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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

A este lado del paraíso (12 page)

BOOK: A este lado del paraíso
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Un frenazo les sacó de sus asientos, y Amory, aturdido, miró a ver qué pasaba. Una mujer de pie en la carretera hablaba con Alec que estaba al volante. Más tarde había de recordar la impresión de arpía que le produjo su viejo kimono, y el sonido hueco y roto de una voz que decía:

—Ustedes son de Princeton, ¿no?

—Sí.

—Uno de ustedes se ha matado ahí mismo y otros dos están muriéndose.

—¡Dios mío!

—¡Miren! —señaló con el dedo. Miraron con horror. Bajo la luz de un poste de carretera yacía una forma boca abajo en medio de un creciente círculo de sangre.

Saltaron del coche. Amory pensaba en aquella nuca, aquel pelo, aquel pelo… hasta que le dieron la vuelta.

—Es Dick, ¡Dick Humbird!

—¡Cristo!

—¡Vean si está vivo!

La voz insistente de aquella bruja rompió en una especie de triunfal graznido:

—Está completamente muerto. El coche volcó. Esos dos, a los que no pasó nada, se llevaron a los otros; pero con éste no hay nada que hacer.

Amory echó a correr hacia la casa, y el resto le siguió con aquella masa amorfa que dejaron en un sillón de aquel humilde porche.

Sloane, con el hombro abierto, se hallaba en otro sillón. Estaba delirando y llamaba a alguien para una clase de química a las ocho y diez.

—No recuerdo lo que ocurrió —dijo Ferrenby, con voz apagada—. Dick iba conduciendo y no quería soltar el volante; le dijimos que había bebido demasiado, y entonces vino aquella maldita curva… ¡Dios mío! —Se arrojó al suelo boca abajo y rompió a llorar.

El doctor había llegado y Amory salió al porche donde alguien le entregó una sábana que echó encima del cadáver. Con repentina firmeza levantó una de sus manos y la dejó caer inerte. La frente estaba fría, pero la cara no estaba falta de expresión. Miró los cordones de sus zapatos, los cordones que Dick había atado aquella misma mañana. El que los había atado era ahora esta pesada y blanca masa. Todo lo que quedaba del encanto y la personalidad de aquel Dick Humbird que había conocido…, ay, era demasiado horrible, poco aristocrático y terrenal. Toda tragedia tiene ese carácter grotesco, escuálido… tan inútil, tan fútil, como cuando mueren los animales. Amory se acordó de un gato que yacía horriblemente mutilado, en alguna callejuela de su infancia.

—Alguien tiene que ir a Princeton con Ferrenby.

Amory dio unos pasos fuera de la puerta y se estremeció al sentir el último viento de la noche —un viento que agitaba un guardabarros suelto de aquella masa de metal retorcido para producir un débil y quejumbroso lamento.

¡Crescendo!

El día siguiente, gracias a un destino misericordioso, pasó en un instante. Cuando Amory se quedaba solo, sus pensamientos volvían inevitablemente a la estampa de aquella boca roja que bostezaba incongruente en una cara blanca; pero con esfuerzo y resolución fue sepultando aquella memoria con la excitación del día hasta que la apartó fríamente de su conciencia. Isabelle y su madre llegaron a la ciudad a las cuatro para pasear sonrientes por la Prospect Avenue, en medio de la alegre muchedumbre, y tomar el té en el Cottage. Los clubs celebraban esa noche su cena anual, así que a las siete la dejó en manos de uno de primero para citarse con ella en el gimnasio a eso de las once, la hora en que los demás alumnos eran admitidos en el baile de los de primero. Ella daba de sí todo lo que él había esperado ansioso y dispuesto a hacer de aquella noche el centro de todos sus sueños. A las nueve todos los alumnos veteranos salieron a la puerta de los clubs para presenciar el desfile de antorchas de los de primero; Amory se preguntaba si a causa de aquellos grupos uniformados, recortados contra las oscuras fachadas y bajo el resplandor de las antorchas, sería una noche tan brillante, a los ojos atentos y jubilosos de los novatos, como a él le había parecido el año pasado.

El día siguiente fue otro torbellino. Fueron seis a la mesa, en un reservado del club; Isabelle y Amory no hacían sino contemplarse tiernamente, por encima del pollo asado, seguros de que su amor iba a ser eterno. En la fiesta de fin de curso bailaron hasta las cinco de la mañana, y para cambiar la pareja de Isabelle se rompía la barrera con un alegre desenfado que se fue haciendo más entusiástico a medida que avanzaba la hora y el vino, almacenado en los bolsillos de los abrigos en el ropero, aplazaba para otro día la llegada del aburrimiento. La barrera es una masa de hombres muy homogénea que se mueve animada de una sola alma. Una morena belleza está bailando hasta que un ahogado suspiro provoca un murmullo del que surge uno, mejor peinado que los demás, que se adelanta y se atreve a hacer el cambio de pareja. En cambio, cuando aparece galopando esa joven de un metro ochenta (la trajo Kaye a la fiesta, y toda la noche ha estado tratando de presentarla a todo el mundo), la barrera se retrae, los grupos miran hacia otra parte, parecen muy interesados en todos los rincones del salón, porque aparece Kaye, agitado y sudoroso, dando codazos a la multitud en busca de caras familiares.

—Te digo que tengo la chica más bonita…

—Lo siento, Kaye, pero estoy muy ocupado ahora. Tengo que cambiar con ese amigo.

—Entonces, ¿al siguiente?

—Bueno, ya te digo que tengo que cambiar. Dile que me busque cuando tenga un baile libre.

Amory creyó soñar cuando Isabelle sugirió dejar el baile y dar un paseo en el coche. Durante una hora de delicias, que pasó en un instante, pasearon por las silenciosas carreteras alrededor de Princeton, con los sentimientos a flor de piel, hablando con tímida excitación. Amory se sentía muy inocente y no hizo intentos de besarla.

Al día siguiente recorrieron Jersey, almorzaron en Nueva York, y por la tarde se fueron a ver un drama de tesis con el cual Isabelle lloró durante todo el segundo acto, con gran embarazo de Amory, que, no obstante, se sentía lleno de una gran ternura al verla así. Tentado de inclinarse sobre ella para sorber sus lágrimas, le apretó delicadamente su mano, que ella dejó entre las suyas al amparo de la oscuridad.

A las seis llegaron a la residencia de verano de los Borgé en Long Island, y Amory corrió escaleras arriba a fin de vestirse para cenar. Consideraba, mientras se colocaba los gemelos, que estaba disfrutando de la vida como probablemente nunca volvería a hacerlo. Todo parecía nimbado del halo de su propia juventud. Había llegado a Princeton, codo con codo con lo mejor de su generación. Estaba enamorado y era correspondido. Encendió todas las luces y se contempló en el espejo tratando de descubrir en su cara aquellas cualidades que tan claramente le distinguían del resto de la gente, que hacían de él un hombre decidido, capaz de ejercer una influencia susceptible de imponer a su voluntad. Muy pocas cosas de su vida las cambiaría por otras… Sólo Oxford podía haber sido un campo más vasto.

Se admiraba en silencio. ¡Qué buen aire tenía y qué bien le sentaba el
smoking
! Salió al pasillo y esperó en el arranque de la escalera al oír unos pasos que se acercaban. Era Isabelle, que desde la punta de sus zapatos dorados hasta el resplandor de su pelo no le había parecido nunca tan bella.

—¡Isabelle! —gritó, casi involuntariamente, ofreciéndole sus brazos. Y como en los libros de cuentos ella corrió hacia él para concentrar en aquel medio minuto, cuando sus labios se encontraron por primera vez, la culminación de su vanidad, la cumbre de su juvenil egolatría.

3. El ególatra medita

—¡
A
y! ¡Suéltame!

El dejó caer sus brazos.

—¿Qué te pasa?

—Tu gemelo… me ha hecho daño… Mira —se miraba el escote donde una pequeña mancha azul, del tamaño de un guisante, contrastaba con la blancura de su piel.

—Isabelle —se reprochó a sí mismo—, soy un salvaje. De verdad, perdona. No tenía que haberte estrechado tanto.

Ella le miró con impaciencia.

—Amory, ya sé que no lo hiciste a propósito; no es para tanto; pero ¿qué vamos a hacer?

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó—. Ah, el cardenal; ya verás cómo desaparece en un momento.

—Nada de eso —dijo ella, tras una reconcentrada observación—. Todavía sigue ahí, se parece a Oíd Nick. Ay, Amory, ¿qué vamos a hacer? Está justo donde más se ve.

—Frótatelo —sugirió él, conteniendo la risa que se le venía a los labios.

Se lo frotó con la yema de los dedos hasta que una lágrima asomó en el rabillo del ojo y se deslizó por su mejilla.

—Ay, Amory —dijo, con desesperación, elevando hacia él una expresión patética—. Se me irritará todo el cuello si sigo frotando. ¿Qué podemos hacer?

Le vino una cita a la memoria que no pudo dejar de repetirla en voz alta:

Todos los perfumes de Arabia no lavarán esta mano.

Ella se le quedó mirando; sus lágrimas brillaban en sus ojos como el hielo.

—No eres muy amable.

Amory lo interpretó mal.

—Isabelle, querida, yo creo que…

—¡No me toques! —gritó ella—. ¡No, tengo ya bastante para que estés ahí riéndote de mí!

Volvió a meter la pata.

—Es que tiene gracia, Isabelle; como el otro día decíamos que el sentido del humor es lo que…

Ella le miraba con algo que no era tanto una sonrisa como la huella triste y débil de una sonrisa, en la comisura de la boca.

—¡Ay, cállate! —gritó de repente y echó a correr hacia su habitación. Amory se quedó quieto, lleno de remordimiento y confusión.

—¡Qué asco!

Isabelle reapareció con una estola sobre los hombros, y bajaron las escaleras en un silencio que se prolongó durante la cena.

—Isabelle —empezó a tantearla en cuanto subieron al coche, en dirección al baile del Greenwich Country Club—, si sigues enfadada yo voy a estarlo dentro de un minuto. Déjame darte un beso y hacer las paces.

Isabelle meditaba cabizbaja.

—No me gusta que se rían de mí —dijo al fin.

—No volveré a reírme. Ya no me río, ¿no lo ves?

—Pero te reiste antes.

—Vamos, no quieras ser tan femenina.

Ella torció el gesto.

—Seré lo que quiera.

Amory apenas podía contenerse. Se dio cuenta entonces de que no tenía verdadero afecto por Isabelle y que le molestaba su frialdad. Deseaba besarla, besarla mucho porque así podría irse al día siguiente sin mayores preocupaciones. Por el contrario, si no lograba besarla le seguiría preocupando… Podría empañar vagamente la imagen de sí mismo como un conquistador que no iba a quedar aureolado con una segunda intentona, un «ruego» a un luchador tan implacable como Isabelle.

Quizá ella lo sospechaba. De cualquier forma Amory veía cómo aquella noche —que debía haber supuesto la consumación de su romance— se deslizaba bajo enjambres de mariposas nocturnas en la acerba fragancia de los setos, pero sin aquellas palabras entrecortadas, sin los breves suspiros…

En la despensa, mientras tomaban un poco de ginger ale y fiambre, Amory anunció su decisión.

—Me voy mañana por la mañana.

—¿Por qué?

—¿Por qué no? —contraatacó él.

—No tienes necesidad de ello.

—De todas formas me voy.

—Bueno, si te empeñas en seguir haciendo ridiculeces…

—No lo tomes así —objetó él.

—Todo porque no te he dejado besarme. Tú crees que…

—No es eso, Isabelle —interrumpió él—, tú sabes muy bien que no es eso. Incluso suponiendo que lo fuera… creo que hemos llegado a un punto en que tenemos que besarnos… o… o nada. No es lo mismo que si me lo prohibieras por razones morales.

Ella vaciló.

—Realmente no sé qué pensar de ti —empezó con un tímido y perverso esfuerzo de conciliación—. Eres tan raro.

—¿Cómo?

—Creía que tenías mucha confianza en ti mismo y todo eso; ¿recuerdas que el otro día me dijiste que podías hacer todo lo que quisieras, conseguir todo lo que te diera la gana?

Amory enrojeció. Le había dicho un montón de cosas.

—Sí.

—Pues esta noche no pareces tener tanta confianza. A lo mejor es que eres muy vanidoso.

—No, no lo soy —dudó él—. En Princeton…

—¡Tú y tú Princeton! ¡Te crees que el mundo se acaba ahí! Es posible que seas el mejor escritor del
Princetonian
, que los de primero crean que eres muy importante…

—Tú no entiendes…

—Ya lo creo que lo entiendo —interrumpió ella—, porque siempre estás hablando de ti mismo y a mí me gustaba antes. Pero ahora ya no.

—¿He hablado de mí esta noche?

—Por eso mismo —insistió Isabelle—, por eso te has enfadado esta noche. No hacías más que estar sentado y mirarme a los ojos. Y además no me gusta tener siempre que pensar lo que tengo que decir, por miedo a tus críticas.

—¿Así que te obligo a pensar? —repitió Amory con un dejo de vanidad.

—Me pones nerviosa —dijo ella con énfasis—; en cuanto te pones a analizar la menor emoción, dejo de sentirla.

—Lo sé —Amory lo admitió y sacudió la cabeza con desconsuelo.

—Vamos —ella se incorporó.

Él se levantó distraídamente y llegaron hasta el pie de la escalera.

—¿Qué tren puedo coger?

—Si de verdad tienes que irte, hay uno que pasa a las nueve y once.

—Sí, de verdad que me tengo que ir. Buenas noches.

—Buenas noches.

Subieron la escalera y, al volverse hacia su cuarto, Amory creyó advertir en la cara de ella una desmayada sombra de disgusto. Se tumbó a oscuras pensando —cuánto de aquella repentina infelicidad no era más que orgullo herido— si, después de todo, no estaría él temperamentalmente incapacitado para el romance.

Se despertó con una alegre oleada de lucidez. La brisa mañanera agitaba las cretonas de las ventanas, y se sintió indolentemente extrañado de no encontrarse en su habitación de Princeton, con la foto del equipo encima de la mesa y el emblema del Triangle en la otra pared. El reloj de pared del salón dio las ocho, y el recuerdo de la noche anterior acudió a su memoria. Se vistió de un salto para salir de la casa sin ver a Isabelle. Lo que antes parecía un incidente lleno de melancolía era ahora un fatigante engorro. A la media, vestido y sentado a la ventana, sentía su corazón mucho más desgarrado que lo que había podido imaginar. ¡Qué ironía, qué burla la de aquella mañana brillante y soleada, saturada del aroma del jardín! Al oír en la terraza la voz de la señora Borgé se preguntó por dónde andaría Isabelle.

Llamaron a su puerta.

—El coche estará a las nueve menos diez, señor.

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