—Parece uno de esos retratos del
Ilustrated London News
de oficiales ingleses muertos en acción —dijo Amory a Alec.
—Bien —respondió Alec—, si quieres saber la cruel verdad te diré que su padre era un almacenero que se hizo rico como agente de fincas en Tacoma y se estableció en Nueva York hace diez años.
Amory sintió una curiosa sensación de naufragio.
Aquella excursión era posible gracias a la emancipación de la clase tras las elecciones de los clubs, como para llevar a cabo un último y desesperado esfuerzo de conocerse a sí mismos, de permanecer juntos y luchar contra el espíritu opresor de los clubs. Habían salido para suspender la convencional disciplina.
Después de la cena vieron a Kaluka junto al pretil y volvieron paseando hasta la playa de Asbury. El mar vespertino era una sensación nueva porque, desaparecidos su color y su madurez, no quedaba sino aquella sombría desolación de las tristes sagas noruegas; Amory pensaba en Kipling:
Playas de Lukanon antes de que lleguen los cazadores.
Era como una música infinitamente triste.
A las diez no tenían un céntimo. Habían cenado abundantemente con sus últimos once centavos y, cantando, deambularon por los casinos y arquerías iluminadas del paseo, deteniéndose a escuchar con devoción los conciertos de banda. En una plaza Kerry organizó una colecta para los huérfanos de guerra franceses que rindió un dólar y veinte centavos, con el que compraron un poco de brandy para caso de frío por la noche. Terminaron el día en un cine donde una antigua comedia les provocó estrepitosas carcajadas, para asombro y molestia del resto del auditorio. Su entrada fue un prodigio de estrategia; a medida que uno entraba señalaba al que venía detrás. El último, Sloane, declinó toda responsabilidad sobre el hecho tan pronto como todos se distribuyeron por la sala; y cuando el airado portero se abalanzó hacia dentro, entró él indolentemente.
Se congregaron en el casino para ver el modo de pasar la noche. Kerry obtuvo permiso del sereno para dormir en la terraza; y, habiendo recogido un buen montón de esteras para utilizarlas como colchones y mantas, estuvieron hablando hasta media noche hasta que cayeron en un profundo sueño, a pesar de los esfuerzos de Amory para permanecer despierto y contemplar la maravillosa puesta de la luna sobre el mar.
Así continuaron durante dos días, paseando por la costa, en tranvía, bicicleta o a pie, a lo largo de aquel multitudinario paseo; comiendo a veces entre gente rica, cenando las mas veces frugalmente a expensas de un candido hotelero. Se hicieron ocho fotos en una tienda de revelado al minuto. Kerry insistió en hacer una agrupándoles como un equipo de fútbol, con las chaquetas vueltas del revés, como una banda del East Side, y él sentado en el centro sobre una luna de cartón. Tal vez el fotógrafo la conserva aún, porque ellos no fueron por ella. Hacía un tiempo perfecto, volvieron a dormir al fresco, y Amory volvió a caer dormido contra su voluntad.
Amaneció un domingo estólido y respetable; hasta el mar parecía gruñir y rezongar; así que volvieron a Princeton en los Ford de los granjeros que pasaron, y se separaron todos acatarrados pero sin mayores consecuencias.
Desde hacía tiempo, Amory descuidaba su trabajo todavía más que el año anterior, no a propósito sino empujado por una muchedumbre de intereses diferentes. La Geometría analítica y los melancólicos hexámetros de Corneille y Racine no le seducían como antes; e incluso la psicología, de la que tanto había esperado, demostró ser un objeto obtuso, saturado de reacciones musculares y frases biológicas antes que un análisis de la personalidad y de la influencia. Era una clase de mediodía que siempre le sorprendía dormitando. Habiendo descubierto que el «objetivo y subjetivo, señor», respondía a casi todas las preguntas, usaba la frase en tantas ocasiones que se convirtió en un juego de la clase cuando, a cualquier pregunta que se le hacía, era despertado por Ferrenby o Sloane para mascullarla.
Hacían excursiones muy a menudo a Orange y a la costa, y más raramente a Filadelfia y Nueva York; una noche sacaron a catorce camareras del Child's y las pasearon en la segunda planta del autobús por toda la Quinta Avenida. Perdían más clases de lo que estaba permitido, lo que les suponía una asignatura adicional para el siguiente curso; pero la primavera era una cosa demasiado singular para dejar que algo interfiriese sus brillantes correrías. En mayo Amory fue elegido para el comité de promoción de segundo; y tras una larga discusión nocturna con Alec para hacer una lista de los candidatos al consejo superior, pusieron sus propios nombres a la cabeza de ella. Se daba por descontado que ese consejo se componía de los dieciocho veteranos más representativos; y a la vista de que Alec dirigía el equipo de fútbol y Amory tenía habilidades de desbancar a Burne Holiday como presidente del
Princetonian
, tal encabezamiento parecía ampliamente justificado. Aunque parezca extraño, colocaron a D'Invillier entre las posibilidades, una suposición que un año antes habría dejado boquiabierta a toda la clase.
Durante toda la primavera Amory había mantenido una interminable correspondencia con Isabelle Borgé, salpicada de violentas explosiones y casi toda ella avivada por sus intentos para encontrar nuevas palabras de amor. Había descubierto que Isabelle era grave y discretamente seca en sus cartas, pero esperaba —contra toda esperanza— que seguiría siendo una flor lo bastante exótica como para llenar los grandes espacios de la primavera de igual manera que había llenado el saloncillo del Minnehaha Club. A lo largo de mayo le escribía por las noches documentos de treinta páginas que le enviaba en voluminosos sobres, con la etiqueta «Parte primera», «Parte segunda»…
—Ay, Alec, me parece que estoy harto del colegio.
—Me parece que yo también, a mi manera.
—Lo que yo quisiera es una casa de campo, un país cálido y una mujer y algo que hacer para no pudrirme.
—Yo también.
—Me gustaría dejar esto.
—¿Qué dice tu novia?
—¡Ah! —Amory balbuceó con horror—. Ella no piensa en casarse… por ahora. Me refiero al futuro.
—Mi novia sí lo piensa. Pensamos casarnos.
—¿De verdad?
—Sí. Pero no lo digas a nadie, por favor. Es posible que el año que viene no vuelva.
—¡Pero si sólo tienes veinte años! ¿Vas a dejar el colegio?
—¿No decías tú lo mismo hace un momento?
—Sí —Amory se interrumpió—, es sólo un deseo. No puedo pensar en abandonar el colegio. Es que me siento triste en estas noches espléndidas. Siento que no volverán otra vez y que no puedo saborear todo lo que tienen. Me gustaría que mi novia viviera aquí. Pero casarme… de ninguna manera. Especialmente ahora que mi padre dice que el dinero no entra en casa como antes.
—¡Qué manera de desperdiciar estas noches! —exclamó Alec.
Pero Amory suspiraba y aprovechaba las noches. Tenía una fotografía de Isabelle, enmarcada en un viejo reloj; y casi todas las noches a las ocho apagaba todas las luces excepto la del escritorio y, sentado ante la ventana abierta y con la fotografía delante, le escribía sus apasionadas cartas.
… es tan difícil escribir todo lo que siento cuando estoy pensando en ti; te has convertido en un sueño que ya no puedo trasladar al papel. ¡Tu última carta era maravillosa! La leí seis veces, sobre todo la última parte; pero a veces me gustaría que fueras más sincera y me dijeras lo que realmente piensas de mí. Aunque tu última carta es demasiado bonita para ser verdad, ¡no voy a poder esperar hasta junio! Tienes que hacer lo posible para venir al fin de curso. Va a estar muy bien, y quiero estar contigo en el final de este año maravilloso. A menudo pienso en lo que me dijiste aquella noche, sin saber muy bien lo que quisiste decir. De no haber sido tú… Pero, ya ves, la primera vez, la primera vez que te vi pensé que eras muy voluble; eres tan popular y admirada que no puedo creer que me prefieras a todos.
Isabelle querida, esta noche es maravillosa. Alguien está tocando
Luna de amor
con una mandolina al otro lado del campus y parece que la música te trae hasta mi ventana. Ahora está tocando
Adiós muchachos, compañeros
… que me viene como anillo al dedo. También yo he acabado con todo. He decidido no volver a probar un cóctel y sé que nunca más volveré a enamorarme —ya no puedo—, porque has venido a formar una parte muy importante de mis días y de mis noches para poder pensar en otra mujer. No quiero parecer blasé porque no es eso. Lo que ocurre es que estoy enamorado. Isabelle querida (ya no puedo llamarte Isabelle a secas y me temo que voy a soltar el «querida» delante de tu familia el próximo junio), tienes que hacer lo posible para venir al fin del curso, y luego yo iré a tu casa a pasar un día, y todo será perfecto…
Y así sucesivamente, con una eterna monotonía que a ambos parecía infinitamente encantadora, infinitamente nueva, se iban llenando páginas y páginas.
Junio llegó con unos días tan calientes y pesados que no dejaban pensar ni en los exámenes; se reunían por las noches en el patio del Cottage, para hablar de temas muy amplios, hasta que las curvas del terreno hacia Stony Brook se envolvían de un vaho azulino, las lilas parecían blancas alrededor de las pistas de tenis, y las palabras dejaban paso a los silenciosos cigarrillos. Y a lo largo de un Prospect desierto y de McCosh, llevando siempre una canción tras ellos, llegaban hasta la cálida alegría de Nassau Street.
Tom D'Invilliers y Amory paseaban aquellos días hasta muy tarde. La fiebre del juego se había extendido por todo el segundo curso, y se pasaban las noches encorvados sobre los dados. Más de una vez salieron de la habitación de Sloane para ver cómo caía el rocío y cómo las estrellas se desvanecían en el cielo.
—Vamos a dar un paseo en bicicleta —sugirió Amory.
—De acuerdo. No estoy cansado y casi es la última noche del año; el lunes empieza el final de curso.
Encontraron dos bicicletas en Holden Court y pasearon por el Lawrence Road hasta las tres y media.
—¿Qué vas a hacer este verano, Amory?
—No me preguntes, lo mismo de siempre. Uno o dos meses en Lake Geneva —ya sabes que te espero allí en julio— y luego iré a Minneapolis, lo cual significa bailes de verano, besuqueos, un aburrimiento; pero Tom, dime —añadió de repente—, este año, ¿no ha sido una delicia?
—No —dijo Tom con énfasis, un nuevo Tom vestido por Brooks y calzado en Franks—, he ganado este partido, pero no pienso jugar el siguiente. A ti te va muy bien, tú eres como una pelota de goma y estás bien en cualquier sitio, pero yo ya estoy harto de tener que adaptarme a las majaderías de este rincón del mundo. Tengo ganas de irme a un sitio donde no se excluya a la gente por el color de su corbata o por el corte de su traje.
—No puedes, Tom —argüía Amory mientras pedaleaban en la noche—, a dondequiera que vayas aplicarás inconscientemente esos clichés de «tiene» o «le falta». Para bien o para mal, te hemos marcado para siempre; ya eres un tipo de Princeton.
—Bien, entonces —se quejó Tom, y su voz rota se levantaba con una queja— ¿para qué he de volver? Ya he aprendido todo lo que Princeton me puede enseñar. Dos años más de puras pedanterías y mentiras en el club no me van a servir de nada. Sólo van a servir para desorganizarme más, para hacerme más adocenado. Ya ahora me siento tan sin huesos que no sé cómo me voy a librar de ello.
—Lo que pasa es que no quieres darte cuenta de lo que te ocurre, Tom —le interrumpió Amory—. Acabas de abrir los ojos, de manera violenta, a un mundo de trepadores. Pero Princeton invariablemente proporciona, al hombre prudente, un cierto sentido social.
—Y tú consideras que me has proporcionado eso, ¿no? —le preguntó burlonamente, mirándole en la penumbra. Amory sonrió.
—¿Y no es así?
—A veces —dijo pausadamente— pienso que tú eres mi ángel malo. Yo podía haber sido un buen poeta.
—Vamos, eso es bastante difícil. Tú elegiste venir a un colegio del Este. O viniste a sabiendas de la condición trepadora de la gente, o viniste a ciegas —como Marty Kaye—, cosa que tú mismo repugnas.
—Sí —convino—, tienes razón. Me habría repugnado. No obstante, resulta duro convertirse en un cínico a los veinte años.
—Yo nací cínico —murmuró Amory—. Soy un idealista cínico. —Se detuvo a pensar si aquello significaba algo.
Cuando alcanzaron la dormida escuela de Lawrenceville, volvieron para atrás.
—Ha sido un buen paseo, ¿no? —dijo Tom.
—Sí, un buen final, un final completo; todo parece bueno esta noche. ¡Y ahora un cálido y lánguido verano con Isabelle!
—¡Tú y tu Isabelle! Me juego lo que sea a que es una tonta… Vamos a recitar algo.
Amory declamó la
Oda a un ruiseñor
a los matorrales por que pasaban.
—Nunca llegaré a ser un poeta —dijo Amory al terminar—. No soy bastante sensual; sólo me parecen bellas unas pocas cosas obvias: mujeres, tardes de primavera, música de noche, el mar; no soy capaz de comprender cosas más sutiles como «las trompetas que tocan a plata». Podré llegar a ser un intelectual, pero nunca escribiré más que poesía mediocre.
Cuando llegaron a Princeton el sol estaba dibujando mapas en el cielo; se apresuraron a tomar una ducha como sustitutivo del sueño. Al mediodía las calles se hallaban invadidas de abigarrados alumnos, con sus bandas y sus coros, y en las tiendas de campaña había grandes corros bajo los estandartes naranja y negro que tremolaban y ondeaban al viento. Amory se quedó mirando largo rato una casa con el número 69: allí unos pocos hombres encanecidos hablaban tranquilamente mientras los jóvenes corrían, formando un contraste de la vida.
De repente, al final de junio, los ojos esmeralda de la tragedia se clavaron fijamente en Amory. La noche siguiente a su paseo a Lawrenceville un grupo marchó a Nueva York en busca de aventura para volver a Princeton, en dos coches, alrededor de medianoche. Había sido una excursión alegre, y allí estaban representados muy diferentes estados de embriaguez. Amory iba en el coche de atrás; se habían equivocado de carretera, habían perdido el camino y apretaban el paso para alcanzar a los otros.
Era una noche clara, y la alegría de la carretera se subió a la cabeza de Amory. El fantasma de las dos estrofas de un poema se estaba formando en su mente:
Y así el coche gris se arrastraba en la oscuridad de la noche sin agitar ningún signo de vida a su paso… Como ante el tiburón los tranquilos senderos del océano en brillantes, sublimes y estrelladas corrientes, así los árboles bañados en la luna, divididos —dos a dos—, mientras aletean los pájaros de la noche gritando en el aire…
Un momento en un albergue de lámparas y sombras, un albergue amarillo bajo una luna amarilla. Y después el silencio, mientras el crescendo de la risa se desvanece… El coche asciende de nuevo hacia los vientos de junio; las sombras se suavizan cuando la distancia crece hasta aplastar las de color amarillo en el azul…