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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acosado (14 page)

BOOK: Acosado
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—¿Por qué no viene él en persona?

—Ya está cerca —respondió Bres.

Aquella contestación estaba calculada para que mi paranoia subiera unos cuantos puntos. Funcionó, pero mi objetivo era que funcionara a mi favor y no en mi contra.

—¿Por qué estás tú metido en esto, Bres? ¿Y podrías explicarme lo de esa armadura?

—Eso no es asunto tuyo, druida. Lo único que te interesa de todo este asunto es si vas a acceder a darnos la espada y seguir con vida, o si vas a negarte y morir.

Los últimos rayos de sol se despedían por el horizonte y el anochecer ya caía sobre nosotros. La hora de los Fae.

—Dime por qué la quiere. No es que Irlanda tenga un rey supremo que necesite la ayuda de los Tuatha Dé Danann para que lo ayuden a unir a todas las tribus.

—No debes preguntar eso.

—Claro que debo, pero supongo que eres tú el que no debe responder. Fragarach está aquí mismo. —Hice un gesto hacia la empuñadura que me sobresalía por detrás del hombro—. Entonces, si te la entrego ahora, ¿te vas y ya nunca más volveré a saber de Aenghus?

Bres se quedó mirando fijamente la empuñadura y, después de un momento, se echó a reír.

—Eso no es Fragarach. Yo la he visto, druida, y he sentido su magia. Lo que tienes en esa funda es una espada normal y corriente.

Vaya. La capa mágica de Radomila era la leche.

Y entonces la capa verde de mi visión empezó a separarse del espectro normal. Bres estaba desenvainando su espada con gesto lento, mientras me observaba para ver si reaccionaba. Intenté permanecer relajado para que creyera que no estaba enterándome de nada. O bien sabía que de verdad tenía a Fragarach cruzada a la espalda y quería engañarme, o bien le bastaba con matarme para limpiar su reputación. Seguro que contaría una versión muy adornada de la batalla, aunque lo que pretendiera fuera equivalente a una puñalada trapera.

—Te aseguro que es la verdadera —insistí.

Cambio de planes. Cuando te lo diga, túmbate detrás de él. Lo voy a empujar para que caiga al suelo, añadí, dirigiéndome a Oberón.

Vale.

La silueta del encantamiento de Bres se encogió de hombros antes de decir:

—Me puedes dar esa baratija si quieres. Lo único que vas a lograr será retrasar las cosas y tendré que volver con otra oferta. Pero puedo garantizarte que esa oferta ya no será tan generosa como la que te estoy haciendo ahora.

Y, en ese momento, el verdadero Bres del perfil verde sonrió con aire malvado y alzó la espada con las dos manos, listo para partirme por la mitad.

Ahora, Oberón, ordené, mientras mantenía una expresión pensativa, como si estuviera meditando en las palabras de Bres.

Empecé a hablar en voz alta, con la esperanza de disimular cualquier ruido que pudiera hacer Oberón al moverse.

—Bres, creo que estás pasando por alto algo importante.

No había acabado de hablar, cuando el dios ya bajaba la espada con todas sus fuerzas. En el último instante, me aparté a la derecha. La figura del encantamiento seguía allí plantada, sonriente, pero ya no le presté atención. La silueta verde, la que de verdad era Bres, acababa de intentar matarme. Había quedado medio doblado después de la estocada fallida y aproveché para propinarle una patada en la muñeca que le hizo soltar la espada. Otra patada en la cara para obligarlo a incorporarse. No logré alcanzarlo de lleno por culpa del yelmo, pero de todos modos una patada en la cabeza te obliga a echarla para atrás. Ése era el momento perfecto para girar sobre mí mismo y descargarle un golpe con el brazo en todo el pecho, antes de que pudiera recuperar el equilibrio. Se tambaleó hacia atrás y tropezó con Oberón en medio de un estrépito de piezas de bronce y piel curtida. Todavía no estaba herido, pero la humillación ya le dolía bastante. Decidió olvidarse del encantamiento, y el Bres sonriente se unió al que yacía derribado en el suelo. Mi descodificador feérico y mi visión normal volvieron a coincidir.

Podría haberme detenido ahí. Bres estaba desarmado y ya no suponía ningún peligro. Si, además, había algún Fae por los alrededores y lo había visto caer de culo, su vergüenza alcanzaría cotas legendarias. El problema estribaba en que había tratado de matarme con un encantamiento. Conmigo no utilizaría jamás el juego limpio, porque no tenía opciones de ganar. Bres nunca había sido el terror del campo de batalla. Si lo dejaba con vida, mandaría tras de mí una lista interminable de asesinos, igual que Aenghus Óg llevaba siglos haciendo. No necesitaba multiplicar por dos aquella pesadilla.

Por añadidura, y para decirlo con un lenguaje más actual, Bres era un tocapelotas.

Así que no me detuve ahí. Mientras seguía tirado en el suelo, desenvainé Fragarach y la hundí en el centro del peto de bronce. La hoja mágica no encontró ninguna resistencia. Bres abrió los ojos como platos y me miró sin poder creerlo: después de sobrevivir a las épicas batallas de la Irlanda de la antigüedad (con una armadura respetable por aquel entonces), en las que podría haber tenido una muerte heroica, el final de sus días iba a llegar en una lucha que había durado menos de diez segundos, por culpa de su exceso de confianza.

No me regodeé en el momento, porque ésa es la mejor forma de terminar con una maldición a cuestas. Me limité a sacar Fragarach con un movimiento rápido, acompañado de un gemido de dolor de Bres. Luego le cercené el cuello antes de que pudiera lanzarme una maldición mortal.

Cuando te dijo que le dieras la espada, creo que no se refería a que se la clavaras en medio del pecho, comentó Oberón.

Él intentó partirme en dos con la suya, me defendí.

¿En serio? No lo vi.

Él tampoco te vio a ti. Buen trabajo.

—Lo has matado —oí a mi espalda.

Me volví y encontré a la viuda de pie, con el vaso de whisky entre las manos temblorosas, antes de que se hiciera añicos contra el suelo del porche. Le temblaba la voz.

—Lo has matado —repitió—. ¿Ahora vas a matarme a mí? ¿Vas a enviarme a la casa del Señor para que pueda descansar junto a mi Sean?

—No, señora MacDonagh, no, claro que no. —Volví a envainar Fragarach para eliminar la amenaza que representaba, aunque ni siquiera había limpiado la hoja—. No tengo ningún motivo para matarla.

—Soy testigo de tu crimen.

—No ha sido un crimen. Tenía que matarlo. Fue en defensa propia.

—A mí no me pareció defensa propia. Le diste una patada, lo empujaste y después le clavaste la espada y lo decapitaste.

—Creo que no lo ha visto todo —contesté, sacudiendo la cabeza—, porque yo le tapaba una parte. Él también intentó darme una estocada. ¿No ve la espada ahí tirada en el suelo? No fui yo quien la sacó de su funda. Fue él.

Me quedé quieto y le di tiempo para que procesara tanta información. Cuando alguien piensa que quieres matarlo, lo último que hay que hacer es acercarse para tranquilizarlo, aunque siempre sea eso lo que hacen en las películas. La viuda entrecerró los ojos para distinguir la espada en el suelo y en su expresión se reflejó la duda.

—Me pareció oír cómo te amenazaba, pero no lo vi moverse hasta que le diste la patada. ¿Quién era? ¿Qué quería?

—Era un viejo enemigo… —empecé a decir, pero la viuda me interrumpió.

—¿Un viejo enemigo? ¿No tienes sólo veintiún años? ¿Cómo de viejo puede ser un enemigo tuyo?

Por los dioses de las tinieblas, la pobre no tenía ni idea.

—Era un viejo enemigo desde mi punto de vista —contesté, y entonces ideé una historia que pudiera contarle—. En realidad era un viejo enemigo de mi padre, así que se convirtió en mi enemigo desde el día en que nací. No sé si me entiende. Y, cuando mi padre murió hace unos años, me convertí en su objetivo. Por eso me trasladé aquí, ya sabe, para huir de él. Pero hace un par de días me enteré de que había dado conmigo y que venía hacia aquí, así que empecé a llevar esta espada para defenderme.

—¿Por qué no conseguiste una pistola, como hacen todos los chicos norteamericanos?

Le sonreí.

—Porque yo soy irlandés, señora MacDonagh, y soy su amigo. —Puse expresión lastimera y le rogué con las manos entrelazadas—: Por favor, tiene que creerme. O lo mataba yo o él me mataba a mí. Y espero que sepa que nunca le haría daño a usted.

Todavía no estaba convencida, pero cada vez dudaba más.

—¿Qué tipo de desacuerdo tenía con tu padre?

No se me ocurrió una mentira creíble sobre la marcha, así que decidí contarle parte de la verdad.

—De hecho, era por esta espada —empecé, señalando la empuñadura con el pulgar—. Papá se la robó hace mucho; pero, tal como eran las cosas, más bien fue como llevarla a donde pertenecía. Es una espada irlandesa, ¿sabe?, pero este tipo la tenía en su colección privada y eso no estaba bien, porque era inglés y eso.

—¿Era inglés?

—Sí.

Me daba vergüenza aprovechar la fibra sensible de la viuda tan descaradamente, pero no podía permitirme estar toda la noche de cháchara, con un cuerpo decapitado en medio de la calle. Su marido había sido miembro del IRA provisional en la época de más conflictos y lo había matado la organización paramilitar protestante del Ulster. La viuda siempre había dado por supuesto, con motivos o sin ellos, que ese grupo paramilitar estaba manipulado por Inglaterra.

—Buenos, pues entonces puedes enterrar a ese cabrón en mi jardín, y que Dios maldiga a la reina y a todos sus esbirros.

—Amén. Y gracias.

—De nada, chiquillo —respondió la viuda, y después se echó a reír—. ¿Sabes lo que decía siempre mi Sean, que en paz descanse? Decía: «Un amigo te ayuda a trasladarte, Katie, pero un buen amigo te ayuda a trasladar un cadáver.» —Lanzó una carcajada ronca y entrelazó las manos—. No quiero decir que yo pueda ayudarte a trasladar un corpachón como ése. ¿Sabes dónde está la pala?

—Sí, sí. Señora MacDonagh, me preguntaba si tendría limonada o algo de beber en casa. Tengo el presentimiento de que va a hacerme falta.

—Claro, muchacho, puedo prepararte algo. Tú ponte manos a la obra y ya te saco yo un vaso.

—Muchas gracias.

Cuando la mujer desapareció en el interior de la casa, me volví hacia Oberón, que seguía con el camuflaje.

¿Crees que podrás arrastrar la cabeza hasta el jardín trasero? Tenemos que poner esto fuera de la vista.

Ya se había hecho de noche, pero empezaban a encenderse las farolas y cualquiera que bajara por la calle podría ver el cadáver sin problemas.

No hay por dónde agarrarlo con ese yelmo que lleva, pero creo que podré ir empujándolo con el hocico.

Perfecto.

Cuando yo ya me agachaba para tirar del cuerpo y Oberón empezaba a practicar esa nueva modalidad macabra de fútbol, apareció el cuervo de la batalla. Le echó un vistazo al fiambre y me graznó enfadado.

—Ya lo sé —susurré con apuro—. Estoy metido en un buen lío. Si vienes conmigo a la parte de atrás, podremos hablar en privado.

El cuervo graznó una vez más antes de alzar el vuelo y sobrevolar el tejado.

Arrastré a Bres hasta el jardín y me lo eché a la espalda como si fuera un saco de patatas. Sentí la sangre que iba empapándome la camiseta. Iba a tener que quemarla.

Cuando llegué a la parte trasera, Morrigan ya había adoptado forma humana y allí estaba, pálida y silenciosa, con los brazos en jarras. Echaba fuego por los ojos. Aquélla no iba a ser una charla cordial precisamente.

—Cuando convine en hacerte inmortal, eso no te daba permiso para andar matando a los Tuatha Dé Danann —me soltó nada más verme.

—¿En serio necesito permiso para defenderme? Morrigan, intentó utilizar un encantamiento para partirme por la mitad. Si no llega a ser por el amuleto, no habría visto la espada que venía directa hacia mí.

—Habrías sobrevivido —señaló Morrigan.

—Sí, pero ¿en qué condiciones? Perdóname por no querer experimentar diversos grados de dolor y desmembramiento —contesté, dejando caer el cuerpo de Bres en el jardín de la viuda sin demasiados miramientos.

—Cuéntame cómo sucedió todo, cada palabra que os dijisteis.

Así lo hice, mientras ella me observaba en un silencio gélido, que ni siquiera sus ojos relampagueantes lograban caldear. Al contarle que había utilizado un perro camuflado para hacerlo caer y rematarlo, su expresión por fin se suavizó un poco.

—En fin, eso fue una arrogancia imperdonable por su parte. Se merecía esa muerte ridícula. Y fíjate en esa armadura horrorosa. —Pero cuando sus ojos tropezaron con la cabeza segada que descansaba en el césped, el fulgor rojo volvió a encenderse en ellos—. Cuando Brigid se entere de esto, ¡querrá que le entregue tu cabeza también! ¡Y tendré que negarme! ¿Entiendes en qué situación me deja eso, druida?

—Lo siento, Morrigan. Tal vez, si le cuentas a Brigid la forma en que murió, se sienta menos inclinada a exigir un ojo por ojo. Piensa en tu propia reacción: su muerte ha sido la más deshonrosa de todas las sufridas por los Tuatha Dé Danann. Y, aparte de eso, ¿por qué estaba haciendo de recadero de Aenghus? Exigir venganza por algo así sería hasta ridículo.

Su mirada volvió a apagarse mientras consideraba lo que le había dicho.

—Sí, es un buen razonamiento. Quizá podamos evitar el conflicto si se lo presentamos de la forma adecuada. —Volvió a mirar el cuerpo decapitado de Bres y la cabeza a los pies de Oberón—. Dejadme el cadáver, yo me ocuparé de él.

No hacía falta que me lo pidiera dos veces.

—Muchas gracias. Si te parece bien, iré a limpiar la sangre de la calle.

—Sí, vete.

Morrigan me hizo un gesto displicente como despedida, sin apartar la mirada de los despojos, y aproveché para irme antes de que cambiara de idea. Además, la verdad era que prefería no saber qué pensaba hacer con el cuerpo.

Cogí la manguera que había en la parte delantera de la casa y la extendí al máximo. La viuda salió con un vaso de limonada para mí y un whisky para ella, sorprendida de verme allí tan pronto.

—¿Ya has enterrado al saco de mierda?

—Todavía no —repuse, intentando disimular mi sorpresa por el lenguaje de la dama—, pero vine para limpiar la sangre de la calle.

—Ah, muy bien, entonces te dejo —dijo, dándome el vaso con un golpecito amistoso en el brazo—. Me parece que está a punto de empezar La ruleta de la suerte.

—Buenas noches, señora MacDonagh.

Cuando buscaba a tientas el pomo de la puerta, me pareció que se balanceaba un poco.

—Eres un buen chico, Atticus, siempre me siegas el jardín y matas a los ingleses que vienen por aquí.

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