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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

616 Todo es infierno (32 page)

BOOK: 616 Todo es infierno
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El Génesis era un relato simbólico. Cualquier teólogo lo sabía. Sólo las personas con fe más sencilla lo tomaban por una realidad
histórica.
Lo importante estaba en el sentido. Y el sentido era precisamente… que Dios mintió.

El sacerdote tomó aire. Sentía una opresión en el pecho, y su rostro exhibía una expresión de asco que él mismo no podía imaginar en su propia cara. La entidad tenía razón. Estaba asustado. El miedo le provocaba esa sensación parecida al calor dentro de la cabeza. Un zumbido movía sus tímpanos desde dentro. No disponía de los textos que había citado la entidad, de modo que accedió a internet y tecleó la dirección de una página que recogía todos los escritos apócrifos hallados hasta la fecha, incluyendo los pergaminos del mar Muerto y los de Nag Hammadi. Esbozó una leve y doliente sonrisa al recordar que casi ningún cristiano sabía que el Evangelio de san Juan había estado a punto de ser considerado apócrifo. La frontera entre unos relatos y otros estaba poco definida. Incluso las Biblias de distintas iglesias cristianas diferían en algunos de sus libros, o se consideraba a algunos de éstos muy cercanos a lo apócrifo. En cuanto al Nuevo Testamento, la vida de Jesús y la posterior conformación de la primitiva Iglesia cristiana, distaban mucho de ser narraciones rigurosas. Del propio Jesús se sabía muy poco con visos de ser indiscutiblemente cierto. Se había llegado a decir que no nació en Belén, que era rico, que tenía sangre egipcia, que viajó por Persia, la India y el Tíbet, que desbancó a Juan Bautista y fue rival suyo, que estuvo casado con María de Magdala y hasta que no murió en la cruz, con lo que, evidentemente, tampoco habría resucitado. De hecho, supuestas tumbas suyas llegaron a ubicarse en distintos lugares, desde la propia Jerusalén hasta la localidad japonesa de Shingo, pasando por Rozabal en Cachemira y otros diversos lugares, a cuál más estrambótico.

Mientras pensaba, Cloister bajó a su ordenador los documentos en formato PDF: los evangelios apócrifos de Nicodemo y de Tomás de la Infancia. Los conocía ligeramente, pero nunca leyó ninguno de los dos en profundidad y con total atención. Ahora leía el de Nicodemo buscando «claves». Y pronto encontró algo que bien podía ser una de ellas. Eran unas frases de Satanás desde los infiernos, en las que decía:

Prepárate a recibir a Jesús, que se vanagloria de ser el Cristo y el hijo de Dios, pero que es hombre temerosísimo de la muerte, porque yo mismo le he oído decir: «Mi alma está triste hasta la muerte». Y entonces comprendí que tenía miedo de la cruz.

¿Miedo…? ¿Jesús…? ¿Miedo a la muerte? ¿Acaso no tenía confianza en el Padre? ¿Acaso no
sabía
que era el hijo de Dios? Cloister no comprendía que Jesús tuviera miedo a la muerte, sino sólo al modo de morir. La cruz era un método de ajusticiamiento terrible. Los romanos sabían cómo disuadir a los criminales de sus delitos. Por norma general, un reo tardaba hasta más de un día entero en morir. Su agonía era inimaginable, tratando de elevarse sobre los pies, forzando los brazos, para robar un poco de aire y no morir asfixiado, sabiendo que el final es inevitable. Una forma de matar muy cruel, propia de un mundo y una época crueles.

El sacerdote siguió leyendo, finalizó el Evangelio de Nicodemo y comenzó el de Tomás de la Infancia. Aquel sí que era un texto desconcertante. Mostraba a un Jesús niño de feroz brutalidad, malhablado e inmisericorde con sus semejantes y el resto de habitantes de Nazaret. Su «juego» favorito era hacer que los demás murieran a poco que lo contrariasen. Más que la infancia de Jesús, parecía la infancia del mismo Satanás.

Y un fariseo, que estaba con el niño, tomó un ramo de olivo y destruyó la fuente que había hecho Jesús. Y, cuando Jesús lo vio, se enojó y dijo: «Sodomita impío e ignorante, ¿qué te habían hecho estas fuentes, que son obra mía? Quedarás como un árbol seco, sin raíces, sin hojas ni frutos». Y el fariseo se secó, y cayó a tierra y murió. Y sus padres llevaron su cuerpo, y se enojaron con José. Y le decían: «He aquí la obra de tu hijo. Enséñale a orar, y no a maldecir».

Otra vez, Jesús atravesaba la aldea, y un niño que corría, chocó en su espalda. Y Jesús, irritado, exclamó: «No continuarás tu camino». Y, acto seguido, el niño cayó muerto. Y algunas personas, que habían visto lo ocurrido, se preguntaron: «¿De dónde procede este niño, que cada una de sus palabras se realiza tan pronto?». Y los padres del niño muerto fueron a encontrar a José, y se le quejaron diciendo: «Con semejante hijo no puedes habitar con nosotros en la aldea, donde debes enseñarle a bendecir, y no a maldecir, porque mata a nuestros hijos».

Y José tomó a su hijo aparte, y le reprendió, diciendo: «¿Por qué obras así? Estas gentes sufren, y nos odian, y nos persiguen». Y Jesús respondió: «Sé que las palabras que pronuncias no son tuyas. Sin embargo, me callaré a causa de ti. Pero ellos sufrirán su castigo». Y, sin demora, los que lo acusaban, quedaron ciegos.

El jesuíta no comprendía nada… Jesús tenía miedo a la muerte, y de niño fue muy cruel. ¿Qué tenía que ver una cosa con la otra? ¿Era acaso Jesús la encarnación del mal? Cloister estaba ya dispuesto a aceptar cualquier cosa. Quizá empezaba a comprender cuestiones que le llevarían a la verdad ansiada. Pero no, Jesús no podía ser lo contrario de lo que siempre había creído… Tenía que atreverse a pensar, a abrir su mente si quería de veras entender. Abrirla como nunca, con orificios como la boca de un cañón. A menudo los hilos de la verdad se tejen solos. Aunque sea como acercarse a un acantilado y mirar abajo. El vértigo no anula la seducción del riesgo. Cloister sabía que ningún abismo sería capaz de frenarlo.

El mítico e inextricable Nudo Gordiano no pudo ser más enrevesado y difícil que el enigma que se presentaba ante Albert Cloister. Pero, al igual que hizo Alejandro Magno, todo nudo se puede cortar.

–¡Cortarlo! ¡Cortarlo! ¿Cómo…?

El delirio del sacerdote había superado la barrera de su mundo interior para convertirse en un grito. Estaba nervioso y sudaba copiosamente. Las manos le temblaban. Repasó de nuevo los textos de Nicodemo y Tomás… Jesús temía morir en la cruz y, en su infancia, se comportaba como un ser malvado. Miedo, siempre miedo. El mal es hijo del miedo. La soberbia, la envidia, la vanidad… Todo aquello que hizo a Lucifer levantarse contra Dios.

Levantarse contra Dios.

Ese pensamiento hizo que otro se formara en la mente del jesuíta, como consecuencia directa suya. En varias grabaciones sucesivas, Cloister obtuvo respuesta a algunas de sus dudas; pero sólo a aquellas que la entidad quiso resolver. Respuestas que no le ayudaron precisamente a encontrar un horizonte sólido ante su mirada.

El jesuíta se acordó de pronto de Audrey Barrett. ¿Qué le había susurrado la entidad al oído durante el exorcismo del viejo jardinero? La entidad no había querido revelárselo a él.

La clave se hallaba en la desaparecida doctora Barrett. Eso estaba ya claro. Debía encontrarla, estuviera donde estuviese. Ella había recibido los elementos necesarios para aclarar el enigma durante el exorcismo de Daniel. Las más terribles verdades se susurran al oído. Su contenido es tan atronador que no es necesario hacer ruido al manifestarlas. Ella ignoraba, sin embargo, su verdadero papel en aquella obra de teatro tan real como temible.

Muy pronto, las últimas incertidumbres se disiparían para Cloister. Aquel mal llamado juego entraba en su última fase: el principio de su fin. La entidad había prometido al jesuíta que se maldeciría a sí mismo por haber pretendido desvelar la verdad a la que le estaba conduciendo con sus revelaciones. Estaba ya maduro para comprender.

Maduro para creer.

Capítulo 33

Fishers Island.

Joseph distinguió una fuente de luz entre los árboles. Era la casa del escritor Anthony Maxwell. Cuando estuvo más cerca, pudo ver que la puerta de la entrada se encontraba abierta de par en par, y su angustia se intensificó. Nadie dejaba la puerta de su casa abierta de esa manera. Ni siquiera en un lugar tan seguro y tranquilo como Fishers Island. Aparcó enfrente de la edificación, llevándose por delante las macetas que adornaban el pie de la escalera. Se lanzó fuera del vehículo y corrió hacia la entrada.

–¡Dios mío…!

No se esperaba algo así. Llevaba todo el día mortificado por lo que pudiera haberle ocurrido a Audrey. Pero ni en sus peores imaginaciones esperaba encontrarse aquello… Había sangre por todas partes. Joseph contempló, atónito, las huellas rojas que surcaban la piedra blanca del suelo. Unas eran de zapatos de mujer, y las otras eran casi igual de pequeñas, pero de unos pies descalzos; ambas mezcladas en una total confusión.

–¿Qué diablos ha pasado aquí? – murmuró, sobrecogido, mientras seguía el rastro hacia el interior.

Por unos segundos se preguntó qué debía hacer, por dónde debía empezar a buscar a Audrey, si es que eso continuaba teniendo sentido. Entonces reparó en que la cerradura de la puerta del sótano había sido arrancada de cuajo. Se acercó a ella con una cautela extrema. El corazón le batía a un ritmo enloquecido dentro del pecho. La corriente gélida que penetraba desde la calle hacía condensarse en nubes de vaho su agitada respiración. Creyó oír un sonido que emergía de las profundidades del sótano. Una especie de lamento… No, no era exactamente eso. Era más bien como si alguien tratara de hablar con la boca cerrada, por absurdo que pareciera. El ruido cesó cuando Joseph puso el pie en el primer escalón que descendía a la cámara subterránea.

Mientras bajaba, percibió cada vez con más intensidad un olor a moho y humedad. Y eso resultaba casi una bendición, porque había un hedor de fondo mucho más desagradable e incomparablemente más siniestro.

Joseph quiso gritar cuando descubrió el origen de aquel hedor. Pero no consiguió hacerlo. Su boca se abrió como la de un pez que pugna por un poco de aire, y que está, sin embargo, condenado a asfixiarse. Si el horror, si el auténtico horror tenía un rostro, debía ser el de los seres pálidos y enajenados que Joseph tenía delante de los ojos. Eran niños.

O, más bien, lo fueron.

Ahora, Joseph no se atrevería siquiera a afirmar que continuaban siendo humanos. A juzgar por lo que veían sus ojos, quien hubiera pasado por lo que ellos debían haber pasado, tenía que haber perdido todo rasgo de humanidad. Sólo así sería posible haber soportado ese inimaginable tormento.

–Oh, Dios, Dios… -consiguió por fin articular el bombero, entre gemidos horrorizados.

Dios no estaba en aquel sótano. Dios no podía existir si aquel sótano existía. Las bocas de los cinco niños estaban toscamente cosidas con un hilo grueso. Se las habían cosido para evitar que gritaran o que pidieran auxilio. Joseph sintió que las piernas le fallaban. Tuvo que apoyarse para recuperar el equilibrio. El movimiento fortuito le hizo encender un aparato de radio, sin pretenderlo, y en aquel lugar de pesadilla empezó a sonar una alegre música infantil. Cinco pares de ojos se acercaron a los barrotes de sus celdas para observar más de cerca a Joseph, quizá como alguna clase de respuesta mecánica a la música. Aquellos ojos estaban muertos. Sus dueños eran meras cascaras: sin deseos, sin voluntad, sin esperanza.

Joseph trató de apagar el aparato que emitía la música, pero las sacudidas de sus manos le impedían acertar en el botón de parada. Y la canción infantil seguía sonando. La imagen de uno de esos niños enjaulados tratando de cantar la canción con su boca cosida fue demasiado para el bombero. Cogió la radio y la estrelló contra la pared. Vomitó allí mismo y luego salió corriendo del sótano. Huyó de él. No tuvo el valor de quedarse a ayudar a los niños. Ya arriba, llamó a la policía. La voz le temblaba cuando llegó el momento de describir lo que había encontrado.

Pero antes de todo eso, antes de que Joseph cruzara la puerta principal, una figura oscura había emergido de la casa de Maxwell. La figura tenía el cuerpo encorvado y era de una extrema delgadez. Caminaba muy despacio, con enorme dificultad. Los años de encierro en una pequeña celda le habían cobrado un alto precio a su cuerpo. Cada paso era un martirio, pero quiso volver a la casa para ir en busca de su cuaderno. Estaba muy orgulloso de su cuaderno, sí, y quería que ella lo viera. Al salvar el último escalón que separaba la casa del suelo, se le escapó un gemido de dolor. Apenas fue audible, porque tenía la boca cosida, al igual que los restantes niños. Siguió adelante y se alejó despacio de la casa, con su andar lastimero. Por suerte, la mujer que lo había liberado del sótano no estaba lejos.

Era Eugene, que se sentó junto a su madre. Ella estaba tendida en el suelo, sobre unas hierbas. La sangre salía a borbotones de la herida de su pecho. Respiraba entre estertores, con un sonido acuoso. Pero ya no sentía ningún dolor. Todo estaba ya bien. Su amado hijo Eugene había vuelto a su lado.

La alegría de Audrey se mezcló, no obstante, con un sentimiento de tristeza. Su corazón se ensombreció al ver de nuevo la boca de su hijo, atravesada con un hilo tosco que ella no podía simplemente arrancar, por más que deseara hacerlo. La maldad de un ser humano no tiene límites. Nadie sabía eso mejor que Eugene.

Audrey vio que él le tendía un cuaderno. La psiquiatra comprendió que su hijo había vuelto a la casa a buscarlo, para enseñárselo. Sus páginas estaban plagadas de dibujos. La luz de la Luna, casi llena, le permitió distinguir varios de ellos.

–Son… preciosos… Eugene -dijo Audrey, con un esfuerzo sobrehumano.

El muchacho la miró, y Audrey juraría que vio brillar una sonrisa en aquellos ojos ausentes. Todo iba a salir bien. Eugene se pondría bien. Algún día podría hablar de nuevo. Y reír.

Audrey recordó algo, y fue ella ahora quien sonrió, dejando a la vista unos dientes manchados de sangre.

–Ar… mario-dijo-. Tus… regalos… están… en… el… armario.

Era imposible que Eugene supiera a qué se refería su madre con esas palabras. Él no podía imaginar que hubiera un armario lleno de regalos esperándole en casa: los de todos los cumpleaños y Navidades que Maxwell le había arrebatado. Eugene le dio su cuaderno de dibujos. Ese era el regalo que él había guardado para ella durante todos estos años de tormento.

Un ruido del que Audrey no fue consciente llamó la atención de Eugene. Su cuerpo escuálido se tensó, justo antes de que una voz gritara:

–¡Audrey! Audrey, ¿eres tú?

El bombero sólo conseguía ver un bulto oscuro, una sombra más entre las sombras. Aun así, supo que se trataba de la mujer que había ido a buscar. Cuando llegó hasta ella, la plateada luz le reveló que no estaba sola. Había un muchacho arrodillado junto a su cuerpo. Como los demás cautivos del sótano, también él tenía la boca cosida. Pero el bombero no sintió horror al verle, sino una profunda ternura.

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