A este lado del paraíso (5 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: A este lado del paraíso
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La filosofía del trepador

Con el orgullo que el éxito y el sexto curso le otorgaban, Amory contemplaba con cínico asombro su situación del año anterior. Había cambiado todo lo que Amory Blaine podía cambiar. Amory más Beatrice más dos años en Minneapolis eran todos sus ingredientes cuando llegó a St. Regis. Así como los años de Minneapolis no le cubrieron de una capa lo bastante espesa como para que el componente «Amory más Beatrice» pasara inadvertido a los inquisitivos ojos del colegio, en cambio St. Regis, tras despojarle dolorosamente de su Beatrice, había comenzado a revestirle de su nueva, más normal y fundamental apariencia. Sin embargo, tanto Amory como St. Regis no se percataban del hecho de que este nuevo Amory fundamental apenas había cambiado. Aquellas cualidades que tanto le habían hecho sufrir, sus frivolidades, su tendencia al amaneramiento, su pereza y su afición a hacer el payaso, se tomaban ahora como cosa natural; excentricidades de un gran defensa, de un brillante actor, del redactor del
St. Regis Tattler
; no podía por menos de extrañarle cómo algunos jovencitos impresionables imitaban ahora las mismas vanidades que poco tiempo atrás habían sido sus despreciables flaquezas.

Tras la temporada de fútbol se dejó llevar hacia una soñadora alegría. La noche del baile de despedida logró escabullirse para meterse temprano en la cama por el placer de escuchar la música de los violines que llegaba a su ventana a través del césped. Consumía las noches soñando con secretos cafés de Montmartre, donde mujeres marfileñas descubrían los secretos de diplomáticos y soldados de fortuna, mientras la orquesta atacaba valses húngaros y el aire exótico se enrarecía de intrigas, claro de luna y aventuras. Durante la primavera leyó
L’Allegro
, por obligación, y se sintió transportado a las más líricas expresiones sobre las cosas de Arcadia y las flautas de Pan. Corrió la cama para ser despertado por el primer sol de la mañana; se vestía al punto y se balanceaba en el rústico columpio que colgaba de un manzano vecino al pabellón de sexto curso. Se columpiaba con ahínco para subir cada vez más alto, hasta sentir que se balanceaba sobre el vacío, una tierra encantada poblada de sátiros flautistas y ninfas con las caras y melenas que había encontrado en las calles de Eastchester. Cuando el columpio alcanzaba su punto culminante, Arcadia se situaba sobre la cima de cierta colina donde la oscura carretera se perdía de vista hasta reducirse a un punto dorado.

Toda aquella primavera, al principio de sus dieciocho años, leyó mucho:
El caballero de Indiana, Las nuevas noches de Arabia, La moral de Marcus Ordeyne, El hombre, que fue Jueves
—que le gustó, pero que no comprendió—,
Stover en Yale
—que se convirtió en algo así como su libro de cabecera—,
Dombey e hijo
—porque pensaba que ya era hora de leer cosas buenas—; todo Robert Chambers, David Graham Phillips y E. Phillips Oppenheim y unos pocos fragmentos de Tennyson y Kipling. De entre sus deberes, solamente
L’Allegro
y los sólidos de Geometría —por su rígida claridad— lograron despertar su lánguido interés.

A medida que se acercaba junio sentía más necesidad de conversación y, para su sorpresa, encontró en Rahill, el presidente del sexto curso, un compañero de meditaciones. A lo largo de muchas charlas por la carretera, tumbados boca abajo en el borde del campo de béisbol o ya de noche, mientras sus cigarrillos brillaban en la oscuridad, desmenuzaban todas las cuestiones relativas al colegio y forjaron y desarrollaron el modelo del trepador.

—¿Tienes tabaco? —murmuró Rahill una noche, asomando la cabeza por la puerta cinco minutos después de la queda.

—Claro.

—Allá voy.

—Coge un par de almohadas y échate en el antepecho de la ventana.

Amory se sentó en la cama y encendió un cigarrillo mientras Rahill se acomodaba para la conversación. El tema favorito de Rahill era el futuro de sus compañeros de sexto curso, y Amory no se cansaba de comentarlo para halagarle.

—¿Ted Converse? Muy fácil. No aprobará el examen y se pasará el verano dando clase en Harstrum; entrará en Sheff con cuatro suspensos y abandonará en la mitad del primer curso. Se volverá al Oeste para divertirse durante un año o así hasta que su padre le meta en el negocio de pinturas. Se casará y tendrá cuatro hijos, todos de cabeza dura. Pensará que St. Regis arruinó su vida y enviará a los hijos a la escuela de Portland. Morirá a los cuarenta y un años de ataxia locomotora, y su mujer hará donación a la iglesia presbiteriana, de una pila bautismal, o como se llame eso, con su nombre grabado…

—Basta ya, Amory. Demasiado siniestro. ¿Qué tienes que decir acerca de ti?

—Yo soy de clase superior. Tú también. Somos filósofos.

—Yo no.

—Claro que sí. Tienes muy buena cabeza.

Amory sabía que todo lo abstracto —teoría o generalizaciones— dejaba indiferente a Rahill, al que sólo interesaban los detalles concretos.

—Qué voy a tener —insistió Rahill—. Siempre me dejo influir por la gente sin sacar nada de provecho. Soy la presa de mis amigos, les hago los deberes, les saco de apuros, les visito en verano y llevo a pasear a sus hermanas pequeñas. Me tengo que tragar todo su egoísmo, y encima creen que me pagan votándome para presidente y diciendo que yo soy «el gran hombre» de St. Regis. Tengo ganas de irme a un sitio donde me dejen tranquilo y mandar todo esto a paseo. Ya estoy harto de hacerme el servicial con toda esta pobre gente.

—Es que tú no eres un gomoso —dijo Amory de repente.

—¿Un qué?

—Un gomoso o un trepador.

—¿Qué demonio es eso?

—Bueno…, es algo que… son muchas cosas. Tú no lo eres ni yo tampoco, pero yo lo soy más que tú.

—¿Y quién lo es? ¿Cómo se es eso?

Amory reflexionó.

—Bueno… Me parece que para serlo hay que peinarse el cabello hacia atrás, con mucha agua y gomina.

—¿Cómo Carstairs?

—Claro. Ese sí que es un trepador.

Durante dos días buscaron la definición exacta. El gomoso era hombre limpio y de buen aire; tenía talento —talento social—, esto es, que sabía usar de su manga ancha para trepar, ser admirado y conocido, y no meterse en líos. Vestía bien, era muy pulcro y su cabello, invariablemente corto, engominado con brillantina, se peinaba hacia atrás con una raya en medio, al dictado de la moda. Aparte de eso, los gomosos de aquel año habían adoptado, como símbolo de su especie, el uso de gafas con montura de carey, con lo que era tan fácil reconocerlos que Rahill y Amory no perdieron ni uno. Estaban difundidos por todo el colegio y, siempre más avisados y astutos que el resto de sus compañeros, dirigían sus pequeños grupos disimulando su habilidad.

A Amory le fue muy útil aquella clasificación hasta su segundo año, cuando la denominación, al convertirse en una mera cualidad, se hizo tan confusa e indeterminada que fue preciso introducir muchas subdivisiones. El ideal secreto de Amory reunía todas las cualidades del trepador complementadas, además, con el valor y un enorme talento; y como también se consideraba un excéntrico, se sentía irreconciliable con el gomoso propiamente dicho.

Aquella fue una primera y sincera ruptura con la hipocresía que dominaba las tradiciones del colegio. El gomoso o trepador, como individuo predestinado para el éxito, difería intrínsecamente del conocido «gran hombre».

El gomoso o trepador

1. Un agudo sentido de los valores sociales.

2. Viste bien. Pretende que el vestido es cosa superficial, pero sabe muy bien que no es así.

3. Entra en acción cuando sabe que va a triunfar y brillar.

4. Va a la universidad y triunfa, sobre todo en asuntos mundanos.

5. Cabello relamido y engominado.

El gran hombre

1. Inclinado a la estupidez, es inconsciente de los valores sociales.

2. Cree que el vestido es cosa superficial y tiende a descuidarlo.

3. Entra en acción cuando se lo dicta el deber.

4. Va a la universidad, pero su futuro es cada día más problemático. Se siente perdido fuera de su círculo y va diciendo que, después de todo, sus años de colegio fueron los más felices. Vuelve allí a pronunciar discursos sobre lo que hacen los chicos de St. Regis.

5. Cabello no engominado.

Amory se decidió por Princeton, a pesar de que iba a ser el único procedente de St. Regis. Por lo que contaba la gente en Minneapolis y los chicos de St. Regis, «listos para las tibias y calaveras», Yale seguía teniendo su atractivo, pero a la postre Princeton le sedujo con su atmósfera de brillantes colores y la atrayente reputación del club más agradable de América. Abrumado por la amenaza de los exámenes, los días del colegio se perdieron en el pasado. Años después, cuando volvió a St. Regis, parecía haber olvidado sus éxitos del sexto curso y se recordaba a sí mismo como aquel chico inadaptado que escapaba por los pasillos, perseguido por unos compañeros furiosos, embriagados de sentido común.

2. Agujas y gárgolas

A
l principio Amory sólo advirtió la intensidad del sol esmaltando los amplios y verdes prados y centelleando en las ventanas emplomadas, bañando las puntas de las agujas y las almenas de los muros. Poco a poco se fue dando cuenta de que caminaba por la plaza de la Universidad, inconsciente de su maleta, prodigando una cierta tendencia a mirar de frente cuando adelantaba a alguien. En algunas ocasiones habría jurado que la gente se volvía a mirarle con desprecio. Se preguntaba si habría algo raro en sus ropas, y deseó haberse afeitado aquella mañana en el tren. Se sentía inútilmente rígido y torpe entre tanto joven de franelas claras y cabeza descubierta que, a juzgar por el
savoir faire
con que paseaban, debían ser todos veteranos.

El número 12 de University Place era una amplia y desvencijada residencia que parecía deshabitada, aunque de sobra sabía que allí se habían de alojar una docena de novatos. Tras una breve escaramuza con la portera, salió a dar una vuelta; pero no había recorrido una manzana cuando se dio cuenta de que era el único en toda la ciudad que llevaba sombrero. Volvió apresuradamente al número 12, dejo su
derby
y, con la cabeza descubierta, deambuló por la Nassau Street para detenerse en un escaparate a examinar un despliegue de fotografías atléticas, entre las cuales había una ampliación de Allenby, el capitán de fútbol; atraído por el letrero de la confitería se detuvo ante el escaparate del «Jigger Shop». Le pareció tan familiar que entró y tomó asiento en un alto taburete.

—Un helado de chocolate —le pidió a un camarero de color.

—¿Una taza de doble chocolate? ¿Y nada más?

—Bueno, sí.

—¿Un buñuelo?

—Bueno.

Se comió cuatro buñuelos —que encontró sabrosos— con otra doble taza que le devolvió los ánimos. Tras una sumaria inspección de las fundas de los asientos, de los banderines y fotos de las Gibson que decoraban las paredes, salió a pasear de nuevo por Nassau Street con las manos en los bolsillos. Poco a poco fue aprendiendo a distinguir entre veteranos y novatos, aunque las gorras de estos últimos no se prodigaron hasta el siguiente lunes. Los que parecían sentirse como en su casa de una manera demasiado manifiesta y nerviosa, eran novatos; cada tren aportaba un nuevo contingente que era inmediatamente absorbido por aquella muchedumbre de cabezas descubiertas, calzados blancos y cargada de libros, cuya función parecía ser deambular sin sentido arriba y abajo, entre grandes nubes de humo de pipas recién estrenadas. Hacia el mediodía Amory sentía que los recién llegados le tomaban ya por veterano, así que se dedicó a observarlos con regocijada socarronería y censura, pues no otra cosa merecían sus expresiones faciales.

A eso de las cinco sintió la necesidad de oír su propia voz y volvió a su casa para ver si había llegado alguien. Tras subir los destartalados peldaños lanzó hacia su cuarto una mirada llena de resignación, perdida toda esperanza de intentar una decoración ajena a banderines de colegio y fotografías de tigres. Alguien llamó a su puerta.

—Adelante.

Una cara muy delgada, unos ojos grises y una sonrisa llena de humor, apareció en el umbral.

—¿Tienes un martillo?

—No, lo siento. A lo mejor tiene uno la señora Twelve, o quien sea.

El desconocido se introdujo en el cuarto.

—¿También habitas en este asilo?

Amory asintió.

—Inmunda pocilga; para lo mucho que pagamos.

Amory hubo de confesar que así era.

—He pensado instalarme en el campus —dijo—, pero parece que hay tan pocos de primero que están perdidos. Habrá que pensar en qué se puede hacer.

El joven de los ojos grises decidió presentarse.

—Mi nombre es Holiday.

—El mío es Blaine.

Se dieron la mano, llevándola muy abajo, como estaba de moda. Amory hizo una mueca.

—¿Dónde hiciste el preuniversitario?

—En Andover. ¿Y tú?

—En St. Regis.

—¿Sí, eh? Yo tengo un primo allí.

Tras agotar el tema de su primo. Holiday le dijo que esperaba a su hermano para cenar a las seis.

—Ven con nosotros a tomar un bocado.

—De acuerdo.

En el Kenilworth conoció a Burne Holiday —el de los ojos grises se llamaba Kerry—, y durante toda una insulsa cena, un caldo ligero y unas legumbres anémicas, se dedicaron a observar a otros novatos, que en grupos pequeños parecían mucho más intimidados que en grupos grandes.

—He oído decir que la cantina es un asco —dijo Amory.

—Parece que aunque no se coma hay que pagar.

—Qué crimen.

—Qué opresión.

—Aquí en Princéton hay que tolerarlo todo el primer año. Es como un asqueroso colegio preparatorio.

Amory asintió.

—Pero vale la pena —insistió—. Yo no iría a Yale ni por un millón.

—Yo tampoco.

—¿Te vas a dedicar a algo? —preguntó Amory al hermano mayor.

—Yo no. Burne piensa entrar en el «Prince», ya sabes, el
Daily Princetonian
.

—Sí, ya sé.

—Y tú, ¿a qué te vas a dedicar?

—A que me den patadas en el equipo de novatos.

—¿Jugabas en St. Regis?

—Alguna vez —dijo Amory con suficiencia—, pero ahora estoy demasiado delgado.

—No pareces tan delgado.

—El otoño pasado me encontraba mucho más fuerte.

—Ya.

Después de cenar se fueron al cine, donde Amory quedó asombrado de los chillidos, gritos y comentarios procaces de la concurrencia.

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