Read 616 Todo es infierno Online
Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez
Tags: #Religion, Terror, Exorcismo
Entró flotando, con la misma sensación de ingravidez, y vio a una mujer tendida en el altar. Estaba desnuda y era muy hermosa. Más que eso: era deslumbradora. Su abundante pecho descendía hasta un vientre plano que caía hacia la caverna de su sexo, protegida bajo un cuidado manto de vello negro. Era intensamente morena, y se podía notar a distancia el palpitar de su corazón rebosante de deseo. Miró al sacerdote al tiempo que se giraba. Este sentía a la vez atracción y ansias de escapar. Su voto de castidad le impedía sentirse bien en semejante situación, atrapado por un torbellino de lujuria. Pero algo le trababa y le imposibilitaba el retroceso. Había un magnetismo que frenaba su reacción, cada vez menos intensa contra esa fuerza invisible. Ella se puso de pie. Sus formas femeninas se mostraron en todo su esplendor a la mirada del sacerdote. La mujer se metió los dedos en la boca y los lamió con fruición. Luego bajó la mano hasta el sexo y lo acarició hasta que se humedeció visiblemente.
Cloister estaba frente a ella. La abrazó, sintiendo sus senos apretarse contra su pecho. Las bocas de ambos se juntaron y se entrelazaron las lenguas. Ella empezó a desnudarlo. Le quitó la chaqueta, la camisa, desabrochó su cinturón y le bajó los pantalones; le dio un empujón para que se recostara en el altar. El sacerdote estaba boca arriba, con su sexo pleno. La mujer se puso sobre él. La penetró con furor. El remordimiento no existía ahora, se había escondido en un lugar distante. Los movimientos se fueron haciendo cada vez más intensos, frenéticos. La mujer saltaba sobre su vientre. Los gemidos de placer se tornaron gritos de dolor.
–¡PARA, PARA! – vociferó Cloister, tratando de frenarla.
Entonces se vio empapado de ardiente sangre, que lo cubría y descendía por su cuerpo como la lava de un volcán. Ahogó otro grito, mientras devolvía la mirada a la mujer. El rostro de ella había cambiado. Sus ojos refulgían y su boca robaba aire como la de un pez fuera del agua. Toda su piel se hallaba perlada de sudor. De pronto, se detuvo en seco. La expresión de su cara se hizo repentinamente marchita. Se le apagaron los ojos y sus labios se juntaron. Un último gemido lastimero y se derrumbó hacia delante, sobre el sacerdote.
Cloister se despertó con un gran sobresalto, y retornó a la realidad de un modo agudo y acelerado, como un torbellino. Había sufrido una horrible pesadilla. Su estado era de confusión, y su corazón palpitaba acelerado. Se dio cuenta de que estaba bañado en sudor. Sentía el mismo miedo que un niño cuando la luz se va sin previo aviso, y las tinieblas lo llenan todo… El sueño había sido tan vivido, tan real. Incluso se examinó para cerciorarse de que no estaba ensangrentado. Lo que sí percibió, con vergüenza, fue una mancha húmeda en sus pantalones.
Como era obvio, el jesuíta no podía saber que, no lejos de allí, en la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad, Daniel, el viejo jardinero deficiente mental, se había despertado igualmente empapado en sudor y con lágrimas en los ojos, aferrado a la colcha de su cama. El no gritó. Gemía de pánico, casi en silencio. También había tenido una horrible pesadilla.
Cuando se serenó un poco, el sacerdote notó que tenía la boca seca y pastosa, y un hondo desasosiego en el espíritu. Sintió un deseo irreprimible de comunicar con la entidad. Aquella pesadilla no podía ser algo casual. Las casualidades no existen: son sólo la ignorancia de quien no sabe por qué sucede algo.
–
¿Te gustó mi regalo? No puedes decir que no. Yo sé que te gustó.
Esas fueron las primeras palabras que se registraron en la memoria de la grabadora cuando Cloister la puso en marcha, en medio de un ambiente denso y opresivo. Luego emergieron del pequeño altavoz del aparato. Era la desagradable constatación de que, quienquiera o lo que quiera que fuese lo que se comunicaba con él, estaba dispuesto a hacerlo sin titubeos.
Albert abrió la boca asqueado, y exhaló una bocanada de aire. Estaba en manos de aquella entidad que decía pretender su alma. ¿Sería el Demonio? Ésa parecía la conclusión más simple. Y quizá fuera acertada. Había conseguido llenar su corazón de culpabilidad, la culpabilidad de pecar con gozo. Aquella mujer que lo visitó en sueños logró desbocar en él los más bajos instintos, la pasión erótica, la lujuria. Como sacerdote había hecho voto de castidad. Desde entonces nunca había estado con una mujer. Pero aquella noche su mente creyó estarlo. Fue engañada por un sueño totalmente veraz. Y se puede pecar tanto por obra como de pensamiento. Era un hecho. Muchos son incapaces de obrar el mal físico, pero lo hacen con sus mentes: los envidiosos, los mezquinos, los amargados. Y, sin embargo, ante los ojos de Dios son igualmente pecadores.
Tras un breve silencio, la grabación finalizó con las primeras frases punzantes. La entidad había canturreado una canción que Albert Cloister recordaba de su juventud, de su primer y único amor. Sintió como si su corazón se abriera, desagarrado con una sierra, y le fuera extraído algo muy precioso guardado en su interior. La canción era
She's a Mystery To Me,
y la tenía unida a su chica en una dorada urna de felicidad. Pertenecía al pasado, pero era algo suyo y puro.
La noche llega y yo caigo bajo su encanto
La luz del día torna nuestro cielo en infierno
Y yo empiezo a arder
Y ardo por toda la eternidad
Por toda ía eternidad
El Ángel Caído llora
Por toda la eternidad… ¡ja, ja, ja!
El tono de la voz en los últimos versos era burlón, insultantemente burlón. Y esa risa final… Por qué se reía. ¿De
qué
se reía?
–
¿Buscas la verdad?
-dijo entonces la voz, recuperando su tono gélido y siseante-.
Sí, tú deseas saber la verdad. La auténtica verdad, que no necesita fe ni creyentes.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Albert. La entidad estaba citando casi literalmente sus propias palabras, el colofón de su doctorado en teología: «La fe nos conduce a la verdad y la verdad no necesita creyentes; porque la verdad no necesita a la fe, pero la fe sí necesita a la verdad».
La Verdad.
El jesuíta quería saber la verdad, en efecto. Aunque desconfiaría de las supuestas verdades reveladas por aquella entidad que lo manejaba y lo dirigía a su capricho, turbando su ánimo, infundiéndole temores, confundiendo su raciocinio. Tenía bastante valor para quedarse allí y descubrir lo que fuera, lo que hubiera que descubrir. Prefería cualquier conocimiento a la ignorancia, aunque fuera desagradable o doloroso. Prefería saber a toda costa.
–¿Cuál es esa verdad? ¿Que «todo es Infierno», que este mundo de maldad nos arrastra a todos a la condenación? – gritó Cloister al polvoriento aire de la cripta.
No esperaba respuesta. Con la aguda sensación de que seguía un plan preestablecido y con el recelo ante el Príncipe de la Mentira, pero embargado a la vez por el ansia de encontrar la verdad -ese viento que había inflado las velas de su alma desde muy niño-, Albert Cloister aceptó lanzarse en el tablero de aquel juego. Un tablero real, con piezas humanas. La verdad era lo único por lo que valía la pena cualquier sacrificio.
–Jugaré a lo que tú quieras -gritó de nuevo a los solitarios muros-. Deseo saber esa verdad de la que hablas. Necesito saberla.
Un nuevo escalofrío recorrió en ese momento el cuerpo del sacerdote, que se había aproximado al altar sobre el que pecó en sueños. Lo que le había parecido sangre en los trazos que dibujaban la cifra 109, y que había visto en su primera visita a la cripta, estaba ahora fresca. Era intensamente roja y brillaba a la escasa luz del foco. Casi parecía hervir.
La grabación ya había terminado, pero Cloister volvió a poner en marcha el aparato. Necesitaba respuestas. Al poco, vio cómo el indicador luminoso de registro de sonido se activaba.
–¿Qué he de hacer? – preguntó el sacerdote-. ¿Quién eres?
Unos minutos después escuchó lo que la grabadora había recogido a través de su micrófono. Tras sus preguntas, la voz de la entidad volvió a sonar, clara y firme. Y, sin embargo, a Cloister le parecía seguir experimentando una pesadilla de la que, en algún momento, despertaría.
–
Tú ya sospechas quién soy… pero debes creerlo, y sólo se cree de veras en lo que se descubre. Tu corazón no debe albergar ninguna duda. Cuando conozcas la verdad, tampoco dudarás. Has de encontrar un libro que te dirá lo que debes saber. Está, en un lugar que conoces bien. Lejos de aquí, pero cerca de tu morada espiritual. Cerca del lugar en que tuviste noticias de mí por vez primera… Su número es 4-45022-4. La verdad es una, pero los caminos para llegar a ella son múltiples. La verdad, la verdad que descubrirás, no te hará libre
.
Fishers Island.
Audrey tenía una hora de plazo. Como parte de las celebraciones de una fiesta local, el escritor Anthony Maxwell iba a firmar cuentos y a participar en unas actividades infantiles en las instalaciones de la Legión Americana de Fishers Island. Estaba previsto que el acto durara dos horas, pero Audrey no creyó prudente apurar demasiado el tiempo. Por eso se había marcado sesenta minutos como límite para entrar en la casa del escritor y revisarla. Eso se había propuesto hacer, aunque ignoraba qué debía buscar y le aterraba lo que podría encontrarse.
Su aprensión creciente casi la hizo desistir. Tuvo que obligarse a seguir adelante con su idea diciéndose que quizá no tuviera otra oportunidad como aquella. También se aplicó un poco de la psicología que usaba con sus pacientes en la consulta. No debía tomarse lo que iba a hacer como un todo, porque eso era difícil de asumir, sino como un conjunto de partes, una sucesión de pasos. Y el primero de ellos era obvio: Audrey tenía que descubrir un modo de entrar en la casa de Maxwell. Se le ocurrió forzar la puerta de la cocina, o quizá romper una ventana, aunque enseguida descartó ambas opciones. Algo así alertaría al escritor cuando regresara y seguramente le haría llamar a la policía. Además, era perfectamente posible que Maxwell tuviera instalado un sistema de alarma.
Rodeó toda la casa en busca de un modo de colarse, pero no encontró ninguno. La mansión estaba sellada. Maxwell ni siquiera se había dejado abierta alguna ventana del piso superior; un olvido normal en un hombre que vivía solo. Para desgracia de Audrey, el escritor era tan meticuloso como parecía. Se sintió impotente. Y el tiempo seguía pasando. Le quedaban sólo cuarenta y cinco minutos.
La idea de cómo entrar en la casa surgió de la fuente más inesperada. Se la dio un pequeño gorrión.
–Es una locura…
Indudablemente lo era. Y había demasiadas cosas que podían salir mal. Hasta era posible que Audrey se partiera el cuello. Aunque no veía más alternativas. Iba a intentar entrar por la chimenea. Era grande, y su extremo superior estaba cubierto por una chapa metálica picuda, que Audrey tenía la esperanza de poder retirar; en la chimenea de su propia casa era posible hacerlo para efectuar limpiezas. Fiel a la técnica de convertir en pasos sucesivos las acciones que iba a realizar, repasó mentalmente qué era lo que iba hacer a continuación y cómo iba a hacerlo. Para llegar al tejado, tendría que encaramarse a un árbol que se alzaba a poca distancia de la mansión. Audrey no escalaba árboles desde los diez años, pero, por suerte para ella, aquel árbol concreto no suponía un gran desafío. Su tronco estaba lleno de salientes y huecos en los que apoyarse. Pasar del árbol al tejado tampoco sería complicado, pues una gruesa rama quedaba a medio metro escaso de las tejas.
Ejecutó el plan con una precisión militar. Le llevó menos de diez minutos alcanzar el tejado, a cambio sólo de unos cuantos rasguños sin importancia. No obstante, Audrey jadeaba. A partes iguales por el esfuerzo físico y la tensión nerviosa.
La chimenea le quedaba ahora a un par de metros, pero debía ser precavida antes de avanzar. La lluvia de la noche anterior había vuelto resbaladizas a las tejas. Un pequeño descuido y caería seis metros antes de golpearse contra el suelo. Contuvo la respiración durante gran parte del tiempo que invirtió en llegar hasta la chimenea de piedra. Su presencia espantó al gorrión que descansaba sobre ella, puede que el mismo que le dio a Audrey la idea de colarse por el tejado. Verificó con alivio que la cobertura metálica de la chimenea podía realmente quitarse. Tenía unas patillas verticales soldadas a una pieza metálica rectangular que encajaba en la estructura de piedra. A Audrey le bastó tirar con fuerza hacia arriba para retirar toda la pieza.
Había completado un paso más. Respiró aliviada, aunque su blusa estaba húmeda de sudor y notaba la garganta seca. Era un momento crucial, en el que debía establecer dos cuestiones: si cabía o no por el hueco de la chimenea, y si Maxwell la había encendido esa mañana. Audrey había oído hablar alguna vez en las noticias, de ladrones atascados en chimeneas cuando intentaban acometer uno de sus «trabajos». Pero confiaba en que eso no le ocurriera también a ella. Era delgada y el hueco parecía más que suficiente para alojar su cuerpo. Quedaba por responder entonces la otra cuestión, la de si Maxwell había encendido el fuego esa mañana. En tal caso, la escalera interior de hierro estaría muy caliente y Audrey no podría bajar por ella. Recordaba con nitidez haber visto a Maxwell ir en busca de leña al cobertizo, pero juraría que no había llegado a usar la chimenea. La decisión estaba tomada.
–Vamos allá -se animó a sí misma.
Encaramada en el tope de la chimenea, tuvo la buena idea de quitarse los zapatos y guardarlos bajo sus ropas, y también de dejarse puestos los guantes. De ese modo no llenaría el salón y el resto de la casa de Maxwell de delatoras huellas y pisadas negras. Eso suponiendo que lograra entrar, claro estaba. Tanteó con el pie hasta dar con el primer escalón de hierro, y luego se sumió en la impenetrable oscuridad del cañón de la chimenea. Bajó muy despacio, poniendo atención antes de cada nuevo avance. A medio camino, empezó a sentir un picor casi insoportable en la nariz, por culpa del fino polvo de hollín, que también comenzaba a irritarle los ojos y a adherírsele a su garganta seca. Los deshollinadores merecían cada centavo que cobraban por limpiar chimeneas como ésta. Se esforzó por no estornudar, y rogó para que no hubiera un nido de pájaros o de murciélagos en algún hueco. Gritaría si un ser alado emergía súbitamente de la negrura.
Por fin empezó a entrar más claridad por debajo de sus pies que por su cabeza. Le faltaban cuatro escalones para llegar a la base de la chimenea, pero no se apresuró. También en este caso valía el principio de dar sólo un paso cada vez. Fue contando mentalmente los cuatro que le faltaban para llegar al suelo: cuatro, tres, dos, uno…