiempo del habitual llegar a su consulta. La lluvia había aparecido para rematar la soleada jornada. Miles de coches se arrastraban con una angustiosa lentitud por las calles mojadas, como si formaran parte de una procesión. Audrey se dijo que era el final apropiado para un día horrible como aquel. La molesta lluvia era lo único que faltaba para terminar de abatirla. La tristeza la envolvía de un modo casi tangible. Daniel había echado un puñado hiriente de sal en la herida abierta que siempre sería Eugene.

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