Volvió de nuevo a su contemplación del jardín, repitiéndose una y otra vez, mecánicamente, un verso de Browning, que en una ocasión había citado en una carta a Isabelle:
Cada vida incompleta, ya lo ves,
cuelga tranquila, rota y remendada.
Ni suspiramos hondo, ni reímos alto,
ni —hambrientos, hartos, desesperados—
hemos sido felices.
Pero su vida no sería incompleta. Tuvo un sombrío consuelo al pensar que ella nunca podría ser más que lo que él había visto en ella; que esa era la culminación de su vida; que nadie la haría pensar como lo había hecho él. Pero como eso era justamente lo que ella le había reprochado, Amory se sintió de repente cansado de pensar, ¡de tanto pensar!
—Maldita sea —dijo con amargura—, ¡ha echado a perder mi año!
Un ventoso día de septiembre, regresó Amory a Princeton para sumarse a la sudorosa multitud de suspendidos que llenaba las calles. Parecía el colmo de la estupidez comenzar sus estudios superiores malgastando todas las mañanas cuatro horas en un aula atiborrada de la escuela de preparación, sorbiendo todo el infinito aburrimiento de las secciones cónicas. Mr. Rooney, alcahuete de los torpes, dirigía la clase fumando innumerables Pall Mall al tiempo que dibujaba los diagramas y desarrollaba sus ecuaciones desde las seis de la mañana hasta el mediodía.
—Vamos a ver, Langueduc, utilizando esta fórmula, ¿dónde se sitúa el punto A?
Langueduc empieza a desplegar su metro noventa de carne de fútbol y trata de concentrarse.
—Esto…, bueno…, yo qué sé, Mr. Rooney.
—Eso es, no se puede usar esa fórmula. Eso es lo que quería demostrarle.
—Naturalmente, naturalmente.
—¿Comprende usted por qué?
—Seguro, apuesto a que sí.
—Si no lo sabe, dígamelo. Para eso estoy aquí.
—Mr. Rooney, si no le importa, haga el favor de repetirlo.
—Encantado. Tenemos el punto A…
El aula era un estudio en estupidez: entre dos grandes pilas de papeles, Mr. Rooney, en mangas de camisa; y alrededor de él, recostados en sus sillas, una docena de hombres: Fred Sloane, el bateador, que necesariamente había de ser elegible; «Slim» Langueduc, que podría vencer a Yale aquel otoño con que sólo aprobara la mitad del curso; McDowell, un chico alegre de segundo que consideraba muy deportiva aquella preparación entre tan eminentes atletas.
—Esos pobres que no tienen un céntimo para pagarse una clase particular y tienen que estudiar todo el verano, qué pena me dan —un día confesó a Amory, con un tono de camaradería y el cigarrillo colgando entre sus pálidos labios—. Vaya una lata, con todo lo que se puede hacer en Nueva York en verano. Pero supongo que no saben lo que se pierden. —Adoptaba tal aire de «tú y yo» que Amory estuvo a punto de echarle por la ventana cuando dijo eso. En febrero su madre preguntaría por qué no había podido entrar en un club, y le subiría la pensión… ¡Pobre idiota!
A través del humo y de aquel aire solemne y densa formalidad que llenaba la habitación, llegaba la inevitable petición.
—No lo he comprendido. ¿Quiere repetirlo, Mr. Rooney?
La mayor parte de ellos eran tan tontos u holgazanes que no podían admitir que no lo comprendían sin más. A Amory le parecía imposible estudiar las secciones cónicas: su tranquila y prometedora seguridad, al respirar por los fétidos discursos de Mr. Rooney, transformaba sus ecuaciones en insolubles jeroglíficos. La última noche hizo un esfuerzo final, con la ayuda de la proverbial toalla empapada, y se dispuso a presentarse a los exámenes añorando los perdidos colores y apetitos de la pasada primavera. Con la deserción de Isabelle la idea de su triunfo universitario había perdido garra, y ahora consideraba con ecuanimidad aquel posible fracaso que podría acarrear su sustitución en el equipo del
Princetonian
y el desvanecimiento de toda esperanza para formar parte del Consejo Superior.
Siempre le quedaba su suerte.
Bostezó, escribió su nombre en el sobre del ejercicio y abandonó el aula.
—Si no apruebas —dijo Alec, el recién llegado, sentado en el antepecho de la ventana, meditando sobre la decoración de la pared—, eres la mayor calamidad del mundo. Tu cotización se vendrá abajo como un ascensor, tanto en el club como en el campus.
—Al infierno. ¿Me quieres abrir la herida?
—Porque lo mereces. Se debería prohibir que fuera presidente del
Princetonian
cualquiera que se atreva a arriesgar lo que tú has arriesgado.
—Anda, cambia de tema —protestó Amory—. Calla y es pera. Ya estoy harto de la gente que me pregunta cómo me va, como si yo fuera una patata engordada para un concurso de productos de la huerta.
Una tarde, una semana después, Amory se detuvo, camino del Renwick, bajo la luz de su propia ventana.
—Eh, Tom, ¿ha llegado algo?
La cabeza de Alec surgió contra el cuadrado de luz amarilla.
—Sí, la papeleta está aquí.
Su corazón se puso a latir con violencia.
—¿De qué color es, azul o rosa?
—No lo sé. Mejor es que subas.
Subió a la habitación, y se dirigía a la mesa cuando se dio cuenta de que había otras personas.
—Qué hay, Kerry —estuvo muy educado—. Ah, estos hombres de Princeton. —Todos parecían del mejor humor. Cogió el sobre con el membrete: «Registro», y lo sopesó nerviosamente.
—Aquí hay todo un pedazo de papel.
—Ábrelo, Amory.
—Para hacer un poco de drama os diré que si el papel es azul mi nombre será borrado de la redacción del
Prince
y mi corta carrera habrá concluido.
Se detuvo y por primera vez se fijó en los ojos de Ferrenby que le examinaban con una ávida mirada. Amory le devolvió el saludo con cortesía.
—Observen mi cara, caballeros, para saber lo que son las emociones primitivas.
Desgarró el sobre y puso la papeleta a la luz.
—¿Qué es?
—¿Azul o rosa?
—Dilo de una vez.
—Somos todo oídos, Amory.
—Sonríe, jura, haz algo.
Hubo una pausa…, transcurrió una multitud de segundos…, volvió a mirarla y dejó transcurrir otra multitud.
—Más azul que el cielo, caballeros.
Todo lo que hizo Amory desde aquellos primeros días de septiembre hasta la siguiente primavera fue tan inconsecuente y carente de propósito que no vale la pena dejar constancia de ello. Desde un principio lamentó todo lo que había perdido. Buscaba las razones por las cuales se había venido abajo su filosofía del éxito.
—Tu propia holgazanería —dijo Alec más tarde.
—No, es algo más profundo. Empiezo a pensar que estaba decidido a perder esa oportunidad.
—En el club están contra ti, ya sabes. Toda persona que no triunfa debilita a la comunidad.
—Me horroriza esa manera de ver las cosas.
—Podrías intentarlo de nuevo, con un pequeño esfuerzo.
—No, he terminado; por lo que se refiere a llegar al poder en el colegio, he terminado.
—Amory, a mí lo que sinceramente me irrita no es que no puedas llegar a presidente del
Prince
o al Consejo Superior, sino que no hicieras nada por pasar el examen.
—A mí no —dijo Amory tranquilamente—; me pone enfermo todo eso tan concreto. Toda mi pereza estaba en armonía con mi sistema, pero me faltó la suerte.
—Te falló el sistema, querrás decir.
—Puede ser.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Adoptar uno mejor o seguir vagabundeando dos años más, en plan de vieja gloria?
—Todavía no lo sé…
—Amory, tienes que decidirte.
—Puede ser.
El punto de vista de Amory, aunque peligroso, no estaba lejos de la verdad. Sus reacciones para con el medio ambiente podían resumirse en las siguientes tablas, empezando por sus primeros años:
1. El Amory fundamental.
2. Amory más Beatrice.
3. Amory más Beatrice más Minneapolis.
St. Regis deshizo todo aquello para volver a empezar de nuevo:
4. Amory más St. Regis.
5. Amory más St. Regis más Princeton.
Aquí es donde más se había aproximado al éxito, por la vía del conformismo. El Amory fundamental, indolente, imaginativo y rebelde había quedado casi sepultado. Al conformarse había triunfado, pero su imaginación estaba lejos de sentirse satisfecha con su propio éxito; por lo que, de forma casi indiferente y accidental, había desbaratado todo lo conseguido, para convertirse de nuevo en él.
6. Amory fundamental.
El día de Acción de Gracias, apacible y discretamente falleció su padre. La incongruencia de aquella muerte con los encantos de Lake Geneva o la actitud reticente y digna de su madre le divertía, y asistió al funeral con alegre tolerancia. Pensaba que el entierro era preferible a la cremación y sonrió ante el procedimiento elegido en su niñez, oxidación lenta en la copa de un árbol. El día siguiente a la ceremonia se entretenía en el sofá de la biblioteca, ensayando actitudes mortuorias y tratando de saber si le encontrarían, cuando le llegara su hora, con las manos piadosamente cruzadas sobre el pecho (monseñor Darcy había patrocinado esa postura como la más distinguida) o con las manos cruzadas bajo la nuca, con un gesto más pagano y byroniano.
Mucho más que el abandono de su padre de las cosas mundanas despertó la curiosidad de Amory una conversación tripartita entre Beatrice, Mr. Barton —de la firma Barton and Krogman, sus abogados— y él mismo, que tuvo lugar algunos días después del funeral. Por primera vez tuvo conocimiento real de las finanzas de la familia para comprender la inmensidad de la fortuna que había estado en manos de su padre. Se cogió un legajo con el número 1906 y se lo leyó con cuidado. El gasto total de aquel año había sido superior a los ciento diez mil dólares. De ellos, cuarenta mil constituían la dotación de Beatrice, cuyo asiento estaba todo él contabilizado con el encabezamiento: «Créditos, cheques y letras de cambio a la orden de Beatrice Blaine». El resto estaba minuciosamente contabilizado; los impuestos y mejoras de la finca de Lake Geneva ascendían a casi nueve mil dólares; los gastos de casa, incluyendo el eléctrico de Beatrice y un coche francés, comprado aquel año, superaban los treinta y cinco mil dólares. Todo lo demás había sido esmeradamente anotado, e invariablemente los asientos del debe superaban a los del haber. Amory quedó conmovido al descubrir, en el volumen correspondiente a 1912, la disminución del número de obligaciones y el gran descenso de la renta. Ello no se acusaba en la cuenta de Beatrice, pero parecía evidente que el año anterior su padre había jugado al petróleo con poca fortuna. Se había quemado poco petróleo, pero en cambio Stephen Blaine había salido bastante chamuscado. El siguiente año y el siguiente y el siguiente evidenciaban similares descensos, hasta que Beatrice, por vez primera, empezó a hacer uso de su propio dinero para el gasto de la casa. Aun así, la cuenta del médico en el año 1913 había superado los nueve mil dólares.
Acerca del verdadero estado de cosas Mr. Barton se mostró en extremo vago y confuso. Existían recientes inversiones cuyos beneficios resultaban problemáticos, y no tenía la menor idea sobre ciertas especulaciones y transferencias sobre las que no había sido consultado.
Varios meses después Beatrice escribió a Amory dándole cuenta de la verdadera situación. Lo que quedaba de las fortunas de los Blaine y los O’Hara se reducía a la finca de Lake Geneva y alrededor de medio millón de dólares, en acciones que producían un prudente seis por ciento. Beatrice le escribió que, tan pronto como pudiera transferirlo, colocaría el dinero en obligaciones de ferrocarriles y tranvías.
Primera aparición del término «personaje»Estoy convencida —escribió a Amory— de que si podemos estar seguros de algo, es de que la gente no se estará quieta. Ese Ford ha sacado el mejor provecho de esa idea. Así pues he dado instrucciones a Mr. Barton de dedicarse al North Pacific y a esas compañías Rapid Transit, como llaman a los tranvías. Nunca me perdonaré por no haber comprado Bethlehem Steel. He oído historias fascinantes acerca de él. Te tienes que aficionar a las finanzas, Amory; estoy segura de que será tu revelación. Se empieza de recadero y no se sabe dónde se termina. Estoy segura de que de haber nacido hombre me habría gustado manejar dinero; se ha convertido en mi pasión senil. Antes de seguir adelante quiero decirte que una tal señora Bispam, una señora muy simpática que conocí el otro día en un té, me dijo que su hijo —que está en Yale— le escribió diciendo que todos los chicos usan en invierno la ropa interior de verano y que en los días más fríos van con la cabeza mojada y zapatos ligeros. No sé, Amory, si en Princeton hacéis lo mismo, pero no quiero que hagas tonterías. No solamente se puede coger una pulmonía o una parálisis infantil, sino toda clase de infecciones pulmonares a las que tan predispuesto estás tú. No puedes jugar con tu salud, lo sé por mí misma. No quiero parecer tan ridícula como otras madres, pero insisto en que uses las botas; aunque recuerdo una Navidad que las usabas constantemente, con los cordones sueltos y un ruido muy curioso que hacían al andar, y no querías atártelos porque eso no se llevaba. Pero en las Navidades siguientes por mucho que te pedí que usaras los chanclos no lo hiciste. Casi tienes veinte años, querido, y yo no puedo estar constantemente a tu lado para vigilar lo que haces.
Me ha salido una carta muy práctica. Te advertía en la última que la falta de dinero para hacer lo que se quiere le hace a uno prosaico y doméstico, pera todavía nos puede quedar mucho si no hacemos demasiadas extravagancias. Cuídate mucho, querido, y trata de escribirme por lo menos una vez a la semana, porque en cuanto no sé de ti empiezo a imaginarme las cosas más terribles.
Con amor,
Tu madre
Monseñor Darcy invitó a Amory a pasar una semana de Navidades en el palacio Stüart sobre el río Hudson, donde hablaron mucho alrededor del fuego. Monseñor había engordado un tanto, y su personalidad había crecido con ello, por lo que Amory sentía un gran descanso y seguridad al sentarse en el bajo y mullido sillón y unirse a él en la madura delectación de un buen cigarro.
—Me siento con muchos deseos de abandonar el colegio, monseñor…
—¿Por qué?
—Toda mi carrera se ha esfumado; usted pensará que es ridículo y todo eso, pero…