—Claro que lo sé, Coyote. La única pregunta es de qué tribu vienes esta vez.
—De los diné —repuso, utilizando el nombre correcto de la tribu que en Estados Unidos suele llamarse navaja—. ¿Te importa si entro y me siento un rato?
—En absoluto. Pero me pillas poco preparado para tener compañía. He de confesar que no tengo ni una brizna de tabaco en casa.
—Ah, no pasa nada. Tomaré una cerveza, si tienes.
—Eso puedo conseguirlo. Ven a sentarte en el porche y yo vuelvo en un minuto.
Corrí adentro y cogí un par de cervezas Stella de la nevera, mientras Coyote subía al porche. Abrí los botellines y volví afuera, cuando estaba acomodándose en una silla. Le tendí la cerveza y sonrió.
—Mmm. Buena cerveza —dijo, cogiéndomela de la mano y estudiando la etiqueta—. Gracias, señor Druida.
—De nada.
Los dos dimos un trago, suspiramos apreciando la cerveza, como se supone que tienen que hacer los hombres y después él levantó la bolsa que llevaba en la mano izquierda.
—Aquí traigo unas salchichas para tu perro. ¿Te importa si se las doy?
¡Salchichas! Oberón
empezó a menear la cola fuera de sí.
¡Me parecía que olía a algo riquísimo!
—¿Qué tipo de salchichas? —pregunté.
Coyote soltó una risita.
—Druida viejo y paranoico. Nunca cambiarás. Salchichas normales, sin ningún peligro. Sabor a pollo y manzana. No quería que tu perro pasara hambre mientras nosotros hablamos.
—Muy considerado por tu parte, Coyote. Los dos, mi perro y yo, te lo agradecemos.
Si sabía que esa noche
Oberón
quería salchichas de pollo y manzana, eso significaba que andaba cerca cuando nos encontramos con el demonio; lo suficientemente cerca como para ayudar, pero era evidente que decidió no hacerlo. También significaba que podía oír los pensamientos de
Oberón
. Cogí la bolsa que sostenía y al abrirla vi ocho salchichas de pollo y manzana perfectas, del tamaño de una
bratwurst
, todavía calientes y que despedían un olor delicioso. Rasgué la bolsa y la puse en el suelo del porche, delante de
Oberón
, para que le fuera fácil cogerlas. No perdió el tiempo oliéndolas.
¡Son impresionantes! ¡Dile que he dicho eso!
—Me alegro. —Coyote asintió y tomó otro trago de cerveza. No parecía darse cuenta de que había contestado antes de que yo le hubiera repetido las palabras de
Oberón
—. Y entonces, ¿algún demonio por aquí?
Oberón
dejó de masticar y levantó la cabeza con las orejas tiesas, yo observé a Coyote con atención buscando algo que anunciara que estaban a punto de salirle unos cuernos o que apestaba a azufre. Él echó la cabeza hacia atrás y se rió de nosotros. La pálida luz amarillenta de las farolas se reflejó en sus colmillos.
—¡Toma ya, deberías de haber visto la cara que habéis puesto! Apuesto lo que quieras a que sí habéis visto un demonio. Deja que adivine: ¿una chinche negra enorme?
—Sí. Pero me parece que no has tenido que adivinarlo, ¿verdad? —repuse.
—No, lo vi venir hacia aquí hace un rato. Pero no es el único que anda por los alrededores, ¿sabes?
—Ya, me lo imaginaba.
—Sospechaba que ya lo sabrías, señor Druida. Y tú eres la razón por la que andan sueltos, comiéndose al pueblo.
—¿Qué más te da a ti que un demonio cause daños en la ciudad?
—¿Qué más me da? Si un demonio fuera por ahí comiéndose a blancos como tú, tienes razón, no me importaría. Pero he dicho que están comiéndose al pueblo, y con eso me refería a mi pueblo, señor Druida. Mi pueblo está sirviendo de comida a un demonio que está aquí por tu culpa. Así que tú y yo tenemos que hablar.
—Entiendo. —Asentí y
Oberón
lo interpretó como señal de que no había problema en que se terminara su ágape—. ¿Dónde y cuándo ha muerto tu pueblo?
—Ayer uno se zampó a una doncella en el instituto Skyline, mientras el resto de críos comían dentro.
—¿Qué? ¿En el colegio? ¿A la vista de todos?
—Nadie lo vio, aparte de mí. Estaba sola, comiendo pan ácimo fuera. Y, además, a éste los humanos no pueden verlo. Aunque tú sí podrías verlo. Y yo lo he visto, claro.
—¿Cómo era?
—Una cosa negra enorme con alas.
Oberón
eructó y yo también me sentí un poco indigesto. Había sido una de las primeras criaturas en salir del infierno cuando Aenghus Óg había abierto la puerta y el primer demonio en hacer caso omiso del amarre. Era muy fuerte y, como volaba, era imposible que pudiera matarlo con el fuego frío, pues para eso era necesario que el demonio estuviera en contacto con la tierra.
—Entonces, ¿qué vas a hacer? —preguntó Coyote.
—Voy a esperar. Tarde o temprano vendrá a por mí aquí y, cuando lo haga, estaré preparado.
—Permíteme que te sugiera un plan diferente —repuso Coyote, con su media sonrisa bailándole todavía en los labios. Me señaló con la boca de la botella—. Mañana irás a ese colegio y matarás al demonio antes de que sea él quien vuelva a matar. Hay más miembros de mi pueblo en el instituto y no quiero perder ni a uno más porque tú quieras esperar.
—¿Por qué no lo matas tú, Coyote?
—Porque yo no soy el responsable de que esté aquí, rostro pálido. Tú sí. Y, de todos modos, es un demonio de la religión del hombre blanco, así que mi remedio no será tan eficaz contra él como el tuyo. Pero te ayudaré si puedo.
—Bueno, mi remedio no tendría por qué ser más eficaz. Puede que yo sea un hombre blanco, pero esa cosa tampoco pertenece a mi religión. Además, estoy terriblemente ocupado con mis propios problemas.
La eterna sonrisita de Coyote desapareció y me miró muy serio, por debajo del ala de su sombrero.
—Esto también es tu problema, señor Druida. ¿O es que no lo he dejado claro? Vas a resolver esta situación o tendrás que responder ante mí. Y ante Coyote de Pima. Y ante Coyote de Tohono O’odham, y también ante Coyote de Apache. Y aunque todos nosotros muriéramos en la primera batalla, y tal vez incluso en la segunda y la tercera, sabes que vendremos una y otra vez. ¿Cuántas veces puedes volver tú de entre los muertos, señor Druida? Mis hermanos y yo podemos regresar tantas veces como queramos, pero creo que a ti sólo tenemos que matarte una vez.
¿Atticus?
Mi perro había echado las orejas hacia atrás y enseñaba los dientes, pero no llegaba a gruñir a nuestro invitado.
Está bien,
Oberón.
Puede oírte, así que no descubras nada. Si te necesito, te lo haré saber.
Se tranquilizó, pero siguió observando a Coyote con recelo.
Asentí, por el bien de Coyote. No le dije que yo también era bastante difícil de matar, ya que Morrigan había prometido no llevarme nunca. Aun así, Coyote podía infligirme un daño del que tal vez no me recuperara nunca, como demostraba mi oreja derecha destrozada. Sólo quería saber hasta qué punto iba en serio y ahora ya tenía la respuesta.
—¿Crees que podrías llevarme hasta allí? —pregunté—. No tengo coche.
El instituto Skyline estaba en la parte oriental de Mesa, cerca de la frontera con Apache Junction. Ésa era, por supuesto, la ciudad que estaba justo donde acababan las montañas Superstition, por donde el demonio se había escapado del infierno.
—Yo tampoco tengo coche. —Coyote sonrió y echó otro trago de cerveza, olvidadas las amenazas—. Pero eso no me impide conseguir uno para mañana.
—Perfecto, pasa a recogerme por aquí a las diez de la mañana. Y trae un arco. le dispararemos cuando esté en el aire.
—¿Con flechas normales? —Coyote enarcó tanto las cejas que le desaparecieron por debajo del sombrero.
—No, vamos a hacernos con unas especiales —contesté—. Creo que sé dónde podemos conseguir unas flechas sagradas, mata-demonios.
—¿En serio? Nunca he visto flechas de ésas a la venta en las iglesias católicas.
—¿Acaso has estado alguna vez en una iglesia católica? —pregunté incrédulo, y Coyote se echó a reír. Tenía una risa contagiosa, y al oírla no podías evitar sonreír—. Quiero decir, ¿cómo puedes saberlo? Podrían estar repartiendo flechas sagradas junto con sus galletitas de Jesús y tú ni te enterarías.
Coyote se reía a carcajadas, como si fuera a morirse de risa, y yo no tardé mucho en acabar igual. Se echó hacia delante, se dio palmadas en los muslos, se rió en silencio un rato porque ya no le quedaba aire, y siguió riendo hasta que empezaron a caerle lagrimones.
—¡Estoy seguro de que fue justo así, señor Druida! —logró decir al fin Coyote—. Llegarían sus sacerdotes junto a los soldados y les dirían: «En nombre del Padre y del Hijo, aquí tienes la galletita. ¡Ahora vete a matar a unos cuantos indios de mierda!»
De repente, se apagaron nuestras risas y desaparecieron nuestras sonrisas, como la muerte silencia a los caídos. Era demasiado parecido a la realidad para resultar gracioso. Nos quedamos un rato mirando el parterre de flores de delante del porche. No puedo decir qué estaría pensando Coyote, pero a mí me acosaban los fantasmas de aquellos que me habían ofendido. Yo era el único superviviente de la guerra del Sacro Imperio Romano contra el druidismo.
Al final, Coyote se secó las mejillas, terminó su Stella y dijo:
—Gracias por la cerveza y las risas, señor Druida. —Se levantó y dejó la botella vacía sobre la barandilla del porche. Después, me alargó la mano para que se la estrechara, con una amplia sonrisa de nuevo en su cara—. Serías un buen tipo si no fueras tan asquerosamente blanco.
Le estreché la mano con firmeza y le correspondí con otra sonrisa.
—Y tú serías un buen tipo si no fueras un maldito perro —le dije.
Mis palabras provocaron otro ataque de risa a Coyote, pero ya no sonaba del todo humano. Me soltó la mano y entonces vi lo que sucedía. Se puso a cuatro patas y un segundo después bajaba del porche de un salto, en su forma animal, expresando su regocijo con aullidos en medio de esa fría noche de noviembre.
No dejó atrás ninguna prenda de vestir, fue como si su ropa se hubiera desvanecido de alguna forma.
Oberón
también se fijó.
Impresionante. Tendrías que aprender a hacer eso.
Está bien.
Bajé la vista hacia
Oberón
y le di una palmada cuando Coyote ya había desaparecido de nuestra vista.
Ahora ya podemos ir a ver a las brujas polacas
.
Me parece que Coyote te ha dejado hecho un lío
, observó
Oberón
.
Lo dices como si fuera algo agradable.
Al captar cierta ambivalencia en sus palabras, le pregunté a
Oberón
si prefería quedarse en casa en vez de visitar a las brujas.
La verdad es que una carrera ya no suena tan bien ahora mismo,
admitió.
Acabo de comerme todas esas salchichas. Creo que una siesta sería muy agradable. A lo mejor podrías ponerme una película de Clint Eastwood.
Claro. Además, no te gustan demasiado las brujas, ¿no?
Bueno, no. Pero a ti tampoco, aunque ahora estés dispuesto a ir en un momento a la casita de chocolate de Malina porque ella te ha dicho que lo hagas. Y he de añadir que justo después de que alguien haya intentado acabar contigo. ¿Has pensado que quizá le estés alegrando el día? ¿Te sientes afortunado?
Creo que ya sé qué tipo de película de Eastwood te apetece ver.
Dejé a
Oberón
en el salón con una peli de Harry el Sucio y me fui en la bici, con la espada cruzada a la espalda a la vista de todos, en dirección al piso de Malina, que estaba cerca de Town Lake.
Desde que había empezado a llevar a Fragarach conmigo de forma habitual —en las últimas semanas—, me había percatado de un fenómeno muy interesante: casi nadie pensaba que era de verdad. La mayoría de gente echaba un vistazo al chaval que iba en bici con una espada y daba por hecho que seguía viviendo con mi mamá y que alimentaba una obsesión no muy sana por el
anime
. O se imaginaban que la espada era un accesorio para un juego de rol o algún otro juego de fantasía, porque la idea de tener una espada como arma de defensa personal en una era de armas de fuego les provocaba demasiada disonancia cognitiva. Mientras estaba parado en el semáforo de Mill con Universidad, un ciudadano me preguntó incluso si iba de camino a mi tienda de cómics.
Malina vivía en los apartamentos de Bridgeview, un edificio de doce plantas de cristal y acero construido nada más empezar el siglo, en un ataque de prisa que le dio a Tempe por desarrollar la zona de Town Lake. Ella y el resto de su aquelarre poseían la novena planta entera, aunque ahora había seis plazas libres. Granuaile, mi aprendiza, vivía en el octavo, justo debajo del piso de Radomila, antigua líder del aquelarre. Pensé que lo más prudente sería comprobar que todo estaba en orden en su casa antes de ir a ver a Malina, así que llamé a su timbre.
—¿Quién es? —preguntó su voz desde el otro lado de la puerta—. Ah, eres tú.
Abrió la puerta ligera de ropa y por un momento fui presa del pánico al sentir que la inocente comprobación sobre su seguridad que yo pensaba hacer daba paso a una serie de pensamientos lascivos. Granuaile no era nada fea, sino una pelirroja alta y gimnástica, de ojos verdes, con una boca que parecía deliciosa y una mente despierta. Lo último era lo más importante, porque de lo contrario no sería mi aprendiza. No obstante, era difícil concentrarse en su mente cuando una parte tan grande de su proporcionada figura quedaba a la vista. Mucho más de lo que yo había visto hasta la fecha, de hecho. Solía vestir de forma recatada y yo lo agradecía, pues así (la mayoría de) mis pensamientos se mantenían puros. Pero esa noche llevaba un camisón de un tono verde pálido, escotado y ceñido, pegado a sus curvas…
«¡Béisbol! Tengo que pensar en el béisbol. No en la curva de su… ¡Bola curva! Randy Johnson también tiene un buen lanzamiento lateral. Oh, cómo me gustaría lanzarme a…»
—¿Atticus? ¿Qué pasa?
—¿Qué? Oh. Ah. Eh. —Un camisón me había reducido a monosílabos.
—¿Por qué miras hacia arriba? ¿Hay algo encima de la puerta? —Dio un paso hacia mí y se inclinó para ver qué estaba mirando yo y, oh, mi…
—Te… tet… ¿Te has fijado en el papel de la pared? ¡Sí! La decoración es preciosa, no me había dado cuenta.
—Ya lo habías visto. ¿Qué pasa?
Cíñete a los hechos, Atticus.