A este lado del paraíso (30 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: A este lado del paraíso
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—El final del verano —dijo Eleanor dulcemente—. Escucha el ruido de los cascos: pum-pum, pum-pum. Cuando tienes fiebre, ¿no sientes que todos los ruidos se reducen al pum-pum, hasta llegar a creer que la eternidad también se reduce a muchos pum-pum? Yo lo siento así, como los viejos caballos que hacen pum-pum… Creo que es la única cosa que nos separa de los caballos y los relojes. Los seres humanos no pueden reducirse al pum-pum sin volverse locos.

Refrescó la brisa, y Eleanor, al tiempo que se estremecía, se envolvió en su capa.

—¿Tienes frío? —preguntó Amory.

—No, estoy pensando en mí misma, mi negro yo interior, el único real, con esa fundamental honradez que me informa de mis muchos pecados y me impide ser completamente malvada.

Cabalgaban al borde del acantilado y Amory se detuvo a mirar. En el punto donde terminaba la cascada, treinta metros más abajo, una oscura corriente dibujaba una línea sutil rota por los destellos del agua veloz.

—¡Qué mundo podrido, qué mundo podrido! —exclamó de pronto Eleanor—, y lo peor de todo soy yo. ¿Por qué seré mujer? ¿Por qué no seré un estúpido…? Fíjate en ti; tú eres más estúpido que yo, no mucho más, pero sí algo más, y tú puedes divertirte y aburrirte y volverte a divertir; y entretenerte con las mujeres sin caer en la red de los sentimientos, y hacer cualquier cosa que esté justificada; y en cambio yo, con una cabeza suficiente para hacer cualquier cosa, amarrada al barco de un matrimonio futuro que ha de naufragar. Si naciera dentro de cien años, bueno fuera; pero ahora, ¿qué me está reservado? Me tengo que casar, se da por sabido. ¿Con quién? Soy demasiado inteligente para la mayoría de los hombres, y, sin embargo, tengo que descender a su nivel y dejarles cuidar mi intelecto para atraer su atención. Cada año que tarde en casarme pierdo una oportunidad de conseguir un hombre de primera categoría. Como mucho puedo elegir en una o dos ciudades y, naturalmente, me casaré con un smoking. Escucha —se acercó a él—, me gustan los hombres inteligentes y de buen aire, y nadie se preocupa de la personalidad más que yo. Sólo una persona de cada cincuenta sospecha lo que es el sexo. Estoy harta de Freud y todo eso; pero es una porquería que todo «verdadero» amor en el mundo sea noventa y nueve por ciento de pasión y una leve sospecha de celos —terminó tan abruptamente como había empezado.

—Naturalmente, tienes razón —accedió Amory—. Es una fuerza bastante desagradable pero poderosísima que es parte de todo el mecanismo. Es como un actor que te permite ver sus trucos. Espera un momento que piense…

Se detuvo en busca de una metáfora. Habían dejado el acantilado y cabalgaban por la carretera, a unos quince metros a su izquierda.

—Todo el mundo tiene una capa con la que taparse. Los intelectos mediocres, la segunda clase de Platón, utilizan los residuos de la caballerosidad romántica mezclados con sentimientos Victorianos…, y nosotros que nos consideramos intelectuales, nos cubrimos con ellos pretendiendo que es otro aspecto de nuestro ser que nada tiene que ver con nuestros brillantes cerebros; y pretendemos además que el hecho de reconocerlo así nos absuelve de ser su presa. Pero la verdad es que el sexo está en el centro de nuestras más puras abstracciones, tan cerca que empaña la visión… Ahora te puedo besar y te… —sobre su silla se inclinó hacia ella, pero ella se apartó.

—No puedo, no puedo besarte en este momento. Soy demasiado sensible.

—Eres demasiado estúpida —declaró él con impaciencia—. La inteligencia no es más protección para el sexo que las convenciones…

—Cuál de ellas —exclamó Eleanor—. ¿La Iglesia Católica o las máximas de Confucio?

Amory la miró muy sorprendido por aquella salida.

—Esta es tu panacea, ¿no? —gritó ella—. Oh, tú también eres un viejo hipócrita. Miles de clérigos ceñudos que celan sobre los degenerados italianos o los analfabetos irlandeses, arrepentidos con sus sermones sobre el sexto y noveno mandamientos. No son más que capas, colorete espiritual y sentimental, panaceas. Te diré que no hay Dios, ni siquiera una abstracta y definida bondad; así que todo lo tiene que hacer el individuo y para el individuo que lleva en su blanca frente como la mía, y tú eres demasiado pedante para admitirlo —soltó las riendas y levantó los puños hacia las estrellas—. Si hay un Dios, que me hiera, ¡qué me mate!

—Estás hablando de Dios a la manera de los ateos —dijo Amory mordazmente. Su materialismo, una capa muy delgada, había quedado hecho pedazos por la blasfemia de Eleanor. Ella lo sabía, y a él le molestaba que lo supiera—. Y como la mayoría de los intelectuales que no encuentran la fe conveniente —continuó él fríamente—, cómo Napoleón y Oscar Wilde y los demás de tu especie, clamarás por un sacerdote en tu lecho de muerte.

Eleanor detuvo en seco su caballo, y él se paró a su lado.

—¿Qué haré yo eso? —preguntó ella con una extraña voz que le asustó—. ¿Qué haré yo eso? ¡Mira! ¡Voy a saltar sobre el acantilado! —y antes de que pudiera impedirlo se había vuelto galopando a rienda suelta hacia el borde de la meseta.

Corrió tras ella, su cuerpo como el hielo, los nervios de punta. No había posibilidad de detenerla. La luna se había ocultado tras una nube y su caballo marchaba ciegamente. Entonces a unos tres metros del acantilado ella lanzó un grito y cayó de lado del caballo, dando vueltas hasta que se detuvo en unos matorrales en el mismo borde. El caballo se abalanzó al vacío con un agudo relincho. Al instante, Amory estaba junto a Eleanor cuyos ojos seguían abiertos.

—¡Eleanor! —gritó.

Ella no respondió, pero se movieron sus labios, y sus ojos se llenaron con repentinas lágrimas.

—Eleanor, ¿estás herida?

—No, no lo creo —dijo con voz apagada y empezó a llorar—. ¿Murió el caballo?

—¡Dios mío, sí!

—¡Ay! —empezó a gemir y a gritar—. Vi el precipicio abierto a mis pies. Pensé que iba a caer en él. No sabía…

La ayudó a incorporarse y la alzó sobre su caballo. Emprendieron la vuelta a casa, Amory andando y ella inclinada sobre la silla, llorando amargamente.

—Creo que tengo una vena de locura —musitó ella—; es la tercera vez que hago cosas como ésta. Cuando mi madre tenía once años se volvió…, se volvió loca…, completamente loca. Vivíamos en Viena…

Todo el camino de vuelta estuvo hablando entrecortadamente de sí misma, y el amor de Amory se desvaneció lentamente al mismo tiempo que la luna. En la puerta de su casa fueron a darse el habitual beso de buenas noches; pero ni ella podía correr a sus brazos ni éstos se abrieron para recibirla, como la semana anterior. Durante un minuto permanecieron quietos, odiándose mutuamente con amarga tristeza. Como Amory sólo se había amado a sí mismo en Eleanor, lo único que ahora odiaba era un espejo. Sus gestos se desvanecieron en el pálido amanecer como vidrios rotos. Las estrellas habían desaparecido hacía un rato, y en el silencio sólo quedaban breves ráfagas suspirantes de viento…, pues las almas desnudas serán siempre cosas miserables. El se volvió pronto a su casa, con las nuevas luces que traía el sol.

Un poema que Eleanor envió a Amory varios años después

Aquí terrenal, sobre el murmullo del agua,

Repitiendo su música y soportando su luz,

Concebido el día como la hija risueña y radiante…

Aquí podemos susurrar, despreocupados de la noche.

Paseando solos…, ¿era con el esplendor con quien íbamos

Al fondo del tiempo, cuando el verano suelta su cabellera?

Sombras que amamos, restos que cubrían el suelo

Con místicos tapices, pálidos en el aire exhausto.

Fue aquel día… y la noche fue otra historia,

Pálida como un sueño, dibujada de árboles en sombra,

Los espectros del cielo que anhelaban su gloria,

Nos hablaban de paz en la brisa triste.

Nos hablaban de una fe muerta que el día había roto,

La deuda que debíamos pagar al judío usurero.

Aquí, el sueño más profundo, junto al agua que no trae

Nada del pasado que necesitemos recordar.

Si la luz no es más que sol y la corriente no canta.

Seguimos juntos, a lo que parece… Así te amé…

¿Qué guardaba aquella noche, concluido el verano,

Al devolvernos a casa en la vacilante llanura?

¿Qué escudriñaba a oscuras en el trébol fantasmal?

¡Dios!…, hasta que se agitó tu sueño…, y tuvimos miedo…

Bien…, todo ha pasado… a la crónica del temor.

Un raro metal del meteoro que se perdió en el cielo;

Terrenal, el incansable cansado y extendido junto al agua.

Cerca de la incompresible inconstante que soy…

El temor es un eco de la hija de la seguridad;

Ya no somos más que caras y voces… y pronto, ni eso,

susurrando amores al murmullo del agua…

Juventud, la moneda que compró delicias a la luna.

Un poema que Amory envió a Eleanor y que tituló «Tormenta de verano»

Vientos suaves, una canción apagada, hojas que caen,

Vientos suaves; y más lejos, una risa apagada…

La lluvia, y sobre el campo una voz que llama…

Una nube gris corre y se levanta,

Se desliza sobre el sol, se agita y flota

Con sus hermanas. La sombra de una paloma

Cae sobre el corral. El árbol se llena de alas.

Y en el valle, entre árboles llorones,

Vuela la negra tormenta trayendo

Con su aire nuevo el aliento de mares hundidos

Y el esbelto y tenue rayo…

Pero yo espero…

Espero las brumas y las lluvias negras,

Un viento fuerte que descorrerá el velo del destino,

Un viento suave que peinará tu pelo;

Y de nuevo

Me desgarran; me enseñan y derraman su aire.

Sobre mí, vientos conocidos y una tormenta.

Fue un verano en que la lluvia era rara.

Una estación de vientos cálidos…

ahora me adelantas en la niebla… tu pelo

Empapado de lluvia, labios húmedos curvados

Con feroz ironía, alegre desesperación

Que te hizo envejecer antes de conocernos;

Fantasmal vagabas por la lluvia.

Entre los campos, entre las flores sin tallo.

Con tus viejos anhelos, hojas y amores muertos,

Oscura como un sueño, pálida por todas las horas.

(Murmullos que se arrastran en la creciente oscuridad…

El tumulto que muere entre los árboles.)

Y la noche

Arranca de su húmedo pecho la blusa manchada

Del día, se tiende en las colinas que sueñan lágrimas,

Para cubrir con su pelo el verde amedrentado…

Amor en la penumbra…, después en el resplandor;

Los árboles, tranquilos hasta sus copas…, serenos…

Vientos suaves, y más lejos una risa apagada…

4. El sacrificio arrogante

A
tlantic City. Amory caminaba a grandes pasos por el muelle al final del día, arrullado por el incansable mecer de las olas, aspirando el casi fúnebre aroma de la brisa salobre. El mar, pensaba, había atesorado sus recuerdos con mayor hondura que la tierra infiel. Todavía parecía hablarle de galeras noruegas que hendían los mares del mundo bajo los estandartes de aves de presa, o de acorazados británicos, baluartes grises de la civilización, que navegaban a través de la niebla del mar del Norte en un oscuro julio.

—¡Vaya, Amory Blaine!

Amory miró hacia la calle de abajo. Un coche de carreras muy bajo se había detenido, y una alegre cara familiar asomaba del asiento del conductor.

—¡Ven aquí, perdido! —gritó Alec.

Amory hizo un saludo y descendiendo tres escalones de madera se acercó al coche. Él y Alec se habían estado viendo de vez en cuando, pero la barrera de Rosalind se interponía entre ellos. Y lo lamentaba, porque sentía perder a Alec.

—Mr. Blaine; Miss Waterson, Miss Wayne y Mr. Tully.

—¿Cómo están?

—Amory —dijo Alec exuberante—, sube y te llevaremos a un sitio apartado para darte un trago de Bourbon.

Amory lo pensó.

—No es mala idea.

—Sube. Córrete un poco, Jill, y Amory te dedicará una encantadora sonrisa.

Amory se acomodó en el asiento trasero junto a una ostentosa rubia, de labios vermellón.

—Hola, Doug Fairbanks —dijo ella con petulancia—: ¿Hacías ejercicio o buscabas compañía?

—Contaba las olas —contestó Amory con gravedad—. Últimamente me dedico a la estadística.

—No te burles, Doug.

Cuando llegaron a una calle poco frecuentada, Alec detuvo el coche entre grandes sombras.

—¿Qué estás haciendo estos días, Amory? —preguntó, al tiempo que sacaba una botella de un cuarto de Bourbon de debajo de la manta de piel.

Amory declinó la respuesta. De hecho, no tenía razones para ir a la costa.

—¿Te acuerdas de aquella ocasión en que vinimos, en segundo año? —preguntó a su vez.

—¡Cómo no!; cuando dormíamos en las terrazas en Asbury Park.

—¡Dios, Alec! Es duro pensar que Dick, Jesse y Kerry están todos muertos.

Alec se estremeció.

—No hables de eso. Estos días de otoño me deprimen. Jill parecía estar de acuerdo.

—Doug parece un poco triste —comentó ella—. Dile que beba a gusto. Es bueno y escaso en estos días.

—Lo que quiero preguntarte, Amory, es dónde paras…

—Pues, en Nueva York, supongo…

—Quiero decir esta noche, porque si no tienes habitación es mejor que te vengas con nosotros.

—Encantado.

—Mira, Tully y yo tenemos dos habitaciones con un baño en el Ranier, pero Tully se va a Nueva York y yo no quiero trasladarme. La cuestión es: ¿quieres ocupar su habitación?

Amory accedió. Y cuanto antes, si podía ser.

—Encontrarás la llave en la conserjería. Las habitaciones están a mi nombre.

Volvía a estar en la marea baja, en un profundo y letárgico golfo, sin el menor deseo de trabajar o escribir, de amar o disiparse. Por primera vez en su vida deseaba que la muerte se llevara a toda su generación, borrando sus mezquinas fiebres y luchas y alegrías. Su juventud nunca había de parecer tan desvanecida como ahora, el contraste entre la extrema soledad de esta visita y aquella tumultuosa y alegre excursión de cuatro años antes. Todas las cosas que habían constituido los más simples lugares comunes de su vida de entonces, un sueño profundo, el sentido de la belleza que le rodeaba, todos sus deseos, habían volado para dejar un vacío que sólo se llenaba con la gran indiferencia de su desilusión.

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