A este lado del paraíso (32 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: A este lado del paraíso
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Entonces comprendió qué era aquella sombra que había vislumbrado entre las cortinas de la habitación de Atlantic City.

5. El ególatra se convierte en un personaje

D
uermo a mucha profundidad

con viejos deseos, antes contenidos,

clamando por la vida con un grito,

como moscas oscuras en la antigua puerta:

y así, en busca de un credo

corro tras los días afirmativos…

para encontrar la vieja monotonía:

interminables avenidas de lluvia.

¡Oh, si me pudiera levantar de nuevo

y arrojar el calor de un vino viejo!,

volver a ver la nueva mañana en el cielo,

las torres de fantasía, línea sobre línea;

descubrir en cada reflejo del aire

un símbolo, no un nuevo sueño…

para encontrar la vieja monotonía:

interminables avenidas de lluvia.

Bajo la marquesina de cristal del teatro, Amory contemplaba, inmóvil, cómo rompían las primeras grandes gotas de lluvia para convertirse en manchas oscuras sobre las baldosas de la acera. El aire se hizo gris y opalino; una luz solitaria señaló de repente una ventana; luego otra y un ciento más que bailaban y vacilaban. Bajo sus pies, un espeso y acerado reflejo se volvió amarillo; en la calle las luces de los taxis lanzaban destellos sobre el pavimento negro. El inoportuno noviembre había perversamente robado la última hora del día para encerrarla en aquella vieja guarida, la noche.

El silencio del teatro tras él terminó con un curioso estruendo, seguido de los murmullos de una muchedumbre y las charlas de muchas voces. La
matinée
había terminado.

Sin salirse de la marquesina que lo protegía de la lluvia, Amory se hizo a un lado para dejar pasar a la gente. Un niño salió corriendo, husmeó el aire frío y húmedo y se subió las solapas del abrigo; salieron tres o cuatro parejas con gran prisa; luego un grupo desperdigado que miraba invariablemente primero a la calle mojada, luego a la lluvia en el aire y por fin a un cielo lúgubre; luego una densa masa de gente que le deprimió con el fuerte olor a tabaco de los hombres y la fétida sensualidad de los polvos de las mujeres. Tras la masa, otro grupo suelto; una media docena de rezagados; un hombre con muletas; y, finalmente, el tableteo de los asientos plegables que delataba el trabajo de los acomodadores.

Nueva York no parecía despertarse sino volver a la cama. Hombres pálidos que corrían, subiéndose el cuello del abrigo; un enjambre de cansadas y chillonas dependientas de almacén, saturado de gritos y risas estridentes, tres debajo de un paraguas; pasó un piquete de policías, milagrosamente protegidos bajo sus impermeables.

La lluvia proporcionaba a Amory un sentimiento de abandono, y los numerosos aspectos desagradables de la vida de ciudad sin dinero le venían a la cabeza en amenazadora procesión. El horrible y pestilente hacinamiento del metro; esos viajeros que se empujan entre sí, mirando de soslayo como los borrachos que te cogen el brazo para contarte su historia; el fastidioso temor de que alguien no esté precisamente apoyándose en ti: un hombre que ha decidido no ceder su asiento a una mujer y la odia por eso; la mujer que le odia por no hacerlo; y lo peor, esa escuálida fantasmagoría del aliento y de la ropa vieja sobre los cuerpos humanos, y el olor de los alimentos que come la gente; cuando menos, solamente la gente, caliente, fría, cansada, preocupada.

Amory se imaginaba las habitaciones donde todos esos seres vivían, los desconchados de papeles pintados como grandes flores repetidas sobre un fondo amarillo o negro, los tubos de estaño y los sombríos pasillos sin plantas y los horribles patios traseros; donde incluso el amor se disfrazaba de seducción. Un sórdido asesinato en la esquina, una ilícita maternidad en el piso de arriba. Y siempre la angustia económica irrespirable en el invierno, y los largos veranos, sudorosas pesadillas entre paredes pegajosas…, sucios restaurantes donde la gente cansada y descuidada se ayudaba mutuamente a revolver el azúcar con sus propias cucharillas de café, dejando en el azucarero depósitos duros y oscuros.

No era todo tan malo donde había sólo hombres o sólo mujeres; era donde se mezclaban tan vilmente donde todo parecía podrido. Era ya una vergüenza que las mujeres se despreocuparan de que los hombres las vieran tan cansadas y pobres; a los hombres sólo les procuraba algún disgusto verlas cansadas y pobres. Era mas sucio que cualquier campo de batalla que él había visto; era más duro de contemplar que la más dura situación hecha de lodo, sudor y peligro; era una atmósfera donde nacimiento, matrimonio y muerte eran cosas repugnantes, secretas e indeseables.

Recordaba que un día en el metro había entrado un botones con una gran corona de flores para un funeral; cómo la fragancia de las flores había repentinamente refrescado el aire y proporcionado un momentáneo alivio a todo el coche.

«Detesto a la gente pobre» —pensaba Amory—. «Los odio por ser pobres. Puede que alguna vez haya sido bella la pobreza, pero ahora es una porquería. Es la cosa más fea del mundo. Es esencialmente más limpio ser corrompido y rico que ser inocente y pobre». Le parecía ver todavía una figura cuyo significado le había impresionado: un joven bien vestido mirando desde la ventana de un club de la Quinta Avenida y diciendo algo a su compañero con aire de malestar. Probablemente, pensaba Amory, lo que le decía era: «¡Dios mío! ¡Qué horrible es la gente!»

Nunca había pensado antes en la gente pobre. Pensaba con cinismo que carecía de toda simpatía por el ser humano. O'Henry había encontrado entre esa gente romance, pathos, amor, odio… Amory sólo veía grosería, inmundicias y estupidez. No se acusaba a sí mismo: nunca más se había de reprochar por sentimientos que eran naturales y sinceros. Aceptaba sus reacciones como una parte de sí mismo, incambiable e inmoral. La misma pobreza transformada, magnificada, unida a cierta grandeza y a una actitud más digna podía constituir un día su problema; pero por el momento presente sólo provocaba un profundo malestar.

Paseaba por la Quinta Avenida evitando las ciegas y negras amenazas de los paraguas; delante de Delmonico's subió a un autobús. Abrochándose el abrigo subió al piso de arriba para viajar en soledad a través de aquella lluvia fina y persistente, en permanente alerta por la fría humedad que inundaba sus mejillas. En algún lugar de su mente empezó una conversación, que pronto acaparó su atención. No se componía de dos voces sino de una sola que hacía las preguntas y las respuestas.

Pregunta
: Bueno. Veamos ¿en qué situación estás?

Respuesta
: Me quedan alrededor de veinticuatro dólares en total.

P
: Te queda la finca de Lake Geneva.

R
: Pero quiero conservarla.

P
: ¿Tienes para vivir?

R
: No puedo imaginar que sea incapaz de vivir. En los libros la gente hace dinero, y yo puedo hacer todo lo que hace la gente en los libros. Realmente es lo único que puedo hacer.

P
: Defínete.

R
: No sé qué haré… ni tengo demasiada curiosidad. Mañana me voy de Nueva York. No es ciudad buena, a menos que se esté en la cumbre.

P
: ¿Quieres tener mucho dinero?

R
: No. Solamente me da miedo ser pobre.

P
: ¿Mucho miedo?

R
: Bastante miedo.

P
: ¿Hacia dónde vas?

R
: ¡No me preguntes!

P
: ¿Acaso no te importa?

R
: Bastante. No quiero cometer un suicidio moral.

P
: ¿No te queda ya ningún interés?

R
: Ninguno. Ya no tengo una virtud que perder. Así como un puchero que se enfría despide calor, así a lo largo de nuestra juventud y adolescencia despedimos calorías de virtud. Es lo que se llama ingenuidad.

P
: Una idea interesante.

R
: Por esa razón «un hombre descarriado» atrae a la gente. Se sitúan a su alrededor y literalmente «se calientan» con las calorías de virtud que despide. Sarah hace una observación muy normal, y todas las caras sonríen encantadas: «¡Qué inocente es esta pobre chica!» Todos se calientan con su virtud. Pero Sarah, que ha visto la sonrisa, nunca volverá a hacer una afirmación parecida. Después de eso se siente un poco más fría.

P
: Todas tus calorías, ¿se han disipado?

R
: Todas. Empiezo a calentarme con las virtudes de otros.

P
: ¿Estás corrompido?

R
: Creo que sí. No estoy seguro. Ya nunca estaré seguro acerca del bien y el mal.

P
: ¿Lo consideras una mala señal?

R
: No necesariamente.

P
: ¿En qué se demuestra la corrupción?

R
: En ser realmente insincero; en creer que no soy «un mal tipo» y que lamento la pérdida de la juventud cuando solamente añoro las delicias que causaron su pérdida… La juventud es como una gran fuente de dulces. Los sentimentalistas creen que quieren volver a aquel estado puro y simple, antes de comerse los dulces. No es así. Lo que añoran es el placer de volverlos a comer. La matrona no desea volver a sus años de soltera sino repetir su luna de miel. Yo no quiero reincidir en mi inocencia. Sólo añoro el placer de volverla a perder.

P
: ¿Hacia dónde te arrastra la corriente?

Este diálogo remolineaba dentro de la mente de Amory que se hallaba en su estado de ánimo más familiar; una grotesca mezcla de deseos, preocupaciones, impresiones exteriores y reacciones físicas.

La calle Ciento Veintisiete… o la Ciento Treinta y Siete. Dos y tres parecían iguales. Asiento húmedo…; ¿el traje absorbe la humedad del asiento, o el asiento absorbe la sequedad del traje?… «Sentarse sobre un sitio húmedo provoca apendicitis», decía la madre de Froggy Parker. Bueno, ya la tuvo… «Voy a querellarme con la compañía de navegación», dijo Beatrice, y mi tío tenía la cuarta parte de las acciones… ¿Habrá ido Beatrice al cielo?… Probablemente no. Se imaginaba la inmortalidad de Beatrice y también las historias de amor de numerosos difuntos que seguramente nunca se habían acordado de él… Si no era apendicitis podía ser gripe. ¿Cómo? ¿La calle Ciento Veinte? Entonces la otra era la Ciento Doce. Uno cero dos en lugar de uno dos siete. Rosalind no como Beatrice, Eleanor como Beatrice, más salvaje, con más talento. Los apartamentos por aquí son caros, probablemente ciento cincuenta al mes, tal vez doscientos. El tío sólo pagaba cien al mes por toda la casa de Minneapolis. Pregunta: ¿Estaban las escaleras a la izquierda o a la derecha cuando tú llegaste? Como quiera que sea, en el 12 Univee estaban de frente a la izquierda. Qué río más sucio, me gustaría bajar para ver si es tan sucio… Los ríos franceses, pardos o negros, y los ríos del Sur. Veinticuatro dólares significan cuatrocientos ochenta buñuelos. Podía vivir de eso tres meses, durmiendo en el parque. Dónde andará Jill —Jill Bayne, Fayne, Sayne—. Al demonio. Duele el cuello. Qué asientos más incómodos. Ni el menor deseo de dormir con Jill; ¿qué habrá visto Alec en ella? Alec siempre ha tenido mal gusto para las mujeres. Mi gusto es el mejor: Isabelle, Clara, Rosalind, Eleanor, muy americanas. Eleanor sería una buena pitcher, probablemente zurda. Rosalind una marcadora sensacional, Clara de primera base, probablemente. Me pregunto cómo estará ahora el cuerpo de Humbird. De no haber sido instructor de la bayoneta habría ido al frente tres meses antes; probablemente, muerto a estas horas. Dónde estará la maldita campanilla…

Los números de las calles de Riverside Drive estaban ocultos por la niebla y los árboles que goteaban; pero Amory alcanzó a ver uno, el de la calle Ciento Veintisiete. Dejó el autobús y sin destino definido siguió una calle sinuosa y descendente hasta que llegó a la orilla del río, en particular un largo muelle dividido en embarcaderos de buques en miniatura: pequeñas barcas, canoas, veleros y motoras. Se volvió hacia el Norte, siguiendo la ribera; saltó un cerramiento de alambre y se encontró en una desordenada explanada junto a otro muelle. Los cascos de muchos barcos, en diferentes estados de reparación, le rodeaban; olía a serrín y pintura y al apenas distinguible olor neutro del Hudson. A través de la negra oscuridad se aproximó un hombre.

—Hola —dijo Amory.

—¿Tiene pase?

—No. ¿Esto es particular?

—Este es el Hudson River Sporting and Yacht Club.

—¡Ah! No lo sabía. Estaba descansando.

—Bueno —empezó dubitativamente el hombre.

—Pero si quiere me voy.

El hombre hizo con la garganta un ruido que no le comprometía a nada y siguió su camino: Amory se sentó sobre una barca volcada, inclinado hacia adelante hasta que la barbilla descansó en la mano.

«La desgracia es capaz de hacer de mí un hombre malvado», murmuró lentamente.

En las horas de desánimo

Mientras seguía cayendo la lluvia, Amory pensaba fútilmente en la corriente de su vida: momentos resplandecientes y sucios estancamientos. Para empezar seguía teniendo miedo, no un miedo físico sino miedo a la gente, a los prejuicios, a la miseria y a la monotonía. Pero en lo más profundo de su corazón se preguntaba si era un hombre peor que éste o aquél. Sabía que podía engañarse a sí mismo, pretendiendo que toda su debilidad no era más que el resultado de las circunstancias que le rodeaban; cuando a menudo se acusaba de ser un ególatra, algo replicaba ultrajado: «¡No, genio!» Era otra manifestación de miedo, esa vocecilla que le susurraba que no podía ser al mismo tiempo bueno y grande, porque el genio era la exacta combinación de aquellos inexplicables surcos y pliegues de su cerebro que una disciplina cualquiera los moldearía para la mediocridad. Probablemente más que cualquier otro vicio o fallo Amory despreciaba su propia personalidad; le repugnaba saber que mañana y los mil días siguientes se inclinaría pomposamente ante el primer halago y se enojaría ante la primera censura, como cualquier músico de tercera o cualquier actor de primera. Le avergonzaba el hecho de que casi toda la gente simple y honesta desconfiara habitualmente de él: y el haber sido cruel, a menudo, con las personas que habían sacrificado su personalidad por la de él…, varias mujeres y un compañero de colegio aquí y otro allá; y haber sido una mala influencia para mucha gente qué le había seguido en sus aventuras mentales, de las cuales sólo él había salido indemne. Habitualmente en noches como ésta, y en los últimos tiempos había habido muchas, escapaba de esta introspección agotadora, pensando en niños y en las infinitas posibilidades de los niños; se inclinó a escuchar a un niño asustado, en una casa al otro lado de la calle, que introducía un débil sollozo en la noche tranquila. Rápido como un rayo abandonó el lugar, pensando con un deje de pánico si algo de su desesperación habría ensombrecido aquel alma delicada. Se estremeció. ¿Y si algún día la balanza se desequilibrara y se convirtiera en un ser que asustaba a los niños, arrastrándose en las habitaciones a oscuras y comulgando con esos fantasmas que susurraban sombríos secretos a los locos de ese oscuro continente de la luna…?

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