A este lado del paraíso (10 page)

Read A este lado del paraíso Online

Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: A este lado del paraíso
7Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Isabelle! —el susurro se mezcló con la música; ambos parecían flotar muy juntos. Su respiración se aceleró.

—¿Te puedo besar, Isabelle?

Con los labios entreabiertos volvió su cabeza hacia él, en la oscuridad. De improviso un clamor de voces, el sonido de unos pasos que subieron hasta ellos. Como una centella, Amory encendió la luz, y, cuando se abrió la puerta y entraron tres muchachos —el violento y bailarín Froggy entre ellos—, le encontraron hojeando las revistas de la mesa mientras Isabelle, inmóvil, serena y desenvuelta, les recibía con una amable sonrisa. Pero su corazón latía agitadamente, resentido de todo lo que le habían arrebatado.

Todo había pasado, no había duda. Hubo un clamor de voces que reclamaban un baile; una mirada se cruzó entre ellos —desesperada la de él, apenada la de ella—, y la noche continuó entre reconfortantes
beaux
y muchos más cambios de pareja.

A las doce menos cuarto se despidió de ella, gravemente, en medio de un corro reunido para desearle buen viaje. Por un instante él llegó a perder su presencia de ánimo, y ella se sintió algo aturdida cuando una voz oculta gritó:

—¡Sácala afuera, Amory! —al tomar su mano él la apretó un poco y ella le devolvió el apretón como había hecho con otras veinte manos aquella misma noche, y eso fue todo.

A las dos de la madrugada, de vuelta a casa de los Weatherby, Sally le preguntó si ella y Amory habían podido estar un «rato» en el salón. En sus ojos brillaba la luz de una idealista, los virginales sueños de una Santa Juana.

—No —contestó—, ya no estoy para esas cosas. El me lo pidió, pero le dije que no.

En cuanto se metió en la cama empezó a imaginar qué sería lo que le diría en la carta urgente del día siguiente. Tenía una boca tan atractiva… ¿Sería posible que un día…?

—«Catorce ángeles velaban sobre ellos» —canturreó Sally en la habitación de al lado, con acento somnoliento.

—Maldita sea —murmuró Isabelle, haciendo una gran pelota con la almohada y explorando cautelosamente las frías sábanas—, maldita sea.

Carnaval

Por fin Amory había llegado arriba, por medio del
Princetonian
. Los pequeños
snobs
, termómetros del éxito que estaban siempre a punto, le recibieron con efusión porque se aproximaban las elecciones para los clubs; a él y a Tom les visitaban grupos de alumnos superiores que entraban torpemente, se balanceaban en el borde de los muebles y hablaban de todo menos de aquello que les llevaba allí. A Amory le divertían aquellas miradas llenas de intriga; y cuando los visitantes representaban un club que para él no tenía el menor interés, se permitía el lujo de escandalizarlos con comentarios heterodoxos.

—Dejadme pensar. ¿Qué club representáis vosotros? —preguntó una noche a una asombrada delegación.

Con los visitantes de Ivy, Cottage y Tiger Inn se hacía el «chico ingenuo, agradable y sano» que estaba a sus anchas y no tenía la menor idea del objeto de la visita.

Aquella mañana fatal, a primeros de marzo, cuando todo el campus se transformó en el patio de un manicomio, se refugió en compañía de Alec Connage para observar desde allí, asombrado, la histeria de sus compañeros de clase.

Muchos grupos volubles iban de un club a otro; amistades de tres días atrás aseguraban entre lágrimas que debían pertenecer al mismo club, que nada debía separarles; se producían aparatosas manifestaciones de rencor y envidia, largo tiempo ocultas, en cuanto el favorito recordaba agravios de primer año. Hombres desconocidos eran elevados a un alto rango en cuanto recibían ciertas ofertas muy codiciadas; otros que se consideraban «muy preparados» se encontraban, a causa de inesperados enemigos, aislados y abandonados y hablaban con furor de dejar el colegio.

Entre los de su clase, Amory vio cómo se eliminaba a unos por usar sombrero verde, a otros «porque vestían como maniquíes», a los de más allá porque se habían emborrachado una noche «y no como un caballero, Dios mío», y en fin por cualquier otra secreta e insondable razón sólo conocida por los poseedores de las bolas negras.

La orgía social culminó en una fiesta gigantesca en el Nassau Inn, donde corrió el ponche preparado en inmensas perolas, y todo el salón se convirtió en un desfile delirante, agitado y gritón de voces y caras.

—Eh, Dibby, ¡felicidades!

—Enhorabuena, Tom, me han dicho que sacaste un buen paquete en el Cap.

—Eh, Kerry…

—Eh, Kerry, he oído que te vas con los gorilas del Tiger.

—Bueno, a mí no me gusta el Cottage, ese paraíso de conquistadores.

—Dicen que Overton se desmayó cuando le eligieron para el Ivy. ¿Qué firmó el primer día? ¡Ni hablar! Creo que se fue a Murray-Dodge en bicicleta, creyendo que se trataba de un error…

—¿Cómo lograste entrar en el Cap, viejo golfo?

—¡Felicidades!

—¡Felicidades! He oído que tuviste muchos votos.

Cuando cerraron el bar la fiesta se disolvió en pequeños grupos que deambularon, cantando, por el campus nevado, desolados porque todo —esfuerzo y vanidad— había terminado y podían hacer lo que les viniera en gana en los próximos dos años.

Años después Amory pensaba que la primavera de su segundo año fue el tiempo más feliz de su vida. Sus ideas iban acordes con su vida; no deseaba más que soñar, divagar y disfrutar de media docena de nuevas amistades, en las tardes de abril.

Una mañana entró Alec Connage en su habitación para despertarle; la luz del sol brillaba en la ventana para mayor gloria de Campbell Hall.

—Despierta, pecador, y reúne todas tus piezas. Tienes que estar enfrente del Renwick dentro de media hora. Tenemos un coche —cogió la bandeja de su escritorio y la depositó cuidadosamente, con toda su carga, sobre la cama.

—¿De dónde habéis sacado el coche?

—Bonita confianza; déjate de preguntas o no vienes.

—Me parece que voy a seguir durmiendo —dijo Amory con calma, volviendo a acomodarse y buscando un cigarrillo junto a la cama.

—¿Durmiendo?

—¿Por qué no? Tengo una clase a las once y media.

—¡Maldito amargado! Pero si no quieres venir a la costa…

Amory saltó de la cama, desparramando por el suelo toda la carga de la bandeja. La costa… no la había visto hacía años, desde las peregrinaciones con su madre.

—¿Quiénes vamos? —preguntó al tiempo que se embutía en las sandalias.

—Dick Humbird, Kerry Holiday, Jesse Ferrenby y…, unos cinco o seis. ¡Pero date prisa!

A los diez minutos Amory estaba devorando su maíz en el Renwick, y a eso de las nueve y media salían alegremente de la ciudad, rumbo a las arenas de Deal Beach.

—Mira —dijo Kerry—, el coche es como si fuera nuestro. La verdad es que unos desconocidos lo robaron en Asbury Park, lo abandonaron en Princeton y se fueron al Oeste. A este despiadado Humbird le han dado permiso en la alcaldía para ir a devolverlo.

—¿Lleva alguien dinero? —preguntó Ferrenby, sentado en el asiento delantero.

Se levantó un unísono coro negativo.

—Esto se empieza a poner interesante.

—¿Dinero? ¿Qué dinero? Podemos vender el coche.

—O reclamar la tarifa de recuperación, o algo así.

—¿De dónde vamos a sacar para comer?

—Sinceramente —dijo Kerry, mirándole con severidad—, ¿es que vas a poner en duda los recursos de Kerry para tres cochinos días? Hay gente que ha vivido del aire durante años. Lee la revista de los Boy Scouts.

—Tres días —musitó Amory—, y yo que tenía clase.

—Uno de ellos cae en Sabbath.

—Es lo mismo. Sólo puedo perder seis clases y aún me queda mes y medio.

—¡Arrojadlo fuera!

—Es mucha vuelta.

—Amory, la estás quemando, para acuñar una frase nueva.

—Vale más que te calles, Amory.

Amory se resignó para enfrascarse en la contemplación del paisaje. Swinburne parecía el más adecuado al momento:

Pasaron las ruinas, las lluvias de invierno,

la estación de las nieves y pecados,

el día que separa a la amada del amado,

la noche que avanza sobre lo que deja el día,

la memoria que guarda un dolor perdonado.

Mueren los hielos y las flores nacen;

capullo a capullo la primavera se inicia,

los arroyos se ceban con flores…

—¿Qué te pasa, Amory? Amory está haciendo poesía, pensando en pájaros y flores. Lo puedo leer en sus ojos.

—No es verdad —mintió él—; estaba pensando en el
Princetonian
. Tendría que estar allí esta noche; pero espero poder llamar por teléfono.

—Estos hombres importantes… —dijo Kerry, respetuosamente.

Amory se sonrojó, y le pareció que Ferrenby, uno de los opositores derrotados, estaba molesto. Por supuesto que Kerry sólo estaba bromeando, pero él tampoco tenía que haber mencionado el
Princetonian
.

Era un día apacible; así que se iban acercando a la costa, con una brisa marina, empezó a imaginarse el océano, las largas y llanas playas y los tejados rojos por encima del mar. Atravesaron de prisa la pequeña ciudad y de repente despertó su conciencia con un pujante peán de emoción…

—¡Ay, Dios, míralo! —gritó.

—¿El qué?

—Dejadme salir, de prisa… ¡No lo he visto en ocho años! ¡Por favor, sed amables, parad el coche!

—¡Qué hombre más raro! —señaló Alec.

—A mí me parece un poco excéntrico.

El automóvil se detuvo ante un pretil y Amory echó a correr hacia el paseo. Al principio sólo vio que el mar era azul, que era enorme, que bramaba y bramaba…, todas esas trivialidades que inspira el océano, pero de haber dicho alguien que sólo eran trivialidades, le habrían mirado asombrado.

—Ahora a comer —ordenó Kerry, uniéndose al grupo—. Vamos, Amory, déjate de eso y seamos prácticos. Primero intentaremos en el mejor hotel —continuó— y luego ya veremos.

Anduvieron por el paseo hasta el hotel de más imponente aspecto y, entrando en el comedor, tomaron asiento en una mesa.

—Ocho Bronx —ordenó Alec—, y un sandwich grande con julianas. La comida para uno; póngalo por ahí.

Amory apenas comió porque había encontrado un asiento desde donde podía ver el mar y sentir su balanceo. Cuando terminaron el pequeño almuerzo, se pusieron a fumar tranquilamente.

—La cuenta, por favor.

Uno de ellos la hojeó.

—Ocho veinticinco.

—Demasiado caro. Le daremos dos dólares y otro para el camarero. Kerry, recoge el dinero.

Cuando se acercó el camarero, Kerry le dio solamente un dólar, puso dos dólares sobre la cuenta y se volvió. Displicentemente se dirigieron hacia la puerta, seguidos del receloso Ganimedes.

—Debe haber un error.

Kerry tomó la nota y la examinó cuidadosamente.

—No hay el menor error —dijo con seguridad, mientras movía la cabeza y rompía la nota en cuatro pedazos que entregó al camarero, tan confundido que permaneció inmóvil, sin un gesto, viéndoles salir.

—¿No nos seguirán?

—No —dijo Kerry—; de entrada creerá que venimos con el hijo del dueño o algo así; luego volverá a comprobar la nota, llamará al encargado y mientras tanto…

Dejaron el coche en Asbury y tomaron el tranvía hasta Allenhurst para echar un vistazo a la multitud, en busca de bellezas. A las cuatro tomaron unos refrescos en un café, donde pagaron una fracción todavía menor del total del coste. Nadie les siguió, gracias en parte a su aspecto y a su
savoir faire
.

—Mira, Amory, nosotros somos marxistas socialistas —explicó Kerry—. No creemos en la propiedad y lo tenemos que demostrar.

—Ya llegará la noche.

—Espera y confía en Holiday.

Hacia las cinco y media estaban alegres y, cogidos del brazo, deambularon arriba y abajo del paseo entonando un monótono estribillo sobre las tristes olas del mar. Kerry divisó entre la multitud una cara que le llamó la atención y salió corriendo para reaparecer un momento después con una de las jóvenes menos agraciadas que Amory había visto nunca. Una boca delgada que iba de oreja a oreja, sus dientes presentaban un único y sólido frente, y unos ojos bizcos que miraban desconsolados a los bultos de la nariz.

—Su nombre es Kaluka, la reina de Hawai. Permítame presentarle a los señores Connage, Sloane, Humbird, Ferrenby y Blaine.

La joven hizo unas cuantas reverencias; pobre criatura; Amory pensaba que nadie le había hecho caso en su vida y posiblemente era medio tonta. Mientras les fue acompañando (Kerry la invitó a cenar) no dijo nada que pudiera desmentirlo.

—La señorita prefiere los platos de su tierra —dijo Alec al camarero, con tono grave—, pero se conformará con cualquier cosa fuerte.

Durante la cena se dirigía a ella con las más respetuosas palabras mientras Kerry, al otro lado, le hacía una cómica escena de amor, a la que ella respondía con risitas y guiños. Amory se contentaba con observar la comedia, admirado del tacto de Kerry, capaz de transformar el incidente más insulso en una aventura de grandes proporciones. Todos parecían contagiados del mismo espíritu y era un recreo estar entre ellos. Amory, por lo general, estaba a gusto con los hombres individualmente, pero los temía cuando estaban en grupo, a menos que el grupo se formara alrededor de él. Se preguntaba cuánto rentaba cada uno al grupo, pues había entre ellos una especie de contribución espiritual. Alec y Kerry eran la vida del grupo, pero no su centro. En cierto modo el tranquilo Humbird y Sloane, con su impaciente altivez, formaban el centro.

Dick Humbird le había parecido a Amory, desde el primer año, el tipo perfecto del aristócrata. Era esbelto y proporcionado, pelo negro y rizado, rasgos rectos y bastante moreno. Todo lo que decía parecía apropiado. Tenía gran valor, bastante buena cabeza y un sentido del honor con un encanto y
noblesse oblige
tan especiales que no se podía confundir con la rectitud. Podía ser disipado sin desintegrarse, y las aventuras más bohemias no eran capaces de «quemarlo». La gente se vestía como él, trataba de hablar como él. Para Amory se le podía poner el mundo encima que no iba a cambiar por eso…

Se diferenciaba de aquel tipo atlético salido de la clase media en que nunca transpiraba. Cierta gente no puede familiarizarse con un chofer si no es marcando las diferencias. Humbird podía desayunarse en el Sherry con un negro y sentirse perfectamente a gusto. No era un snob, aunque sólo conocía a la mitad de su clase. Sus amigos iban desde lo más alto hasta lo más bajo, pero resultaba imposible «cultivar» su amistad. Los criados le adoraban, le trataban como a un dios. Personificaba el ejemplo eterno de lo que debe ser la clase alta.

Other books

Ten Days in the Hills by Jane Smiley
The Hunting Ground by Cliff McNish
The Devil's Ribbon by D. E. Meredith
What Wild Moonlight by Lynne, Victoria
The Magpies by Mark Edwards
For Love of a Cowboy by Yvonne Lindsay - For Love of a Cowboy
Mercenaries by Jack Ludlow
The Oath by Jeffrey Toobin
The Lemoine Affair by Marcel Proust
Filthy English by Ilsa Madden-Mills