A este lado del paraíso (16 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: A este lado del paraíso
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Tom estaba en el centro de la habitación, encendiendo pensativamente una colilla. Amory se sintió muy aliviado al verle.

—He tenido un sueño muy malo sobre ti la última noche —la voz rota le llegaba a través del humo del cigarrillo—. He pensado que estabas metido en un lío.

—¡No me lo digas! —Amory estuvo a punto de gritar—. No digas ni una palabra; estoy agotado, no tengo fuerzas para nada.

Tom le miró extrañado, se dejó caer en el sillón y abrió su cuaderno italiano. Amory echó al suelo su sombrero y su abrigo, se soltó el cuello de la camisa y, de la estantería, cogió al azar una novela de Wells. «Wells está bien —pensaba—; y si no me sirve leeré un poco de Rupert Brooke».

Pasó media hora. Fuera, el viento se hacía más intenso, y Amory se volvió hacia las húmedas ramas que se movían y tamborileaban en el cristal de la ventana. Tom estaba enfrascado en su trabajo; y en el interior de la habitación sólo de tanto en tanto el arañazo de una cerilla o el crujido del cuero de una silla rompía su silencio. Hasta que con el zigzag de un rayo se produjo el cambio. Amory se levantó muy tieso, el pelo erizado. Tom le estaba mirando con la boca abierta, los ojos fijos.

—¡Dios mío! —gritó Amory.

—¡Cielo santo! —exclamó Tom—, ¡detrás, mira detrás! —Rápido como un relámpago Amory se volvió. No vio nada más que el cristal oscuro.

—Se ha ido —la voz de Tom salió tras un instante de silencioso terror—. Algo te estaba mirando.

Temblando de nuevo Amory volvió a su silla.

—Tengo que decirte algo —empezó—. He tenido una experiencia terrible. Me parece que he visto… al demonio… o algo parecido.

—¿Cómo era la cara que has visto? No —añadió rápidamente—, ¡no me lo digas!

Le contó todo. Era medianoche cuando terminó; después, con todas las luces encendidas, dos jóvenes somnolientos y temblorosos se leían recíprocamente
El nuevo Maquiavelo
hasta que amaneció por encima de Witherspoon Hall; les echaron por debajo de la puerta el
Princetonian
; y los pájaros de mayo, sacudiéndose las gotas de la última lluvia de la noche, saludaron regocijados al nuevo sol.

4. Narciso en vacaciones

D
urante el período de transición en Princeton, esto es, durante los dos últimos años de Amory allí, al tiempo que lo veía cambiar y ensancharse hasta alcanzar y comprender toda su gótica belleza mediante cosas más útiles que los desfiles nocturnos, pasaron por allí ciertos individuos que le agitaron hasta sus pletóricas profundidades. Algunos habían estado en primero, y en un primero violento, con Amory; algunos estaban un curso detrás de él; y al principio de su último año, alrededor de pequeñas mesas en el Nassau Inn, empezaron a poner en duda en alta voz todas aquellas instituciones sobre las que Amory y tantos otros se habían interrogado muchas veces en secreto. En primer lugar, y casi por accidente, discutían sobre ciertos libros, un tipo muy definido de novela biográfica que Amory bautizó como «libro de búsqueda». En el «libro de búsqueda» el héroe se enfrenta con la vida provisto de las mejores armas y dispuesto a usarlas como se debe hacer uso de las armas, para derribar a los poseedores de ellas que le hacen frente, tan ciega y egoístamente como fuera posible; pero el héroe de la «búsqueda» descubre un día que se puede hacer de ellas un uso más sublime.
No hay otros dioses, La calle siniestra
y
La investigación sublime
eran ejemplos de tales libros; fue el último de esos tres el que sacudió a Burne Holiday hasta el punto de poner en duda el valor de convertirse en un diplomático autócrata, con su club en la Prospect Avenue, gozando de los privilegios de su clase. Amory lo había conocido superficialmente a través de Kerry, si bien su verdadera amistad con éste no comenzó hasta enero del último año.

—¿Te enteraste de las últimas noticias? —preguntó Tom, al volver una tarde lluviosa, con aquel aire triunfal que adoptaba tras una discusión victoriosa.

—No. ¿Quién ha muerto? ¿Han hundido otro barco?

—Peor que eso. Casi un tercio de los jóvenes va a dimitir de sus clubs.

—¿Cómo?

—¡De verdad!

—¿Por qué?

—Espíritu de reforma y todo eso. Burne Holiday lo apoya. Los presidentes de los clubs se van a reunir esta noche para estudiar los procedimientos de combatirlo.

—Bueno, pero ¿qué es lo que pasa?

—Según dicen, los clubs son un insulto a la democracia de Princeton; cuestan una barbaridad, se pierde mucho tiempo, sólo sirven para crear barreras sociales, todo lo que suelen decir los novatos resentidos, Woodrow piensa que se deben abolir.

—Pero ¿es así, de verdad?

—Completamente así. Creo que va en serio.

—Por lo que más quieras, cuéntanoslo todo.

—Bien —empezó Tom—, parece que la misma idea se engendró al mismo tiempo en varias cabezas. He hablado con Burne hace un momento y me ha dicho que es el resultado lógico si una persona inteligente se dedica a pensar sobre nuestro sistema social. Ha tenido una reunión monstruo y cuando se ha hablado de abolir los clubs todo el mundo ha aplaudido; la idea estaba en todos, más o menos, y sólo ha sido necesaria una chispa para que se pusiera de manifiesto.

—¡Muy bien! ¡Va a ser muy divertido! ¿Cómo estarán en Cap and Gown?

—Furiosos, naturalmente. Andan discutiendo, jurando, volviéndose locos. Unos se vuelven sentimentales y otros brutales. En todos los clubs pasa lo mismo, me he dado una vuelta por ellos. Han cogido a uno de los radicales y le abrasan a preguntas.

—¿Y cómo se portan los radicales?

—Bastante bien. Burne habla muy bien, de una forma tan sincera que convence a todo el mundo. Es evidente que abandonar los clubs significa para él mucho más que para nosotros conservarlos, por lo que me parece fútil discutir con él; así que he terminado por adoptar una postura neutral. Me parece que Burne se ha creído que me ha convertido.

—¿Has dicho que casi un tercio de los jóvenes va a dimitir?

—Pon un cuarto y estarás seguro.

—Dios, ¡quién lo hubiera creído!

Hubo un leve toque en la puerta y entró Burne.

—Hola, Amory; hola, Tom.

Amory se levantó.

—Buenas, Burne. No te extrañe que me vaya corriendo, me voy al Renwick.

Burne se volvió hacia él con presteza.

—Probablemente ya sabes de lo que quiero hablar con Tom; no es nada privado y me gustaría que te quedaras.

—Me quedo encantado —Amory volvió a sentarse; y, al tiempo que Burne se encaramaba en la mesa para discutir con Tom, se quedó contemplando al revolucionario con más atención que nunca. De frente despejada y recia mandíbula, sus ojos grises y delicados tan honrados como los de Kerry, Burne era un hombre que en seguida daba una impresión de grandeza y seguridad de tenacidad, una tenacidad no estólida; a los cinco minutos de estar hablando comprendió Amory que su ferviente entusiasmo no tenía nada de diletantismo.

El intenso poder que para Amory, más tarde, encerraba Burne Holiday era distinto de la admiración que había sentido por Dick Humbird. Esta vez todo empezó por un puro interés mental. Hacia otras personas a las que en primera instancia había considerado como de primera categoría, se había sentido atraído por sus personalidades, y a Burne le faltaba aquel inmediato magnetismo hacia el que él normalmente juraba fidelidad. Pero aquella noche Amory quedó sorprendido por la intensa honradez de Burne, una cualidad que él siempre había asociado con la más negra estupidez, y por el gran entusiasmo con que logró tocar viejas fibras de su corazón. Burne navegaba vagamente hacia la tierra que Amory anhelaba y que —pronto— había de aparecer a la vista. Tom y Amory y Alec estaban metidos en un
impasse
; no parecía que iban a tener más experiencias en común, Tom y Alec ciegamente ocupados con sus comités y sus equipos de redacción, y Amory ciegamente ocioso, cocinando una y otra vez los escasos alimentos de su conversación —el colegio, la personalidad de sus contemporáneos y todo eso.

Aquella noche en que los sorprendió la visita de Burne discutieron el asunto de los clubs hasta las doce y, en general, todos estuvieron de acuerdo con Burne en lo principal. A los dos inquilinos de la habitación el asunto no les parecía tan vital como dos años antes; pero la lógica de los argumentos de Burne contra el sistema social barrió tan completamente sus prejuicios que más que discutir sólo preguntaron, envidiando la salud de aquel hombre tan capacitado para enfrentarse a tan viejas tradiciones.

Amory se desvió del tema y supo entonces que Burne también estaba fuerte en otras cosas. Le interesaba la economía y se estaba convirtiendo al socialismo. También asomaba el pacifismo en su conciencia, y había leído
Las masas
y a León Tolstoi intensamente.

—¿Y acerca de religión? —preguntó Amory.

—No sé nada. Estoy hecho un lío acerca de muchas cosas. Acabo de descubrir que tengo una mente y estoy empezando a leer.

—Leer, ¿qué?

—Todo. Tengo que empezar a seleccionar; pero, principalmente, cosas que obliguen a pensar. Estoy leyendo ahora los cuatro evangelios y las
Diversas formas de la experiencia religiosa
.

—¿Por dónde has empezado?

—Wells, naturalmente, y Tolstoi, y un hombre llamado Edward Carpenter. He estado leyendo durante más de un año sobre unas cuantas cosas que considero esenciales.

—¿Poesía?

—Bueno, sinceramente no lo que vosotros llamáis poesía por las razones que sean; vosotros dos, que sois escritores, miráis las cosas de distinta manera. Whitman es el que más me atrae.

—¿Whitman?

—Sí; tiene una fuerza moral muy definida.

—Me avergüenza tener que confesar que tengo una gran laguna en Whitman. ¿Y tú, Tom?

Tom sacudió la cabeza como un cordero.

—Bueno —continuó Burne—, puedes encontrar unos cuantos poemas inaguantables, pero me refiero al conjunto de su obra. Es tremendo, como Tolstoi. Los dos miran las cosas de frente y, siendo tan distintos, parece que buscan las mismas cosas.

—Me tienes asombrado, Burne —admitió Amory—. He leído, naturalmente
Anna Karenina
y la
Sonata a Kreutzer
, pero me parece que, por lo que yo sé, Tolstoi es genuinamente ruso.

—Es el hombre más grande en cientos de años —exclamó Burne con entusiasmo—. ¿Habéis visto la fotografía de esa vieja cabeza barbada?

Estuvieron hablando hasta las tres de la mañana, desde la biología hasta la religión organizada; y cuando Amory se metió entre escalofríos en la cama, las ideas le bullían en la cabeza, abrumado por la sensación de que alguien había descubierto el sendero que él podía haber seguido. Burne Holiday estaba en pleno desarrollo, y Amory se consideraba en idéntica situación. Había caído en el más negro cinismo sobre lo que se había cruzado en su camino para mostrarle las imperfecciones del hombre y se había refugiado en Shaw y Chesterton para protegerse de una decadencia…, hasta que de repente todos sus procesos mentales de año y medio atrás se le antojaron fútiles y estériles, una mezquina consumación de sí mismo… sobre el fondo sombrío del incidente de la primavera pasada, que llenaba la mitad de sus noches con un horrible miedo que le impedía rezar. Ni siquiera era católico, aunque el único espectro de código que obedecía era ese ritual, ostentoso y paradójico catolicismo cuyo mejor profeta era Chesterton, cuya claque estaba formada por esos arrepentidos libertinos de la literatura como Huysmans y Bourget, cuyo padrino americano era Ralph Adams Cram, adulador de las catedrales del siglo XIII, un catolicismo que Amory encontraba conveniente y adecuado, sin sacerdotes, ni sacramentos, ni sacrificios.

No podía dormir, así que encendió su lamparilla para buscar en la
Sonata a Kreutzer
los motivos del entusiasmo de Burne. Porque ser Burne era mucho más real que ser inteligente. Suspiró… Aquí podía haber otro gigante con pies de barro.

Pensaba en el Burne de dos años atrás, un novato apresurado y nervioso, completamente desbordado por la personalidad de su hermano. Y recordó un incidente de segundo curso cuando se sospechó que Burne había jugado un papel decisivo.

Un numeroso grupo había presenciado cómo el decano, Hollister, discutía con un taxista que le había traído desde el empalme. En el altercado, el decano se permitió decir que él «podía muy bien comprar aquel taxi». Pagó y se fue. Pero a la mañana siguiente al entrar en su despacho se encontró con el taxi en lugar de su mesa, con un letrero que decía: «Propiedad del Sr. Hollister, decano. Comprado y liquidado». Fueron precisos dos expertos mecánicos, que necesitaron la mitad de un día para desmontarlo y sacarlo de allí, lo que vino a demostrar la energía del humor de los novatos bajo una dirección eficaz.

Aquel mismo otoño Burne causó sensación. Una tal Phyllis Styles —que andaba siempre remoloneando entre los diversos colegios— no había logrado conseguir su invitación anual al partido Harward-Princeton.

Jesse Ferrenby la había llevado a un partido de menor importancia unas semanas antes, tras convencer a Burne —y para acabar con su misoginia— para que les acompañara.

—¿Vas a ir al partido de Harvard? —le preguntó indiscretamente Burne, para sacar un tema de conversación.

—Sí, si tú me lo pides —contestó ella rápidamente.

—Claro que te lo pido —dijo Burne débilmente. No estaba nada versado en las artes de Phyllis, convencido de que aquello no era más que una insulsa forma de bromear. Pero antes de que hubiera pasado una hora ya se había dado cuenta de que le habían enredado. Phyllis había cogido la sugerencia por los pelos y se propuso utilizarla; y el informarle en qué tren pensaba llegar fue lo que hundió a Burne totalmente. Aparte de que le disgustaba Phyllis, había pensado disfrutar de aquel partido de Harvard sólo entre amigos de su sexo.

—Ya verá ésa —así informó a una delegación que corrió a su habitación a tomarle el pelo—. ¡Va a ser la última vez que vaya a un partido acompañada de un joven inocente!

—Pero, Burne, ¿para qué la has «invitado» si no querías?

—Burne, tú sabes que en secreto estás loco por ella; eso es lo malo.

—¿Qué puedes hacer, Burne? ¿Qué puedes hacer contra Phyllis?

Pero Burne se limitaba a sacudir la cabeza y proferir amenazas que, sobre todo, consistían en aquel: «¡Ya verá ésa, ya me las pagará!»

Las alegres veinticinco primaveras de la frivola Phyllis asomaron del tren, pero sus ojos se encontraron con una espeluznante visión en el andén. Allí esperaban Burne y Fred Sloane, uniformados hasta el último ojal, como dos figurines de anuncio de su colegio. Se habían hecho unos trajes muy llamativos, con pantalones de
clown
y unas hombreras gigantescas. Sobre sus cabezas unos escorados sombreros de colegio, con unas violentas tiras sujetas con alfileres, de color naranja y negro, y bajo sus cuellos de celuloide unas llameantes corbatas naranja. En las mangas unos brazaletes negros con unas «pes» naranja, apoyándose en sendos bastones adornados con banderines de Princeton, todo ello rematado con unos calcetines y pañuelos con los mismos motivos y colores. Atado a una cadena un gato hermoso e irritado, pintado como un tigre.

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