616 Todo es infierno (27 page)

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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

BOOK: 616 Todo es infierno
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»¿Qué eres?

»¿De dónde vienes?

»¿Dónde estás?

»¿Eres un espíritu bondadoso o malintencionado?

»¿Eres quien habló por boca del jardinero deficiente?

Al no poder escuchar las hipotéticas respuestas, como en cualquier conversación normal, varias de las preguntas que Cloister formuló tenían un sentido muy similar. Algunas estaban contenidas en otras, pero eso no era una mala idea, ni mucho menos. En toda experiencia es positivo repetir cuestiones con distintas palabras para controlar la Habilidad de un testimonio. Las repeticiones tienen esa función, por lo cual no conviene evitarlas. No se trata de hacer tests elegantes, sino efectivos.

Una vez terminada la conversación sin interlocutor audible, el sacerdote detuvo la grabación para reproducir el archivo registrado. Elevó el volumen al máximo, y se dispuso a escucharlo con atención. Su propia voz sonaba con un aplomo más bien ficticio.

–Mi nombre es Albert Cloister. ¿Estás seguro de que soy la persona con la que quieres hablar?

-Sí

La afirmación fue clara y seca. La entidad le contestaba.

–¿Por qué quieres hablar conmigo?


Porque tú querrás hablar conmigo.

–¿Quién eres?


Tu amigo invisible… O, mejor, tu enemigo invisible.

Había ahora algo del tono irónico que Cloister detectó en la primera psicofonía.

–¿Qué quieres de mí?


Tu alma,

–¿Puedes manifestarte de algún otro modo?

-Sí

Esa vez la palabra se prolongó, como si la entidad quisiera hacer ampulosa ostentación de su poder.

–¿Eres el espíritu de un ser humano fallecido?

-No.

–¿Qué eres?


Lo que soy.

–¿De dónde vienes?

–D
el siempre, del principio de los tiempos, de la eternidad.

–¿Dónde estás?


En todas partes.

–¿Eres un ser bondadoso o malintencionado?


Estoy más allá del bien y del mal.

–¿Eres quien habló por boca del jardinero deficiente?

-Sí

A cada respuesta, la inquietud fue invadiendo con más fuerza al sacerdote. Todas las respuestas eran certeras, inmediatas. Por primera vez desde niño, no ya el miedo, sino el pánico embargó su espíritu. Con la grabadora aferrada en su mano, salió de la cripta a toda prisa, y a punto estuvo de resbalarse en la escalera vertical que conducía al exterior. Se dio cuenta de que estaba crispado y tembloroso. Abandonó el edificio y deambuló por la calle. Había anochecido y hacía frío, lo cual se agravaba bajo el cielo completamente despejado y límpido. Las estrellas se alzaban majestuosas, visibles a pesar de la contaminación lumínica de la ciudad. Boston no era tan grande como Nueva York. Allí nunca se podían ver las estrellas. La ciudad que nunca duerme es también la ciudad que nunca mira su cielo nocturno, sencillamente porque éste no existe más allá de una capa de luz difusa que devuelve los millones de vatios que provienen del suelo. Pero Boston aún permitía ver algunas estrellas en las noches despejadas. Aquellas luces que embargan el ánimo y transportan a lugares distantes, desconocidos, tan vibrantes en la imaginación como su propia figura luminosa en lo alto.

Cloister caminó un rato y acabó sentándose junto a la estatua del abolicionista William Lloyd Garrison, en un banco del bulevar de la avenida Commonwealth. De tanto apretar la grabadora, su mano estaba dolorida. La dejó a un lado, sobre la madera, como si eso alejara, de él lo que acababa de escuchar, y se recostó para mirar el cielo. El vaho de su aliento cruzaba sus ojos como una nube fugaz. El ruido del tráfico casi había desaparecido. Estaba solo. Cogió de nuevo la grabadora y volvió a escuchar la voz que había quedado impresa en la memoria. El silencio de la cripta de la antigua iglesia contenía una presencia atronadora.

–¿Eh, amigo? – dijo una figura oscura que apareció a un lado.

–¿Qué…?

–¿Tiene un cigarrillo, amigo?

–Lo siento -respondió el sacerdote, mirando a su interlocutor, un viejo pordiosero de pelo ralo y sucio, abrigo raído y gorro de lana azul-. Llevo un mes sin fumar.

–Mala suerte.

–Y que lo diga.

En ese momento, Cloister se hubiera fumado una cajetilla entera.

–Espere… A ver. – El mendigo se metió una mano entre los pliegues mugrientos del abrigo-. ¡Vaya, pero si tengo un paquete con un par de pitillos! Lucky Strike.

–Un verdadero golpe de suerte -dijo Cloister mientras cogía el cigarrillo arrugado que el mendigo le estaba ofreciendo.

–Por aquí debo de tener una caja de fósforos…

El sacerdote se dio cuenta de que no quería fumar. Estaba harto de ser una víctima del veneno del tabaco. Pero le pareció un desprecio devolver el cigarrillo al mendigo. Éste le dio fuego y se sentó a su lado en el banco, después de hacer un ademán a modo de petición de permiso.

–¿Son hermosas, verdad? – dijo el viejo, con la vista puesta en el cielo.

–Sí que lo son.

–Por cierto, ¿qué hace un caballero elegante como usted aquí solo a estas horas? Si no le importa que se lo pregunte… ¿Le ha echado de casa la parienta?

–No estoy casado. He salido a pasear.

–¡Pues vaya hora rara! Con este frío se le pueden congelar las ideas.

Cloister fumaba sin tragar el humo, pero lo hacía casi inconscientemente. Sus pensamientos verdaderos estaban lejos de allí. La conversación con el viejo pordiosero ocupaba la capa exterior de la cebolla, y lo que había escuchado en la grabación pertenecía a lo más interno.

–¿Un trago, amigo? – dijo el mendigo, agitando en su mano una petaca de vidrio de whiskey Jameson.

Ante el ofrecimiento, el sacerdote sonrió por primera vez. Ahora se daba cuenta de la situación. Un pobre hombre, sin techo, vestido con harapos, le estaba invitando a tabaco y a alcohol. Un tipo hospitalario a pesar de su pobreza. Era loable.

–No, gracias, no suelo…

–¿No suele, qué?

–Quiero decir que no acostumbro a beber… Aunque, ¡qué diablos!, déme esa botella. La verdad es que necesito un trago.

Los dos hombres compartieron el whiskey irlandés en el banco del bulevar, mientras fumaban y contemplaban las estrellas en el firmamento. El sacerdote estaba en silencio, tratando de encontrar una explicación a los acontecimientos, o más bien un resquicio por el que ver la luz. Sentía, en cierto modo, la tranquilidad propia de la desesperación, que también es una calma que precede a la tormenta.

–¿Sabe usted que Kennedy miraba mucho el cielo?

El viejo habló en un tono diferente. Su voz no sonaba tan áspera como antes. Los ojos le vibraban llorosos.

–Kennedy -continuó- prometió que el hombre iría a la Luna, y así fue. Si los políticos de ahora miraran más el cielo…

No terminó la frase. Sus ralas barbas se humedecieron con las lágrimas. Toda persona lleva consigo una historia, pero los mendigos tienen siempre una historia triste. Muchas personas normales y decentes creen que sólo son vagos, a los que no se puede redimir porque les gusta la inmundicia y la calle. Pero lo cierto es que muchos mendigos aman sobre todas las cosas la libertad. A menudo, el exceso de equipaje en la vida no lo convierte a uno en otra cosa que en esclavo voluntario.

–He de ir al albergue -dijo el mendigo, levantándose.

–Gracias por el cigarrillo y el trago -contestó Cloister, que también se puso de pie-. Permítame que le dé unos dólares.

–No le diré que no, amigo, no le diré que no.

El sacerdote sacó un billete de veinte de su cartera y se lo tendió a aquel hombre, que lo miró y luego lo apretujó en su mano, hinchada bajo un guante de lana sin dedos.

–¡Un
Andrew Jackson!
Muchas gracias. Es usted muy generoso.

El viejo guardó el dinero en un bolsillo, hizo una especie de leve reverencia de cortesía, y se alejó caminando muy despacio. Debía de rondar los setenta años, aunque era difícil de saber por su aspecto, su pelo largo y su barba rala. Cloister lo siguió con la mirada. Esa noche había recibido una lección. Se repitió a sí mismo que nada sucede por casualidad. Aquellos dos acontecimientos debían tener alguna relación entre ambos. Posiblemente no era una relación causa-efecto, pero la aparición de un mendigo más generoso que muchas personas acomodadas, después de haber grabado las psicofonías en la cripta, parecía significar que vale la pena luchar por la humanidad, con todos sus problemas, contradicciones o errores. Y, si no era así, se trataba de un hermoso pensamiento. Era una conclusión que merecía la pena sacar de ese encuentro nocturno.

A la luz temblorosa de las estrellas, palpitantes como seres vivos allá en la negra lejanía cósmica, Cloister volvió a escuchar la grabación un par de veces más. Después se serenó y se armó de valor. No estaba dispuesto a comenzar con una retirada. Tenía que regresar a la cripta oculta bajo el edificio Vendange y enfrentarse con la entidad que le había hablado. Enfrentarse con la verdad.

Rezó una oración, en silencio, mientras caminaba de regreso. Esa noche no volvería a contactar con la entidad. Con ese enemigo invisible que lo había atraído hasta allí. Con aquel ser desconocido que decía pretender su alma y afirmaba estar, como Dios, en todas partes. Con ese ser de otra dimensión que, según dijo, estaba más allá del bien y del mal. Cloister quería solamente regresar a la cripta para dar muestra de fortaleza.

Antes de descender hacia la puerta de la carbonera, frente a la entrada principal del edifico Vendange, el jesuíta se detuvo un momento. Sobre él se hallaba el poste con el letrero de la calle perpendicular a la avenida Commonwealth, en el que podía leerse Dartmouth. El nombre de una localidad que aparecía en
El perro de Baskerville,
uno de los casos del más célebre de todos los detectives, Sherlock Holmes. En esa obra se decía que la vida y la muerte encierran cosas que no podemos comprender. Y era cierto. También el significado de Dartmouth resultaba irónico: dardo en la boca. El dardo de la palabra, que hiere con la boca.

Cloister volvió a atravesar la carbonera, a cruzar el patio y a descender hasta la sala de los pilares de carga. Desde allí regresó a la cripta. Pasara lo que pasara, mañana sería otro día.

Capítulo 25

Boston.

La llamada de Audrey había despertado a Joseph en plena noche. Su preocupación no paró de aumentar desde entonces. El sabor a despedida de la voz de la psiquiatra lo había dejado angustiado. Intentó devolverle la llamada, pero Audrey tenía apagado su teléfono celular. Joseph temía que fuera a cometer una locura. Ella era una mujer atormentada, y quizá la muerte de la esposa de ese amigo suyo, profesor de Harvard, había sido lo que faltaba para colmar el vaso de su desesperación. Tenía que encontrarla. Pero todos sus intentos para lograrlo habían sido infructuosos hasta el momento.

Audrey se había evaporado. Ésas fueron las palabras de su secretaria, a la que Joseph llamó de madrugada para preguntarle por ella. No tuvo mejor suerte con la madre superiora de la residencia, a la que decidió ir a ver en persona. Tampoco la religiosa sabía nada de Audrey, y estaba tremendamente preocupada por ella. «Se ha olvidado aquí su maletín y no ha venido a buscarlo, y ni siquiera ha llamado para preguntar por él -le dijo la madre Victoria-. Eso no es propio de Audrey. Ella es tan profesional, tan cuidadosa…»

La angustia de la monja era verdadera, pero Joseph tuvo la nítida sensación de que no estaba siendo del todo sincera con él y que se guardaba algo que no quería contarle. Estaba en lo cierto, aunque no podía imaginar lo que la madre superíora le ocultaba. Allí se había celebrado un exorcismo. Fue después de él cuando Audrey se había marchado, conmocionada, olvidando su maletín en una huida apremiante. La madre Victoria temía por su integridad física, pero lo que realmente la mortificaba era la integridad de su alma. Tuvo deseos de compartir esta carga con el bombero, pero se obligó a no hacerlo. La prudencia recomendaba que él no supiera nada de todo aquello.

A Joseph ya no le quedaba nadie más con quien hablar, pero no iba a rendirse. Ni una sola vez, en toda su carrera, había dejado de intentar rescatar a quienes quedaban atrapados en los incendios, por más peligrosa que fuera la situación y por mínima que fuera la esperanza de encontrarlos con vida. No abandonó a Daniel en el incendio del convento, aunque hasta su propio compañero le aconsejó que desistiera. Y no iba a abandonar tampoco a Audrey.

Capítulo 26

Boston.

En la profundidad de la cripta, abarcado por una energía desconocida, Albert Cloister se sumió en ideas que cada vez recorrían caminos más alejados al control de su consciencia. Sin saber cómo ni por qué, el jesuita sintió un repentino mareo y tuvo que sentarse. Casi al instante, de un modo ajeno a su control, cayó en un sueño profundo, y penetró el universo de su subconsciente. Las imágenes oníricas fueron creando una ilusoria realidad en que las dimensiones del espacio y el tiempo quedaban anuladas o reinterpretadas. La fuerza de la gravedad o las leyes de la naturaleza, ya no existían con la pertinaz consistencia del mundo exterior. Los colores y las formas eran nuevos. El tamaño, las proporciones del cuerpo, se habían disipado como un humo etéreo. Todo estaba generado por la mente. Nada era verdaderamente real.

Un cielo sin nubes, imposible de definir en su transparencia azul, se extendía sobre una inmensa campiña. Animales desconocidos y amigables pastaban junto a riachuelos de aguas mansas. El olor a flores inundaba el ambiente.

Cloister volaba sobre los campos. Al fondo, unas montañas empezaban a aproximarse. Eran hermosas, con cumbres nevadas. Más allá, un mar turquesa se erizaba en olas de espuma blanca. Miles de peces emergían de la superficie, dando saltos en el aire. La felicidad era tan real en ese mundo irreal como una roca en el mundo físico.

El Sol se puso en el horizonte y la Luna apareció majestuosa en lo alto. Casi parecía tener un rostro. Estaba espléndida, luminosa, protectora. Cloister vio que ahora se hallaba sobre una ciudad, con sus tejados de pizarra y teja, sus azoteas y sus calles. Era de noche. Las luces multicolores resplandecían. De pronto, la fachada de edifico Vendange apareció ante sus ojos. Siguió avanzando hasta su interior. Estaba solo. La sensación de paz y alegría fue dando paso a un sentimiento de abandono. El pecho se le fue ahuecando a medida que, en su propio sueño, se acercaba a la cripta de la antigua iglesia, bajo el suelo del edificio. Todo era igual, aunque, en cierto sentido, también era distinto.

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