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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acorralado (14 page)

BOOK: Acorralado
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El padre Gregory parecía nervioso y empezó a tartamudear. Al rabino no se le asustaba con tanta facilidad. Me miró con odio y me respondió fríamente en inglés, con un revelador acento ruso:

—No pretenda que seamos sinceros cuando usted no lo ha sido con nosotros.

—No se lo han ganado. Son desconocidos y se niegan a responder a mis preguntas.

—A las nuestras responde con mentiras —dijo entre dientes el rabino. Qué tipo más agradable.

—Tal vez les diría lo que quieren oír si supiera que no desean hacerme ningún daño.

El padre Gregory intentó ponerse paternal otra vez.

—Mi querido joven, ambos vestimos há…

—Que han paseado por una librería de la Nueva Era, haciendo preguntas personales muy extrañas —lo interrumpí—. Y, mire, esos trajes pueden haberlos conseguido en cualquier sitio después de Halloween.

Los dos se quedaron muy sorprendidos ante la insinuación de que no fueran religiosos de verdad, así que esa pregunta quedaba respondida. Tendría que poder encontrarlos por Internet de alguna forma, si eran quienes decían ser.

El padre Gregory juntó las manos como si fuera a rezar.

—Quisiera disculparme, señor O’Sullivan. Parece que hemos empezado con mal pie. Mi colega y yo representamos ciertos intereses que creen que usted podría promover sus asuntos.

Fruncí el ceño, confundido.

—¿Promover sus asuntos? Bueno, tengo una web. Podría poner un
banner
o algo así, si lo que quieren es publicidad.

—No, no, no me ha entendido…

—No ha querido entenderle, querrá decir —dijo el rabino con malos modales—. Vamos, Gregory, esto es una pérdida de tiempo.

Tiró al sacerdote de la manga y echó a caminar hacia la puerta muy ofendido. El padre Gregory me lanzó una mirada de disculpa y siguió al rabino, con aire derrotado. Les dejé marcharse, porque tenía que hacer unas investigaciones. Era evidente que sabían más ellos de mí que yo de ellos, y eso es una sensación de lo más desagradable para un viejo druida.

—¿De qué iba todo eso? —preguntó Granuaile, cuando volví junto a ella tras el mostrador de la botica.

—No lo sé. —Sacudí la cabeza—. Pero voy a descubrirlo pronto.

Me concentré y me puse a preparar las infusiones hasta que llegara la hora de las entrevistas. Los dos primeros candidatos eran dos chicos que andaban semiinconscientes y que se quedaban mirándome fijamente con la boca abierta cada vez que hablaba. En sus ojos no se adivinaba vida y nunca se les iluminaban, hasta que les pregunté si les gustaban los videojuegos. Es probable que tuvieran problemas de alfabetización.

Rebecca Dane, la tercera candidata, fue un alivio. Tenía la mandíbula ancha y unos ojos enormes que había decidido resaltar con unas pestañas a lo Betty Boop. La melena rubia le caía sobre los hombros y se la retiraba con horquillas de mariposas plateadas. El flequillo le llegaba justo hasta las cejas. Llevaba un traje pantalón negro con un pañuelo azul intenso que dejaba que le cayera por el torso sin más. La impresionante colección de cadenas de plata que llevaba al cuello anunciaba con su tintineo que participaba de prácticamente todas las religiones conocidas en el mundo. Junto a la cruz que tan a menudo veía en Estados Unidos estaba la estrella de David, la luna creciente del Islam, el fetiche del oso de los zuni y un ankh. Cuando le pregunté por ellos, manoseó el ankh con timidez y sonrió.

—Es que suelo dudar entre los sistemas de creencias —contestó, con un deje de Wisconsin en la voz—. Ahora mismo es como si estuviera probando todo lo que hay en el buffet, ya sabes, y a lo mejor dentro de poco decido lo que quiero servirme en el plato y me lo como.

Le sonreí para tranquilizarla.

—Estás dándote una vuelta por la mesa sueca de las religiones, ¿eh? Eso está bien, que la armonía te acompañe. Pero ¿cómo te sientes si alguien está buscando un libro en concreto, tal vez de una religión con la que no estás de acuerdo?

—Tengo una actitud bastante liberal, ya sabes: vive y deja vivir. No me molesta si alguien quiere adorar a la Diosa, a Alá o al Monstruo Espagueti Volador; todos ellos están buscando lo divino en el interior y el exterior.

La habría contratado sólo por su actitud sana y su conocimiento de sí misma, pero además demostró ser una herbolaria aficionada —lo cual podía ser peligroso, sin duda, pero también tenía la ventaja de que sería más fácil enseñarle lo que debía saber—. Me imaginé dejando la tienda en sus manos y las de Perry durante días enteros, mientras Granuaile y yo intentábamos recuperar la tierra alrededor de la Cabaña de Tony.

—Estás contratada —le dije, y su boca ancha se abrió en una gran sonrisa—. Empezarás con tres dólares por encima del salario mínimo, pero si aprendes la parte de herbolario en un mes, cobrarás el doble.

Estaba entusiasmada y eso hizo que rellenar los papeles oficiales fuera menos latoso. Al principio no sabía qué pensar de Perry, pero se tranquilizó en cuanto él sonrió y demostró que no era el gótico frío como el hielo que aparentaba ser.

Convencí a Granuaile de que se quedara un rato conmigo después del trabajo, diciéndole que podía preguntarme cualquier cosa de historia que quisiera y le respondería lo mejor que pudiera. Le conté que tendría que llevarme al aeropuerto para recoger a Laksha, aunque sólo en el caso de que llamase, y también que teníamos por delante la molesta obligación de ir a tomar un whisky irlandés con la viuda.

—¿Qué tiene eso de molesto? —preguntó Granuaile.

—Nada de nada. Estaba gastándote una broma. La viuda te va a encantar.

Granuaile había visto a la viuda una vez, y viceversa, pero nunca las había presentado oficialmente. Aquella vez Granuaile compartía su cabeza con Laksha y la viuda estaba absorta viendo cómo unos hombres lobo le cuidaban el jardín delantero. La verdad era que la idea de presentarlas me ponía nervioso: ¿y si no se caían bien? Pero tendría que haberme dado cuenta de que no tenía por qué preocuparme. La señora MacDonagh es la hospitalidad en persona con cualquiera que no sea inglés y mucho más si a quien recibía era una muchacha pelirroja llena de pecas con un nombre tan irlandés como Granuaile. Me aseguré de que al presentarla dejaba claro que era mi empleada, para que la viuda no diera por hecho, como suelen hacer los ciudadanos de más edad, que un hombre y una mujer jóvenes siempre ponen en práctica posturas sexuales acrobáticas y poco discretas en cuanto se les presenta la oportunidad.

—Entonces, Atticus, ¿Granuaile sabe todos tus secretos?

La viuda me guiñó un ojo cuando nos sentamos con los vasos tintineantes de irlandés. Era una forma inteligente de preguntar si podía hablar con libertad.

—Sí, Granuaile sabe mi verdadera edad. Ella misma va a convertirse en druida, así que puede hablar de todo lo que quiera.

—¿Va a convertirse en druida? —La viuda lanzó una mirada sorprendida a Granuaile—. ¿No tienes una correcta educación católica?

—No tengo una correcta nada, supongo —contestó Granuaile—. Al especializarte en filosofía, todas las afirmaciones se convierten en «quizá».

Ése es el tipo de observaciones que he llegado a admirar en mi aprendiza. Su título en filosofía compensaba en parte que empezara tan tarde su preparación. Su mente conservaba toda la flexibilidad y era muy rápida a la hora de percibir las dificultades a las que se enfrentaría en el mundo moderno como practicante de magia y como pagana, por si fuera poco.

Estuvimos charlando muy a gusto hasta que se puso el sol, cuando yo dije que debería volver a casa a ver a
Oberón
. Fui en bicicleta y Granuaile me siguió en su Chevy Aveo azul. Dejé que ella hiciera feliz a
Oberón
en el porche delantero rascándole la barriga, mientras yo hacía una llamada a Leif.

No perdió el tiempo con delicadezas como saludar. Respondió al teléfono con un:

—¿Has cambiado de idea respecto a Thor?

—Mmm… No —respondí, y en ese mismo instante me colgó.

Se me debía de reflejar la decepción en la cara, porque Granuaile me preguntó qué pasaba.

—Parece que el estado de ánimo de mi abogado es más macabro de lo habitual —contesté—. Nuestra relación cordial puede ser cosa del pasado.

—¿No hay forma de hacer las paces?

—Bueno, no. No puedo mandarle una caja de bombones. Y tengo ciertos escrúpulos con eso de mandarle gente para cenar. Y es imposible que yo haga lo que él quiere que haga.

—¿Qué es?

—Matar a un dios del trueno.

Antes de que Granuaile tuviera tiempo de decir nada, empezó a sonarme el móvil en la mano. Era un número desconocido.

—Estoy otra vez en la ciudad, Atticus —dijo Laksha Kulasekaran al otro lado de la línea—. Recógeme en el extremo norte de la terminal cuatro.

Ella y yo íbamos a dar caza a unas cuantas bacantes. Me crucé Fragarach a la espalda antes de volver al coche con Granuaile. Aunque no me sirviera de nada desenvainada, si hacía falta podía romperles la crisma con la funda… y ya ni me acordaba de cuántas veces la había echado de menos por haberla dejado en casa.

Capítulo 11

La costumbre de las mujeres estadounidenses modernas de exclamar «¡Hooola!» en una octava propia de soprano y abrazarse al verse puede resultar desconcertante para aquellos que no están habituados a ella. Estaba claro que Laksha no estaba habituada a ella, a juzgar por cómo abrió los ojos y lo tiesa que se quedó cuando Granuaile la asaltó con su efusiva bienvenida.

Al menos, me imaginé que ésa sería Laksha: Granuaile estaba abrazando a una mujer joven de tez aceitunada vestida con un
salwar kameez
negro que tenía un brocado dorado en el cuello y las mangas. Reconocí el impresionante collar de rubíes engarzados en oro; era un artefacto mágico que ella aseguraba que estaba hecho por demonios. Laksha se había envuelto con pliegues complicados en un
duppatta
de gasa negra, también con brocados en los extremos, y Granuaile logró enredarse en él. Había visto abrazos más extraños en mi vida, pero pocos tan divertidos y que resultaran tan desconcertantes para el abrazado.

Granuaile por fin se dio cuenta de que era probable que Laksha no tuviera ni puñetera idea de lo que estaba pasando, y pasó del éxtasis a la vergüenza a unos cinco mach.

—Oh, lo siento mucho —se disculpó, mientras intentaba sin mucho éxito volver a colocar el
duppatta
de Laksha con sus elegantes pliegues—. Siempre se me olvida que todavía no estás hecha a las costumbres estadounidenses. Las mujeres siempre se ponen muy contentas cuando hace mucho que no se ven.

—Pero si nos vimos la semana pasada —dijo Laksha.

—Bueno, sí, pero como has estado tan lejos —explicó Granuaile.

—Entonces, ¿hay que tener en cuenta la distancia a la hora de decidir si saludas a alguien de esta forma?

—Mmm, no sé, nunca antes lo había pensado así, pero supongo que sí —contestó Granuaile, no demasiado segura.

Abrí el maletero del coche de Granuaile y sonreí a Laksha mientras cogía sus maletas.

—Bienvenida, Laksha. Tienes un aspecto magnífico.

—Gracias, señor O’Sullivan.

Me dedicó una sonrisa remilgada. Los labios del color del vino resaltaban en su cara con forma de corazón, enmarcada por una melena brillante de pelo negro. Tenía un hoyuelo en la comisura izquierda de la boca y un brillantito que relucía en la aleta derecha de la nariz. Llevaba las cejas bien depiladas con pinzas, o con cera, o con lo que sea con que los expertos en belleza hacen esas cosas. Sus ojos oscuros brillaban con expresión divertida y uno no tenía la impresión de que estuviera acostumbrada a hacer tratos con
rakshasas
y a transferir su alma de un cuerpo a otro.

—Le tengo bastante cariño a esta forma en concreto. —Levantó la mano izquierda, adornada con brazaletes dorados, y la admiró con el orgullo propio de quien es dueño de algo—. Estoy pensando que me gustaría conservarla un tiempo, sobre todo porque su propietaria anterior me la entregó con mucho gusto. No he poseído un cuerpo libre de deuda kármica desde aquél con el que nací y he de confesar que me resulta muy atractivo.

—¿No tiene ningún problema, cicatrices por el accidente de coche que sufrió la joven?

Laksha hizo un gesto breve con la cabeza.

—Nada externo. Se rompió algunos huesos, pero están todos curados. Perdió el bazo. El trauma craneoencefálico que la dejó en coma es algo que por ahora puedo evitar pero quizá, con el tiempo, pueda arreglarlo. Los músculos están atrofiados, claro, y todavía me canso enseguida, pero se pondrán fuertes con un poco de trabajo.

—Impresionante —repuse—. Seguiremos hablando en el coche. Será mejor que nos vayamos antes de que pongamos nerviosos a los de seguridad del aeropuerto.

Mientras Granuaile nos llevaba en dirección este por la 202, Laksha anunció que le apetecía un poco de comida mexicana.

—Conozco el sitio perfecto —dije, y le di a Granuaile las indicaciones para llegar a Los Olivos, un lugar muy conocido de Scottsdale desde la década de los cincuenta. Estaba de camino a Satyrn y así podríamos hablar.

Laksha estaba muy contenta, pensando ya en su divorcio con el señor Chamkanni.

—El haberme largado así, sin su valioso consentimineto de hombre, le hará comportarse de forma irracional —dijo, sonriente—. Pensará que ha perdido el control, como si alguna vez lo hubiera tenido, y sus amigos lo animarán para que me ponga en vereda. Cuando vuelva me planteará sus exigencias. Y entonces será cuando le notifique la demanda de divorcio.

—¿Ya la tienes, después de sólo una semana?

—Granuaile sugirió que comprobásemos su pasado antes de tomar el cuerpo de Selai. Había tenido una amante, como es de esperar en un hombre con su mujer en coma. Tenemos fotografías como prueba y un abogado con iguala. Creo que la casa me la quedaré yo —terminó de explicar con aires de suficiencia.

Ya en Los Olivos —en una sala de cristal azul y piedra gris, con el sonido de una fuente de interior como fondo—, tuvimos una agradable conversación sobre los múltiples atractivos de Carolina del Norte, mientras comíamos unas patatas con salsa. Con los platos de burritos de chile verde, al estilo de las enchiladas, la conversación se tornó tan seria como la comida.

—Está bien, señor O’Sullivan, dime qué quieres de mí —dijo Laksha.

—Quiero a las bacantes fuera de la ciudad.

La bruja lanzó una carcajada socarrona, e hizo un poco tarde el gesto de taparse la boca educadamente.

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