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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acorralado (8 page)

BOOK: Acorralado
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—Mi imitación de su acento no es lo importante.

—Bueno, para mí sí. Y, además, se ofreció a ayudarnos a vengar a Waclawa.

—Y lo haré. Pero ¿qué tiene pensado hacer su aquelarre para luchar contra las
Hexen
? —pregunté.

A Malina se le bajaron los humos, miró con aire pensativo la botella, después consideró que sería mejor no beber más y dejó escapar un profundo suspiro, mientras echaba la cabeza hacia atrás. Con el movimiento, el pelo revoloteó un momento sobre su cabeza, como una espiral de seda dorada, y se apoyó sobre la piel negra del sofá, enmarcando el rostro de Malina en un halo. Tenía el poder de embrujar su melena, de forma que los hombres le dieran todo lo que les pidiera, pero estaba empezando a pensar que casi no necesitaba la magia. Resaltaba la columna blanca que era su cuello y mis ojos se deslizaron hasta el hueco que se formaba entre las dos clavículas, más abajo, hasta entretenerse en… «el béisbol». «¡Céntrate, Atticus!» Cualquier tipo de relación con Malina acabaría mal.

—Primero tenemos que encontrarlas —dijo ella—, que es el objetivo de la sesión de adivinación de esta noche. Una vez sepamos dónde están, podremos contraatacar desde aquí. No será nada tan impresionante como ocho maleficios simultáneos, pero nos cargaremos a una por aquí y otra por allá hasta que esté preparado para enfrentarse a ellas cara a cara. Le mantendré informado. Y cuando lleguen las bacantes, que lo más probable es que sea mañana por la noche, también le diré dónde están.

—Entonces me parece que no hay más que hablar, aparte de si tiene alguna cosa mía que no debería tener.

—Ah, sí. —Malina se incorporó y puso la botella de vino sobre la mesa de centro, bamboleándose un poco sobre los tacones.

Se recogió el pelo y se lo anudó, hablándome afablemente mientras me dirigía al dormitorio que en realidad funcionaba como despensa de brujas.

—Espero que llegue pronto el momento de firmar el tratado de no agresión, señor O’Sullivan, porque, a pesar del molesto interrogatorio al que me sometió al llegar y de esa insistencia incivilizada en ir por ahí con la espada colgando, siento que de ahora en adelante podemos vivir y trabajar juntos en paz e incluso prosperar, en cuanto hayamos dejado estos problemas atrás.

Ya no estaba hablando ningún idioma: estaba hablando en la lengua de la diplomacia.

—No tengo nada que objetar a la paz y la prosperidad —concedí.

La despensa de brujas de Malina, a diferencia de su salón, estaba pintada de un verde musgo pálido y tenía las paredes cubiertas de estantes de cedro en los que se veían hileras de botes de cristal. Intenté encontrar uno que contuviera algo horrible —un cerebro humano, unos morros de ciervo o huevos de nutria—, pero no vi nada más que hierbas, aceites, filtros y una interesante colección de zarpas de felinos grandes. Tenía zarpas de tigre, de leopardo de nieve, de león y de jaguar negro, así como de guepardo, puma y lince rojo. También tenía picos de muchas aves de presa, pero el resto de sus provisiones eran de origen vegetal.

En el centro de la habitación había una mesa de trabajo de madera, comprada en la sección de cocinas de Ikea. Tenía el indispensable mortero con su mano, un cuchillo para picar, un pelador de tubérculos y un hornillo eléctrico que había enchufado a un alargador. Resultaba un poco decepcionante que sobre el hornillo tuviera una olla normal, en vez de un caldero negro de hierro. Y todavía más decepcionante que dentro no hubiera un pobre anfibio. En la pared contraria a la mesa colgaba una copia más pequeña de la gran pintura del salón. Las tres Zorias observaban desde las paredes, aguardando para conceder sus bendiciones al trabajo de Malina.

—¿Quién le suministra las hierbas? —pregunté—. Seguro que puedo serle de ayuda si le cuesta encontrar alguna o no la encuentra con la suficiente calidad y frescura.

—Compramos la mayor parte a un herbolario de Chandler —contestó Malina—, pero estoy segura de que dentro de poco necesitaremos mucha más aquilea, si queremos enfrentarnos como es debido a las
Hexen
. ¿Tiene algo?

Aquilea era uno de los numerosos nombres comunes de la milenrama. Las brujas la utilizaban en algunos hechizos de adivinación, pero también podía utilizarse en conjuros tanto de protección como de ataque. En cuanto a mí, la utilizaba mucho en mi negocio de hierbas medicinales, pues era un ingrediente de varios de mis tés marca registrada: Inmuniza-Té de Virus para los primeros síntomas del resfriado y la gripe, el Facilita-Té la Digestión para diferentes dolencias gastrointestinales y una mezcla un poco psicodélica a la que bauticé como Realza-Té la Visión. Este último lo hacía para artistas que querían ver el mundo de forma diferente porque, en concentraciones suficientes, la milenrama podía provocar una variación cromática temporal.

—Claro, tengo kilos de esa hierba, porque la utilizo muchísimo. La cultivo en el jardín trasero de mi casa de forma ecológica y es muy fuerte. ¿Cuánta necesita?

—Calculo que nos bastaría con kilo y medio. —Malina asintió—. ¿Podría mandárnosla por medio de alguien?

—Sin problema. Enviaré a un mensajero por la mañana. Puede pagarle a él. Le mandaré también una lista con todas las hierbas que tengo y otra con las hierbas que puedo cultivar si me avisa con el tiempo suficiente.

—Bien, podemos hacer negocios.

Malina se acercó a un estante cerca del cuadro de las Zorias y miró una botella sin corcho ni etiqueta, y sin contenido según podía ver yo. Todo aquel estante, así como los dos que había encima, estaban llenos de tarros con mechones de pelo y una etiqueta en la parte delantera con nombres de gente. Todas esas personas estaban a la completa merced de Malina, lo supieran o no. Sentí una punzada de pena por ellos.

—Tendría que estar aquí —dijo Malina, tensa—. La última persona que visitó esta planta fue el agente que nos informó de la muerte de Waclawa. —Señaló el tarro etiquetado junto al recipiente vacío. Dentro había un mechón de pelo rubio rojizo y en la etiqueta se leía el nombre de Kyle Geffert—. Su pelo tendría que estar recogido en este bote vacío de aquí —dijo, y después levantó la vista hacia el respiradero por donde soplaba suavemente el aire acondicionado.

Es de suponer que el pelo de los visitantes recogido en el vestíbulo circulaba por los conductos y caía en los frascos vacíos, pero en ninguno había ni un solo cabello pelirrojo de mi cabeza.

—¿Qué está pasando aquí, en el nombre de Zoria Utrennyaya? —Malina reprendió al bote, como si éste pudiera contestarle algo, y tuve que hacer un esfuerzo para no sonreír.

Ja, ja. Mi amarre personal era más fuerte que su hechizo. Chincha rabiña, Malina. No puedes cogerme.

Capítulo 6

Bañar a un lebrel irlandés inmundo no tiene nada que ver con bañar a un chihuahua. Por ejemplo, sólo para conseguir mojar bien al lebrel se necesitan tres o cuatro cubos de agua, mientras que con uno un chihuahua ya se queda medio ahogado.

Con los años, he descubierto que si quiero mantenerme más o menos seco durante todo el proceso, tengo que distraer a
Oberón
del cosquilleo de las pompas de jabón con una buena historia; de lo contrario, se sacude con brío y salpica de agua y espuma todas las paredes del baño. Así que en mi casa, la hora del baño es la hora de las historias, y por eso a
Oberón
le gusta que lo laven.

Lo que me gusta a mí es cómo se obsesiona
Oberón
con cada una de las historias que le cuento. Durante las últimas tres semanas había estado viviendo en sus carnes las experiencias de Genghis Khan y no paró de darme la lata con que tenía que reunir a las hordas en la estepa mongola y después lanzarse a la invasión de Asia. Ahora tenía planeado llevarle por un camino totalmente distinto y empecé a ponerlo en situación nada más comenzar a mojarlo.

Antes, cuando estábamos liando al señor Semerdjian, me preguntaste quiénes eran los Merry Pranksters. Bueno, pues los Merry Pranksters eran un grupo de personas que se unieron a Ken Kesey en 1964, y le acompañaron en su viaje desde Nueva York hasta California en su autobús mágico.

¿Ken Kesey tenía un autobús mágico? ¿Qué podía hacer?

Su principal virtud era escandalizar al sector conservador de la sociedad. Era un autobús escolar viejo, pintado de colores fluorescentes, muy, muy brillantes, que se llamaba
Further.

¿Así que Kesey era una especie de brujo?

No, sólo un escritor de talento. Pero supongo que su autobús mágico dio inicio a la revolución cultural de los sesenta, y eso sí que es una magia poderosa. Los Pranksters le daban ácido gratis a todo aquel que lo quisiera, en un intento por sacar a la gente de sus vidas monótonas y conformistas. Por aquel entonces el ácido era legal.

Espera, nunca me has explicado qué era el ácido.

Es el nombre que comúnmente se da al LSD.

Pensaba que lo llamaban mormones.

No, eso es LDS.
[1]
El LSD es una droga y la llaman ácido porque el nombre completo es «dietilamida de ácido lisérgico».

Eso suena a que tiene un montón de efectos secundarios.

Menos que la mayoría de fórmulas magistrales de hoy en día —contesté, mientras le pasaba una esponja jabonosa por el lomo—. Pero volviendo a los Pranksters, también se vestían con colores fluorescentes, con ropa desteñida y sombreros originales, y todos tenían motes muy guays, como la Chica de la Montaña, la Hermosa Gretchen o Wavy Gravy, algo así como «Pancho Guay».

¿Wavy Gravy? ¿En serio?

Si he dicho algo que no es verdad, mi madre es una cabra.

Ya era mío.

¡Guau! ¡Ése es el nombre más molón que he oído en toda mi vida! ¿Qué hacía Wavy Gravy?

Así que le hablé a
Oberón
de Wavy Gravy y de los Electric Kool-Acid Tests, del origen de Grateful Dead, de la escena hippy al completo y del imperativo moral de «luchar contra la Autoridad». Me cercioré de que entendía que en este caso la Autoridad se refería al señor Semerdjian y de que hasta el momento habíamos luchado contra ella bastante bien. Salió del baño todo limpio y dispuesto a ponerse una camiseta desteñida y con el símbolo de la paz.

Mientras
Oberón
desfilaba por nuestro salón repartiendo paz y
panchismo
(el
panchismo
es amor, aclaraba), mi subconsciente permitió que la burbuja de un recuerdo subiera hasta la superficie: ¿de verdad el señor Semerdjian había dicho que tenía una granada impulsada por cohete en su garaje?

No me parecía que esas cosas se consiguieran en las ferias de armas, así que lo añadí a mi lista de cosas para investigar y después caí redondo en la cama, agradecido por haber sobrevivido un día más.

Capítulo 7

Por la mañana me tomé la molestia de prepararme un buen desayuno, ya que iba a salir a luchar contra demonios: una tortilla esponjosa de queso feta, tomate troceado y espinacas (aliñadas con tabasco), junto con una tostada con mermelada de naranja y un tazón de café bio de comercio justo bien caliente.

Después de consultarlo con la almohada, decidí que lo único que podía hacer respecto a las bacantes era conseguir que otra persona se librara de ellas. Tendría que pagar por ello —y muy caro, quizá—, pero al menos viviría para contarlo, y lo mismo se aplicaba a Granuaile. Había pensado utilizar armas de madera, o tal vez de bronce o de cristal, pero más allá del armamento, todavía tendría que vencer a doce o más mujeres increíblemente fuertes, sin nada que me impidiera caer en su misma locura.

Había llegado el momento de echar mano del teléfono. Primero llamé a Gunnar Magnusson, el macho alfa de la manada de Tempe y director de Magnusson y Hauk, el bufete de abogados que me representaba. A los hombres lobo no les afectaría la magia de las bacantes. Me atendió con frialdad y me despachó rápidamente.

—Mi manada no va a meterse en tus jueguecitos de a ver quién es el más fuerte por un territorio —me dijo—. Si tienes algún asunto legal que solucionar, no dudes en llamar a Hal o a Leif. Pero no pienses que mi manada es tu escuadrón personal de mercenarios sobrenaturales a los que puedes recurrir cada vez que te metes en problemas.

No cabía duda de que había estado pensando sobre las consecuencias de nuestra batalla contra Aenghus Óg y el aquelarre de Malina. Aquella noche habían muerto dos miembros de la manada, por intentar rescatar a Hal y
Oberón
. No tenía sentido discutir con él si estaba en ese plan, así que me limité a decirle:

—Ruego que me perdones. Que la armonía te acompañe.

Por lo visto, tenía muchos asuntos que solucionar con mis abogados. Llamar a Leif sería una tontería; por una parte, a esa hora del día estaría escondiéndose del sol y, por otra, querría que fuera a por Thor a cambio de ayudarme con las bacantes.

Aunque no quería, hice una llamada a Carolina del Norte, marcando el número que me había dado Granuaile cuando había vuelto de allí la semana anterior. Era el número de Laksha Kulasekaran, una bruja india que ahora respondía al nombre de Selai Chamkanni. El cambio de nombre era necesario porque ahora el espíritu de Laksha moraba en el cuerpo de Selai, una inmigrante pastún de Pakistán que había estado un año en coma después de un accidente de coche. Como Selai hacía años que se había convertido en ciudadana estadounidense y tenía todos los documentos necesarios y las cuentas bancarias en orden —y, lo que era más importante, ningún deseo de despertarse del coma—, Laksha se había deslizado de la cabeza de Granuaile a la de Selai, y de esa forma se había agenciado una casa y un marido.

El marido era la mayor preocupación de Laksha cuando le pregunté cómo estaba adaptándose a su nueva vida.

—Le molesta que haya salido del coma con un acento extraño y un nuevo sentido de la independencia. Pero, por lo visto, también he perdido todas mis inhibiciones sexuales, y eso lo tiene tan impresionado que está dispuesto a pasar por alto mi falta de respeto.

—Los hombres son tan predecibles, ¿verdad? —repuse con una sonrisa burlona.

—La gran mayoría. Hasta ahora, tú has logrado sorprenderme —contestó ella.

—Me gustaría que volvieras a Arizona por unos días.

—¿Ves? Eso es de lo más sorprendente.

—Al matar a Radomila y a la mitad de su aquelarre, ha quedado una especie de vacío de poder en esta zona y algunos indeseables tienen prisa por llenarlo. Me vendría bien tu ayuda, Selai.

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