A por el oro (11 page)

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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

BOOK: A por el oro
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Ya ni siquiera se acordaba bien de su chaval. Quizá fuese una buena señal. Llegado a cierto punto, todas tus buenas acciones tenían que comenzar a borrar las malas, incluidos los recuerdos.

Empezó a entrenar a los alevines, y cuando aparecieron las BMX
[3]
en los ochenta tuvo mucho éxito. Las BMX eran como los Autos locos, con todos esos críos con sus cascos en la cabeza y sus piernas martilleando como pequeños pistones de vapor. No se preocupaba demasiado por las carreras, y trabajaba más con los chicos entre competiciones para descubrir de dónde venían y poder ayudarlos a ser más fuertes mentalmente. La psique de un niño es cien veces más poderosa que la de un adulto. Si conseguías adivinar cuál de ellos corría huyendo de su pasado y cuál pedaleaba hacia su futuro, podías liberar un montón de energía.

Cuando llegaba el día de las carreras, sus chicos siempre iban a lo suyo y ganaban todos los malditos trofeos que se les ponían por delante. Le encantaban aquellos renacuajos salvajes que apenas le llegaban a la cintura. Sobre todo, adoraba a los niños gruñones. Los ayudabas a ganar unas cuantas veces, y paulatinamente sus sonrisas en el podio se iban transformando de un «¡Jodeos!» a un «Jo, por dentro estoy disfrutando con esto». Tom todavía estaba esperando que ese momento llegara con Zoe, pero era paciente y sabía que viviría para ver el día en que su pupila sonriese con sencillez.

Por otra parte, no lo había hecho tan mal con su mujer. Si lo ponías todo en la balanza —su intento de paternidad en un platillo, y todos los chavales a los que había ayudado en el otro—, ¿quién sabe hacia dónde se inclinaría el condenado trasto? Tenías que intentar dar lo mejor de ti en cada momento… Era lo único que podías hacer.

Se sirvió el agua caliente y la removió con el té. Miró de reojo el reloj de la cocina y vio que estaban a punto de dar las nueve de la noche. No era tonto. Iba a dejar media hora para que su pesadilla abandonara el edificio antes de correr el riesgo de volver a dormirse. Sorbió el té y se apoyó en la encimera. Le dolían las rodillas, pero no se atrevía a sentarse por si no era capaz de incorporarse de nuevo. No le hacía gracia que las chicas tuvieran que rescatarlo otra vez.

Aun así, ¿a que era algo grande que se preocupasen por él?

Siempre había creído que lo más importante eran los resultados. Imaginaba que lo que le haría más feliz sería ver a sus deportistas mejorar. Tras años ayudando a niños a llegar a la cima del BMX, lo ascendieron a dirigir el Programa de Formación de Ciclistas de Élite Británicos. La idea era seleccionar a los chavales de diecisiete, dieciocho y diecinueve años con las mejores marcas en pista a escala nacional y ver cuáles de ellos tenían madera para llegar a internacionales. Para aquellos chicos, era la gloria o la nada, y el programa se llevaba a cabo en la mejor instalación de la que disponían, el Centro Nacional de Ciclismo del Velódromo de Manchester. Aquel fue el gran momento de Tom. Tenía que elegir a los deportistas con quienes quería trabajar. Por lo general, escogía chicas. Solían tomarse más en serio que los chicos lo que estaban haciendo, y eso encajaba con el estilo de entrenamiento de Tom, más de confidente que de sargento instructor.

Eligió a sus chicas, luego seleccionó a las mejores, y finalmente dejó a todas las demás y se quedó con Zoe y Kate, porque no se le ocurría nada más inteligente que hacer con su vida que aupar a aquella pareja a lo más alto. Les había dedicado sus mejores años, y todo cuanto quería a cambio era verlas triunfar. Pero lo cierto era que los cuatro oros olímpicos de Zoe y todos los intentos fallidos de Kate ahora no valían para Tom ni la mitad del hecho de que sus dos chicas todavía creyeran en él, incluso cuando todo apuntaba a que su entrenador era un viejo decrépito y hundido.

Tiró lo que quedaba del té en el fregadero y volvió a tumbarse en la cama.

Por una vez, se sintió bien, muy bien. Quizá la historia consistía en que la vida tenía que destrozar tu cuerpo antes de que pudieras ver la realidad. Tal vez lo único que sucedía era que te llevaba a tu nadir y te retaba a reconstruirte de nuevo desde abajo, para luego mostrarte que, al menos, lo que habías hecho significaba algo para alguien.

Tom se rio, con la cabeza sobre la almohada. Volvió a sentir sueño, y cerró los ojos. Le pareció que podía ver lo que le quedaba de vida, y que ahora resultaba demasiado sencilla. Llevaría a aquellas dos chicas hasta los Juegos Olímpicos, vería ganar a la mejor y luego se retiraría y arrastraría sus rodillas hasta Australia; igual hasta se compraba aquella casa, si aún seguía en pie. Bebería vino tinto en el porche, en paz con todo lo que había sucedido. No estás acabado mientras puedas mirar tus recuerdos y sentirte… no impasible, sino sin temor de ellos.

Consulta 12, unidad de Urgencias, Hospital General de Manchester Norte

Kate pellizcó la rodilla de Zoe.

—Debería irme a casa —dijo—. Jack y Sophie se estarán preguntando dónde me he metido.

Zoe sonrió.

—Vale. Gracias por haberme acompañado.

—¿Estarás bien?

Zoe miró al médico esbelto y atractivo que, con sumo cuidado, le colocaba una gasa estéril sobre el raspón de su brazo.

—Creo que tengo todo lo que necesito.

Sede del Comité Olímpico Internacional, Lausana, Suiza

En un departamento de administración deportiva, en una de las plantas superiores de un moderno edificio de oficinas, seis funcionarios de rango medio se agrupaban alrededor de una mesa de reuniones de nogal de medio siglo de antigüedad. Estaban ultimando un pequeño cambio en la normativa de la competición olímpica de ciclismo en pista. Era casi medianoche, y querían acabarlo y volver a casa con sus familias. Al día siguiente les tocaba revisar el pentatlón moderno. En la mesa había tazas de café ya frío medio vacías, y latas de coca-cola
light
caliente también medio vacías. Enviaban a los ordenanzas en busca de comida a las máquinas. Reescribían las cláusulas. En el largo pasillo exterior, las empleadas de la limpieza ya estaban pasando el aspirador por la moqueta.

Los funcionarios estaban cambiando la normativa de acceso a los Juegos Olímpicos, para satisfacer los intereses de los operadores televisivos de Estados Unidos, Europa y Asia. Los programadores pedían que participasen menos corredores, porque querían menos series clasificatorias y más finales en horario de máxima audiencia. Era preciso que fuera así para satisfacer las demandas de la otra parte interesada —los compradores de espacios publicitarios en mil doscientos mercados regionales—, que necesitaba ofrecer un mejor valor a sus clientes, agobiados porque los bancos habían cerrado el grifo, de manera que los consumidores tenían menos para gastar.

Por ese motivo, los funcionaros aceptaron acelerar la competición en el velódromo. En esto había desembocado el mundo en que los niños solían montar sus bicicletas en círculos despreocupados. El tiempo se reconvertía como la deuda morosa. La hora larga y lánguida se había atomizado. Los manifiestos se reducían, los discursos se comprimían en eslóganes, y las series clasificatorias preliminares se truncaban en pro de las finales, y no era culpa de los funcionarios si la consecuencia de toda esta devaluación fuese que un anciano tuviera ahora que elegir entre dos corredoras que habían crecido con él, y que una niña suspendida entre la vida y la muerte sintiese ahora que ese frágil cordón al cual se aferraba se deshacía.

Los funcionarios dieron por finalizadas las revisiones de su documento y se levantaron de la mesa de reuniones. Mientras abandonaban el edificio vacío, intercambiando comentarios sobre sus familias, las luces de los detectores automáticos registraban su presencia y parpadeaban con pitidos agudos y metálicos. Permanecían iluminadas en la pantalla de control de horarios después de que el interesado pasara, y luego se apagaban en el mismo orden en que se habían encendido. Era como si otro grupo de funcionarios, silencioso y amante de la oscuridad, hubiera estado persiguiendo al primero por el edificio. Los pasillos se quedaron en silencio y vacíos.

Los empleados tomaron los ascensores que descendían directamente al aparcamiento subterráneo. Se subieron en sus pretenciosos vehículos negros o gris plateado —Volkswagen, Audi, Volvo— disponibles para los administradores de medio rango de la organización. Algunos pusieron música, otros preferían conducir en silencio. En el caso de que, en sus cortos trayectos de regreso junto a sus familias, se les ocurriera pensar en lo que habían hecho, les parecería que no era nada sino un pequeño cambio en el sistema de competición. Ni siquiera lo publicarían los periódicos.

Ciudad Nube, Territorios del Borde Exterior, Sector Anoat, en órbita planetaria a 60.000 km de altura sobre la superficie del planeta gaseoso Bespin, a 49.100 años luz del núcleo de la Galaxia, coordenadas K-18

Sophie estaba luchando contra Vader con espadas láser sobre la cubierta de observación de Ciudad Nube. El sol era de un púrpura lívido mientras se ponía tras las hirvientes nubes gaseosas del planeta, por debajo de ellos, cuando la alarma de su iPod comenzó a sonar. Se despertó lentamente y la apagó. No prestó atención a la debilidad que envolvía sus pesados miembros. Sabía lo que tenía que hacer. Era una misión de Jedi, y los Jedis no se preocupaban de si estaban enfermos.

Encendió su espada láser de pilas, que destelló con su brillo verde. Era suficiente luz para ver. Se bajó de la cama y fue de puntillas hasta el cuarto de papá y mamá. Se quedó a los pies de su cama, con la espada alzada para poder verlos. Perfecto. Estaban juntitos, dormidos, ella con la cabeza apoyada en el pecho de él, como era costumbre en la Tierra.

Regresó de puntillas a su dormitorio y apoyó la espada láser en la pared. Se arrodilló y sacó el
Halcón milenario
de debajo de la cama. Lo llevó totalmente derecho, para que el vómito no salpicara ni gotease.

—Despacio, niña —le susurró Han Solo—. Un movimiento en falso y este viejo cacharro lo dejará todo perdido.

—Bueno, esto está chupado —susurró Sophie—. Es como pilotar mi deslizador terrestre de vuelta a casa.

Dirigió el
Halcón milenario
escaleras abajo, escapando de cazas TIE enemigos, con cuidado de pisar en el borde de los peldaños para evitar que el espacio-tiempo crujiera. En la cocina, aparcó el
Halcón milenario
en el fregadero, le quitó la tapa y vertió con cuidado el vómito en la pila. El olor era repugnante, pero estaba acostumbrada. Abrió el grifo del agua fría y lavó la maqueta hasta que no quedó rastro de la vomitona y las figuritas volvieron a estar limpias.

—¿Terminas ya, niña? —murmuró Han Solo—. El agua está fría.

Chewbacca soltó un gruñido lastimero.

—Tranquilo, bola de pelo —susurró Sophie—. ¿Quieres que el Imperio nos localice por el olor?

Cuando el Halcón estuvo limpio, dejó correr el agua en el fregadero, empujando los últimos restos de vómito por las aberturas del desagüe. Después, secó la nave y las figuritas con un paño, colocó la tapa de la maqueta y regresó navegando por el cinturón de asteroides hacia Ciudad Nube. A medio camino en las escaleras, donde la gravedad era especialmente fuerte, sufrió un pequeño mareo espacial y tuvo que descansar unos minutos. Se sentó a oscuras, sintiendo que le ardía el pecho y que las náuseas le subían del estómago. Al rato se le pasó, se levantó y siguió adelante.

Cuando llegó el momento de aterrizar, cometió un error. Se movió demasiado rápido en la oscuridad y tropezó. El
Halcón milenario
dio un bandazo y rozó la pared.

—¡Cuidado! —exclamó Han Solo—. Puede que parezca solo un montón de chatarra, pero continúa siendo la nave de contrabando más rápida de la galaxia.

Sophie se quedó muy quieta. Oyó que en la habitación de sus padres alguien se despertaba.

La voz de papá, adormilada, preguntó:

—¿Eres tú, grandullona? ¿Estás bien?

Sophie recorrió los últimos peldaños de puntillas, entró en su cuarto, deslizó el
Halcón milenario
bajo la cama y se tapó con el edredón.

—¿Sophie? —llamaba papá—. ¿Va todo bien?

—Sí, sí —respondió—. Todo bien.

—Esa es mi chica.

Apretó los párpados, dio el salto al hiperespacio y puso de nuevo rumbo hacia Ciudad Nube.

Martes 3 de abril de 2012
Apartamento 12, The Waterfront, Ciudad Deportiva, Manchester

Tom se despertó con la luz de abril que se filtraba a través de las cortinas y, en su radiodespertador, la voz de un locutor que anunciaba tráfico denso en dirección al centro.

Se levantó, descorrió las cortinas y dejó que lo bañase la luz débil y brillante del sol. Bostezando, se acomodó en la silla de su escritorio, con el peso apoyado en los brazos para no sobrecargar las rodillas. Abrió el programa que usaba para elaborar los horarios de entrenamiento de la semana para Zoe y Kate y, mientras se cargaba, echó un vistazo a su correo electrónico.

El primer mensaje era del cerrajero, respecto a su puerta rota. El segundo se lo enviaba su jefe de la Federación Británica de Ciclismo:

«Tom, malas noticias. A última hora de la noche recibimos una circular del COI. Dentro de poco van a anunciar un cambio en los criterios de admisión para las eliminatorias de Londres 2012. A partir de ahora, admitirán a un solo deportista por país olímpico para competir en las pruebas de velocidad en pista de Londres. Tendrás que hablar con Zoe y Kate antes del anuncio del COI, porque, obviamente, solo una podrá clasificarse».

El correo continuaba con ofrecimientos de apoyo y la garantía de que interpondrían un enérgico recurso contra el cambio en la normativa del COI, junto con la advertencia de que no albergara demasiadas esperanzas en dicho recurso.

—Ay, Dios —murmuró, y releyó el correo.

Con un suspiro, dejó caer la cabeza lentamente sobre el escritorio.

Conoció a las chicas el mismo día, en 1999, cuando dirigía el Programa de Formación de Ciclistas de Élite. En aquel entonces realizaba dos sesiones de selección al año, en el velódromo de Manchester, y en cada ocasión disponía exactamente de tres días para evaluar las dotes de una docena de chavales. No era mucho tiempo. Con los años, había ideado un truco: el primer día, se sentaba en el mostrador del velódromo y fingía ser el recepcionista. De ese modo, podía charlar con los nuevos chicos a su llegada y evaluar su actitud sin que los muchachos estuvieran preocupados por mostrar su cara más favorecedora. Se obtenía mejor perspectiva al estudiarlos así.

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