Read 616 Todo es infierno Online
Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez
Tags: #Religion, Terror, Exorcismo
El anciano asintió con la boca fruncida y los labios apretados.
–Vale.
–Tienes que intentar recordar una cosa. Es desagradable, pero ya pasó. ¿Lo entiendes?
–Bien. ¿Te acuerdas de las charlas con la doctora Barrett?
–Audrey es… mi amiga. Hace mucho… que no… viene… a verme. La echo… de menos.
Al pobrecillo no debían de haberle explicado que la doctora había desaparecido, ni, por supuesto, todo lo demás.
–Ella me dijo -mintió Cloister para ser más próximo a Daniel- que, a veces, tú hablas como otra persona.
–¿Cómo otra per… sona? – dijo el anciano, asustado.
–Sí. De un modo distinto al tuyo, a como hablas normalmente.
–Yo no…
El pobre hombre no comprendía aquel fenómeno que protagonizaba. No entendía nada de ello y tenía miedo. El sacerdote se dio cuenta de que por ahí no iba a ningún sitio. Respecto a esa entidad que hablaba por el anciano, optó por intentar una última prueba.
–¿Puedes hacerlo ahora? ¿Eres la entidad de la cripta del edificio Vendange? ¿Estás ahí?
–No… Yo…
Daniel se puso a sollozar, asustado por el incomprensible comportamiento de su interlocutor, al que no conocía pero que le recordaba al padre Gómez, el exorcista que tantos padecimientos le acarreó. Enseguida los sollozos dieron paso a toses ásperas y a un silbido malsano del aire al entrar en sus pulmones y salir de ellos.
–Tranquilo, Daniel, tranquilo. Olvida lo que he dicho, ¿vale? Sólo una cosa más, y te dejo. Yo voy a decirte unas palabras y tú tienes que decirme a mí si te suenan de algo, o qué quieren decir. Voy a decirte la primera: «el payaso de los globos amarillos».
Nada.
–«Fishers Island.»
Nada.
–«New London.»
Nada.
–«Tú conoces bien.»
Nada.
–«Eugene.»
–¡Ése… es… el hijito de Audrey!
–¿El nombre del hijo de la doctora Barrett? ¿De Audrey?
–Sí. Me lo dijo… él.
–¿Sabes algo más?
–No. Sólo… eso. Es su… hijito.
–¿No te dijo «él» algo más?
–No…
El jesuita resopló casi inaudiblemente.
–Gracias, Daniel. Perdóname por haberte molestado. Siento haber tenido que hacerlo.
Antes de irse, Cloister se fijó en la maceta que había en la ventana de Daniel. De ella brotaba un palo seco. Debía de ser la rosa de la que nunca se separaba, según las notas de los informes de Audrey. Su rosa muerta.
–¿Ha terminado ya? – le preguntó la joven sor Katherine al verlo salir.
Cloister no respondió. Se limitó a dedicarle la mejor sonrisa que pudo emerger de su rostro en aquel momento, y se marchó de allí sin mirar atrás. Daniel sólo le había aportado un dato: Eugene era el hijo de la doctora Barrett. Su última acción, como esperaba -lo sabía en el fondo de su ser-, era visitar a la propia Audrey Barrett en el hospital de New London.
Cuando, transcurrida exactamente la hora que le había concedido, sor Victoria apareció, la joven monjita sólo pudo decirle que el padre Cloister se había marchado hacía más de media hora. Su rostro estaba nublado, aunque no sabía por qué.
New London.
La entrada principal del hospital de New London se hallaba en un edificio que recordaba ligeramente a la arquitectura oriental, con una gran techumbre que sobresalía hacia los lados, coronada por una linterna. Cloister pidió al taxista que lo dejara a una distancia prudencial. No quería llamar la atención de nadie. Si no tenía otro remedio, estaba dispuesto a hacer algo impropio de un siervo de Dios, aunque fuera a su servicio. Sin embargo, era ya consciente de que su propia voluntad y sus deseos de resolver el enigma se habían entremezclado con su deber hasta hacerse indistinguibles. El sacerdote sabía que Audrey Barrett estaba en la habitación 517, aunque no le sería difícil encontrarla, en todo caso, por el agente de policía que custodiaba su puerta. Lo que ignoraba era la zona del hospital en el que podía hallarse la habitación. Entró en el
hall
principal y miró el organigrama en un panel en el que se mostraban las distintas especialidades por orden alfabético. Las habitaciones de los enfermos que no requerían cuidados intensivos estaban en otro edificio aledaño.
Cloister obtuvo de un celador las indicaciones para llegar al edificio que estaba buscando. Odiaba los hospitales. Incluso sus zonas ajardinadas. Mientras caminaba por un sendero de grandes losas le llegó la voz áspera de un periodista que estaba allí cubriendo la noticia del asesinato del famoso Bobby Bop, el escritor infantil que se había descubierto como pederasta. Estaba apoyado en un muro y, con su cuaderno de notas abierto, explicaba por teléfono a alguien de la redacción de su medio la crónica del día:
–El último parte médico acerca del estado de salud de la doctora en psiquiatría Audrey Barrett, presunta homicida del escritor Anthony Maxwell, más conocido como Bobby Bop, es favorable. Las primeras informaciones sobre su estado de coma se han desmentido. La doctora Barrett se halla consciente y fuera de peligro, aunque en estado de confusión. Al parecer, no es capaz de recordar lo sucedido… ¡No, no, esto no es del parte médico! Tú toma nota y no pienses, novato. Ya te diré yo luego cómo va, ¿OK?… Bien. Sigo. Después de «lo sucedido», punto. A la espera de su recuperación, la doctora Barrett se encuentra bajo arresto en el hospital de New London, Connecticut, muy cerca de Fishers Island, el lugar de los hechos… Ya he terminado. ¿Lo tienes todo?
Escuchando a aquel periodista gritón, Cloister tuvo que reconocer el gran trabajo del espionaje vaticano, uno de los mejores servicios de inteligencia del mundo, copiado en su funcionamiento incluso por la CIA norteamericana.
–No se les escapa nada -musitó el sacerdote.
Cloister siguió caminando hasta el edificio de los pacientes ingresados. Entró y se dirigió a los ascensores, que estaban justo enfrente. Uno de ellos acababa de llegar a la planta baja. Montó en él y oprimió el botón del quinto piso. Arriba, salió de la cabina despacio, con pretendido aire de despiste. El pasillo se extendía a ambos lados y torcía simétricamente en cada sentido a una veintena de metros. Frente a los ascensores, un amplio ventanal empezaba a mostrar la caída de la tarde, por delante de un mostrador en el que había dos enfermeras de guardia.
Como no sabía hacia qué lado dirigirse, el sacerdote decidió sin ningún motivo. Giró a la izquierda siguiendo el instinto de su cerebro masculino. Una mujer probablemente hubiera tomado el camino de la derecha. Sólo había avanzado unos pasos cuando el sonido de la megafonía lo sobresaltó. Tenía un altavoz justo encima de él, en la esquina superior del pasillo. Continuó caminando y torció varias veces más hacia la izquierda siguiendo la forma de la galería, flanqueada de habitaciones a ambos lados. Al fondo comunicaba con el pasillo de la derecha, formando un anillo completo. Las salas de espera estaban cerca de los ascensores, por detrás de la línea de las enfermeras.
Junto a una de las puertas había un hombre de espaldas, de pie, al lado de una silla plegable que estaba apoyada en la pared. Iba vestido con el uniforme de la policía local. En la galería había varias personas: un anciano enfermo caminando con su botella de suero y acompañado de una muchacha joven, un par de enfermeras que entraban y salían de las habitaciones, y algunos visitantes más. El policía se dio la vuelta en un gesto rutinario. Era alto y fuerte, de unos cincuenta años y con un poblado bigote bajo la nariz, muy abultada. Un tipo duro.
Iba a ser difícil convencer a aquel policía de que le permitiera ver a Audrey. La psiquiatra acababa de matar a un hombre. Pero Cloister necesitaba hablar con ella, costara lo que costase. Esa mujer era la clave. Los caminos tortuosos por los que el jesuíta había sido conducido convergían en ella. Y el final de su búsqueda estaba ya cerca. Podía sentirlo.
Se dijo que lo mejor era identificarse como sacerdote, aunque tenía dudas de que fuera a servirle de algo. Vestía de paisano, y eso podría hacer al agente recelar. No sería la primera vez que un periodista poco escrupuloso se hacía pasar por lo que no era, para conseguir una exclusiva. El jesuita tenía un carné que lo acreditaba como sacerdote. Pero estaba escrito en lengua italiana, y era improbable que le resultara de utilidad con ese policía de aspecto pueblerino.
De todos modos, tenía que intentarlo.
–Disculpe, agente.
El hombretón lo miró con gesto neutro, que enseguida transformó en hostil.
–¿Qué es lo que quiere?
Cloister optó por no andarse con rodeos:
–Soy sacerdote. Necesito hablar con la doctora Barrett. Es una cuestión de vida o muerte.
–Lo siento, pero eso va a ser imposible. Son órdenes.
–Mire, puedo probar que soy sacerdote -dijo Cloister mostrando su carné en italiano.
El policía le echó un vistazo rápido y desinteresado, con gesto bovino, y después levantó los ojos hacia su interlocutor para decir:
–Aunque fuera usted el mismo Papa, y no se ofenda, no podría dejarle entrar.
Había alguien más dentro de la habitación, con Audrey. Se oyó movimiento al otro lado de la puerta. Justo antes de que la manivela girara, Cloister y el policía se volvieron. En el umbral apareció un hombre alto y moreno, de rostro preocupado. El día había sido muy largo para él.
–¿Sucede algo? – preguntó al agente.
–Nada, señor Nolan.
«¿Nolan?», pensó Cloister.
–¿Es usted Joseph Nolan? – dijo-. ¿El bombero que rescató a Daniel?
–Sí. ¿Quién es usted y cómo sabe eso?
–Mi nombre es Cloister, Albert Cloister. Soy jesuíta. Me envió el Vaticano para investigar el caso de Daniel. La madre Victoria fue quien me habló de usted y de lo que hizo por él.
–¿Conoce a la madre Victoria?
–Está muy preocupada por Audrey -dijo Cloister-. Todos lo estamos. No puedo explicarle las razones, ni cómo se han precipitado los acontecimientos, pero le juro que es imprescindible que yo vea ahora a la doctora Barrett.
Los ojos del sacerdote le dijeron a Joseph que decía la verdad. Y le revelaron también algo más. Tenían una expresión familiar para el bombero. La había visto muchas veces en las miradas de quienes estaban a punto de morir quemados por el fuego: una mezcla de terror y apremio. Era extraño verla en cualquier otra circunstancia. Joseph se preguntó quién era realmente aquel sacerdote y qué es lo que pretendía de Audrey.
–Se encuentra muy débil -dijo Nolan-. Y además está durmiendo. No creo que sea buena idea…
–No puedo marcharme sin hablar con ella -atajó Cloister, de nuevo con esa inquietante expresión en los ojos-. Le aseguro que sólo será un momento. Debo preguntarle una cosa. Tengo que hacerlo, ¿me entiende?
–Dígame qué quiere saber, y yo se lo preguntaré.
Cloister sopesó esta opción. Pero enseguida tuvo que descartarla. Era imposible transmitirle al bombero lo que necesitaba saber. Ni siquiera un largo discurso bastaría para ello. Y sólo lograría parecer un loco.
–Ojalá pudiera hacerlo, señor Nolan, pero no puedo. Llame a la madre Victoria. Confirme mi identidad, si lo desea. Pero, por favor, déjeme entrar.
–Eh, eh, un momento, un momento -intervino el policía, molesto-… Soy
yo
quien decide aquí quién puede entrar y quién no. Y ya le he dicho que no puede pasar, por muy sacerdote que sea.
Después de estas palabras, hubo un silencio. Cloister se sintió impotente. No iba a marcharse de allí sin hablar con Audrey. Se lo había dicho al bombero, y realmente estaba dispuesto a hacer lo que fuera preciso para conseguirlo. Su cerebro empezó a buscar alternativas. Desesperado, incluso se le pasó por la cabeza la loca idea de provocar un incendio en la planta, para colarse en el cuarto de la psiquiatra aprovechando la confusión. Había llegado demasiado lejos para desistir ahora.
–Yo… -empezó a decir el jesuita, aunque sin saber muy bien cómo continuar.
Por suerte para el sacerdote, la vehemencia de sus palabras había calado por fin en Joseph, que dijo, de un modo convenientemente dócil:
–Déjele entrar, agente Connors. Yo me hago responsable.
–Pero… Tengo mis órdenes…
–Será sólo un instante. Usted y yo somos prácticamente colegas. ¿No puede hacerle un favor a un colega? Nadie tiene por qué enterarse. Además, siempre puede decir que ella pidió un sacerdote.
El agente reflexionó durante unos segundos, y luego dijo señalando a Cloister con el dedo:
–Voy a tomarme un café. Cuando vuelva de la cafetería, espero que se haya ido.
–Muchísimas gracias, agente -dijo el jesuita, aliviado.
La habitación estaba en penumbra. Sólo un neón sobre la cama la iluminaba débilmente, con una luz blanca y fría. Era curioso que, en todo ese tiempo, Cloister nunca se hubiera preguntado cómo sería físicamente Audrey Ba-rrett. Ahora veía su rostro por primera vez. Había en él un cansancio infinito, pero Audrey era una mujer hermosa. De su cuerpo partían cables que la conectaban a varias máquinas. En las pantallas resplandecían diversos indicadores, cada uno de un color. Audrey estaba durmiendo, como Joseph había dicho.
–¿Qué tal se encuentra? – le preguntó el jesuita.
–Los médicos han dicho que su situación es estable. No está tan grave como pensaron en un principio, aunque perdió mucha sangre -dijo Joseph, mirándola con ternura.
Cloister se dio cuenta de que la psiquiatra tenía algo sobre el pecho. Era un cuaderno, que aferraba entre sus manos. Sin que nadie se lo pidiera, Joseph explicó:
–No lo suelta ni por un momento. Es un regalo de Eugene.
El corazón del sacerdote dio un vuelco cuando oyó ese nombre.
–Ése es el nombre de su hijo, ¿no es cierto?
–Sí… -respondió Joseph con gesto ausente-. Todos aquellos pobres niños… Tenía la boca cosida. Todos la tenían. – El bombero miró fijamente al sacerdote, y añadió-: ¿Qué clase de animal puede hacer algo así? ¿Cómo puede permitir Dios ese tipo de cosas?
El jesuíta no pudo evitar pensar en darle alguna de las respuestas convencionales para esa pregunta. Se le ocurrió decirle que Dios no tiene la culpa: que la voluntad que concede a los hombres, su libertad para elegir el camino que deben tomar, es lo que lleva a los seres humanos a los mayores actos de bondad y también a las más horrendas atrocidades. Pero ahora se daba cuenta de que eso no bastaba. Después de todo lo que había ocurrido, lo único que pudo decir fue: