616 Todo es infierno (19 page)

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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

BOOK: 616 Todo es infierno
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–A… mén -dijo Audrey con voz entrecortada.

El inocente jardinero había abandonado la habitación. Su cuerpo lo habitaba ahora el ser que llevaba atormentándolo desde el incendio del convento. Con ese fuego se inició el torrente de sucesos casi inimaginables que había desembocado en este exorcismo, en el preciso momento de medir realmente las fuerzas del Bien y del Mal. Porque los dos contendientes se encontraban ya en el campo de batalla.

–Buenas tardes, padre Gómez -dijo el Daniel oscuro, en un remedo de burlona cortesía.

Mientras hablaba, se dedicó a mirar con curiosidad las correas que lo aferraban a la cama.

–¡Por fin te atreves a mostrarte, cobarde Satanás!

Audrey tuvo que reconocer que el exorcista había identificado al momento la presencia diabólica y que no se había amilanado ante ella. Lo que Audrey deseaba era que esa entereza se mantuviera y que su exceso de confianza no le hiciera fracasar.

–¿Me llamas cobarde, sacerdote?

El tono del Daniel oscuro seguía siendo burlesco, pero el exorcista ignoró sus palabras. Eso le habían enseñado a hacer. Aferró con más fuerza que nunca el libro que sostenía entre las manos, y leyó:

–Bajo la protección del Altísimo, les he dado poder de caminar sobre serpientes y para vencer todas las fuerzas del enemigo…

–¿No me contestas? ¿Te niegas a escucharme? – preguntó Daniel.

El padre Gómez alzó la voz:

–Tú eres, Señor, mi refugio. Tú que vives al amparo del Altísimo y resides a la sombra del Todopoderoso, di al Señor: «Mi refugio y mi baluarte, mi Dios, en quien confío». Tú eres, Señor, mi refugio.

–Eso pensaba también aquella muchacha de Guatemala… Que el Señor era su refugio. Pobre insensata…

El exorcista vaciló. Su silencio no llegó a durar un segundo, pero Audrey se dio cuenta de que vaciló antes de proseguir con la letanía:

–Él te librará de la red del cazador y de la peste perniciosa…

–Vivía en aquella cabaña infecta -siguió hablando Daniel, con su voz insidiosa-. Tenía sólo doce años, ¿verdad?

Audrey se apartó aún más de Daniel. Éste seguía sentado en el borde de la cama, con los brazos extendidos. Pero su semejanza con un Cristo crucificado resultaba ahora blasfema. Daniel exhalaba una maleficencia casi física, con la que Audrey temía contagiarse, quizá irracionalmente. O quizá no. El padre Gómez se mantuvo firme, en cambio. Aunque Audrey juraría que, de no haber tenido él que sujetar el libro del ritual entre las manos, se habría tapado con ellas los oídos para no tener que escuchar las palabras venenosas de Daniel.

–… Te cubrirá con sus plumas -dijo el exorcista, en voz más alta-, y hallarás un refugio bajo sus alas. No temerás los terrores de la noche, ni la flecha que vuela de día, ni la peste que acecha en las tinieblas, ni la plaga que devasta a pleno sol. Tú, Señor, eres mi refugio.

–La niña tenía sólo doce años, sí. Y ya guardaba un pequeño secreto.

Daniel miró a Audrey, que se estremeció.

–Aunque caigan mil a tu izquierda y diez mil a tu derecha, tú no serás alcanzado: su brazo es escudo y coraza…

–¡ESCÚCHAME, SACERDOTE!

Las correas se rasgaron por sí solas con un ruido breve y seco. Una ráfaga de aire fétido les agitó las ropas. El grito de Audrey se perdió entre las manos con las que se tapó la boca.

–… Con sólo dirigir una mirada, verás el castigo de los malos.

Nervioso, el padre Gómez continuó. Pero Daniel volvió a interrumpirle mientras se desataba tranquilamente los restos de las correas que seguían atados a sus muñecas:

–He dicho que… ¡ME ESCUCHES!

El exorcista se quedó rígido y, luego, comenzó a andar hacia atrás, hasta estrellarse contra la cómoda sobre la que descansaba la cámara digital. Faltó poco para que el fuerte impacto la hiciera caer al suelo. Alguien que viera grabado ese momento podría pensar que fue el propio exorcista quien caminó de espaldas y se tropezó accidentalmente con la cómoda. Pero Audrey sabía que no era eso lo que había ocurrido. Ella vio la mueca de pánico que se apoderó del rostro del padre Gómez. El exorcista no se había movido por su voluntad. Daniel le había hecho moverse como una marioneta.

El anciano jardinero habló otra vez. Y su voz era temible:

–Tú la mataste.

–¡Fue el demonio que la poseía quien la mató!

Así se defendió el exorcista. Estaba gateando por el suelo, bajo la pérfida mirada de Daniel, con el rostro desencajado y balbuceando: «El libro, ¿dónde está el libro?».

–¿Sabías que estaba embarazada?

El padre Gómez se quedó mudo y se detuvo. No lo sabía. Audrey, que estaba acurrucada en una esquina, se limitaba a observar. El libro que buscaba el exorcista había ido a parar entre los pies de Daniel, que lo cogió del suelo y se lo lanzó por el aire.

–Aquí tienes tu libro, sacerdote.

El se incorporó a duras penas, con el libro aferrado en su mano diestra. Respirando agitadamente, buscó el punto del ritual en el que éste se había interrumpido, pero no consiguió encontrarlo. Desesperado, agarró la cruz que había sobre la cama y, poniéndola entre él y Daniel, a modo de escudo, comenzó a leer a gritos en una página cualquiera:

–¡Apártate de este siervo Daniel, a quien Dios hizo a su imagen, colmó con sus dones y adoptó como hijo de su misericordia. Te conjuro, Satanás, príncipe de este mundo: reconoce el poder y la fuerza de Jesucristo, que te venció en el desierto…!

Estas palabras hicieron que ocurriera lo que ya parecía imposible. Daniel empezó a retorcerse, como si las simples palabras fueran flechas ardientes. Audrey contempló horrorizada los terribles cambios que se desataron en el cuerpo del anciano y que la cámara no llegó a captar de un modo claro. Algo se movía por debajo de la piel de Daniel. Algo escurridizo, que deformó su cara y que le hizo arrancarse la camisa entre aullidos de dolor.

–¡Dios, Dios, Dios! – gimió Audrey.

El torso de Daniel estaba surcado por una malla de venas negras. Palpitantes. Vivas. Que iban cambiando de forma y de posición por debajo de su piel.

Audrey se volvió hacia el exorcista. La expresión de él era casi lunática. Y la misma locura se transmitía a sus palabras, dichas a voces:

–¡… Superó tus insidias en el Huerto, te despojó en la cruz y, resucitado del sepulcro, transfirió tus trofeos al reino de la luz: retírate de esta criatura, de Daniel, a la cual Cristo al nacer hizo su hermano y al morir lo redimió con su sangre. TE CONJURO, SATANÁS, QUE ENGAÑAS AL GÉNERO HUMANO…!

De la boca de Daniel surgió una mezcla de mil voces abominables, que gritaron su agonía en mil lenguas distintas.

Era el momento.

El demonio que poseía a Daniel estaba a punto de ser derrotado. Audrey tenía que preguntarle por Eugene. Ahora que estaba más débil que nunca. Antes de que el exorcista lo expulsara por completo.

Audrey se arrodilló junto a la cama en la que Daniel continuaba retorciéndose, aullando de un modo espeluznante. El padre Gómez estaba tan absorto que no se molestó en reprenderla. Se limitó a proseguir con el ritual, gritando con todas sus fuerzas las palabras que creía poderosas. Del oído derecho de Daniel emergió de pronto un líquido negro que salpicó el rostro de Audrey. Olía a muerte y a decadencia. Ella sintió una arcada y, a continuación, unos dolorosos calambres le comprimieron el estómago vacío. Con un sabor amargo a bilis en la boca, Audrey se dispuso a preguntarle a Daniel qué había ocurrido con su hijo Eugene. La cara de Daniel estaba mirando al lado contrario de la psiquiatra. Cuando la volvió hacia Audrey, todas sus esperanzas se desvanecieron.

El demonio que lo poseía y que el exorcista pensaba estar muy cerca de derrotar, le había guiñado un ojo, como ya hiciera en otra ocasión. Había vuelto a engañarla. Los había engañado a los dos. Una risa cruel e infinitamente remota surgió de aquella criatura maléfica, que gritó:

–¡TODO ES INFIERNO!

Las palabras del exorcista se detuvieron.

Y Audrey, simplemente, se rindió.

–Acércate -pidieron las voces demoníacas que hablaban como una sola.

Ellas susurraron algo al oído de Audrey. La verdad que ansiaba conocer.

Segunda Parte

Nada es más necesario que la Verdad.

FRIEDRICH NIETZSCHE.

Capítulo 15

Boston.

La mañana era espléndida. Ni siquiera el intenso tráfico del centro, con todo su barullo, podía deslucir un día tan hermoso. El padre Cloister introdujo una moneda en la ranura de una máquina expendedora de diarios, levantó la tapa y sacó uno de su interior. Sólo miró la primera plana un momento antes de doblarlo y ponérselo debajo del brazo, entre su hombro y el grueso maletín de cuero negro que asía firmemente en su diestra. Llamó a un taxi. Dentro, después de indicar al conductor su destino, abrió el diario y vio la noticia de un suceso muy triste: la muerte de una joven monja durante un exorcismo en Rumania.

Las autoridades policiales rumanas han informado del fallecimiento de una monja ortodoxa de veintitrés años el pasado jueves, tras ser crucificada por un sacerdote y otras cuatro religiosas que la acusaban de posesión diabólica. La víctima, que pertenecía al monasterio de Santa Trinidad de Tanacu, fue privada de agua y alimento durante tres jornadas antes de la crucifixión. La policía explicó que el pope ortodoxo y las cuatro monjas llevaban a cabo un exorcismo para expulsar al demonio del cuerpo de la fallecida. El confesor del monasterio declaró que, según manda la religión, lo que allí se había hecho era lo correcto. El Patriarcado de Rumania aún no ha realizado declaraciones oficiales.

Una noticia que trajo a la mente del padre Cloister el motivo por el cual se hallaba en la ciudad de Boston: el exorcismo practicado a un anciano deficiente mental durante el que la inquietante y recurrente frase «TODO ES INFIERNO» había aflorado a sus labios. Cloister siempre había estado en contra de la práctica de exorcismos. Los consideraba una remora del pasado a pesar de su adaptación a los tiempos modernos, concluida en 1990, e incluso la licencia de traducir el ritual a las lenguas actuales de la Iglesia. Hasta esa fecha, y durante los últimos cuatro siglos, el ritual del exorcismo se había realizado invariablemente en latín. Fue el papa Pablo V quien instituyó en 1614 las veintiuna normas que debían seguirse para liberar a un poseído del Maligno.

Aun en contra de su opinión personal, sin embargo, el padre Cloister tenía que reconocer que no todos los casos de obsesión diabólica podían explicarse por medio de la medicina psiquiátrica. Y también muchas otras de sus opiniones habían variado en los últimos tiempos. Frente a los hechos.

En el caso del anciano jardinero, el sacerdote exorcista que escuchó sus gritos y la frase «TODO ES INFIERNO», había quedado sumido en un profundo estado de postración. Casi no hablaba. Además, la psiquiatra que trató al anciano de una serie de sueños con imágenes malignas y terribles, había desaparecido tras recibir un mensaje durante el rito, que el cura no pudo comprender bien. Algo sobre unos «globos amarillos» y un lugar cercano a la localidad de New London, en el estado de Connecticut. Una isla, al parecer. También le dijo otras cosas al oído, en una voz tan baja que el cura no pudo escuchar nada.

Albert Cloister trató de evitar que los pensamientos se agolparan en su mente. Eso era negativo. Debía conservar la frialdad para que su análisis de la situación y de los hechos resultara acertado. Las sensaciones desbocadas y la previsión de futuro solían jugar malas pasadas, y podían ofuscar al más preclaro. El era teólogo, pero también científico. Había visto muchas cosas aparentemente inexplicables. Había experimentado el sabor amargo del miedo. Había superado el temor y los peligros en nombre de Dios y a su servicio y el de sus compañeros de congregación. Sabía que debía imitar la impasibilidad de los ordenadores en el análisis de los datos. Aunque a veces era muy difícil. Y sobre todo después de las revelaciones que el prefecto de los Lobos de Dios y el anciano monje de Padua le habían hecho. El códice del Archivo Secreto era como un martillo sobre un yunque: golpeaba constantemente, con una cadencia regular, impidiendo que el cerebro pudiera olvidar lo que estaba escrito en sus frágiles hojas de papiro. Aquella tinta desvaída, aquellas letras griegas casi borradas, aquellas pocas líneas de escritura, podían cambiar el modo de entender muchas cosas en la historia del Cristianismo. Y, por el momento, a él le habían conmocionado.

Miró afuera por la ventanilla del enorme Ford Crown Victoria. Arqueó las cejas, pensando en cómo discurre la vida y se marcha entre los dedos. Y pensó también en la verdad prometida a quien desvelara el enigma de Jesús en la cruz. En un semáforo detuvo su mirada sobre unos jóvenes que vestían con ropas multicolores y dos tallas mayores de lo necesario. Parecían rebosar alegría y vitalidad. Sin embargo, a menudo el mundo no es lo que parece. Él mismo no era un cura normal. No, él era un Lobo de Dios.

Casi sin darse cuenta, absorto en sus pensamientos, el taxi llegó al lugar al que se dirigía, una residencia de ancianos de las hermanas de San Vicente de Paúl. Tras pagar la carrera, el sacerdote observó cómo se marchaba el coche y luego se quedó unos segundos frente a la fachada del vetusto edificio de ladrillo, sucio y descuidado, con forjados de hierro que no se pintaban desde hacía muchos años. Una pequeña escalera de peldaños gastados y llenos de grietas conducía a la puerta de entrada. Llamó al timbre y se colocó instintivamente la chaqueta y el alzacuello. Al poco abrió una monja. Era de muy corta estatura, y mostraba en su arrugado rostro unas gafas en las que sus ojos se perdían, catapultados hacia la lejanía por unos cristales del grosor de un dedo.

–¿Sí? ¿Qué desea, padre?

–Soy Albert Cloister.

–Oh, sí, sí, pase, por favor. La madre superiora lo está esperando.

La pequeña monja se hizo a un lado y asintió varias veces con la cabeza. Era tan frágil que su cuello parecía a punto de quebrarse. El padre Cloister dijo mientras entraba:

–Gracias, hermana.

La comunidad de religiosas de San Vicente de Paúl estaba inquieta por los últimos acontecimientos: las visiones del anciano Daniel, el exorcismo, el miedo dibujado en el rostro del exorcista, la desaparición de la psiquiatra que había tratado en los últimos años a algunos de los miembros de la residencia. Aquel edificio pretendía ser un lugar de paz para ancianos pobres o rechazados por sus familias, algunos deficientes mentales o dementes inofensivos. Y la doctora Audrey Barrett ayudaba a la comunidad a tratar a aquellos ancianos que lo necesitaban.

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