616 Todo es infierno (25 page)

Read 616 Todo es infierno Online

Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

BOOK: 616 Todo es infierno
11.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

–¿Qué es lo que quiere? – dijo el sacerdote, de un modo muy poco amable.

–Confesión, padre. Necesito confesarme. Ahora mismo.

–¿Seguro que no puede esperar hasta mañana? No creo que esté usted en peligro de muerte como para pedir que la confiesen a estas horas.

La mujer esbozó una amarga sonrisa y replicó en tono angustiado:

–Le juro por Dios que lo necesito. Ahora.

–Ande, ande, pase. Está usted calada -dijo el cura, haciéndose a un lado para dejarla entrar-. Y no use el nombre de Dios en vano.

–Gracias, padre Litwa.

La familiaridad con la que la mujer pronunció su nombre fue como un bálsamo para el sacerdote. Hizo desaparecer de un plumazo su mal humor y su trato formal.

–¿Quién eres, hija mía? ¿Te conozco?

–Audrey Barrett… La pequeña Audrey.

–La pequeña… Oh, ya me acuerdo. La familia Barrett, claro. ¡Qué cabeza la mía! Tú y tus padres no faltabais a misa un solo domingo ni una sola fiesta de guardar. No te había reconocido, perdóname. Ha pasado tanto tiempo…

–Sí. Llevo veinte años sin volver a New London.

–¡Pues menudo día que has elegido para regresar! Hace una noche de mil demonios.

–Oh, sí, los demonios andan sueltos -dijo ella, enigmáticamente.

–Dame tu gabardina y el gorro. Los pondré a secar.

–Déjelo, padre.

–Pero están empapados…

–Es igual. No voy a quedarme mucho tiempo.

–Como quieras.

El sacerdote la llevó hasta la nave de la iglesia.

–Siéntate y cuéntame por qué has venido hasta aquí, en esta noche horrible, para confesarte. ¿Tan graves son tus pecados?

Los dos tomaron asiento en unos de los bancos de madera. Audrey suspiró. Ese simple gesto fue suficiente para que el sacerdote percibiera su angustia. A Audrey le asaltaron de nuevo las dudas. Su mente estaba confusa, y variaba de un extremo al otro, sin darle tregua. Un momento antes quería confesarse a toda costa, pero ahoia se dijo que estaba engañándose a sí misma y que eso carecía de sentido. Después de lo que había hecho y de lo que había ocurrido, era ingenuo pensar lo contrario.

–Me confiese o no, mi alma está condenada al Infierno, padre.

–Eso no puede ser cierto. Dios siempre es comprensivo con nuestras faltas. Hasta con las peores.

Lo ocurrido en el exorcismo de Daniel había consumido las fuerzas escasas que le restaban a Audrey. Pero la presencia de este hombre bueno y afable, que siempre la trató con cariño, le devolvió parte de su energía y le dio también, quizá, un poco de esperanza.

–¿Usted cree de verdad que Dios lo perdona todo? – dijo Audrey.

–Por supuesto que sí. ¿Quieres confesar ahora tus pecados, Audrey?

–Sí. Sí -repitió, más decidida-. Bendígame, padre, porque he pecado. Me confesé por última vez hace… cinco años.

El sacerdote, que era un hombre agudo y sensible, además de bondadoso, preguntó:

–¿Qué ocurrió hace cinco años?

–Mi vida acabó.

La brutal sinceridad de esa respuesta conmovió al padre Litwa.

–No digas eso, hija mía. Las desgracias de esta vida sólo hacen más dulce la eterna felicidad que aguarda a nuestras almas.

–Dios aprieta, pero no ahoga, ¿verdad? – preguntó Audrey, con sarcasmo.

–Dios nos ama sobre todas las cosas.

Audrey negó levemente con la cabeza, en un gesto de infeliz incredulidad. Sus dudas regresaban.

–Ojalá pudiera volver a creer eso.

–Todos somos libres de elegir nuestro camino, Audrey. Y de cambiarlo también, si hace falta.

La psiquiatra volvió a suspirar. Miró fijamente a los ojos del sacerdote. Estaban llenos de compasión y esperanza. Afuera continuaba lloviendo. Un viento que rugía como un animal salvaje estrellaba ráfagas de agua contra las vidrieras y la puerta de madera de la iglesia.

–Bendígame, padre, porque he pecado -repitió Audrey, poniéndose de rodillas en esta ocasión.

Quizá porque no estaba bien cerrada, una de las ventanas se abrió de golpe. El agua y el viento penetraron en el templo con renovado ímpetu. El paño de lino que cubría el altar se agitó movido por el viento, con un aleteo perturbador. La luz del sagrario se extinguió.

Esta brusca irrupción de los elementos había roto de nuevo el hechizo. Después de estar vagando durante varios días, Audrey había decidido ir a aquella iglesia de su niñez en la que siempre halló consuelo. Antes de enfrentarse a quien le había arrebatado a su hijo, necesitaba hacer las paces con Dios. Esa noche, pretendía que el padre Litwa redimiera su alma atormentada. Pero todo eso no pasaba de una ilusión. Ahora estaba segura de ello. Las dudas se habían acabado. Audrey volvió a levantarse.

–Tengo que irme -dijo.

–Pero ¿y tu confesión?

Audrey ignoró la pregunta del sacerdote, y respondió:

–Gracias, padre Litwa. Adiós.

Capítulo 22

Boston.

La cripta de la antigua iglesia que ahora se hallaba bajo el edificio Vendange era lo más tétrico que se pueda imaginar. Un enlosado grisáceo, lleno de polvo y priedrecillas disgregadas de los muros, cubría todo el suelo. Al fondo, sobre una plataforma elevada, estaba el altar. A un lado había reposado, como símbolo perfecto de la decrepitud de aquel lugar, la cruz que Cloister levantó, y que debió de ocupar la pared tras el altar. No había otras figuras religiosas. Sólo algunos cachivaches que seguramente se abandonaron allí en lugar de tirarlos a la basura: un candil de metal oscuro con el cristal roto, una palmatoria de pantalla troncocónica, un par de butacones con la tela raída y una mesa redonda de madera. Un último detalle completaba la inopinada decoración. Se trataba de un óleo bastante vulgar que mostraba el puerto de Boston con varios gallardos veleros del siglo xix. Los barcos más hermosos jamás construidos, hijos en su mayoría de aquella ciudad de Nueva Inglaterra.

Tras la somera inspección, el padre Cloister se persignó, rezó una oración en silencio y se puso a trabajar. Colocó su cuaderno sobre la mesa del altar y sacó de sus bolsillos la cámara fotográfica y la grabadora. Esta última tenía un cordón fijado a un anclaje metálico lateral. El sacerdote la encendió y se la colgó del cuello, tras comprobar que estaba en la posición de activación automática por la voz. Sus palabras, describiendo la estancia, fueron quedando registradas en la memoria digital.

Cloister inspeccionó bien todos los recovecos, aunque nada le llamó la atención en especial. Bastante había sido descubrir aquel lugar, por medio del padre del conserje del edificio, en uno de esos golpes de suerte que uno nunca espera. Aunque, dadas las circunstancias, quizá había sido un golpe de
mala suerte

La estancia era lo que parecía y parecía lo que era, una cripta completamente normal de una iglesia de tipo medio. Cloister limpió con su pañuelo una pequeña zona del escalón que llevaba hasta el altar y se sentó en él, con la linterna entre las manos apuntando al fondo. Fue allí desde donde el jesuíta creyó ver un destello brillante que provenía de unos escombros. Se acercó y se agachó para comprobar qué era. Estaba muy adentro, entre varios cascotes grandes. Tuvo que quitarse la grabadora del cuello para evitar que se golpeara contra el suelo. La dejó a un lado y fue palpando con la mano hasta que tocó algo. Era un objeto afilado. Al cogerlo, se cortó en un dedo y una gruesa gota de sangre cayó sobre el suelo. Se trataba de un pedazo de cristal roto. Cloister volvió a sacar su pañuelo del bolsillo, lo dobló para evitar que la mugre rozara la herida, y se lo puso en torno al dedo.

Allí no parecía haber nada que pudiera definirse como relevante. Cloister volvió sobre sus pasos hasta el altar, para recoger su cuaderno, cuando distinguió algo sobre la tabla. Parecían unos trazos gruesos. Con la mano sana retiró el polvo y vio tres números: 109. Una cifra sin significado para él, pero que parecía escrita con… Una idea absurda le asaltó: parecía sangre. Su textura se correspondía con el fluido de la vida. Pero, ¿sangre? ¿Quizá de los que allí murieron en tan luctuosas circunstancias? El jesuíta apartó ese pensamiento y volvió a reparar en una sensación que había tenido al entrar en aquel lugar, una sensación opresiva a la que no quiso dar importancia, porque seguramente se debía a su propia sugestión.

Se equivocaba, sin embargo. En aquella cripta desacralizada sí había sucedido algo relevante. Fue cuando se cortó con el trozo de vidrio en el dedo. Su grabadora se había activado sola, sin que su voz, o la de ninguna otra persona, hubiera intervenido para ponerla en marcha. La memoria digital recogió algo que sólo podía recogerse en caso de detectar sonidos. Los impulsos eléctricos que modificaban el estado del material de la memoria hicieron su labor. Se grabó algo; algo que duró apenas veinte segundos.

El sacerdote sacó una foto al altar y puso los brazos en jarras mientras daba un último repaso a la estancia desde el centro, girando sobre sí mismo hasta abarcarla completamente con la luz de la linterna. No sabía lo que estaba buscando. Y, sin embargo, lo había encontrado.

–¿Ya se marcha? – preguntó a Cloister el recepcio-nista, que estaba apoyado en la puerta del edificio, al verlo salir por el lateral de la carbonera.

–Sí. Volveré más tarde. Con alguna lámpara para hacer fotos.

–Muy bien. Y gracias por darle ese dinero a mi padre. Espero que le disculpe por ser tan… interesado.

La mirada candorosa del muchacho no extrañó demasiado al sacerdote, que le devolvió la mirada con una sonrisa.

–No se preocupe. Su ayuda ha sido valiosa. Les agradezco a ambos su amabilidad y su disposición. Gracias por todo.

Cloister caminó por la avenida Commonwealth. La visita que acababa de concluir a la antigua cripta habría sido imposible de definir con palabras. Ya en el colegio de los jesuítas encendió su ordenador portátil y abrió el documento de texto en el que acumulaba todas las anotaciones de la investigación, junto con sus ideas y futuras acciones previstas. Escribió un par de líneas con nuevos pensamientos y luego puso en marcha la grabadora y oprimió el botón de reproducción. Sus palabras fueron escuchándose sin los espacios en blanco de los silencios. El sacerdote pasó al documento la descripción de la cripta y sus sensaciones. Recordaba su última frase. Se refería a la sensación opresiva que estaba experimentando. Pero el archivo de audio no finalizó después de esa anotación de voz. Grabó algo más. Otra voz que se oía casi como un susurro.

Al principio, Cloister estuvo a punto de pasarla por alto, ya que obviamente no la esperaba. Lo asaltó de pronto, como una losa que cae. Aquel susurro resonó atronador en sus oídos, y más aún dentro de su cabeza. La voz hablaba en su idioma, era tenue pero muy clara, masculina. Cuando escuchó al completo lo que se había grabado, el sacerdote estuvo a punto de caerse de la silla. Se frotó la frente y percibió que su cuerpo temblaba.

¿Ya estás aquí?
le
estaba esperando. Cuánto me alegro de que hayas venido. ¿Vas a ser mi amigo? yo sé que quieres conocerme. Novas a poder evitarlo. Tú quieres saber la verdad, y yo la conozco.

Una conmoción golpeó a Cloister como nunca antes le había ocurrido. El miedo inundó sus venas, cual líquido negro y espeso. Ya no había dudas, si es que antes aún cabían. Todo aquello iba con él. Estaba metido hasta el fondo. Y eso hacía que al propio miedo se le uniera una especie de vértigo. Quedaba para él anulada la necesaria frialdad de la observación con perspectiva, como le ocurriera a la doctora Barrett en sus sesiones con Daniel. Aunque sonase distinta, aquella voz registrada en la fría memoria digital quizá era la misma que emergió del viejo jardinero durante el exorcismo y otras veces antes. Esa voz ahora llamaba al jesuita. Lo llamaba a él.

Tenía que regresar al edificio Vendange inmediatamente. Vencer el temor y lanzarse en las fauces del misterio. Aquella voz era una psicofonía, pero no una simple psicofonía. Era demasiado clara. Sobrecogedoramente clara e inteligible. Iba más allá de la incursión inaudible para el oído humano en el momento de producirse, pero registrada en un sistema de grabación de sonido; un fenómeno que había sido descubierto oficialmente en 1959 por un artista y productor de cine sueco llamado Friedrich Jürgenson. Fue un suceso casual. Jürgenson estaba recogiendo sonidos de la naturaleza y cantos de pájaros para un reportaje con un magnetofón. Cuando revisó posteriormente los sonidos registrados, comprobó que una voz se había «colado» en la cinta. Una voz que él no pudo oír cuando realizó las grabaciones. En ella, Jürgenson reconoció a su madre fallecida. Lo llamaba de un modo que sólo ella empleaba: «Friedel, Friedel, ¿puedes oírme?».

Este origen, admitido por los estudiosos de fenómenos paranormales, no excluía la sospecha de que grabaciones psicofónicas ya se hubieran registrado en la recién nacida Unión Soviética a principios de la década de los veinte. En esos mismos años, en el mes de octubre de 1920, el mayor genio inventor de los tiempos modernos, Thomas Alva Edison, concedía una entrevista a la prestigiosa
Scientific American
en la que afirmaba estar trabajando nada menos que en el desarrollo de un aparato para establecer comunicación con los espíritus de los muertos. Consideraba esta posibilidad como algo científico y razonable. Creía en la conservación de la personalidad después de la muerte, e incluso en que los espíritus de los fallecidos eran capaces de interactuar con la materia desde el más allá.

En cualquier caso, las psicofonías eran un hecho, aunque no existiera una teoría indiscutiblemente plausible acerca de su origen o procedencia. Para unos, se trataba de voces del «otro lado»; algunos creían que eran ecos del pasado, atrapados en un lugar concreto; otros le daban la explicación de ser proyecciones mentales de los propios investigadores. Pero aún no había una explicación científica satisfactoria.

Albert Cloister conocía bien el fenómeno. En alguna ocasión había realizado investigaciones sobre él con sus compañeros de los Lobos de Dios. Recordaba, sobre todo, un caserón lúgubre del sur de Inglaterra en el que los fenómenos paranormales no dejaban vivir a la familia que allí residía. Era una casa antigua, heredada de unos parientes lejanos. Los nuevos inquilinos, los Taylor, eran cuatro, un matrimonio de mediana edad con dos hijos, una chica de catorce años y un niño de nueve. Eran profundamente católicos y, desesperados, recurrieron a la Iglesia para solicitar ayuda. En el sótano fueron descubiertos restos humanos. La jovencita, llamada Claire, provocaba fenómenos
poltergeist
en sus días de menstruación. Allí se juntaron diversos sucesos extraños, incluidas varias psicofonías recogidas en la casa. Cloister tenía siempre presente una que le quedó grabada a fuego en la memoria. Era un grito infantil desgarrador y desconsolado, terrible, que le produjo una pena insondable la primera vez que lo escuchó. El niño sollozaba antes de decir: «¡Mamá, mamá! ¿Por qué me entierras vivo?».

Other books

Alchemy by Maureen Duffy
Healing Trace by Kayn, Debra
PANIC by Carter, J.A.
Stone Upon Stone by Wieslaw Mysliwski
Stealing Home by Nicole Williams
Don't Turn Around by Caroline Mitchell
Burning Bright by Megan Derr
Obsidian by Teagan Oliver