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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

A este lado del paraíso (15 page)

BOOK: A este lado del paraíso
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—Vaya un loco —comentó Amory.

—Ah, es muy simpático. Aquí está nuestro viejo camarero. Pídeme un
daiquiri
doble.

—Que sean cuatro.

La muchedumbre giraba, cambiaba y vacilaba. Casi todos los hombres procedían de los colegios, con unas pocas muestras de la resaca de Broadway, mientras que había dos clases de mujeres. La más alta, la corista. En conjunto era una aglomeración muy típica, y la fiesta tan típica como cualquier otra. Tres cuartas partes de la gente era inofensiva, estaban allí sólo por ostentación, terminaban la noche en la puerta del café a tiempo de coger el tren de las cinco de la mañana para Yale o Princeton; la otra cuarta parte continuaba hasta las horas inciertas, para llenarse de polvo extraño en extraños lugares. Estaba previsto que la fiesta de ellos fuera de la clase inofensiva. Fred Sloane y Phoebe Column eran viejos amigos. Axia y Amory lo eran muy recientes. Pero las cosas más extrañas se cuecen en medio de la noche, y lo inesperado, que acecha en los cafés —el hogar de todo lo prosaico e inevitable—, se preparaba para echarle a perder su pálido romance de Broadway. La forma en que ocurrió fue tan inexplicablemente terrible, tan increíble que nunca llegó a pensar en ella como una experiencia sino como la escena de una sombría tragedia, representada tras un velo, que significaba algo definido que él ya sabía.

Hacia la una se fueron al Maxim y a las dos estaban en Deviniere. Sloane había estado bebiendo sin parar y se encontraba en un estado de inestable entusiasmo, pero Amory había permanecido aburridamente sobrio; todavía no habían tenido que recurrir a uno de esos antiguos y corrompidos suministradores de champán que normalmente asisten a los trasnochadores de Nueva York.

Habían terminado de bailar y volvían hacia sus asientos, cuando Amory se percató de que una persona en una mesa vecina le miraba fijamente. Se volvió a mirarle un hombre de edad media con un traje oscuro, sentado solo y un poco aparte de su mesa, que les estaba examinando con gran atención. A la mirada de Amory sonrió débilmente, y Amory se volvió hacia Fred que estaba sentado:

—¿Quién es ese pálido que nos está mirando? —se quejó con indignación.

—¿Dónde? —preguntó Sloane—. ¡Lo echaremos de aquí! —se levantó balanceándose, agarrado a su silla—. ¿Dónde está?

Axia y Phoebe cuchicheaban entre sí y, antes de que Amory se diera cuenta, se dirigieron hacia la puerta.

—¿Dónde vamos ahora?

—Vamos a mi casa —sugirió Phoebe—; tengo allí coñac y seltz y podemos estar a gusto.

Amory lo pensó rápidamente. No había bebido y decidió que de seguir así podía acompañarles con cierta discreción. Era además, quizas, lo mejor que podía hacer para vigilar a Sloane, que no estaba en situación de cuidar de sí mismo. Así que cogió a Axia del brazo, y todos apretados en un taxi callejearon un rato hasta llegar a un alto edificio de apartamentos, de piedra blanca… Nunca había de olvidar aquella calle… Era una calle ancha, flanqueada a ambos lados por edificios altos, de piedra blanca, salpicados de ventanas oscuras, que se prolongaban hasta donde alcanzaba su vista, bañados en el resplandor de una luna que los envolvía en una palidez caliza. Era fácil imaginarse cada uno con su ascensor, con un portero negro y su casillero; cada uno con sus ocho plantas y sus apartamentos de tres o cuatro habitaciones. El alegre salón de Phoebe le dio cierto alivio, y se tumbó en el sofá mientras las mujeres preparaban algo de comer.

—Phoebe es una gran chica —le confió Sloane
sotto voce
.

—Sólo estaré aquí media hora —dijo Amory con insistencia. Se preguntaba si parecería un poco puntilloso.

—Al demonio contigo —protestó Sloane—. Ahora estamos aquí, déjame en paz…

—No me gusta este sitio —insistió Amory—. Y no tengo ganas de comer nada.

Phoebe apareció con unos sandwiches, una botella de coñac, un sifón y cuatro vasos.

—Anda, Amory, sirve —dijo ella—; vamos a beber a la salud de Fred, que tiene un perfil muy distinguido.

—Sí —dijo Axia al entrar—, y a la de Amory. Me gusta Amory. —Se sentó junto a él y apoyó sobre su hombro su cabeza dorada.

—Serviré yo —dijo Sloane—. ¿Quieres sifón, Phoebe?

Llenaron la bandeja de vasos.

—Vamos, aquí viene.

Amory vaciló, el vaso en la mano.

Durante un minuto le invadió la tentación como una brisa cálida; su imaginación se hizo fuego y cogió el vaso de la mano de Phoebe. Eso fue todo, pues en el mismo instante en que tomó la decisión vio, a unos pocos metros delante de él, el hombre del café, y, con su salto de asombro, el vaso cayó de su mano levantada. Estaba medio sentado, medio reclinado sobre una pila de almohadones en el diván del rincón. Su cara parecía del mismo color de cera que en el café; no era ese color pasado y torpe de la muerte —se diría más bien una suerte de viril palidez— ni el de un hombre enfermo, sino el de uno sano que ha trabajado en una mina o ha hecho turnos de noche en un ambiente malsano. Amory le miró con tanta atención que después sería capaz de dibujarle en sus menores detalles. La suya era lo que se dice una boca franca, y sus ojos, tranquilos y grises, se movían lentamente de un grupo a otro con la sombra de una interrogante. Amory se fijó en sus manos; no eran delicadas pero parecían versátiles, tenues, fuertes… manos nerviosas que acariciaban los almohadones y se movían constantemente, abriéndose y cerrándose. Y de repente, observó sus pies y, por un golpe de sangre en la cabeza, comprendió que estaba horrorizado. Los pies eran completamente deformes… con una suerte de deformidad que más sintió que percibió… como la debilidad en una mujer robusta, como la sangre sobre el raso; una de esas incongruencias que hacen tan incomprensible a un objeto fútil. No usaba zapatos sino una especie de babuchas afiladas, como zapatos que se usaban en el siglo XIV, con las puntas retorcidas. Eran oscuros, y sus dedos parecían llenarlos hasta la punta… Eran indescriptiblemente terribles.

Debió decir algo o mirar algo porque la voz de Axia llegó desde el vacío con una extraña ternura:

—¡Pero mirad a Amory! El pobre Amory está enfermo… La cabeza, ¿te da vueltas?

—¡Mirad ese hombre! —gritó Amory, señalando al diván del rincón.

—¿Te refieres a la piel de cebra? —rió Axia—. ¡Huy! A Amory le da miedo la cebra.

Sloane rió tontamente.

—¿Te da miedo la cebra, Amory?

Hubo un silencio… El hombre miraba a Amory con sorna… hasta que a sus oídos llegaron débilmente las voces humanas:

—Yo pensaba que no habías bebido, querido —señaló Axia sardónicamente, pero era un alivio oír su voz; todo el diván parecía vivo, animado como las olas de calor sobre el asfalto, como un hervidero de gusanos…

—¡Ven acá, ven acá! —Axia le cogió del brazo—. Amory, querido, no te vayas a marchar… ¡Amory! —Ya estaba cerca de la puerta.

—Vamos, Amory, quédate con nosotros.

—¿Te encuentras mal?

—Siéntate un segundo.

—Toma un poco de agua.

—Toma un poco de coñac…

El ascensor estaba cerca; el chico negro, medio dormido, como un pálido bronce… La voz de Axia flotaba por el pasillo. Aquellos pies…, aquellos pies…

Cuando descendieron en el ascensor, en la luz enfermiza del suelo del vestíbulo, volvieron a aparecer los pies.

En la calleja

Al final de la larga calle surgió la luna, a la que Amory volvió la espalda. Unos quince pasos más lejos sonaron las pisadas. Era como un lento gotear con una ligera insistencia en el momento de la caída. La sombra de Amory se extendía unos tres metros por delante de él, donde seguramente estaban aquellos zapatos. Con un instinto infantil Amory se apretó contra la azul penumbra de los blancos edificios, escudriñando la claridad de la luna durante amargos segundos y corriendo a trechos, tropezando torpemente. Hasta que de repente se detuvo; era preciso dominarse, pensó. Se pasó la lengua por unos labios resecos.

Si pudiera encontrar a alguien… Pero ¿es que quedaba alguien en el mundo, o descansaban ya todos en aquellos edificios blancos? ¿O es que también ellos eran perseguidos a la luz de la luna? Si encontrara uno que pudiese escuchar y comprender todo ese delirio… Pero de repente el delirio se hizo más próximo y una nube negra ocultó la luna. Cuando el pálido resplandor volvió a iluminar las cornisas, estaba tan próximo a él que Amory creía escuchar su tranquila respiración. Entonces se dio cuenta de que las pisadas no estaban detrás, nunca lo habían estado, y de que en lugar de huir de ellas las estaba siguiendo. Empezó a correr ciegamente, el corazón latiendo furiosamente, las manos crispadas. Muy lejos apareció un bulto negro que pronto tomó forma humana. Pero Amory ya estaba más allá; dejó la calle y tomó por un callejón, estrecho y oscuro, que olía a podrido. Bordeó una larga y ondulada oscuridad, oculto el resplandor de la luna excepto en unos pocos desconchados…, hasta que palpitando se derrumbó exhausto sobre la barandilla de una esquina. Los pasos cesaron, pero aún se oía un movimiento continuo y ligero, como el golpe de las olas contra un muelle.

Tanto como pudo, con las manos se tapó la cara, ojos y oídos. Durante todo ese lapso no se le ocurrió pensar que deliraba o estaba borracho. Tenía un sentido de la realidad mucho más agudo que el que proporcionan las cosas materiales. Su apetito intelectual parecía someterse pasivamente a él, que se ajustaba como un guante a todo cuanto le había precedido en su vida. No le confundía… Era como un problema cuya respuesta, en el papel, conocía de sobra, pero cuya solución era incapaz de comprender. Y se sentía más allá del horror. Había traspasado la sutil superficie que lo cubría y ahora se movía en una región donde aquellos pies y el miedo a las paredes blancas eran cosas reales y vivientes que tenía que aceptar. Solamente un pequeño fuego en el interior de su alma forcejeaba y clamaba para sacarle de allí, trataba de arrastrarle al otro lado de la puerta para cerrarla de un golpe tras él. Tras esa puerta sólo habría unas cuantas pisadas y unos edificios blancos, y seguramente las pisadas serían suyas.

Durante los cinco o diez minutos que esperó a la sombra del pretil sintió ese fuego… tan cerca que lo quería llamar. Recordó después haberlo hecho:

—Quiero un idiota. ¡Mandadme un idiota! —al negro vacío enfrente de él en cuyas sombras se arrastraban los pasos…, se arrastraban. Supuso que la «ayuda» y el «idiota» se habían entremezclado a causa de una precedente asociación. No era un acto de su voluntad el llamarlo así; su voluntad había huido ante aquella figura que se movía en la calle; era el instinto quien lo llamaba, como esas sílabas repetidas por tradición en la furiosa plegaria nocturna. Algo así como un golpe de gong sonó a poca distancia, y ante sus ojos apareció aquella cara sobre los dos pies, una cara pálida y deformada por una infinita maldad que vacilaba como una llama al viento;
entonces comprendió, en aquel breve instante, mientras el sonido del gong vibraba y se desvanecía, que era la cara de Dick Humbird
.

Unos minutos más tarde se incorporó al reconocer sombríamente que no había más sonidos y que se hallaba solo en la oscura calleja. Hacía frío y echó a correr hacia la luz que se advertía al extremo de la calle.

En la ventana

El sol estaba muy alto cuando le despertó el sonido frenético del teléfono junto a su cabecera y recordó que había ordenado que le llamaran a las once. Sloane roncaba sonoramente, sus ropas amontonadas junto a su cama. Se vistieron y desayunaron en silencio y salieron a tomar un poco el aire. La mente de Amory trabajaba lentamente, tratando de asimilar lo que había ocurrido y de separar las pocas briznas de verdad de toda aquella caótica imaginería que bullía en su memoria. De haber sido una mañana fría y gris podría haber cogido en un instante las riendas del pasado, pero era uno de esos raros días de mayo de Nueva York en que el aire de la Quinta Avenida parece tan ligero y suave como el vino. A Amory le importaba poco lo que recordaba Sloane, fuera mucho o nada, quien aparentemente no sufría la misma tensión nerviosa que atormentaba a Amory, el cual forzaba su mente a ir y venir, como una sierra chirriante.

Broadway se vino sobre ellos, y aquella babel de ruidos y caras pintadas provocó en Amory un repentino malestar.

—¡Por amor de Dios, vamos a volver! ¡Vamonos de aquí!

Sloane le miró asombrado.

—¿Qué te pasa?

—¡Esta calle es espantosa! ¡Vamos! ¡Volvamos a la Avenida!

—¿Quieres decir —pregunto Sloane estólidamente— que por culpa de la indigestión, que te hizo portarte ayer como un maniático, no vas a volver a Broadway nunca más?

Gracias a aquello Amory lo clasificó como uno más de la masa; que ya nunca volvería a ser el Sloane lleno de buen humor y risueña personalidad, sino una de tantas caras malignas que remolineaban en la turbia corriente.

—¡Hombre! —gritó tan alto que la gente de la esquina se volvió hacia él y le siguió con la mirada—, es asquerosa; y si no eres capaz de darte cuenta, es que tú también eres asqueroso.

—¡Qué te crees tú! —dijo Sloane con pertinacia—. ¿Qué te pasa? ¿Es que tienes remordimientos? Si te hubieras quedado ayer con nosotros ahora estarías mucho mejor.

—Me marcho, Fred —dijo Amory lentamente. Las piernas le temblaban y sabía que si permanecía un minuto más en aquella calle se derrumbaría—. Iré al Vanderbilt a comer. —Y se fue rápidamente hacia la Quinta Avenida. En el hotel se sintió mejor, pero cuando entró en la peluquería, a fin de procurarse un masaje facial, el aroma de los polvos y los tónicos le trajo la evocación de aquella amplia y sugerente sonrisa de Axia, y salió corriendo. En el umbral de su habitación le envolvió una súbita oscuridad, como un río partido, en dos.

Cuando volvió en sí habían pasado varias horas. Se arrastró hasta la cama, dando vueltas en ella sacudido por un miedo mortal a volverse loco. Deseaba ver gente, mucha gente, cualquiera que fuese, sana, buena o estúpida. No supo cuánto tiempo había estado sin moverse. Podía sentir sus venas en la frente, cubierto de un terror que había fraguado como el yeso. Una vez más le pareció que estaba atravesando la delgada corteza del horror, desde donde podía distinguir el oscuro crepúsculo que abandonaba. Sin duda se durmió de nuevo, porque no recordó después otra cosa que haber pagado la cuenta del hotel para subirse más tarde a un taxi. Estaba lloviendo a mares.

Camino de Princeton no vio a nadie conocido en el tren sino a una masa exhausta de gente de Filadelfia. La presencia en el pasillo de una mujer pintada le llenó de tal malestar que se cambió de coche, tratando de concentrarse en el artículo de una revista. Una y otra vez leía los mismo párrafos, hasta que abandonó aquel inútil intento para descansar su frente ardiente sobre el húmedo cristal de la ventanilla. El compartimento para fumadores estaba cargado de humo y del tufo de los forasteros; abrió la ventana y tuvo un estremecimiento en medio de la niebla que le envolvía. Las dos horas del viaje fueron como dos días, y casi llegó a gritar de alegría cuando aparecieron las torres de Princeton y los cuadrados de luz amarilla que se filtraban a través del aire azulado.

BOOK: A este lado del paraíso
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