616 Todo es infierno (29 page)

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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

BOOK: 616 Todo es infierno
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Las cenizas del lecho de piedra estaban frías. A un lado, se apilaban los troncos que Maxwell había ido a buscar por la mañana al cobertizo. Audrey se quitó los guantes y los metió, dados la vuelta, dentro de un bolsillo. A pesar de sus cuidados al bajar, el abrigo no estaba demasiado limpio. Decidió quitárselo y ponerlo sobre la leña para evitar dejar manchas por la casa. Lo recogería antes de marcharse. Las ropas por debajo del abrigo sí estaban casi libres de hollín. Así es que, después de sacudirse los pies y volver a ponerse los zapatos, estaba lista para inspeccionar el interior de la casa de Maxwell.

Aún no podía creer que lo hubiera conseguido. En su cara manchada de hollín brillaron los dientes blancos de una sonrisa. Pero ésta se esfumó rápidamente al tomar verdadera conciencia de dónde se encontraba y de qué la había conducido hasta allí. Miró el reloj, de nuevo con un gesto preocupado. Quedaban menos de veinte minutos para llegar al límite que se había impuesto.

El salón no tenía nada de excepcional. Era como cualquier otro refugio de una persona adulta, soltera, sin problemas económicos y con gusto. Había dos sofás, un sillón antiguo de cuero frente a la chimenea, muebles caros, lámparas de pie, y muchas estanterías de madera llenas de libros. Y había también algunos caprichos, como una pantalla grande de plasma, una PlayStation y un costoso equipo de alta fidelidad de la marca Marantz. Audrey sintió un escalofrió al darse cuenta de que aquel salón podría ser el suyo.

Decidió ir al piso de arriba, donde imaginó que estaban las habitaciones. Si había algo que descubrir, la zona más íntima de una casa, aquella en la que uno dormía, era el mejor sitio donde comenzar la búsqueda.

Faltaba un cuarto de hora.

La primera habitación en la que Audrey entró era el lugar de trabajo de Maxwell. Había un ordenador sobre una mesa, algunos papeles sueltos con notas manuscritas, y dos estanterías con todos los cuentos publicados de Bobby.

Bop, el pseudónimo literario de Maxwell. Audrey sacó uno de los ejemplares. El tiempo se le echaba encima, pero quería satisfacer su curiosidad. Abrió el cuento por la primera página. Los dibujos eran redondeados y simples, como suelen serlo en los cuentos destinados a los niños más pequeños. Un tren sonriente echaba humo por su chimenea y, a su lado, sobre la hierba llena de flores, estaba el héroe del cuento, Bobby Bop.

–Tiene su cara -dijo Audrey, con sorpresa y repulsión.

El rostro de Bobby Bop era tosco y estaba muy simplificado, pero existía un parecido innegable entre él y Anthony Maxwell, su creador.

Ensimismada, Audrey empezó a leer el texto de grandes letras:

¡Buenos días, señor Tren! Buenos días, Bobby Bop! ¿Qué vas a enseñar hoy a los niños?

Audrey siguió leyendo en la página de la derecha. Allí había un nuevo dibujo del señor Tren y de Bobby Bop. Los dos se mostraban ahora muy serios.

Voy a enseñarles la diferencia entre una persona conocida y un extraño.

Al leer esto, Audrey tragó en seco. Supo de inmediato cuál iba a ser la moraleja del cuento. Pasó las hojas siguientes, hasta llegar a la última, donde leyó la recomendación del sabio Bobby Bop:

Nunca, nunca, nunca te vayas con extraños.

A esto le seguía la inevitable despedida:

Lo que debes hacer y lo que no, lo aprenderás con Bobby Bop.

A Audrey le temblaban las manos cuando volvió a dejar el libro en su sitio. Ojalá su hijo Eugene hubiera hecho caso de aquel consejo, ojalá no se hubiera marchado con el extraño que se lo llevó del parque de atracciones de Co-ney Island. Con lágrimas pugnando por salir de sus ojos, Audrey abandonó el despacho de Maxwell y se dirigió a la habitación contigua. Estaba vacía, al igual que las dos siguientes. Sólo le quedaba por revisar la que había al fondo del corredor: el cuarto de Maxwell. Una mirada nerviosa a su reloj le dijo a Audrey que tenía apenas die? minutos más. Aceleró el paso, pero se encontró con una puerta inesperadamente cerrada bajo llave. Se había concentrado tanto en resolver el problema de entrar en la casa, que no se le ocurrió pensar que pudiera haber estancias cerradas en su interior. En un intento desesperado de ver la habitación, Audrey se arrodilló para mirar a través del hueco de la cerradura. Tuvo suerte de que fuera de tipo antiguo, con un ojo que atravesaba la puerta de lado a lado, pero lo único que entraba en su reducido campo de visión era una ventana. Agarró el pomo y empujó con el hombro, haciendo una fuerza considerable. Esperaba que la puerta no estuviera bien cerrada y que el pestillo saltara sin romper la cerradura. Eso no ocurrió.

–¡Maldita sea!

Era imprudente gritar de ese modo, aunque estuviera sola, porque, incluso con las precauciones que había tomado, Maxwell podría regresar en cualquier momento. Muy contrariada, volvió al piso inferior y se dedicó a inspeccionar las otras divisiones de la planta baja, aparte del salón: la cocina, el comedor, el interior de una pequeña despensa y una sala que hacía las veces de lavandería casera. No descubrió nada sospechoso en ninguno de esos lugares. Para completar la inspección de la casa sólo le restaba el sótano, donde tampoco pudo entrar porque, como la habitación de Maxwell, estaba cerrado con llave.

Audrey se sintió decepcionada y furiosa. Su infructuosa revisión de la planta baja había acabado de consumir su tiempo. Peor aún. Pasaban ya veinte minutos del límite. Tenía que marcharse ahora mismo. Con los ojos brillándole de rabia, entró en el salón para recoger su abrigo. Ya con él en la mano, abrió la puerta principal. Sólo después de hacerlo se dio cuenta de que no había comprobado antes si estaba realmente conectada a una alarma. No era así, por suerte para ella. Salió al porche. Todo seguía igual a como estaba una hora y media antes, salvo porque había menos luz. Faltaba poco para la puesta de sol. Audrey inspiró una gran bocanada del aire gélido y limpio. La puerta empezó a cerrarse lentamente a su espalda. Se había convencido a sí misma para entrar en la casa de Maxwell diciéndose que quizá no volviera a tener una oportunidad como aquella. Pues bien, si eso era cierto, si ésta había sido su única oportunidad, entonces la había desperdiciado de todos modos.

Audrey se abalanzó hacia la puerta cuando estaba ya a punto de cerrarse.

–¡Nunca! – gritó.

Atravesó el recibidor como una exhalación y entró en la cocina. De ella salió con un cuchillo enorme. Corrió escaleras arriba, subiendo los escalones de tres en tres, siempre con el cuchillo en la mano. Corrió también por el pasillo del piso de arriba hasta plantarse, jadeando, frente al cuarto de Maxwell.

–¡Nunca! – repitió.

Su grito se fundió con el crujido que emitió la madera de la puerta al ser atacada con el cuchillo. Audrey lo agarraba con ambas manos.

–¡NUNCA!

Golpeó una y otra vez la madera en torno a la cerradura. Siguió haciéndolo incluso después de que ésta cayera al suelo dentro de la habitación, con un ruido metálico.

–¡TE VAYAS CON EXTRAÑOS!

Era la frase del cuento de Bobby Bop que Audrey había leído: «Nunca, nunca, nunca te vayas con extraños».

La puerta, ya libre, se abrió por sí sola con una gracilidad fuera de lugar. Audrey pudo finalmente ver el interior del cuarto de Anthony Maxwell.

Era una aberración. Aunque no lo sería si perteneciera a un niño… La cama, minúscula para el tamaño de Maxwell, tenía las orejas del ratón Mickey en la cabecera. Los laterales eran negros, como los brazos del roedor de Disney, y acababan en dos piezas de madera con forma de guantes blancos. Bajo la cama había una alfombra colorida, llena de otros alegres personajes de dibujos animados: el pato Donald y sus sobrinos, Minnie, Daisy. Del techo pendía un colgante móvil, como los que se ponen sobre las cunas de los bebés. Con un esfuerzo enorme, Audrey accionó un proyector que había sobre una mesilla de noche, también minúscula y con dibujos de Winnie the Pooh. Se inició una música infantil, al ritmo de la que empezaron a girar en el techo las imágenes de perros y gatos, de la luna y las estrellas, de vacas y ovejas sonrientes. Era aterrador imaginarse a un hombre de cincuenta años tumbado en aquella cama minúscula, contemplado arrobado, en la oscuridad, las imágenes luminosas del techo, justo antes de dormirse. Pero más aterrador aún era lo que había en las paredes del cuarto. Audrey recordó los símbolos que Daniel había pintado en la pared de la sala de terapia de la residencia de ancianos, con tinta que parecía sangre. Supo ahora que eso no fue casual. Debía tratarse de una broma macabra del Demonio, porque también estas paredes estaban pintadas. No con los símbolos de las cartas Zener, sino con algo incomparablemente peor. Eran dibujos hechos por el propio Maxwell, aunque podrían haber salido de la mano de un niño. Había escenas de muchos tipos, todas ellas dibujadas con el trazo irregular y la ausencia de proporciones habituales en los dibujos infantiles. A Audrey le costó darse cuenta de que había un patrón en aquel caos aparente, de que era posible encontrar
historias
entre la multitud de dibujos.

La dulce música del proyector continuaba sonando, y las sonrientes figuras del techo seguían dando vueltas sobre su cabeza cuando Audrey se desplomó en el suelo. Acababa de encontrar en la pared el dibujo de un payaso que sujetaba unos globos (el interior de los globos no estaba pintado, pero Audrey supo que eran amarillos). Una de las historias que contaba la pared, era la de su hijo Eugene…

En un dibujo aparecían una mujer y un niño junto a una noria. En el siguiente, se les unía el payaso con los globos. En el tercer dibujo, la mujer, Audrey, ya no aparecía (perdió de vista a su hijo durante medio minuto, el tiempo que tardó en comprarle a Eugene algodón dulce).

Audrey lloraba. ¿Por qué tuvo que comprar aquel maldito algodón dulce? Eugene estaría aún con ella si no lo hubiera perdido de vista. Su hijo no habría tenido la oportunidad de marcharse con ningún extraño, con el payaso de los globos amarillos. Audrey miró el cuarto dibujo. El niño y el payaso estaban dentro de un coche. Los dos sonreían. El quinto dibujo era el penúltimo. Una luna en cuarto creciente, y cinco estrellas, iluminaban una zona campestre donde había un río y varios árboles. No se veía ni al niño ni al payaso, pero sí aparecían los globos amarillos, que estaban atados a un seto. Audrey se obligó a mirar el último dibujo, cuyos trazos vio borrosos por las lágrimas. Mostraba de nuevo el interior de un coche. Ahora, el payaso estaba solo.

Capítulo 28

Boston.

Albert Cloister se sentó en un banco de la iglesia protestante de la Trinidad, en la avenida Saint James. No quería volver al colegio de los jesuitas. Prefería estar en un lugar de oración, percibiendo la energía vital de otras personas que, como él, elevaran sus súplicas al Señor. Por mucho que había intentado desvelar el significado de la cifra 4-45022-4, su esfuerzo había sido de momento en vano. Se suponía que el libro al que hacía referencia ese número estaba lejos de Boston, pero cerca de su morada espiritual, y en un lugar que él conocía bien. Un lugar en el que tuvo las primeras noticias de la entidad.

Su morada espiritual podía ser Roma o quizá Chicago. Esta última ciudad había sido su casa, y allí se hallaba el lugar en el que decidió seguir los caminos de Dios. Por su parte, en Roma estaban el Papa y la sede de los Lobos de Dios, el centro de operaciones de su labor como sacerdote y como investigador de los sucesos paranormales. Aunque ahora, aquel lobo al servicio del Todopoderoso, que protegía a los corderos del Señor, estaba sentado en la nave central de una iglesia protestante en medio de la ciudad de Boston, dándole vueltas a un acertijo que no comprendía. ¿O podía ser que…?

De pronto, una idea furtiva se deslizó entre sus neuronas, casi como una lombriz de tierra que aparece un momento y vuelve a desaparecer de inmediato. Aquel número debía de ser la signatura de un libro. Cuatro, pausa, cuatro, cinco, cero, dos, dos, pausa, cuatro… Una signatura, pero… ¿de dónde? ¿Dónde había visto números como éste, cerca de su morada espiritual? Algo estaba a punto de emerger, lo sentía como un zumbido eléctrico.

¡Claro! Ese tipo de numeración era el habitual en la Biblioteca Nacional de España, con sede en la ciudad de Madrid.

Todo era coherente con lo que dijo la entidad. Madrid estaba cerca de la morada espiritual romana, el Vaticano; en Ávila, provincia que linda con la de Madrid, se hallaba el pueblecito de Horcajo de las Torres, donde la frase «TODO ES INFIERNO» apareció ante los ojos de Cloister por vez primera. Y era un lugar bien conocido para el sacerdote, ya que en el decimonónico edificio de la Biblioteca Nacional de España había pasado muchas horas revisando legajos y manuscritos, códices y documentos de la antigüedad como investigador acreditado. Allí había trabado amistad con el jefe de prensa de la Biblioteca, Cecilio Gracia, un hombre culto y sagaz, de gran corazón y rauda inteligencia. Lo primero que debía hacer era telefonearle para confirmar sus sospechas.

Cloister miro su reloj. Era la una y media. No recordaba si en España eran cinco o seis horas más, al encontrarse hacia el este. En todo caso, fueran en Madrid las seis y media o las siete y media de la tarde, podía llamar al despacho de su amigo Gracia con visos de encontrarlo aún trabajando.

–Por favor, deseo hablar con el señor Cecilio Gracia.

–¿De parte de quién? – dijo una voz femenina.

–De su amigo Albert Cloister.

El jesuita hablaba español perfectamente, aunque un resto de acento era casi imposible de limar en esa lengua para los anglohablantes.

–¡Albert! ¡Qué sorpresa!

–Me alegro de encontrarte todavía en el despacho, Cecilio.

–Bueno, estoy en la sala de restauraciones, supervisando la restauración de un
Beato
muy valioso, pero me han pasado aquí tu llamada. ¿Qué se te ofrece?

El sacerdote obtuvo una respuesta positiva a su pregunta. 4-45022-4 era, en efecto, una signatura posible en la Biblioteca Nacional.

–Si esperas un poco, o me llamas en unos minutos, Albert, consultaré la base de datos Ariadna y te diré a qué obra se refiere.

–No me importa esperar, si no tienes inconveniente.

–En absoluto… Déjame ver… Estoy abriendo la base de datos desde un ordenador de aquí… Veamos, 4-45022-4… Ya lo tengo: «Relación del recibimiento que la Santidad del Papa Paulo V y los más Cardenales hizieron en Roma al Embaxador de los Japones».

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