Read 616 Todo es infierno Online
Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez
Tags: #Religion, Terror, Exorcismo
Era domingo. Ese día no tenía sesiones con ningún paciente. Pero ella no había acudido a su consulta para trabajar. Entró en el despacho y se dirigió a un mueble grande de madera que ocupaba la pared de la derecha. Por detrás de Audrey, entre la puerta y el lugar de la alfombra donde ahora estaba sentada, quedó una hilera de pisadas húmedas y manchas de barro. Iba a costarle una fortuna limpiarlas de su alfombra persa. Sacó una pequeña llave del bolso y abrió uno de los cajones del mueble. De su interior extrajo una caja de cartón, con el año «2000» escrito en la tapa.
La colocó entre sus piernas y la abrió, mientras daba un largo suspiro. Estaba llena de fotos. Nada más ver la primera, Audrey empezó a llorar.
Tuvo a su hijo Eugene a principios de 1992, exactamente nueve meses después del 14 de abril del año anterior, el día en el que aquel desdichado guardia ardió en el Harvard Hall, por culpa de Audrey y sus amigos. El ginecólogo de Audrey le dijo, tiempo después, que probablemente se había quedado embarazada de Eugene en ese mismo día. A veces, Audrey pensaba que debía haberse dado cuenta de que eso era una señal, una advertencia. Pero ¿qué habría podido hacer en ese caso?
El padre del niño era Zach. Y él se dio mucha prisa en abandonarla cuando Audrey se lo dijo. «No quiero ser responsable de nadie.» Así se despidió Zach de ella. Fue muy difícil seguir estudiando y cuidar de Eugene al mismo tiempo. Nadie la ayudó: Leo también se había alejado, y la madre de Audrey murió sin haber visto una sola vez a su único nieto; al «hijo del pecado», como lo llamaba. Lo crió ella sola, con todo su amor y toda su dedicación, y logró salir adelante y hacer de Eugene un niño feliz. Nada de lo que había conseguido en su vida le hacía sentirse tan orgullosa como eso.
Un puñado de fotos, guardadas en cajas parecidas a esa, era lo único que le quedaba de su amado hijo. El desapareció en una radiante tarde de verano del año 2000. Fueron juntos a pasar el día al parque de atracciones de Coney Island, y Eugene, simplemente, desapareció. Por eso le había afectado tanto a Audrey ver la foto que su amigo Michael tenía en el despacho, en la que el físico aparecía junto a su mujer y su hijo, también en Coney Island. La policía jamás consiguió descubrir qué había sido de Eugene. Nunca llegaron siquiera a estar seguros de si había muerto o seguía vivo.
El llanto de Audrey se redujo poco a poco a sollozos intermitentes. Afuera, la lluvia se había intensificado. Gruesas gotas de agua atacaban la fachada con violencia. Los coches atascados a lo largo de la avenida Commonwealth no dejaban de hacer sonar sus cláxones. Sobre los pitidos acababa de alzarse el aullido de la sirena de una ambulancia.
Cuando la policía abandonó el caso de Eugene, Audrey no quiso rendirse y contrató a un detective privado para que continuara con las investigaciones. Conforme fue ganando dinero, invirtió cada vez más en la búsqueda desesperada de su hijo. Ahora trabajaban para ella tres investigadores, repartidos por varios estados. Le enviaban un informe mensual desde hacía años, pero todos decían siempre lo mismo: «No se han producido avances significativos en el caso», o algo igual de descorazonador. Pero Audrey aún tenía fe. Aún creía, se
obligaba
a creer, que Eugene seguía con vida, en algún lugar. Cuando menos lo esperara, uno de esos investigadores la llamaría por teléfono para decirle que su hijo había sido por fin encontrado. Vivo. Audrey iría a dondequiera que fuese y lo traería a su hogar. Y entonces le daría todos sus regalos de una sola vez; los que Audrey le había ido comprando a Eugene cada Navidad y cada día de cumpleaños, desde que él desapareciera. Estaban guardados en un armario que sólo abría para meter nuevos regalos. Sus lazos y sus envoltorios de alegres colores acumulaban polvo allí dentro, en espera de Eugene.
Audrey era una mujer fuerte. Tenía que serlo. Pero estaba a punto de rendirse. Y justo ahora aparecía ese Daniel y le hablaba de «La verdad sobre Eugene». Una verdad que Audrey llevaba cinco años buscando sin tregua… ¿Sería cierto? ¿De verdad podría Daniel decirle qué le ocurrió a su hijo? Y la pregunta más importante de todas, aquella que Audrey apenas se atrevía a formularse: ¿Estaría Eugene vivo?
–Él no puede saberlo.
Una vez más, se dijo que Daniel era telépata. Y que tenía también la capacidad de visión remota. Pero los telépatas no lo saben todo. Nadie conoce el pasado y el futuro, salvo Dios y el Demonio. Eso le había dicho Audrey a Daniel. Pero ¿y si realmente él estuviera poseído, como pensaba la madre superiora? Entonces, el Demonio hablaría a través de él y Daniel podría saber cosas que nadie puede saber… En la mano, Audrey sostenía una foto de Eugene, la última que le sacó. Su hijo estaba sonriente. A su lado había un payaso vestido con ropas estrafalarias y el rostro pintado de blanco y rojo. El payaso usaba dos guantes enormes. De uno de ellos salían unos casi invisibles hilos de nailon, en cuyo extremo flotaba una nube de globos amarillos. Y Daniel había hablado en sueños de unos globos amarillos…
Aún así, Audrey seguía resistiéndose a admitir que Daniel estuviera poseído. Necesitaba pruebas completamente irrefutables de ello, capaces de satisfacer su rigurosa parte científica de psiquiatra. Si él era el Demonio, como afirmaba ser, que lo demostrara. Y, entonces, ella creería.
La sirena de la ambulancia volvió a oírse de nuevo, esta vez mucho más cerca. Audrey se limpió la nariz con el dorso de una mano. Había dejado de sollozar y se sentía un poco más tranquila. Las lágrimas son útiles, en ocasiones, aunque su consuelo nunca dure mucho y acaben siempre dejando un gusto salado en el alma.
A través de la ventana se oyeron nuevos pitidos rabiosos, que se juntaron a la estridente sirena de la ambulancia. Ésta debía de haberse quedado también atascada. Audrey se levantó del suelo y, sin soltar en ningún momento la foto de Eugene, se dirigió a una de las ventanas. Allí estaba la ambulancia, en efecto, aprisionada irremisiblemente en la esquina entre la avenida Commonwealth y una calle lateral. Iba a resultarle muy difícil salir de ese lugar. Los coches a su alrededor no tenían apenas margen de maniobra para abrirle paso. Lo mismo debieron de pensar los integrantes del equipo médico de la ambulancia, porque Audrey los vio saltar del vehículo y sacar de la parte trasera una camilla e instrumental de reanimación. O se habían vuelto locos, o la urgencia que tenían que atender estaba muy cerca.
Un pensamiento horroroso surgió en la mente de Audrey…
–Oh, no… No, no, ¡NO!
Salió corriendo del despacho, sin coger un abrigo ni cerrar la puerta de la consulta tras de sí. La lluvia furiosa la empapó completamente nada más pisar la acera. Miró a uno y otro lado, desorientada, y después empezó a correr hacia su derecha.
Los cabellos mojados le caían sobre los ojos, sus zapatos emitían un chapoteo desagradable con cada uno de sus rápidos pasos. Un par de ancianos a los que la lluvia había cogido por sorpresa se acercaban en sentido contrario. Audrey se desvío bruscamente de su camino y saltó a la calzada. Un coche estuvo a punto de atropellarla. A lo lejos, escuchó los insultos del conductor.
Siguió avanzando entre los vehículos detenidos. Sus propietarios la veían pasar a su lado y miraban con lástima a esa mujer que sin duda debía estar mal de la cabeza. Audrey llegó por fin a la ambulancia. El conductor, que se había quedado en ella, se dio un susto de muerte al verla aparecer junto a su ventanilla. Audrey no dejó de golpearla hasta que el hombre bajó el cristal.
–¿Qué?
–¡¿Dónde es la urgencia?!
–¡Lárgate de aquí, loca!
–¡DIME DÓNDE ES LA URGENCIA! – gritó Audrey, agarrando al hombre por la pechera de su uniforme.
El conductor iba a zafarse de un manotazo y a cerrar la ventana de nuevo, pero se dio cuenta de que Audrey sostenía la foto de un crío sonriente que posaba junto a un payaso. Y el corazón se le ablandó.
–La urgencia es en El Grill de Joe.
Audrey inició de nuevo su alocada carrera bajo la lluvia y entre los coches. Cuando llegó a las inmediaciones del restaurante, se topó con una colorida reunión de paraguas y gabardinas. Sus dueños estaban agolpados junto a los cristales, husmeando a través de las cortinillas. Audrey se abrió paso entre ellos a empujones, oyendo insultos y recibiendo codazos hasta entrar por fin en el Grill.
El restaurante estaba lleno, pero nadie comía. Un delicioso aroma a carne asada y maíz fresco llenaba el aire. Eran los olores de alegres cenas familiares de fin de semana, de celebraciones llenas de risas. Dios no debería permitir que nadie muriera en un sitio como éste.
Pero eso era justamente lo que acababa de ocurrir.
El médico de emergencia dejó de presionar el pecho de la mujer. Ella estaba tirada en el suelo, con la blusa abierta. Por fortuna, alguien se había llevado de allí a su hijo.
–Lo siento mucho -dijo el médico.
El infarto había sido fulminante, de una violencia inusual en alguien tan joven. El marido miró al médico con una expresión ausente. No entendía. No quería entender. Se volvió hacia las personas que lo rodeaban, quizá con la esperanza de que alguien le explicara el porqué de aquello. Su mirada se topó entonces con la de…
–¿Audrey? ¿Eres tú?
Ésta tragó saliva. De nuevo notó el ardor de las lágrimas acudiendo a sus ojos.
–Michael, yo…
–Está muerta.
–Lo sé.
Audrey lo sabía. «Karen» era el nombre que Daniel escribió en la palma de su mano para obligarla a creer. Y lo había conseguido. Ahora creía.
Joseph Nolan estaba terminando de hacerse la cena cuando sonó el timbre del portero automático. No imaginaba quién podría ser, porque no solía recibir visitas, a excepción de las que sus hijos le hacían dos veces por semana. Bajó la intensidad del gas en el quemador y fue hacia la puerta.
–¿Sí?
Nadie contestó.
–¿Diga?
Nada.
Debía de ser algún adolescente bromista del barrio. Joseph se dispuso a terminar de cocinar sus espaguetis con tomate, pero el timbre sonó otra vez.
–¡Esos niñatos!
En vez de dirigirse a la cocina, se encaminó hacia una de las ventanas del salón, desde la que se veía la entrada del portal. Se llevó una gran sorpresa cuando se asomó y vio quién estaba allí.
–¡Audrey!
Volvió corriendo al intercomunicador y abrió la puerta de abajo. Luego, se dedicó rápidamente a intentar ordenar un poco el caos que reinaba en el apartamento. Audrey llegó en el instante en que Joseph lanzaba unas revistas de béisbol debajo del sillón. El se volvió con una gran sonrisa en la cara, que rápidamente se convirtió en un gesto de preocupación, al verla.
–Estás empapada… ¿Qué pasa, Audrey?
Sus ropas chorreaban agua en el suelo de la entrada. Parecía un fantasma, y se notaba que había estado llorando.
–Entra, por favor. – Le ayudó a hacerlo y después cerró la puerta-. Cuéntame qué ha pasado.
Audrey susurró:
–Abrázame…
Joseph la estrechó entre sus brazos. La camiseta que llevaba puesta no tardó en estar igual de mojada que las ropas de ella, pero el bombero no aflojó su abrazo. Nunca había visto a alguien más necesitado de cariño y consuelo que Audrey en ese momento. Nadie le había parecido jamás tan desamparado. E incluso un hombre normal y corriente como él, que no sabía nada de psicología, se daba cuenta de que el dolor de Audrey era profundo y de que iba más allá de lo ocurrido esa noche, fuera ello lo que fuese. La actitud, a veces seca y siempre profesional que Audrey mostraba desde que se conocieron, se había resquebrajado. Enfrente, estaba una Audrey a la que Joseph veía por primera vez. Frágil y desvalida. Y él quería ayudarla. Joseph nació para ayudar a los demás. Por eso se había hecho bombero.
–Lo siento -dijo Audrey, entre sollozos que se esforzó en ahogar-. No tenía que haber venido.
El bombero negó con la cabeza. No había nada por lo que ella debiera disculparse. Se soltó delicadamente del abrazo de Audrey y le agarró los hombros para dar más fuerza a sus palabras:
–Todo saldrá bien -le aseguró.
Eso mismo le había dicho Audrey a Daniel en la última sesión, justo antes de que apareciera su lado oscuro, y antes también de la muerte horrible y absurda de la mujer del profesor Michael McGale.
–No, eso no es cierto. Las cosas nunca salen bien, nunca salen como deseamos.
La voz de Audrey era dura. Se había obligado a dejar de llorar, pero aquel dolor insondable seguía presente en su mirada, que no era capaz de mentir ni de contenerse. Joseph apartó los cabellos húmedos que le caían a Audrey a ambos lados del rostro. Luego, sin pensar en lo que estaba haciendo, le acarició la mejilla. Se dio cuenta de que ella se retiraba instintivamente, y apartó enseguida la mano.
–Perdona. Yo…
Audrey puso los dedos sobre la boca de Joseph y no le dejó terminar. Después, llevó de nuevo la mano del bombero hasta su mejilla. Joseph la vio cerrar los ojos y estrechar el rostro contra su palma. En toda su vida, no había visto a ninguna mujer más hermosa que Audrey, cuando todas sus barreras terminaron de caer. Enterró sus dedos en el pelo mojado de ella, hasta llegar a su nuca. Allí, la piel infinitamente suave de Audrey estaba ardiendo.
–Voy a besarte -dijo Joseph, muy serio.
Boston.
Audrey cortó sin responder la llamada de Joseph a su teléfono celular. El bombero no había dejado de intentar hablar con ella en los últimos días. La memoria del contestador de la casa de Audrey estaba llena de mensajes suyos, y la secretaria de la consulta no sabía ya cómo decirle que su jefa llevaba días sin acudir al despacho. La psiquiatra estaba evitando a Joseph y él ya tenía que haberse dado cuenta de ello. Pero no iba a desistir. De momento se limitaba a esas insistentes llamadas telefónicas. No había aparecido aún en casa de Audrey, ni tampoco en la residencia de ancianos, aunque lo haría más tarde o más temprano. Joseph era una buena persona y estaba preocupado por ella. ¿Cómo podría no estarlo después del estado en que se presentó en su casa aquella noche, empapada y completamente aturdida?
Audrey había ido al apartamento de Joseph siguiendo un impulso. Buscaba el más primitivo de los consuelos: el abrazo de otro ser humano. Se sentía dolida y desamparada, y eso le hizo cometer un error que ahora trataba de enmendar. Ella y Joseph habían acabado acostándose y haciendo el amor, algo que Audrey no buscaba ni pretendía cuando fue a casa del bombero. Era la primera vez que estaba con un hombre desde… no recordaba desde cuándo. Joseph había sido tierno y cariñoso con ella, y eso no hacía sino empeorar la situación y volver más difícil lo que Audrey tenía que hacer. No quería empezar ninguna relación de ningún tipo. Ni siquiera con alguien tan encantador como Joseph. Quería centrar todas sus fuerzas en encontrar de nuevo a su hijo Eugene. Sólo eso le importaba.