616 Todo es infierno (22 page)

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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

BOOK: 616 Todo es infierno
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Y más aún resultaba evidente cuando el grito que había llevado a Cloister hasta allí afloró a los labios del pobre hombre: «TODO ES INFIERNO».

Una hora después de visionar la grabación, el jesuita tenía aún impresas en la retina las imágenes del exorcismo de Daniel, y en sus oídos resonaba la inquietante frase que era ya tan familiar para él. Había pasado decenas de veces otro grito distinto; un grito en el que el viejo jardinero deficiente pronunciaba una frase incomprensible. Al menos incomprensible para Cloister, aunque en cierto modo la cadencia de las extrañas palabras no le resultaba del todo ajena. Podía tratarse de un conjunto de sonidos carente de significación, pero no lo creía así. Ya no creía en el azar ni en las coincidencias. Conectó el equipo de vídeo a su ordenador portátil y capturó el fragmento correspondiente al grito. Luego separó el sonido de la imagen y guardó el archivo de audio para enviarlo por correo electrónico.

Antes cogió su teléfono celular y buscó el número de Doriano Alfieri. El padre Alfieri era el nuevo experto en filología, lingüística y paleografía de los Lobos de Dios, reciente sustituto de otro hombre que había sido toda una leyenda, Giacomo Zanobi. Este último era un caso sorprendente y triste a la vez. A sus sesenta años aún no cumplidos, hablaba con soltura más de treinta lenguas, podía leer en otras cincuenta o sesenta, y conocía en total, más o menos rudimentariamente, alrededor de trescientas. Era un hombre considerado y amable, pero no había manera de entablar una conversación coherente con él. Y no por cuestiones de carácter. Con tanto estudio, algún mecanismo desconocido en su mente se había quebrado, propiciando que se mezclaran en una todas las lenguas que sabía. Algo así como el proceso inverso, en una sola persona, del episodio bíblico de la torre de Babel. Él comprendía perfectamente lo que le decían, pero era incapaz de expresarse en una única lengua delimitada. Eso hacía que casi nunca se le pudiera comprender a la primera, sobre todo cuando utilizaba una mezcolanza de idiomas extremadamente raros, como el sánscrito, el hopi y el volapuk. Sus trabajos como lingüista de prestigio habían estado a punto de caer en una vía muerta. Apartado de los Lobos de Dios por la conveniencia del grupo y por propia voluntad, tenía ahora un ayudante que, con esfuerzo y repeticiones constantes, le permitía seguir adelante en sus investigaciones. Para Cloister fue una pena su pérdida como integrante de los Lobos, pues lo apreciaba mucho.

–Padre Doriano Alfieri al aparato.

La seca frase al otro lado de la etérea línea telefónica sacó a Albert de sus pensamientos.

–Soy Cloister.

–¡Albert! – dijo el otro sacerdote, el nuevo experto en filología y lingüística, ahora con una voz mucho más afable-. ¿Cómo te va?

–Bien, gracias. En una misión, como casi siempre… Perdona que te moleste, pero tengo una grabación que me gustaría que escucharas.

–Por supuesto.

–No sé si tiene algún sentido. Pero, de tenerlo, necesito saber lo que significa la frase que se oye. Ahora mismo te la envío por correo electrónico. ¿De acuerdo?

–Muy bien. Espero el archivo.

Cloister abrió el programa de correo de su PC, creó un nuevo mensaje, buscó en la libreta de direcciones la del padre Alfieri y le adjuntó el archivo de audio.

–Hecho.

–Muy bien… A ver, déjame que compruebe los nuevos mensajes. Un momento, se está bajando… Lo tengo.

A través del teléfono, Cloister escuchó en silencio cómo su compañero pasaba varias veces seguidas el archivo de audio.

–Lo siento -dijo el padre Alfieri-. No reconozco el idioma. Tiene un patrón lingüístico, no me cabe duda, pero…

–¿Pero?

–Nada. Dame algo de tiempo y trataré de descifrar el significado. Llámame en media hora. Y, por cierto, vaya sonido. Me ha dado un escalofrío y se me han erizado todos los pelos de la nuca. ¿De dónde lo has sacado?

–Es de un exorcismo. Después vuelvo a llamarte.

Cloister colgó el teléfono esperando no haber parecido descortés con su compañero. Mientras esperaba, aprovechó para poner en orden sus ideas una vez más. Cogió su grabadora digital, transfirió los ficheros de audio al ordenador y fue repasando sus notas de voz. En un documento en blanco escribió lo más relevante. También añadió algunas nuevas cuestiones que habían surgido en su mente y guardó los archivos de sonido en una carpeta cuyo nombre especificaba su contenido y su número de orden, por si necesitaba volver a consultarlos. Nada más acabar de hacerlo, recordó a la doctora Barrett durante el exorcismo. Sobre todo, cómo se había acercado a Daniel hasta poder escuchar lo que él, bajo un estado de enajenación -diabólica o no-, le susurró al oído y que tanto la había alterado. En aquella mujer debía estar encerrado parte del enigma. Su olfato de investigador le decía que así era. Descolgó el auricular del teléfono y marcó el número de la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad.

–Por favor, con la madre Victoria. Soy el padre Albert Cloister.

La voz que había preguntado al otro lado de la línea, respondió que la religiosa no podía ponerse al teléfono en aquel momento porque estaba en un oficio.

–Gracias -dijo Cloister-. No le deje ningún mensaje. La llamaré más tarde.

El sacerdote se quedó pensativo. Tenía unos minutos aún. Sentía su cabeza algo embotada, y optó por darse una rápida y relajante ducha. Puso el agua muy caliente y se metió bajo los chorros humeantes. El vaho ocupó enseguida todo el cuarto de baño, y Cloister perdió la noción del tiempo. Cuando miró su reloj, pudo comprobar que había transcurrido casi una hora desde que telefoneó al padre Alfieri.

Cerró los grifos, se secó a toda prisa y con una toalla alrededor de la cintura, volvió a la mesilla de noche y repitió su llamada al lingüista.

–Hola otra vez, Doriano. Perdona. Siento haberme retrasado. ¿Has encontrado algo?

–Lo siento mucho. No soy capaz de entender ni una palabra. Creo que deberías llamar a Zanobi. Si ese grito tiene algún significado, él es, creo yo, la única persona que puede ayudarte. A mí me ha vencido.

–Sí, tienes razón. Contactaré con Zanobi, a ver si él puede encontrarle algún sentido.

–Que tengas suerte.

–Gracias. Para hablar con Giacomo Zanobi, voy a necesitarla.

–De todos modos -dijo Alfieri a modo de despedida-, si consigo algo nuevo, te llamaré.

Con los labios apretados, Cloister tomó su agenda y buscó el número de teléfono del padre Zanobi. Había intentado evitar recurrir a él, pero a la postre tendría que hacerlo. Zanobi podía descifrar aquel grito o bien descartar que tuviera significado. Necesitaba ese dato. Tanto en un sentido como en otro, era un elemento crucial.

–Palacio del Santo Oficio, ¿dígame?

–Por favor, deseo hablar con el padre Giacomo Zanobi. Mi nombre es Albert Cloister.

–Un momento.

Desde su separación de los Lobos de Dios, el padre Zanobi vivía y trabajaba en uno de los edificios emblemáticos del Vaticano, antigua sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, más conocida por su nombre anterior: Santo Oficio o Inquisición. Ahora ese edificio servía de residencia a cardenales, obispos y otros religiosos del Vaticano.

–¿Oiga? – inquirió la misma voz que había contestado al teléfono.

–Sí, sí, dígame.

–Le paso con el padre Zanobi.

Un ligero golpe seco, y el silencio, precedieron a un nuevo timbre de llamada.

–¡Albert!
Comment are du?

Zanobi se lo ponía fácil esta vez: francés, inglés y alemán.

–Bien, bien. Gracias, amigo mío. Perdona que sea brusco, y que me atreva a molestarte, pero necesito un favor.


Covec.

Cloister supuso, por el tono, que eso era un sí.

–Bien, voy a enviarte a tu cuenta de correo electrónico un archivo de audio. Tu sustituto en los Lobos ya lo ha oído y no puede descifrar su significado, si es que lo tiene. Él cree que sí, y es quien me ha sugerido pedirte ayuda. De todos modos, iba a hacerlo. Si no te importa, querría que utilizáramos el convenio de signos de otras veces. Yo te hago preguntas y tú me contestas con un monosílabo para afirmar y dos seguidos para negar, ¿de acuerdo? Es importante.


Jai.

–Perfecto… Ya te he enviado el archivo. Cuando lo tengas en tu ordenador, dímelo.

El triste silencio de una conversación imposible duró aproximadamente un minuto. Luego, Zanobi dijo:


Ow.

–Muy bien. Ábrelo, por favor, y escúchalo. A ver si tú lo entiendes.

Cloister esperó, mientras escuchaba a su viejo amigo musitar extrañas palabras en voz baja. Algunas parecían ruidos guturales o murmullos deslavazados.

–Albert, ¡Albert!

–Aquí estoy. ¿Qué sucede?


Onmi sluder pragnam dot.

–Un momento, Giacomo. Respóndeme con monosílabos. ¿Tiene sentido lo que has escuchado?


Asgh.

Un sí. El grito de Daniel no era un galimatías verbal sin significado. Lo que Cloister y Alfieri sospechaban.

–Bien. ¿Has conseguido descifrarlo?


Po vul.

Dos monosílabos seguidos. Eso era un no.

–¿No?


Hoi ge.

–¿Crees que podrás conseguirlo?


Ma
-se escuchó al otro lado de la línea, rotundo.

–Excelente entonces. Hagamos una cosa. Si lo descifras, llámame a mi número de celular. En cualquier caso, si no lo has hecho tú antes, yo te telefonearé mañana por la mañana. Por cierto, ¿crees que se trata de una lengua antigua?

Otro claro «sí» salió de la especie de morse en que ambos hombres se comunicaban. La pregunta tenía sentido, pues las personas víctimas de una posesión solían expresarse en lenguas muertas, como el sánscrito, el arameo o el latín. A eso, la Iglesia lo denomina xenoglosia.

–Bueno, amigo mío -dijo Albert-, te dejo. Gracias por tu tiempo y tu saber. Un abrazo muy fuerte.

No había más que colgado el auricular, y apenas retirado la mano del mismo, cuando el timbre del teléfono sonó, causando a Cloister un pequeño sobresalto.

–¿Albert?

Era Zanobi. Tan pronto. Debía de haberse olvidado de algo.

–¿Necesitas algo más, amigo? – le preguntó Cloister.


Fon ut.

–Entonces… ¿Es que lo has descifrado?


Wee.

Una mente prodigiosa. Sólo podían haberse ordenado las distintas palabras como por arte de magia, para haberlo logrado tan rápido.

–¡Fantástico! – exclamó Albert, lleno de asombro y entusiasmo.

Se sentía sobreexcitado, pero una furtiva tristeza lo invadió de pronto. Tristeza por su pobre amigo, víctima de esa confusión de lenguas que le había tenido sumido en la desesperación. Unos pocos años atrás, su elocuencia era proverbial. Se le ponía como ejemplo de expresión perfecta. Su mente regía los conocimientos lingüísticos como nadie, hasta que el arco se tensó demasiado y se partió.

–¿Padre Cloister? – La voz que ahora escuchaba no era la de Giacomo Zanobi, sino la de otro hombre, que parecía algo más joven-. Soy el padre Lorenzo Ponti, ayudante del padre Zanobi.

–Encantado de hablar con usted.

–Mi jefe ha conseguido entender el contenido del archivo que usted le ha enviado. Es algo muy extraño. Se trata de arameo, pero estaba pronunciado al revés.

«¡Claro, arameo!», pensó Cloister. Aunque las palabras estuvieran invertidas, por eso le resultaba tan familiar. Se trataba de una lengua que él no conocía, pero su año de residencia en Israel le había permitido adquirir algunas nociones de hebreo, una lengua de raíz común y grandes similitudes morfológicas. De hecho, el arameo era la lengua materna de Jesucristo.

Ponti siguió hablando:

–Es una cosa rara, la verdad. No sé qué puede querer decir. Espero que a usted le sirva de algo. Dice: «Quiero conocerte. Tú sabes que me refiero a ti. Te espero en la posada de la vendimia».

Cloister anotó las frases en una hoja, con trazo quedo, como tratando de asimilar a la vez que escribía el significado de las palabras.

Quiero conocerte. Tú sabes que me refiero a ti.
Te espero en la posada de la vendimia.

–Gracias, padre Ponti. Agradézcale su ayuda, por favor, también al padre Zanobi. Lo tengo en mis pensamientos.

Cloister colgó el auricular y se quedó pensativo e inmóvil unos instantes. Él sabía a quién estaba dirigido el mensaje. Sabía que se refería a él. Tenía que referirse a él. Como los ojos que lo miraron dentro de la hoguera en Brasil. Como la frase del beato español dentro de su ataúd.

De algún modo, lo esperaba. Siempre lo había esperado. Y eso era lo que le daba más miedo. Sentía que ahora estaba donde «algo» quería que estuviera, y en el momento en que debía estar. Casi podía tocar los hilos que lo aferraban y lo movían como una marioneta al capricho de lo desconocido.

Le pareció en ese instante percibir un extraño aroma floral que enseguida se disipó, si es que alguna vez había existido. Necesitaba un chicle de nicotina. Su guerra con el tabaco empezaba a darle algunas victorias, aunque ahora estaba enganchado a los chicles. Trató de anular sus sensaciones y emociones para redoblar su racionalismo y su frialdad. Encendió el ordenador y esperó a que el sistema operativo se iniciara. Luego ejecutó la conexión inalámbrica a internet. El colegio disponía de una red de alta velocidad. Abrió la página del buscador Google y escribió en el recuadro:

«POSADA DE LA VENDIMIA»
[1]

En menos de una décima de segundo, la base de datos del buscador arrojó su resultado, casi noventa mil apariciones de la búsqueda. La primera de todas era un hotel de Napa Valley, en Yountville, California.

Cloister pinchó en el enlace para visitar la página web.

En ella, una animación Flash se iniciaba con una frase del
Sunset Magazine,
en la que se comparaba el hotel, por su lujo y sabor, con un
chateau
francés.

Eso no le aportaba nada de especial, pero le ayudó a tomar distancia de su propio vínculo con todo aquello. Tenía que investigar sin introducirse dentro de la probeta en la que se lleva a cabo el experimento. Era elemental. Así se lo habían enseñado y lo había aprendido bien. Ya tendría tiempo de mirarse a sí mismo con los ojos de un forense que disecciona un cuerpo. Antes necesitaba comprender el resto de datos inconexos, ser capaz de unirlos y, de una maldita vez, darles un sentido.

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